domingo, 23 de febrero de 2020

'Liberty Bar', de Georges Simenon

Soy de la opinión de que la gran ventaja de la literatura respecto de la mayoría de las demás posibilidades creativas y artísticas de las que es capaz el ser humano -y lo que motivará su supervivencia a pesar de crisis, desastres y un futuro probablemente marcado para la mayoría de la humanidad por la escasez, por no hablar de conflictos externos e internos, dado que es bastante difícil pensar en un progreso moral de aquella a corto plazo- es su simpleza tecnológica y la casi completa ausencia de necesidad de capital en el ámbito creativo (que no en el de la distribución y en el de dar a conocer).

Esto se ve con facilidad cuando asistimos al desfile de series de televisión cuyos planos, argumentos, personajes y diálogos parecen sacados todos de un mismo patrón. La necesidad del retorno ampliado del enorme capital invertido en una serie ambiciosa incentiva la búsqueda a toda costa del éxito del público, que es el que paga directamente o por ellas o por su suscripción al canal, llámense HBO, Netflix, etc., y eso se hace mediante -no digo nada nuevo- la repetición de  fórmulas que en un momento u otro han supuesto ese éxito. Lo mismo ocurre con el cine o con los programas de televisión. Hasta cierto punto es normal imitar las claves del éxito de otros, pero para el que se toma en serio el arte, los reclamos, ansiedades y desafíos económicos del capital solo nos interesan en la medida que perjudica (o beneficia) a aquel. 

La literatura, bien lo sabemos, no está exenta de esa búsqueda desaforada del beneficio por las empresas editoriales, exacerbada en nuestros días, por el creciente número de ellas absorbidas por corporaciones de tamaño internacional y de alcance global, cuya relación con la literatura es la de mera mercancía. De ahí, la búsqueda incesante del siguiente best-seller, de los premios de cartón piedra y de todas esas miserias que de vez en cuando salen a la luz. Sin embargo, al fin y al cabo, para escribir solo se necesita, en principio, una persona, un instrumento con el que trazar letras y una base material sobre la que trazarlas. Casi lo mismo podría decirse de la pintura, nos susurran las cuevas del Paleolítico.

Un asunto sencillo, en definitiva. Luego, comienza a complicarse.




Liberty Bar (traducción de Núria Petit), como otras obras del prolífico Georges Simenon, bien puede leerse en una tarde. Además, sin que sea necesaria una cláusula adversativa, su influencia puede durar para siempre. Que alguien, negros (o asistentes en la escritura no explicitados) aparte, sea capaz de escribir más de 2 novelas al año durante su vida como escritor debería inducir a la sospecha. ¡En Canarias, tenemos un par de escritores con la afición a publicar una obra cada año y ya nos parece excesivo! 

Es posible, y esto prefiero dejarlo para los académicos, que Simenon trabaje con un marco más o menos fijo. Esto le evita tener que estructurar cada obra suya de nuevo, además de contar, como en las novelas del comisario Maigret, con un personaje bien definido: esto, como en todas las sagas, le evita tener que dar demasiadas explicaciones a sus lectores habituales. Aun así, y fijándonos solo en esta novela, el contenido y el estilo desbordan el marco.

¿Por qué? Aparte de lo llamativo que me resultan algunos pasajes de la novela, de gran altura literaria, destacaría la economía de medios. No es Liberty Bar una novela de párrafos extensos, de largas listas e inventarios abultados, de exhibición de verborrea. Por el contrario, la elipsis y lo implícito en la narración son tan importantes o más que el argumento, que, al fin y al cabo, nada tiene de extraordinario. 

¿Novela policiaca, negra? Simenon decepcionará a quien busque psicópatas, asesinos en serie o truculencias en diversos grados de aberración a las que nos hemos acostumbrado desde hace ya demasiado tiempo. Un rico venido a menos, William Brown, muere en su villa, donde convive con su amante y la madre de esta, tras haber sido apuñalado por la espalda. Maigret es enviado allí para, con "discreción", investigar el caso. Antibes y Cannes son las localidades donde se desarrolla la acción. La brillante descripción de esos lugares, con sus terrazas, sus yates y sus millonarios, nos recuerda al mundo de los ricos descrito, por ejemplo, en La muerte de mi hermano Abel, que se contrapone a lugares más sórdidos, tan solo a unos metros, tras doblar una esquina. No hay luz sin oscuridad, ni riqueza sin miseria, etc. Que creamos o no que un autor no debe limitarse a contraponer mundos como máxima exhibición de denuncia y esperemos o queramos (o no) que se faje en este aspecto es asunto para otro debate, que no solo concierne en este caso a Simenon y a otros/as muchos, sino al papel de la literatura y del arte, en general.

En lo que se refiere a las capacidades del autor, fijémonos en cómo cuenta Georges Simenon, vía Núria Petit:


La primera sensación de Maigret al bajar del tren fue que estaba de vacaciones: el sol que bañaba la mitad de la estación de Antibes era tan deslumbrante que sólo era posible ver a la gente como sombras en movimientos. Eran sombras con sombrero de paja, pantalón blanco y raqueta de tenis. Había un zumbido en el aire, palmeras y cactus bordeando el andén, y un jirón de mar azul más allá de la lamparería. (Pág. 7)


Maigret tomó el autobús. Al cabo de media hora estaba en Cannes y se dirigió al garaje que le habían indicado, cerca de la Croisette. Todo era blanco: ¡inmensos hoteles blancos!, tiendas blancas, pantalones blancos y vestidos blancos. Y en el mar, velas blancas. 
Era como si la vida no fuese más que un espectáculo de revista, un cuadro blanco y azul. (Pág. 28)

¡Siempre lo mismo! Ya eran más de las doce. Caía un sol de justicia en las calles. Maigret tenía ganas de abordar a un guardia municipal como un turista con ganas de juerga, y preguntarle:  
-¿Dónde está el barrio donde uno se divierte? 
De haber estado allí, la señora Maigret habría notado que le brillaban demasiado los ojos: llevaba unos cuantos vermuts. 
Dobló una esquina, luego otra. Y de pronto aquello dejó de ser Cannes, con sus grandes edificios blancos brillando al sol; era un mundo nuevo, callejuelas de un metro de ancho, ropa tendida en alambres que iban de una casa a otra. (Pág. 31)

Los diálogos no tienen la contundencia de un puño americano como los de Raymond Chandler. Pero nadie más que el estadounidense podría haberlos escrito y, además, Simenon es más de guante de seda. Las conversaciones de los personajes nos hablan de ellos, esclarecen situaciones y hacen avanzar la trama. ¿Qué más podemos pedir?


-¿Hace mucho que regenta este bar? 
-Unos quince años. Estaba casada con un inglés que había sido acróbata, y por eso teníamos como clientela a todos los marineros ingleses y también a los artistas de music hall. Mi marido se ahogó hace nueve años durante unas regatas. Competía por una baronesa que tiene tres barcos y a la que usted debe conocer. 
-¿Y desde entonces? 
-¡Nada! Conservo la casa. 
-¿Tiene muchos clientes? 
-No me interesan demasiado, son más bien amigos, como Yan, como William. Saben que estoy sola y que me gusta la compañía. Vienen a beberse una botella, o me traen rascacio o un pollo, y yo cocino. Llenó los vasos y observó que Maigret no tenía. 
-Deberías traer un vaso para el comisario, Sylvie. 
Ésta se levantó sin decir palabra y se dirigió hacia el bar. Debajo de la bata, iba desnuda, y en los pies sólo llevaba unas sandalias. Al pasar, rozó a Maigret y no se disculpó. La otra aprovechó que Sylvie estaba en el bar para murmurar: 
-No se lo tenga en cuenta, ella adoraba a Will, ha sido un golpe muy duro. 
-¿Duerme aquí? 
-A veces sí y a veces no. 
-¿A qué se dedica? 
Entonces la mujer miró a Maigret con aire de reproche, como diciendo: "Y usted, un comisario de la Policía Judicial, me lo pregunta?". 
Y enseguida respondió: 
-Es una chica muy tranquila, nada viciosa. 
-¿William lo sabía? 
De nuevo la misma mirada. ¿Acaso se había equivocado al juzgar a Maigret? ¿Es que no entendía nada? ¿Había que decírselo todo con pelos y señales? (Págs. 36-37)

Este diálogo, además, podría servir para comunicarles la idea anterior de la economía lingüística del autor. Nosotros somos, pues, como Maigret, y debemos estar concentrados para no perdernos detalle. Además, la novela, narrada en tercera persona, troca todo el tiempo en estilo indirecto libre, tanto con el comisario como con otros personajes, lo que permite una fina penetración en su subjetividad que no es baladí: comprendemos mejor las razones que motivan sus acciones que, quizá, con un narrador omnisciente. Aun así, toda la trama se desarrolla teniendo como referencia a Maigret, por lo que solo tenemos acceso a la información a través de él. 

EN DEFINITIVA, una novela amena y fácil de leer, con estilo propio, personajes fuertes y frases brillantes. Literatura, qué más quieren. Liberty Bar está tan bien hecha que parece fácil de escribir, lo que quizá resulte cierto solo para su autor.









martes, 11 de febrero de 2020

'Amores ciegos', de Marcos Rivero Mentado

Lo mejor que puede hacer uno en una tertulia, sobre todo si tiene que ver con el arte, es ser el disidente. Igual que lo que se dice sobre las timbas de póquer: "Hay un tonto al que se le despluma, y si no lo identificas significa que eres tú", lo mismo podría afirmarse de las tertulias de este tipo, pero con un ligero matiz: si no identificas al disidente, apresúrense a serlo Vds. Con eso se consiguen dos cosas: a) no les invitarán más, con lo que b) se ahorrarán la obligación de escuchar tonterías con pretensiones normativas.

Porque si hay un ámbito que se aleje de la situación ideal del habla es el de la tertulia cultural o artística o literaria. Sobre todo, por más que uno lo advierta, cada uno/a de los participantes lleva consigo su propia definición de cultura, de arte, de literatura, etc., con lo que suele ocurrir que mientras uno cree que está hablando de arte, otro está entendiendo economía política, y un tercero el éxtasis místico teresiano. Además, al igual que la literatura común suele estar anclada en el naturalismo decimonónico, la comunicación sobre los/las creadores en cualquier género artístico está hundida en el romanticismo más corriente, con sus trilladas ideas sobre el genio, la rebeldía, la naturaleza, etc.

"A menudas tertulias habrá asistido", podrán acusarme, con razón. Ignoro si hay otras mejores, espero que sí. Pero uno no sabe a qué atenerse cuando figuras públicas no tienen el menor reparo en hacer demostración de su ignorancia. Así, por ejemplo, el simpático y popular James Rhodes ha afirmado hace poco: "Bach y Mozart tenían dones que venían directamente de Dios. No soy creyente, pero simplemente no hay otra explicación posible de la profundidad del genio que mostraron", lo que no deja de ser una estupidez. Por el contrario, a las personas que escriben cosas originales sobre la creación artística, rara vez se les puede ver en los medios. 

Esto que describo, además, es común a todos los partidos políticos: en clave local, solo hay que oír al actual Viceconsejero de Cultura, Juan Márquez, con toda su buena intención; o, en general, a cualquier político sobre las virtudes civilizadoras del arte. Recordemos también al exministro, expresidente del Cabildo y exalcalde José Manuel Soria y su admiración (expresada con voz campanuda) por la "alta cultura". O a la concejala de cultura de turno del Ayuntamiento (el que sea), o a nuestro presidente del Cabildo, Antonio Morales, y sus periódicas exhortaciones a la cohesión social, ora por la vía de la cultura, ora por la del deporte profesional. O por la vía que venga bien en ese momento. Qué les voy a contar, pero no sigamos por ahí.





Marcos Rivero Mentado, según se nos advierte en una solapa de la portada, ha hecho de todo en el mundillo de la cultura: licenciado en Historia del Arte, gestor cultural, archivero, documentalista, museógrafo, catalogador de bienes culturales, comisario de exposiciones de artes visuales, amén de fotógrafo artístico. Además, "ha asistido a talleres de escritura creativa con algunos de los más destacados escritores y poetas canarios", cuyos nombres se omiten, quizá por pudor. Esto es, el artista Marcos Rivero es poliédrico, transversal y polifacético. Vamos, que le da a todo, lo mismo un pito que una pelota. Como ya se habrán imaginado, Rivero expande su imperio creativo a la literatura con esta colección de relatos, cuentos cortos o pasajes vitales denominada Amores ciegos. Recordemos que, tal vez como paso previo o ensayo, se había estrenado en la difunta Dragaria como ditirámbico reseñador de aquella infame novela de Mayte Martín, La espiral del silencio.

Pues bien, aunque no era difícil, el autor es mejor escribiendo que reseñando. Al menos, porque sus cuentos rezuman sinceridad. No obstante, parafraseando a Oscar Wilde, en literatura sinceridad significa poco, mientras que el estilo, casi todo. Tienen los relatos un punto de emoción que no es desdeñable, y en ese sentido, por momentos parece que Rivero está a punto de contarnos algo importante, algo valioso. Eros está presente de manera implícita en los primeros relatos: no es mera evocación o refocilamiento sexual, sino conocimiento. O mejor aún, descubrimiento, quizá anamnesis, de uno mismo. Esto es lo más interesante que puedo destacar de estos cuentos.

Lo peor, todo lo demás. Con esto quiero decir que, con pocas excepciones, los diálogos resultan impostados y artificiales, y la narración tiene menos de trabajo ficcional que de testimonio... construido a base de materiales muy poco nobles. Trabajo de primerizo que se derrumba bajo el peso de la propia ineptitud, por mucho fervor que le imprima y mucha empatía que sintamos. Volveré a repetirlo otra vez: desconfíen de la escritura fácil, duden de sí mismos/as cuando escriban y los folios salgan como si nada, uno tras otro: es muy probable que hayan escrito trivialidades. 

Además, me acucia la sensación de que el autor no domina el vocabulario que emplea, como si quisiera decir una cosa empleando la palabra equivocada. No solo "escuchar" por "oír", sino frases como "En aquellas dos semanas, el agotamiento era perpetuo" (pág. 25)  ¿Querría decir continuo? ¿Que no menguaba?, "nada presagiaba que estaba hasta el culo de drogas" ("¿presagiaba?" pág. 21) o "deambulaban pocas personas por allí" (pág. 49): ¿estaba pensando en pasaban?

Amores ciegos adolece de tantas frases cliché, de tanto sentimiento previsible, de tanto nombre con su adjetivo evidente, de tanto verbo con su adverbio rutinario que el verbo exasperar se que me queda pequeño. 

Un par de ejemplos:


Esteban se volvió misántropo, esquivo, intangible, se escondía del mundo por miedo, desarrolló un desmesurado papel de embaucador mentiroso, proclive al abandono, desaliñado, sucio y desmelenado. A veces, se metía en algún antro y acababa quien sabe dónde, ciego de anfetaminas, cerveza, speed o coca. Cada quince días iba al psiquiatra y le contaba lo que quería, nada presagiaba que estaba hasta el culo de drogas, algo le había comentado a su loquero, lo controlaba todo, siempre parecía mantener el control. Durante unos años fue cambiando de trabajo en Lanzarote, y en ninguno se le notaba su adicción. (Pág. 21)

-¿Has escuchado lo mismo que yo? ¿De dónde ha salido esa voz tan apabullante y marchita? -le pregunté a Pablo que todavía tenía la tez pálida, los ojos ensombrecidos y las manos temblorosas. 
-Sí, la he escuchado. Llegó del fondo de la habitación pero yo no vi nada que testimoniara una presencia. Créeme, es la primera vez que he sentido algo así. No sé si ha sido producto de algún fenómeno acústico extraño o estábamos tan concentrados en localizar las tomas que dimensionamos nuestro miedo oculto. Estos sitios siempre me dan pavor y al mismo tiempo me llenan de curiosidad -me espetó Pablo como si yo también hubiera ido a aquella casa con el miedo metido en el cuerpo, cuando en temas parapsicólogos siempre he sido muy escéptico. 
-Bueno, Pablo. No saquemos conclusiones de donde no las hay. Seguro que tiene una explicación racional o fenomenológica. Aún estoy asustado, te lo aseguro, pero lo que nos ha pasado tiene una base científica o quien sabe, alguien nos ha gastado una broma macabra. Sin lugar a dudas, escuchamos lo mismo y era la voz de una mujer, desencajada y alocada. 
-Mario, si no te importa, recojamos nuestro equipo y vámonos de aquí. Tengo mal cuerpo, la boca seca, necesito beber un vaso de agua. Gracias a que lo dejamos en la entrada pues si vuelvo a entrar en esa habitación, te juro que me da un síncope. 
-No te preocupes. Voy yo. Tú quédate aquí tranquilo. No tardo nada. Solo será un instante. Mientras tanto siéntate en ese muro de piedra y respira. (Pág. 46)

 Dejemos para otro día cuestiones básicas como el uso de las comas, el empleo de las tildes o las conjugaciones de los verbos. Del apartado de las erratas y solecismos debería encargarse la editorial, al menos una competente.

Estamos confinados dentro de nuestra propia humanidad, somos conscientes de que no podemos sentir el hambre como un león, ni ver nuestro entorno como una libélula. A veces, incluso nos cuesta ponernos en el lugar de otro ser humano. El artista-escritor se distingue, al menos en nuestra época, por la originalidad de su enfoque y por la singularidad de su estilo a la hora de tejer la urdimbre de las pasiones humanas, en su trabajo de iluminar nuestras virtudes y miserias. En este sentido, Amores ciegos constituye un fracaso rotundo, por mucho que pudiera haber servido de catarsis a su autor.





sábado, 1 de febrero de 2020

'Monte a través', de Peter Stamm

Tiene que ser complicado que te consideren una persona adecuada para presentar libros, así, en general. No digo "un libro", porque podría parecer entonces que esa elección estaría fundada por la biografía vital, profesional, artística o académica. Digamos que eres abogado o juez y te piden que presentes el libro de un jurista sobre legislación mercantil: parece correcto. Lo mismo, si uno es ingeniero civil y un colega quiere que le presentes su libro sobre puentes colgantes. En fin, que cada cual saque un ejemplo. Digo que es complicado porque, en rigor, el presentador debería haber leído el libro y juzgado que es bueno. Se supone que su experiencia profesional y su prestigio tienen algo que ver con ello. El asunto tiene sus matices, no obstante.

En el ámbito literario, suele ser común que un escritor o escritora presente la nueva novela de otro autor. Es lo normal. Sin embargo, el problema surge cuando ese escritor (o escritora) se desdobla como presentador habitual. Ya no nos encontramos con que acuda a arropar con su presencia y sus palabras a un colega amigo o a un antiguo alumno de taller de escritura (gracias al cual paga Netflix o la conexión a la fibra óptica) estimulado por la calidad de la obra. No: se transforma él mismo en una categoría sociológica, y donde quiera que se presente un libro, tenemos un elevado índice de probabilidad de encontrárnoslo en el foro destinado a la ocasión: museo, casa-museo, salón de actos, hotel, librería, biblioteca, carpa, terraza, bar, buhardilla o sótano.

Tales presentaciones, cuyo convencionalismo, entre otros, reside en esa presentación a cargo de escritor conocido, no son sino un ritual de paso por el que, si el escritor presentado es novel, se le franquea la entrada a un estadio superior de desarrollo, en este caso el artístico. No es la escritura de la novela en sí, tampoco, al menos del todo, su publicación: el acceso a la categoría de literato culmina en el acto de la unción. Con otras palabras: cuando X presenta la novela de Y ante el público (merecería este otro artículo) se ejecuta un acto simbólico-performativo por el que Y, a partir de ese momento, se convierte en escritor.

En mi ociosidad sin límites, me he preguntado cuándo se convierte en necesaria la presentación y cuándo se disocia la presentación del presentador, fenómeno por el cual, dentro de unos límites más o menos laxos, cualquier presentador vale para presentar cualquier novela o poemario. Y cuándo ciertas personas normalmente escritores, resultan las elegidas de manera recurrente para ejercer tal función. Me pregunto, en fin, cuáles son las características que debe reunir tal persona para ejercer esa labor, casi sin desmayo. Estas preguntas adquieren un relieve más afilado, sin duda, cuando en vez de un escritor o escritora, esa función es asumida por un/a periodista, cultural o no.

Dicho lo cual, espero que para escándalo de propios y extraños, sugiero que pasemos a la novela de hoy:





Monte a través, de un escritor reseñado ya en este blog, Peter Stamm, es la historia de un hombre, Thomas ("un tipo normal y corriente") que una noche se marcha de su casa sin razón aparente o explícita. Atrás, en la casa familiar, quedan su mujer, Astrid, una hija, Elle, y un hijo, Konrad. Thomas trabaja de contable y lleva una vida tranquila, sin estridencias ni vicios conspicuos. Justo él y su familia acaban de volver de unas vacaciones en España, lo que precisamente acentúa la normalidad, por no decir el convencionalismo, de su vida.

Esa misma noche, tras la vuelta al hogar, una vez que Astrid entra en la casa después de haber tomado una copa de vino en el porche, Thomas, como Lázaro, se levanta y anda... Con una frase extraordinaria, Stamm (o, también, el traductor, José Aníbal Campos, quien es el encargado de verter a un excelente español el original en alemán) describe ese momento en que el protagonista sale de su vida habitual para comenzar otra sin nada más que lo que lleva en los bolsillos.


Thomas se puso de pie y recorrió el estrecho camino de grava que discurría en paralelo a la casa. Al llegar a la esquina, vaciló un instante, antes de doblar y poner rumbo a la puerta del jardín con una sonrisa de perplejidad de la que apenas era consciente. (Pág. 9)

No contaré la novela, que para eso están Vds. Sólo quiero compartir mis impresiones, y ya decidirán. Pienso que Thomas no es un hombre que se marcha, frente a una mujer cuidadora de la casa y de la familia. Yo lo interpreto como la posibilidad de cierto instinto primigenio de nomadismo y exploración nacido con el ser humano desde su origen hace 200.000 años en el sur de África, quizá enmohecido, tal vez sepultado bajo generaciones de arraigo, de nomadismo, pero siempre latente, que se actualiza con la convicción de que hay un mundo enorme del que solo ocupamos una millonésima parte. Además, cada hombre o mujer tiene ante sí, aunque la mayoría no lo consideremos el lapso de tiempo suficiente para considerarlo una reflexión seria, una nueva vida con solo desearlo (coacciones y encarcelamientos aparte). Con solo atreverse a salir por la puerta.Tiene su momento de vértigo, a poco que nos imaginemos.

Thomas deja atrás mujer, hijos, padres y hermana, empleo y su lugar en la sociedad sin mayor propósito consciente que caminar y seguir caminando hacia las montañas. Por su lado, Astrid, tras acudir a la policía y rastrearlo, llega, si no a comprender, sí a empatizar con él. El espacio vacío que deja Thomas no puede dejar de influir en ella y en sus hijos, pero todos continúan con su vida, de una manera u otra. 

¿Es la, me resisto a emplear la palabra "huida", marcha de Thomas una metáfora del ansia de escapar de una vida convencional, entendiendo por tal una de clase media europea? ¿Es, como escribí antes, un instinto atávico que se despierta sin saber sus causas? ¿Es un trasunto neoliberal de la frase "libertad para elegir", el mundo como un supermercado? ¿Es posible hacer un restart como si nada hubiera pasado? Antes de la crisis, era común oír y leer que era bueno cambiar de trabajo (sobre todo refiriéndose a los ejecutivos) cada dos años, máximo cinco. De moda estaba la "flexibilización" en todos los órdenes de la vida: residencia, empleo, pareja... Hoy en día, parece inimaginable aquella suficiencia vital inspirada por el desorbitado crecimiento económico, fundado a su vez en la burbuja de la construcción, la financiarización y el crédito. Las preguntas remiten, en fin, a qué podemos considerar como una vida digna de ser vivida, qué una vida lograda.

Quizá, nada de lo anterior:


En todos esos años, sin embargo, no volvió a cruzar la frontera de Suiza, pero tampoco eso había sido el resultado de una decisión firme, sino algo que surgió sin más, del mismo modo que surgía todo lo demás. No todo lo que uno hacía tenía un motivo. (Pág. 158)

Al menos consciente, claro.

En lo que se refiere al lenguaje, parece ser que en el idioma alemán, Peter Stamm se caracteriza por un estilo seco, casi árido. Sin embargo, la versión de José Aníbal Campos no me lo parece en absoluto. Eso sí, predomina la frase corta, sin abrumarnos con un laconismo extremo. Frases, en su mayoría, sin excesivo adorno adjetival, pero precisas, que esconden connotaciones no siempre fáciles de captar si uno lee distraído.


Hacía rato que el último tren había partido. Thomas se sentó en un banco delante del edificio de la estación y comió y bebió la cerveza helada. Mientras tanto, estuvo hojeando un periódico gratuito que alguien había dejado olvidado. Pero las breves noticias sobre el salvamento de tres cachalotes varados, una estatua satánica desnuda que alguien había expuesto en Vancouver o el hombre con la lengua más larga del mundo sólo consiguieron deprimirlo, así que acabó arrojando el periódico a la basura. A continuación, se quitó los zapatos y los calcetines y se examinó los pies bajo la chillona luz de una farola. Los tenía enrojecidos, con rozaduras en los talones, pero por suerte no encontró ninguna ampolla. (Pág 69)


Por primera vez desde que se marchó, Thomas despertó descansado y lleno de energía. La lluvia había cesado, pero el sol aún no había asomado detrás de los altos flancos de los montes. El aire era húmedo y frío. Bajo la luz matutina, las superficies verde claras del paisaje parecían pintadas sobre un lienzo. Tras un breve desayuno, con pan y algunos frutos secos, recogió sus cosas y partió. El camino era todavía más vertical que el día anterior, y Thomas empezó pronto a andar con el lento paso pendular que había aprendido en las montañas y que podía mantener durante horas. El bosque se acababa y la flora empezaba a ser más escasa y áspera. Los prados se llenaban de ortigas, al borde del camino crecían el ruiponce y la genciana de otoño, y también pequeños helechos entre las grietas de la roca. (Pág. 97)


 A veces, sin embargo, nos regala frases como esta: 
Los prados de color pardo estaban llenos de gibas y hondonadas, y en algunos de esos bajíos crecían los erióforos sobre un suelo lodoso, en otros se habían formado pequeños pantanos en cuyas aguas los haces de unas hojas muy estrechas y largas flotaban como cabelleras de personas ahogadas. (Pág. 110)

En todo caso, la sensación que me produce la escritura de Stamm (y la versión del traductor) es la de un autor que expresa con exactitud lo que pretende. No hay un adjetivo, un adverbio fuera de lugar. Precisión, justeza, finura. Además, al menos en Monte a través, no exenta, ni mucho menos, de la capacidad de transmitir tanto la belleza de la naturaleza como la sutileza de las emociones de los personajes, que no se encarnan en los convencionalismos habituales basados en pares de opuestos. Stamm, además, no juzga, aunque el narrador en tercera persona nos introduce en sus pensamientos, ora en Thomas, ora en Astrid. Los personajes actúan, hablan y piensan de tal modo que emergen de la narración como las montañas que recorre aquel: fáciles de ver, difíciles de recorrer. Vidas complejas bajo una pátina de sencilla cotidianidad que vuelven a traer a colación el poema de Emily Dickinson: 

Our lives are Swiss— 
So still—so Cool— 
Till some odd afternoon 
The Alps neglect their Curtains 
And we look farther on! 
Italy stands the other side! 
While like a guard between— 
The solemn Alps— 
The siren Alps 
Forever intervene!

Una buena novela para pensar.