viernes, 30 de junio de 2017

'El banquete celestial', de Donald Ray Pollock

Por lo que se ve, finales de julio, aparte de ser la época de las pagas-extra de los funcionarios, es el momento en que, espontáneamente y sin que quepa sospechar influencia, presión o sugerencia de editoriales o escritores afines, periódicos, blogs y demás medios de comunicación sacan sus listas de lectura. A veces, también son conocidas como "lecturas para el verano". Lo que más me complace es comprobar que no falta casi en ninguna el título execrable de moda. Está claro que, en muchas ocasiones, resulta evidente que el perpetrador de la lista no se ha leído la mayoría, por no decir casi ninguno, de los libros que recomienda. Incluso, ni se molesta en ocultarlo. Ojo, no digo que todos los/as recomendadores/as sean unos memos ni unos mentirosos, solo que hay ocasiones en que a algunos se les nota. Con lo fácil que es no hacer listas... Imagino que, en el caso de los periodistas culturales (lo que se entienda por eso da para una monografía), con dichas listas rellenan el espacio o el programa sin mucho esfuerzo; además, quedan bien con un montón de gente cuyo engendro han incluido y, lo que no es poco, se llevan unos cuantos libros gratis para casa. Otra cosa es que los lean, pero, al fin y al cabo, son lecturas para el verano.

Además, la gran pregunta: ¿Quién es esa lectora/lector que lee específicamente o solo en verano?

Una vez aireadas mis protestas, hoy la reseña pre-veraniega sin ánimo de lucro ni de jodienda es de El banquete celestial, de Donald Ray Pollock, una de esas raras personas que no ocultan su segundo nombre o que sólo dejan la inicial. 

Debe de ser un apestado, sin duda.






A veces me pregunto, respecto de estos escritores amantes del aforismo, del taller literario o de las miserias cotidianas, cómo, con todo lo que dicen leer, no advierten la diferencia abismal entre aquello de lo que disfrutaron o que reverenciaron y su propia obra. Es que no me cabe en la cabeza. Está claro que escribir una buena novela es empresa harto difícil, que requiere tanto de una buena historia como de un buen estilo, o, bien mirado, de un estilo soberbio que consiga engrandecer cualquier historia, por muy nimia que parezca ser. Por tanto, lo raro no es que se escriba mucha mediocridad, que es a lo que tendemos todos, sino que consiga ser publicada (ya no hablo de la autoedición). Es por eso por lo que las culpas deben recaer especialmente en los editores, que las publican, y en los reseñadores, que nos engañan. El autor, la autora, al fin y al cabo han hecho lo que han podido (a veces, también, menos de lo que habrían podido, señalémoslo también). Para que conste, repito: les agradezco siempre a los escritores el esfuerzo, ya que no el resultado, que depende.

Así, uno lee El banquete celestial y se dice, joder, da gusto: historias paralelas cuyos personajes se entrecruzan y confluyen con sentido, en el que el lirismo ocasional combina bien con la sordidez y la tosquedad. Personajes, coño, personajes, que en la paradoja que consiste en que sólo están hechos de palabras, se sostienen casi solos y cuyo relato nos complace seguir, tanto en sus miserias como en sus grandezas, sean cotidianas o extraordinarias. Es posible que se les pudiera llamar perdedores, en ese anglospanish tan de periodista, pero en nuestra cultura, todavía diferenciada, sería mejor llamarlos desgraciados. Pero con dignidad, sean aparceros reconvertidos a atracadores de bancos, sea un inspector de letrinas, un granjero pobre, el hijo borrachín del anterior o sea hombre de buena cuna y homosexual metido a oficial del ejército. También están los que no tienen ni eso, como Sugar o Pollard, pero la miseria moral y la crueldad de sus actos también arrojan luz sobre nosotros mismos. Todos ellos, contra un mundo que funciona de modo simultáneo como machacadora y trituradora, dejándolos sin opciones, despojando de cualquier significado a la libertad. Y ahí están vagando de un sitio a otro, atacando o defendiéndose, con hambre y con sed, con la dignidad ultrajada o ultrajándosela a otros. 

Por si se lo preguntan, los personajes no se pasan el día llorando.


Cob era el hijo mediano, bajo y fornido, con la cabeza redonda como un garbanzo y unos ojos verdes y líquidos que siempre parecían mirar desenfocados, como si le acabaran de pegar con un tablón. Aunque era igual de recio que dos hombres juntos, Cob siempre había sido un poco corto de luces, y salía adelante principalmente a base de seguir a Cane y no quejarse demasiado, por muy grande que fuera el marrón y por pequeña que fuera la torta. Era, por decirlo toscamente, lo que en aquella época la gente solía denominar un tonto. Te podías encontrar a aquella clase de hombre casi en cualquier lado, acuclillado en cualquier gasolinera, esperando a que alguien le dijera hola en tono amigable o a que algún buen ciudadano de paso le diera algo, alguien con la bastante compasión como para darse cuenta de que, si no fuera por la gracia de Dios, podría ser perfectamente él mismo el que estuviera sentado allí en triste y desmañada soledad.

Ahora Slater ya no estaba seguro de cómo reaccionar. Aunque ya no le sorprendía en absoluto la ignorancia de algunos de los lugareños, de pronto se preguntó si Ellsworth no le estaría tomando el pelo. No conocer la ubicación de un país extranjero era una cosa, pero confundir un gran océano con una laguna para pescar de la pedanía de Huntington era otra bien distinta. Hasta aquel predicador chiflado, Jimmy Beulah, uno de los hombres más retrógrado que Slater había conocido, tenía un conocimiento rudimentario de la enormidad de la tierra, aunque seguía creyendo que era igual de plana que una torta de sartén. En fin, en cualquier caso, cuanto antes les contestara a sus preguntas, antes podría volver a su música. Estaba a punto de terminar su primera composición original, una lenta y triste pieza en ocho movimientos escrita para reflejar el miedo del educador a regresar al aula después de la felicidad de las vacaciones de verano. Titulada provisionalmente "Me dan ganas de ahorcarme", había estado trabajando en ella de forma discontinua durante los últimos años.


Después de pasarse unos minutos sentado contemplando su imagen ahora silenciosa en el espejo, envolvió el rifle en la manta y lo volvió a guardar en el armario. Luego dejó caer sus pantalones y se desabrochó el braguero. Un fino haz de luz dorada del sol donde se arremolinaban las motas de polvo resplandecía a través de una abertura en las cortinas. Se sacó la polla, su maldición personal y la cruz que llevaría mientras estuviera en el mundo, se la agarró con las dos manos y se dedicó a golpeársela contra el costado de la cajonera de roble hasta llorar. Por fin dejó de aporrearla, echó una meada con sangre en un cubo que había en un rincón y se la volvió a remeter dentro de los pantalones. Cansado por el esfuerzo, bajó la escalera y se bebió un vaso de agua, después se encogió en el sofá de su madre y se fue a dormir con todos los santos de yeso de ella observándolo con tristeza, comprensión y piedad, que es como suelen observar los santos.

Consideraciones nada baladíes y muy cabronas sobre el arte y los artistas se regalan, por cierto, a lo largo de la novela aquí y allá. Nunca me cansaré de aplaudir la desmitificación del artista. Tampoco, de elogiar su esfuerzo en el acto creativo:


Varias horas más tarde, el guardaespaldas volvió con un dúo montado en la parte de atrás del carromato, un intérprete de banjo sin dientes y un chaval descalzo y de pelo alborotado con una armónica. Aunque todo en ellos, desde los harapos salpicados de vómito hasta los globos oculares inyectados en sangre, indicaba problemas graves con el alcohol, Henry no se lo había pensado dos veces y se los había traído de vuelta al campamento. Nunca había conocido a nadie que ganara la vida tocando música y que no estuviera jodido de alguna forma triste o depravada; lo mismo pasaba con la gente que pintaba cuadros, escribía libros o mariposeaba en un escenario recitando los diálogos del melodrama de turno. En su opinión, solo a la gente realmente desgraciada se le daban bien empresas artísticas de cualquier tipo.

Tenía la ambición de convertirse en dramaturgo famoso, de ganar prestigio en la escena teatral y de viajar por el mundo acompañado por un séquito cambiante de hermosas amantes y de parásitos lameculos. Sin embargo, después de varios veranos de llenar un cuaderno tras otro de lo que por fin se dio cuenta de que era bazofia vacía e insulsa que con total franqueza habría hecho vomitar a un perro, lentamente se fue haciendo a la idea de pasar la vida sumido en un plácido anonimato y la opción empezó a resultarle más y más atractiva.

En definitiva, una novela espléndida: la estructura, compuesta de una multiplicidad de puntos de vista está atravesada, en su contenido, como hemos dicho, por la miseria y por la sordidez, por la violencia y por la insensatez. Narración en tercera persona que se funde con la visión del protagonista en cuestión. Sin embargo, por muy desquiciada que pueda parecer a veces, no deja de resultar reveladora la novela, inquietantemente cercana a nuestras propias servidumbres y bajezas. Diálogos de frases cortas, pero cargadas de sentido. Cada personaje, con su propia voz. No hay nada impostado. El autor logra, por decirlo de otro modo, que todo su mundo resulte coherente y creíble.

Para que me entiendan: es de esas novelas por las que dejas de lado otras novelas, te saltas las comidas, dejas de ir a fiestas, e incluso olvidas a tus hijos, asilvestrados en casa de los abuelos. Es más, desearías tener hijos para olvidarlos por estas novelas, desearías que te invitaran a esas fiestas a las que no te invitan nunca para responder negativamente, que tienes mejores cosas que hacer. Cosas que leer.

Post scriptum

Quizá por desconocimiento, lo que añoro tras reseñar buenas novelas como esta, es leerlas de escritores canarios. En segundo lugar, de escritores españoles. Antes de que me acusen de nacionalista en primer o segundo grado, me apresuro a explicarles que sí creo que puede haber una mirada literaria peculiar por haber crecido o vivido aquí; al igual que puede haber otras desde Palencia, Barbastro o Buenos Aires. Pero yo me sitúo en una comunidad determinada, de la que formo parte, la canaria, con toda su ristra de sucesos gloriosos y lamentables, con su geografía e historia, con su estructura social, económica y política, con sus éxitos y sus fracasos de todo tipo. Supongo que eso va más allá de utilizar el verbo alongar o decir mi niño cada dos por tres.

No sé exactamente en qué consistiría esa canariedad, o ya puestos, españolidad, frente a otras sociedades, otras culturas, otras lenguas. Sólo sé que otras literaturas han logrado tematizar aspectos de su cultura de un modo impresionante consiguiendo revelar su universalidad. Por ejemplo, la frontera, en la literatura norteamericana, o, en su momento, la tensión entre europeización y eslavofilia en la Rusia zarista, etc., etc. En España, un suceso histórico literalizado hasta el hastío es la Guerra Civil, sin que se pueda afirmar que de ahí hayan brotado grandes novelas. 

Por otro lado, puede que en este mundo tan interconectado en información, mercancías y turistas con chanclas, aunque existan nodos primarios y otros secundarios o terciarios, la posición de Canarias en esa red ya no sirva de excusa para la ignorancia de lo que se gesta en otros lugares ni tampoco para la repetición de temas y estilos impuestos de un modo u otro no sólo por  literaturas foráneas, sino por series de tv y películas estandarizadas hasta el hastío, productos de una industria cultural hegemonizada por corporaciones transnacionales. Puede ser, por el contrario, que nuestra historia de subordinación secular sólo consiga alumbrar hoy en día nada más que literatura subordinada, o algo peor. En mi opinión, esa mirada peculiar a la fuerza debe ser independiente, personal, nacida de las vivencias y experiencias del artista en necesaria combustión con su entorno, no de las instrucciones del académico, político o académico-político de turno ni de la asunción acrítica de la propia cultura, sobre todo cuando esta alberga valores que promueven la desigualdad, la hipocresía, la violencia, la mezquindad, la justificación de la miseria ajena, etc. En última instancia, me conformaría con escritores que al menos intentasen crear desde su singularidad y no tanto promocionarse. Da la impresión de que muchos serían más felices si no tuviesen que escribir, que menudo esfuerzo, de que con la palabra escritor o artista después de sus apellidos ya se sentirían colmados, y mejor con alguna sinecura.

Dudo, en todo caso, que eso se consiga con autores/as eternamente quejicas, con un ojo en el bolsillo y con el otro en el Boletín Oficial; con reseñadoras/es ditirámbicos y maravillosistas a los que todo les parece prodigioso y caleidoscópico; con lectores/as, finalmente, que se contenten con listas de lecturas para el verano, como las que guardamos mal dobladas en el bolsillo del culo cuando vamos al supermercado. ¿Tenemos esas autoras, esas reseñadoras, esas lectoras?















martes, 20 de junio de 2017

'Hombres en el espacio', de Tom McCarthy

El mundo no necesita críticos literarios ni de arte. En realidad, al mundo no le hacen falta los críticos en general. Fíjense lo bien que estábamos de cazadores-recolectores: coge esas semillas, mira a ver si saben bien, ten cuidado no te envenenes, no te ahogues, por cierto, o vamos todos allí al bosque que igual nos cruzamos con un tapir y ya conseguimos proteínas. En esa época, si lo hacías mal, no comías, o, en el peor de los casos, te comían a ti. Los críticos, literalmente, sobraban. Tampoco necesitaron durante mucho tiempo a los escritores, a decir verdad, ni a los artistas como tales. Era el mundo de la oralidad, de la memorización, y por tanto del ritmo y de la repetición. Imagínense: un mundo sin escritores ni críticos, solo algún tamborileo los fines de semana y a echar el rato con los parientes jocosos. Una pasada. Si me permiten la maldad, eran un tanto remisos a crear fundaciones en honor a ancianos mantenidas con los recursos de la tribu. Probablemente, la media de edad no superara los 40 años, lo que evitaba problemas tipo "mis paisanos no me han reconocido lo suficiente".





Viene todo esto a cuento de la novela que reseñamos hoy, Hombres en el espacio, del británico Tom McCarthy. En una reseña ya me he encontrado con "escritor imprescindible", "caleidoscopio ácido" (me encanta, "caleidoscopio, qué haríamos sin un caleidoscopio para comenzar el día) y "humor insospechado marca de la casa". En otra, "cada pieza encaja exactamente en su lugar" (¿cómo se puede saber exactamente si ha sido exactamente?).  Aparte, parece ser que a Vila-Matas le encanta el muchacho. A Rodrigo Fresán también se le cae la baba con él. En fin, aunque no popular, popular, el bueno de Tom goza de simpatías en el espacio literario en lengua española. ¿Para qué ser crítico si sólo se escribe de lo que a uno le gusta? Aunque bien pensado, eso generaría buen rollo por doquier. Me saludarían por la calle, qué digo, irían a mi encuentro con los brazos abiertos y gritando mi nombre sin pudor alguno. Las palomas alzarían su vuelo, alarmadas, y las campanas de la Catedral tocarían a rebato. Quizá hasta disfrutaría del placer de compañía farandulesca, que como todos sabemos, es la que más lustre social proporciona.

En todo caso, a mí me parece que esta novela está bien: hay una trama criminal de búlgaros que operan en Praga, y hay artistas jóvenes y no tan jóvenes que están todo el día en fiestas follando y colocándose. Es Praga en 1993: se está malgestionando el derrumbe del sistema comunista, las mafias operan a sus anchas, y la parte checa y la eslovaca van a conformar sendos estados independientes. Esa Praga de mafiosos y artistas será para muchos la bohemia dentro de Bohemia. Lo que sin duda es llevar una vida doblemente bohemia. Lo más.


Puede que haya treinta, cuarenta personas en la habitación. Está Nick, sentado en lo alto de la escalerilla haciendo pompas con un juego infantil de hacer pompas; pero Heidi no quiere lanzarse hacie él como si le necesitase, como una especie de ticket de entrada; además de lo cual, ahora mismo no es que él sea exactamente santo de su devoción, después de haberla medio jodido con el rollo de la puerta de la calle y la cabina telefónica. Además de lo cual, Roger es bastante mono y potable para un rato. Éste parece conocer a los del grupo: mientras la dirige hacia un proyector que hay sobre una mesa situada ante la tarima y enfocando la sábana (y Heidi se pregunta si será sangre menstrual, o si el tal Jean-Luc habrá estado desvirgando a quinceañeras checas; ¿quién es el tipo, a todo esto?), se le acercan dos de ellos. Dan un trago de la cerveza de Roger, se ponen a hablar de cosas técnicas sobre enchufes y voltaje o lo que sea; para lo cual Roger parece poseer el vocabulario, cosa que da pie a Heidi a pensar si sus padres no serán checos o algo, aunque no verbaliza la pregunta.

Lo importante, a mi modo de ver, no es tanto el desenvolvimiento de una trama en la que conjugan obras de arte con falsificaciones, crímenes y mafia, que tampoco está mal y se lee con interés, sino el desmenuzamiento de vidas que, aunque parezcan formar parte de una red de relaciones, actúan como átomos aislados, rebotando aquí y allá, formando episódicas moléculas inestables. La imagen, a la que se alude en el título y se nombra varias veces en la novela, es la del cosmonauta letón, antes soviético, abandonado en el espacio porque en la Tierra todos se desentienden de él: ya no existe la Unión Soviética. No parece muy complicado, entonces, interpretar esa desgraciada situación como una metáfora de la condición humana.

La novela se desarrolla en presente histórico, la voz del narrador se funde de manera natural con los pensamientos del personaje de turno. Ese uso se adecua bien a las acciones de los personajes, que no parecen estar nunca en reposo. Sus diferentes rumbos se entrecruzan en ese escenario y alrededor, aunque sea de manera elíptica, de la copia de un icono bizantino de gran valor robado en Bulgaria. Los personajes están bien caracterizados: eso quiere decir que Anton no se parece a Ilievski ni este a Nick. Ivan no es Mladan y Heidi no es Helena ni Karolina. Parece fácil, pero ¿cuántas veces hemos tenido que ir para atrás en una novela para saber quién era quién? Esos personajes opacos que se limitan a ser excusa para la verborrea de un autor con ínfulas. 

Por otro lado, las descripciones son correctas, precisas, pero a la vez significativas. Narración sobria, además, pero no exenta de color y dinamismo:


Ellos asienten. El conductor tira de una palanca; la compuerta se abre y libera del camión un torrente de agua por el que desciende una cascada de carpas hacia el depósito; a los costados, tras un ojo alzado, las escamas despiden a su paso destellos plateados bajo una fina película de líquido.  Tras escasos segundos el tanque está lleno hasta el borde; el agua mana a chorros sobre la acera. Y carpas: el conductor está intentando cerrar la compuerta, pero la palanca está atascada, no se mueve. El hombre maldice, sacudiéndola mientras las carpas bajan a toda velocidad por el tobogán, sin pausa. Salen despedidas de la masa arremolinada de colas y aletas y aterrizan sobre la acera, se revuelven por el bordillo boqueando, sus cabezas chocan con los pies de la gente, con las ruedas de cochecitos... Una se ha detenido ante Iván. Su boca se abre una y otra vez, por momentos con mayor dificultad como si luchase contra la atmósfera insoportablemente pesada de un planeta alienígeno sobre el que ha sido arrojada. Los ojos le sobresalen de la cabeza. Ivan se estremece, cierra los ojos, vuelve a girarse y se dirige hacia su casa.

Fíjense, además, en la imagen de los peces boquiabiertos con la que resulta de este párrafo, cuando Ivan concluye su encargo:


Cuando termina es de noche, quizá la cuarta o quinta que lleva en vela trabajando. No puede barnizar de inmediato. Se supone que hay que esperar semanas, hasta que la pintura esté completamente seca, pero Anton le dijo que no importaba en tanto la copia se pareciese al original. Aunque todavía tendrá que aguardar unas horas. Entonces aplicará una capa de barniz de resina de poliéster y cera de abeja. Necesitará una media para la resina. Le parece recordar... sí, ahí está, al lado de la cama, cuando va a mirar: una media suelta, con una carrera. Podría ser de Heidi o de Klárá. Los cristales de resina tienen que disolverse durante varias horas, suspendidos en un tarro de aguarrás caliente. Debería dormir. ¿Qué día es? Llamará a Anton ya, para decirle que puede venir mañana. ¿Cuál le dará? Coloca las copias junto al original, una a cada lado. Ambas son perfectas. Una vez enceradas, las tres deberían parecer idénticas. Telefoneará a Anton, dormirá, barnizará las pinturas y cobrará su dinero. El teléfono está desenchufado de su toma y arrinconado, junto a la planta. ¿Hizo él eso? Debería moverse y telefonear a Anton. Pero no quiere, no quiere despegar los ojos de las tres imágenes; cuatro, si se cuenta el espejo donde está reflejado en este instante, de pie, envuelto en una sábana manchada del mismo carmesí que la túnica del santo, con el pelo encerado peinado en surcos, boquiabierto.

En mi solipsismo intelectual quiero convencerme que de este paralelismo no se ha dado cuenta el autor. 

Qué va.

Sigamos: toda esa primera parte de la novela, en la que pululan artistas bohemios checos, ingleses, norteamericanos, etc., resulta realmente divertida e interesante, además de que permite, si uno está en esa disposición del ánimo, variadas reflexiones sobre la naturaleza del arte (qué es original, qué es copia, qué palimpsesto, etc., etc.) y del artista (genio creador, místico copiador, intertextualizador...) que pueden ir más allá de la charleta de bar o de la reunión de camarilla provinciana tipo somos todos los que estamos. McCarthy me parece a mí, con su singularidad artística, el típico escritor anglosajón que trabaja a fondo la novela, que vuelve una y otra vez sobre ella hasta eliminar cualquier error técnico. Y no es sólo cuestión de documentarse más o menos sobre Bizancio o sobre las disputas teológicas del siglo XI, sino de pensar y repensar el estilo, la forma, el diálogo, hasta el humor. Quizá, en cambio, le salga natural y pueda escribir una novela cada seis meses, que todo es posible. Cosas más raras y maravillosas se han visto en esta tierra, plataforma tricontinental y hespérida y no sé cuántas cosas más.

La segunda parte, cuando ya predominan las aventuras policiaco-mafiosas, me interesa menos. No digo que me aburra, que no, pero ya me parece más una escritura de oficio, necesaria para poder acabar la novela de manera lógica. Digamos que la primera parte ha sido, de un modo u otro, vivida y recreada, y la segunda, simplemente escrita. Bien escrita, inteligentemente escrita, eso sí.

En fin, quizá no tengamos entre nosotros a ningún Vargas Llosa. La verdad es que con la grima que da, mejor no tenerlo. Yo me conformaría con un Tom McCarthy. Aunque si nos pusiéramos pejigueras y mccarthianos, elegiría a un Cormac. 

A ver si se me pasa lo de Suttree



viernes, 9 de junio de 2017

'Puro cuento', de Yolanda Delgado Batista

Henos aquí de nuevo con los cuentos. O lo que quiera que se entienda últimamente por ellos: escenas, confesiones, reflexiones, microrrelatos, memes, y ocurrencias. No es el lugar ahora para discutir sobre la definición de cuento y sus diferencias, por ejemplo, con la agudeza que uno puede permitirse en 140 caracteres, pero lo que está claro que, bajo el rótulo genérico de cuentos, algunos/as escritores/as nos endilgan cualquier cosa que les salga de la narices. Eso sí, en un rapto de genialidad o algo peor.

Ya dice Juan R. Tramunt que todos somos libres de probar cosas y de estrellarnos al intentarlo. Él se refería, claro, al mundillo literario, en el que, aunque pocos sean los llamados y menos los elegidos, pareciera que escribir literatura es lo más sencillo del mundo y publicar, un trámite que se resuelve por sí solo, una vez que las/os editoras/es han abdicado de su labor y se limitan a llamar a la imprenta y luego a las librerías, montando, eso sí, coloquios con psicóloga incluida. Lo malo no es eso, sino que las/os reseñadoras/os se vuelcan en alabanzas, elogios y "éxtasis literarios" varios sin distinguir entre seda, lana, algodón, cuero, esparto o papel de fumar. Sólo nos es dado distinguir entre quién es maestro/a y quién más maestro/a aún, pero todos/as son de Antología, volumen II. La conclusión a la que se llega de modo casi necesario de esta labor editora y reseñadora es que Canarias ha sido tocada, sin duda, por la Gracia de la Literatura. Por ello, se deduce, es necesario el apoyo de las administraciones públicas para que se nos conozca en todo el mundo y más allá, y que se traduzca todo ese tesoro a todos los idiomas pasados y presentes, que eso viste mucho y nos permite presumir de que aquí no todo es turismo y surf, y pobreza y desigualdad social escandalosas. 

Todo esto viene a cuento, más o menos, de la heteróclita colección de escritos de Yolanda Delgado Batista que lleva como título Puro cuento.





Les confieso que mi actitud ante las obras de autores cuya existencia ignoraba hasta el momento de la lectura suele ser la de esperanzada expectación. La de, expresado con llaneza, poder exclamar: "Este/a, sí!". Sin embargo, lo habitual hasta ahora, en la mayoría de las reseñas de los autores/as locales es pensar lo siguiente: "Este/a, tampoco..."

Yolanda Delgado Batista, en una polifonía que en principio no tiene que provocarnos desconfianza, se atreve con personajes diversos, hombres, mujeres y niños; infieles y asesinos/as; curas y no curas. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los cuentos carecen de singular ingenio o de creatividad, quedándose en ocasiones en trasunto de relatos o películas ya leídos o vistas como, sin ir más lejos, el primer cuento: "El forastero", con esa escena de vecinos portando antorchas en plan cabreo irracional contra quien no se lo merece. El segundo cuento es una versión corta del clásico "Qué hipócritas son los curas", sin nada más que llame la atención. En el tercero, la autora se atreve a darle voz a Dios en un diálogo más que banal con el protagonista, también cura. El cuarto, "La revolución" me parece que no está mal, con un estilo algo impostado, pero en el que el desenvolvimiento de la trama, en una cárcel, logra, por fin, que nos interese lo que va ocurriendo. Quizá el final sea previsible, pero a estas alturas ya nos conformamos. El quinto, "Yo Tarzán, tú Stalin" es el relato del entrecruzamiento histórico de estas dos figuras de desigual importancia en las que la autora parece haber recogido datos curiosos del mandatario soviético y de Johnny Weismuller, o se los ha inventado con verosimilitud, que lo mismo da. Sin embargo, tampoco da para mucho. "Hablar de más" es una anécdota bien contada, con cierta gracia. "Cambio de coche" es la típica historia de cuernos, que hace pasar por encrucijada vital profundísima lo que no es sino el engaño, llamémosle hastío, quizá calentón, de uno de los miembros de una pareja que ya lleva demasiados años juntos. Son once páginas (una enormidad para el estándar de este libro) de diálogos banales y pensamientos apolillados, pero que, con el ojo que tengo, imagino que será el más elogiado por deudos y allegados. "El último verano" nos recuerda a "Un día perfecto para el pez plátano" en que la autora y Salinger incluyen a un niño, a un adulto y a un pez en el relato. "La ensaladilla rusa" tiene algo de enjundia por la atención al detalle y el simbolismo representado por la ensaladilla. Consigue no aburrirnos al segundo párrafo, y, bueno, ya es algo. 


Algo que es poco.

¿Qué más? Cierta propensión a la frase hecha, a la expresión requeterrepetida, tales como: "llamar poderosamente la atención", "pantorrillas torneadas", "éxito rotundo", "persona de armas tomar", "era como un huracán", "frase antológica", "vasta geografía americana", "despertó pasiones encontradas", que en otros contextos, por ejemplo una novela, podrían molestar menos, pero en cuentos de 2 o 3 páginas... Además, se echa en falta a ese corrector que pasó por alto el pequeño detalle de que entre sujeto y verbo no se pone coma: "Frente a nosotros el edificio de cuatro plantas como el resto de la calle, pedía a gritos unas manos de pintura" o "Me pregunté si los escasos peatones que se movían a esas horas por el barrio, notaban como yo aquel olor persistente a tiempo gastado".


Dice la autora, en una de esas entrevistas amables que tanto se estilan: "Entre bromas y veras, he intentado acercarme a las dificultades que tenemos las personas que nos movemos en un mundo convulso, a veces esquinado, y las complicaciones que surgen a la hora de intentar comunicarnos con el otro, de romper el cristal de esa soledad que rodea nuestra individualidad". 
En esa línea van los reseñadores que he leído. Así, en esta reseña se dice que este libro "marca un antes y un después en la carrera literaria de Yolanda Delgado Batista" o en esta que "En Puro cuento la escritora y periodista Yolanda Delgado Batista se incorpora a los que creen que la mínima estructura del relato descubre una realidad enriquecida que se aliña con el onirismo y lo simbólico, que admite unos hilos de crítica social y propone sendas abiertas para que los itinerarios de la memoria se ensanchen con recorridos por explorar". Muy lírico-onírico, sin duda. En esta, además: "Cada una de sus historias, así tengan veinte renglones o veinte palabras, golpea certeramente en ese lugar exacto en el que las emociones se activan sobre la marcha". 

No digo yo que no lo piensen de verdad, no digo tampoco que la autora no lo intentara ni haya puesto voluntad, empeño y fe, además de horas frente al ordenador o escribiendo en una libretita mientras se tomaba un cortado en una terraza junto al mar y reflexionaba sobre las veleidades de la fortuna. En mi opinión, sin embargo, Puro cuento es un fracaso literario: el resultado de su escritura no ha acompañado a aquellas intenciones, quedándose en un aparente ejercicio de autocomplacencia sin profundidad moral ni estilo. No sé Vds., pero yo ando buscando otra cosa.









lunes, 5 de junio de 2017

'Interregno', de Roberto A. Cabrera

Después de un lapso algo más largo de lo habitual (aunque no mucho más), estamos aquí para constatar, una vez más, y ya van unas cuantas, la enorme distancia que separa el mundillo de los/as reseñadores/as de la experiencia literaria de un lector poco acostumbrado al engaño o al maravillosismo. Digamos un lector medio, que toca todos los palos, que no siente especial aversión por ningún género (llamémosle noir, llamémosle sci-fi) y que tiene entre sus lecturas una razonable proporción de cervantes, shakespeares, tolstois, dostoievskis, faulkners, hemingways, unamunos, mccarthys, chandlers, chéjovs, carvers, barojas, bradburis, ballards, philipkdicks, galdoses, chestertons, greenes, stevensons, austens, bröntes, yourcenars, íbsenes, stendhals, flauberts, paveses, zweigs, walzers, woolfs, borgeses, cortázares, etc., etc., por citar solo algunos/as de los/as novelistas, cuentistas o dramaturgos más canónicos. Este lector, de natural confiado, tiende a pensar que el reseñador ha disfrutado de un volumen de lecturas comparable, como mínimo. Sinceramente, espera que más. Espera también que, dado que no tiene mucho tiempo para estar al día de todas las novedades literarias y que tiene casi agotados los grandes nombres, el reseñador del suplemento cultural de su periódico favorito o el de ese programa de televisión en La2, o ese periodista que tiene una página en Internet, lo guíe con honradez, ya que con sabiduría sea quizá mucho pedir.

En esas estamos todavía. Sin embargo, mi experiencia como lector ha sido (y sigue siendo) nefasta tanto en lo que se refiere la literatura española, en general, como a la canaria, en particular. Casi cuarenta años dando por sentado que Almudena Grandes, Javier Cercas, Javier Marías o Muñoz Molina no sólo eran buenos, sino geniales y que yo, al aburrirme al leerlos, al no interesarme ni su estilo ni sus temas, era el singular. Busquen, busquen las reseñas y lean, lean. Ya me contarán.

Lo mismo ocurre en Canarias. No sé si por un confuso sentimiento de identidad pervertido en conformismo o por una constatación de que, como ha dicho Emilio González Déniz, "no tenemos ningún Vargas Llosa" ni lo tendremos, el caso es que, de modo paradójico, a juzgar por los/as reseñadores/as de literatura canaria, siempre tan amables con lo nuestro, las obras maestras invaden las estanterías, abarrotan las vitrinas, salen disparadas por la presión del número y la escasez del espacio de las librerías a la calle, golpeando, sin reparar en sexo, credo o filiación política, las testas de los transeúntes, en una singular encarnación del concepto "irradiación de cultura", muy a lo Chirino, por cierto.

Esto quizá vaya más allá del "sólo reseño cosas que me gustan", "no hay nada de malo en reseñar a un amigo cuya obra sinceramente admiro" o "reséñame bien que luego te reseño bien yo a ti". Es posible que tengamos instalado tanto en el módulo del gusto como en el de la honradez una actualización que nos impide detectar los defectos en la obra de los autores/as canarios/as y, por ende, escribir sobre ellos/as. Esa actualización, sobra decirlo, ejerce una influencia irresistible en el código de las buenas maneras así como en el estado de nuestra literatura, condenada a una mediocridad que espanta. Esta mediocridad se vuelve casi insuperable, ya que el canon que se ofrece como ejemplar es un batiburrillo de pretenciosidades y feria de las vanidades que aplastaría a cualquiera que no disponga de un talento excepcional.

Todo esto viene a cuento no sólo por la reseña de González Déniz sobre la última ¿novela?, ¿paño de lágrimas?, ¿sesudo análisis sociológico de las víctimas del capitalismo financiero? de Santiago Gil, que podríamos encuadrar con generosidad bajo el epígrafe "Es mi amigo y qué" (me temo que su capacidad de reseñador es la misma que la de escritor en El tren delantero) y que sigue, por cierto, la delirante estela de Ibrahim Chamali en Dragaria, sino que es una constante que se repite en cada lanzamiento (por decirlo así) de cada nueva cosa con páginas y portada que algunos llaman novela; otros, cuentos; y los de más allá, yoquesés.

El último menosprecio al lector ocupado e ingenuo lo constituyen las reseñas que se perpetran aquí y aquí. También, aunque es más bien un lavarse la manos, aquí. La novela en cuestión es Interregno. Pasión e instante en la vida de Humberto Laredo, fotógrafo, de Roberto A. Cabrera.








Esto va más allá del gusto personal, de la subjetividad, de la biografía particular de cada uno o de si soy zurdo o diestro. Si uno aborda una novela para reseñarla tiene que exponer sus virtudes y sus miserias, en caso de que se disponga de la capacidad crítica necesaria para ello. Si no, uno se vuelve en un mero propagandista, quizá en un amable vendedor, de esos que no dan mucho la lata, pero cuya tarjeta acaba en tu bolsillo. Lo más probable es que si uno persiste en esa actitud acabe siendo, como creo que es el caso en que nos ocupa, en un simple apuntador de la agenda comercial de editores y libreros. No digo que no sea una ocupación digna, pero que no ejerce la labor de reseñador, de eso no albergo la menor duda. Además, no se le hace ningún favor ni al escritor, en particular, que persistirá en sus errores creyéndolos grandes cimas estilísticas, ni a la literatura canaria (o hecha en Canarias) o española. Si encumbramos medianías como prodigios literarios y a obras mediocres como maestras, ¿qué ocurrirá cuando nos encontremos con algo realmente valioso? ¿Nos faltarán manos para aplaudir? ¿Tendrán que salir los actores no tres, sino treinta veces al escenario? ¿Habrá que inventar un nuevo término, tal como "súper-mega-obra requetemaestra? Volvamos al principio: ¿Por qué nos conformamos con lo mínimo sólo porque sea de aquí? ¿No nos merecemos nada mejor?

Interregno es una novela prescindible. Eso para empezar, y casi para acabar. Consiste en una sucesión de escenas deslavazadas, la mayoría de las cuales no suponen un avance argumental ni un desarrollo psicológico o existencial de los personajes. Prueben a intercambiar capítulos y verán que no tiene efecto alguno sobre la trama. Descripciones minuciosas que no nos aportan nada, irritantes a más no poder, que aparecen por capricho, como si el autor quisiera convencernos de su ingenio, de su capacidad de observación, de su clarividencia descriptiva. Aquí dos citas, y disculpen: son necesarias:


Humberto se dirigió a la pecera con el sobre de las fotos. El espacio que media entre el cuarto oscuro y la pecera puede recorrerse de diversas maneras. Una bien propia y no despreciada por Humberto consiste en salvar la distancia en línea recta sin distraer la mirada ni a izquierda ni a derecha. Otra forma de encaminar los pasos es ensayando una suerte de zigzag azaroso que consiste en desviarse cada vez que se tropieza o se cruza con alguien, bien a la izquierda bien a la derecha (esto último por turnos). Claro que esta manera de avanzar (la preferida por Humberto cuando sufre uno de esos días que él califica "de subsuelo") puede producir situaciones paradójicas (léase: desear llegar hasta una puerta y alejarse cada vez más, y no por decisión propia sino porque una cadena de encuentros con el personal deambulante desvía los pasos de acá para allá, dificultando la tarea de llegar adonde nos habíamos propuesto ir (¿se entiende?). Pero no crea el lector que nuestro héroe se atiene escrupulosamente a su sistema. Con frecuencia, sucede que los azares se vuelven insidiosos y hacen perder la esperanza de llegar alguna vez a la puerta de la pecera. Entonces, Humberto escoge entre dos salidas (ambas igualmente honorables): la primera, expedita, consiste en enfilar los pasos hacia la pecera, ensayando la línea más corta; la segunda, una versión desnaturalizada del modus operandi que limita la observancia a trechos. Así pone a salvo Humberto sus intereses profesionales y defiende, de paso, la salud de sus facultades mentales ante quien osara ponerla en duda, de palabra o mediante gesto circular ensayado por el índice ante unas sienes. (págs. 25-26) 


García frunce los labios y alza una ceja y luego la otra (y es admirable esa acrobacia, harto difícil según puede el lector comprobar por sí mismo.) El imberbe Aparicio, como corresponde a su juventud, que le impide emular la pose estoico-rumiante de su colega, ya da muestras de impaciencia. "Y qué mierda hacemos ahora?". "Probemos suerte arriba"., dice García. "Hay que consultar esto". Y Aparicio eleva los ojos, lentamente, hacia el techo mientras se pone en pie armonizando el movimiento ascendente del cuerpo con el de los ojos, que se acompasaban con el mismo tempo più lento. Y de pronto la pecera se inmoviliza y brota ante los ojos de nuestro héroe un cuadro místico del que cabría lamentar la penosa caída de los brazos de Aparicio, que estropea el conjunto. Es de obligado buen gusto, de rigor incluso, como se sabe, elevarlos con gracia, al menos hasta que las extremidades superiores, con las palmas abiertas hacia arriba, los dedos ligeramente separados -y flexionados apenas el anular y el meñique-, alcancen la altura de las orejas (...). (págs. 41-42)

Y sigue un rato más, no crea, que entusiasmo por escribir no le falta al autor.

O la escena en la que el protagonista se hace una paja pensando en Matilde, que no transcribo por si hay menores leyendo.

O en la que a Matilde le dan diarreas, que no transcribo porque la paciencia aunque grande, no es infinita. 

Dios mío, por qué.


Además, los diálogos: insufribles entre el protagonista Humberto y Natividad (por ejemplo, el de las páginas 34-37). O con Saturnino, la voz de la honradez y de la experiencia. Pero aún peor es el diálogo de Humberto con la hija de Natividad, con la que (creo) pretende resaltar la inteligencia de la niña, pero no lo consigue en absoluto. Sólo hace que nos preguntemos por la inteligencia del autor. O, al menos, por su esfuerzo: ¿fue un rapto de genialidad? ¿A qué miraba mientras lo escribía? ¿Le quedó bien el caldo de papas mientras lo ideaba? Terrible:


-Tú eres un tonto. Todos los novios de mamá han sido tontos. Pero tú eres el más tonto. El campeón de los tontos. 
-¿Y si te bajo las braguitas y te sacudo el culete? 
-No puedes.-¿Y eso por qué? 
-Ya te lo he dicho. Eres un tonto. Los demás eran tontos falsos. Tú eres un tonto verdadero. 
-Eres un encanto. Estoy conmovido. 
-Porque eres tonto. 
-¿Has dormido bien? 
-Sí. 
-¿Desayunas? 
-Todavía no. 
-Vaya, yo tomaré un café. ¿Adónde dices que fue tu mamá? 
-No sé. Ella va y viene. Es así. Es tonta. 


Así dos páginas y pico más, en lo que supongo que será un despliegue de agudeza por ambas partes que se queda, siento decirlo, en una tarea pendiente para el autor: la de estudiar más el arte del diálogo en la novela. Siempre digo que hay que tener proyectos en la vida. Cuantos más, mejor. Fíjense, en cambio, lo que escribe una reseñadora: "Roberto A. Cabrera domina el uso del diálogo con gran maestría para dejar que sea el propio lector el que se haga una idea de cómo es cada personaje". Ya les digo, lean y juzguen. Si quieren buenos diálogos con niños, me vienen a la memoria Saroyan y Salinger, sin ir más lejos.

Por otro lado, y no menos importante, la descripción del periódico y de los empleados se pretende burlesca, expresionista, gogoliana tal vez, pero quedan, a pesar de su evidente esfuerzo, en caricaturas que no inducen ni a la risa ni a la reflexión. Meras excusas para parrafadas y naderías mentales tanto de Humberto como de esa voz, que se pretende juguetona y desengañada, sí, la del propio novelista. Los jefes son muy malos, el Opus Dei también. Ya lo sabíamos, a otra cosa. 

Asimismo, se mantiene a lo largo de la novela un diálogo constante del autor con el lector que, contra lo que le pudiera parecer al primero, no la hace más honda o metaliteraria, sino que la aligera, la hace presa de una mundanidad quizá deseada, por su empeño en mostrarnos cómo una vida vulgar y corriente se desenvuelve vulgar y corriente, pero que nos hace preguntarnos tres cosas: a) Por qué hicimos caso a los reseñadores; b) por qué la compramos; c) por qué tenemos que seguir leyéndola si nada nos enseña ni nada nos cuestiona. Hay quien escribe, no se lo pierdan, lo siguiente: "El libro, más que golpear, sacude al lector y le obliga a que se mire en el espejo e intente reconocer la imagen que tiene de sí mismo..."

"Más que golpear, sacude". Me quedaré pensando en eso un rato, lo prometo.

Más bien, quienes deberían mirarse en el espejo, un buen rato, son el autor de esta novela y los reseñadores que la han alabado, aunque sea un poquito. Un proyecto literario, qué digo, artístico, sin pretensiones de grandeza forjadas en el yunque del trabajo y la exigencia, no es proyecto, ni literatura, ni nada. Es, que me perdone a quien ofenda, un ejercicio de vanidad travestido en creación literaria. Publicar, por lo que parece, no es tarea complicada. Imagino que las editoriales necesitan estar constantemente ofreciendo productos nuevos a sus lectores-consumidores y que los editores no ejercen su oficio, el de editar, y se limitan a publicar. Sin embargo, tanto el autor como la editorial, al igual que el reseñador amable o maravillosista deben de sufrir tanto más desprestigio cuanto más exigente sea el lector.

En definitiva, Interregno es de esos productos, por llamarlo amablemente, que logran cabrearme. Otra vez. Me recuerda a algunas predecesoras reseñadas en este blog que también fueron elogiosamente glosadas en prensa, radio, tv e Internet como La última homilía de Zacarías MartínLa otra vida de Ned Blackbird, Vs. y El tren delantero. Nada quedará de ellas pasadas las promociones. Nadie hablará de ellas... salvo que nada mejor se escriba en el futuro. Sin embargo, eso es justamente lo que ocurrirá si seguimos alabando lo vituperable y elogiando lo despreciable.