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miércoles, 20 de diciembre de 2023

Las listas de fin de año, 2023

Sin ser capaz de despojarme de cierta sensación cenagosa, a la manera de Manganelli, respecto de la República de las Letras en Canarias y del mundo de la cultura, en general, abordo exhausto este final de 2023. La constatación, tras estos años de mando de Podemos en la consejería de Cultura, de que todo es más o menos lo mismo en la gestión pública como en la visión de los partidos políticos resulta desalentadora. Lo peor es que el desaliento se ha convertido en costumbre, y acostumbrarse al desaliento no suscita sino conformidad, por no decir indiferencia, respecto de las políticas institucionales y de las iniciativas privadas en materia cultural. De todos modos, no es costumbre inquirir la opinión de la ciudadanía, en general, ni del público, en particular. El papel de estos últimos, su función, es la de ser mero receptor de una mercancía, mera excusa para la ejecución de presupuesto público y, lo que es lo más importante, para la publicidad y promoción del ente organizador.

Todo lo anterior, insisto, es aplicable estando al cargo de la consejería un/a representante de Podemos, otro/a de Coalición Canaria o, en su caso de PP o PSOE. Así lo han demostrado y así lo volverán a demostrar.

Vayamos a lo nuestro, que este año, en materia literaria, ha habido, sobre todo, magníficas lecturas. Aquí les dejo mi lista particular de lo bueno y, cómo no, de lo malo. Respecto de la segunda, por si acaso, recalco mi convencimiento de que los/as escritores/as son magníficas personas en lo moral y sumamente esforzadas en lo literario, pero, a pesar de esto, sus obras, a mi juicio, son desdeñables. Para más comentarios, les remito a la lectura de la reseña correspondiente.


Lo mejor de lo mejor de 2023:

-Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau. Editorial Candaya.

-La ciénaga definitiva, de Giorgio Manganelli. Editorial Siruela. Traducción de Carlos Gumpert.

-Centuria, de Giorgio Manganelli. Editorial Anagrama. Traducción de Joaquín Jordá.

-El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy. Editorial Siruela. Traducción de Esther Cruz Santaella.

Estas cuatro lecturas, acabo de comprobarlo, se sucedieron entre abril y marzo: imagínense qué estado de satisfacción alcancé en ese período. Dudoso es que vuelva a repetirse algo parecido.









Lo peor de 2023:

-Leche condensada, de Aida González Rossi. Editorial Caballo de Troya.

-La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores. Editorial Maclein y Parker.




Añado que hay algunas obras que, por diferentes razones, se quedaron en el casi de llegar a la primera lista, como fueron Nunca preguntes a un pájaro, de Andrés Ibáñez; Los árboles, de Percival Everett; Bisutería auténtica, de Daniel María; o La paz de las colmenas, de Alice Rivaz.

Ya me disculparán por el magro contenido de la relación de lecturas, pero este año ha sido bastante convulso y mis intereses y actividades han tomado otros derroteros que tienen que ver más con el ensayo sociológico y filosófico.

A la sazón:

Sugerencias de lectura de no ficción

-De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, de Juan Carlos Rodríguez. Editorial Akal.

-Lujo comunal, de Kristin Ross. Editorial Akal. Traducción de Juanmi Madariaga.

-Mundo soñado y catástrofe, de Susan Buck-Morss. Editorial Libros Antonio Machado. Traducción de Ramón Ibáñez Ibáñez.

-El 18 de Brumario de Luis Bonarte, de Karl Marx. Editorial Akal. Edición, prólogo y traducción  de Clara Ramas Sanmiguel.

-Mentira romántica y verdad novelesca, de René Girard. Editorial Anagrama. Traducción de Joaquín Jordán.

-Pocos contra muchos, de Nadia Urbinati. Editorial Katz. Traducción de Gabriel Barpal.

-La tragedia griega, de Jacqueline Romilly. Editorial Gredos. Traducción de Jordi Terré.

-La mente reaccionaria, de Corey Robin. Editorial Capitán Swing. Traducción de Daniel Gascón.

-Retóricas de la intransigencia, de Albert O. Hirschmann. Traducción de Tomás Segovia.

-Todo lo que entró en crisis, coordinado por José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado. Editorial Akal.

-Estados del agravio, de Wendy Brown. Editorial Lengua de Trapo. Traducido por Jorge Cano y Carlos Valdés.

-Rompiendo algo, de Belén Gopegui. Editorial DeBolsillo.


Por último, un apartado que suscitaba bastante diversión era mi lista de reseñadores/as deplorables, pero este año no he leído nada que mejore lo que escribí el pasado año. Son los/las mismos/as (salvo la mortecina novedad de Javier Doreste) escribiendo de igual modo en su ansioso deambular de lo huero a lo inane.

En fin, lean buenos libros y sean felices, si no es a costa de los demás.


martes, 16 de mayo de 2023

Sic transit gloria mundi

Aprovecho esta deliciosa temporada (probablemente, próxima a su fin) en la que he conseguido evitar lecturas soporíferas (este año sólo he padecido Leche condensada, de Aida González) o ensayos banales sobre literatura (a la manera de Elisa R. Court, para que se hagan una idea), y, en cambio, he tenido la fortuna de decidirme por obras muy gratificantes, para compartir con Vds. algunas reflexiones o, si este término les parece demasiado presuntuoso, pensamientos variados que me han ido surgiendo respecto de nuestro mundillo cultural, que, como saben, es pequeño, peludo, esponjoso y un tanto aciago.




Por un lado, me resulta difícil reconciliarme con la idea de que la antigua viceconsejera de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Dulce Xerach, se haya convertido en nuestro André Malraux porque no sólo escribe novelas policiacas, sino que, además, forma parte de jurados de premios de literatura. Ignoro si la última circunstancia se debe a los méritos contraídos por su paso por la política o por su actividad escritoril. Como saben, además escribe artículos relacionados con la arquitectura (su especialidad académica) en el suplemento cultural (o lo que sea, porque ya hace tiempo que no se sabe qué propósito tiene este cuadernillo) de Prensa Ibérica. El mundo es la escritura de Dios, según se entendía antes, y hay que saber leerla para conocerlo.


                                                     A. Malraux


Por otro, el Sr. Arroyo Silva, poeta laureado, pero que tiende a farfullar en prosa, bloquea en sus redes sociales a los críticos. No tiene nada de particular esta prudente decisión en cuanto que otros/as, algo más ilustres, ya la habían tomado antes, pero choca un poco cuando le hemos leído en varias ocasiones manifestar su respeto por la crítica ("je je je"). Como suele ser habitual, la única opinión respetable que admiten escritores como él es la elogiosa, que no necesita fundamentación. Intuyo que el mundillo poético en Canarias es aún más cenagoso y falto de oxígeno que el de la narrativa, que ya es decir.

Asimismo, considero un error el permitir que los artículos periodísticos publicados durante años se transmuten en un libro, salvo que quien los escribió hubiese mostrado una prosa deslumbrante y desplegado ideas originales y potentes. Si no es el caso, parece, a primera vista, un ejercicio de vanidad que, como mucho, solo suscita piedad (además de la esperable indiferencia). Adelanto, en calidad de representante plenipotenciario, que el Polillas al anochecer jamás lo pretenderá ni lo aceptará, y que la sola idea le provoca dolor de estómago, así que estén tranquilos/as. Tenemos varios ejemplos recientes, como Antonio Morales, muy consciente de haber escrito una obra importante; o, hace unos meses, Víctor Álamo de la Rosa, también convencido de estar legando un tesoro a la posteridad. Recuerdo, a la sazón, aquel director de periódico, cuyo nombre no recuerdo a causa de su irrelevancia, que pretendía deslumbrarnos con sus análisis geopolíticos y lo que surgiera, etc. Esta prosa de artículo periódico hay que dejarla arder una vez leída, ya digo, salvo excepciones. 

Por si les interesa, en el hueco inolvidable e imborrable (un hito) que dejó el programa homónimo del Polillas en Radio Guiniguada ya hay desde hace unas semanas (sic transit gloria mundi) otro programa cultural. No sé si es bueno, malo o todo lo contrario, como la cerveza 0,0, pero dejo nota aquí para que lo oigan y opinen. Después de pensarlo (a ratos, de manera espasmódica), he postergado cualquier proyecto podcast o radiofónico para la temporada 23-24. Veremos cuáles son entonces los compromisos que me he impuesto y mi grado de motivación. En todo caso, pensemos juntos qué tipo de programa podríamos inventarnos. Echo de menos, sí, los intercambios de ideas en vivo: no era frecuente que estuviéramos de acuerdo en todo, ni mucho menos.

Ha sido llamativo leer estos días en la prensa local el cierre de un par de fundaciones culturales por los impagos del Ayuntamiento de Las Palmas G.C., ya que estamos en vísperas de elecciones y esto puede considerarse una negligencia político-administrativa por su supuesta resonancia pública. Puede ser, también, que, en realidad, el cierre (temporal) de la sede de la fundación de Chirino y la de Francis Naranjo (de forma permanente) no le importe a casi nadie y el Ayuntamiento sea consciente de ello. Esto nos recuerda el riesgo que supone que la financiación de cualquier iniciativa (cultural o de otro tipo) esté en manos de agentes externos, sea una administración pública o un mecenas privado, y de la impostura que suele acompañar a la cultura con mayúsculas. En todo caso, acerca de la Fundación Chirino, no recuerdo que nadie la deseara, salvo el propio Chirino, el alcalde de entonces, Juan José Cardona y los demás contactos o cómplices en la política municipal que, a pesar de las críticas iniciales, han seguido esa senda plagada de espejismos de pagar por ponernos, supuestamente, en el mapa mundial de algo. Tampoco es descaminado pensar que, si desapareciera, nadie la echaría de menos.

Por esas cosas de las redes sociales, y sea debido a su algoritmo o por predestinación, caí en el muro de un escritor que en medio de un comentario decía algo así: "Me tomo un café mientras escucho la Primera de Mahler", y me recordó que suelo imaginar conversaciones con personas muy serias en las que suelto inopinadamente: "Estaba yo leyendo el Canto IX de la Ilíada cuando...". Lo que causa honda impresión, por supuesto.

Las tertulias: depende de si hay cortesía en el uso de la palabra, de que nadie se erija en sumo sacerdote o sacerdotisa y de que se considere de mal gusto proferir falacias ad hominen. Los demás non sequitur pueden deberse a ignorancia o a fallos en el razonamiento, lo que no implica mala fe. En mi opinión, una periodicidad bisemanal sería la apropiada, para dar tiempo a leer, pensar y preparar los asuntos. Si no es así, es muy posible que se caiga en el debate de barra de bar con palillo en la boca. Deberían estar organizadas de tal modo que, aunque fueran privadas, pudieran transmitirse de modo inteligible a un público imaginario. Entiendo, al respecto, que las divisiones tajantes entre literatura/arte y política que se quieran blandir son siempre incorrectas.




A la manera de Nick Hornby, pero sin su gracia, y para rematar este artículo misceláneo, les anuncio que ya obran en mi poder La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores; Salidas de caverna, de Hans Blumenberg; Rompiendo algo, de Belén Gopegui y La casa de mi padre, de Pablo Acosta. Como paradójico anticlímax, me he visto compelido irresistiblemente a leer, justo cuando he vuelto a casa con los libros anteriores, una novela de Richard Powers, The echo maker, que llevaba años aguardando su turno en uno de los anaqueles.

jueves, 16 de marzo de 2023

'La ciénaga definitiva', de Giorgio Manganelli

A veces, me quejo un poco (en plan susurro interior) de que no haya tantas novedades de literatura canaria como a mí me gustaría para actualizar el blog de manera más regular. Sin embargo, sé que me engaño: hay demasiados escritores/as a cuya obra ya no quiero acercarme después de un par de reveses. En algún caso, con uno solo ha bastado. Lo mismo digo con respecto a la literatura escrita por mujeres: sin tener yo ninguna obligación de establecer paridad alguna, sí que noto que la relación de mis reseñas está bastante desproporcionada, posiblemente sin relación con lo que se publica. Puntos ciegos, haberlos, haylos.

Aunque puedan no creerme, acometo periódicos ejercicios de reflexividad en que me pregunto por qué unas reseñas se leen más que otras, por qué reseño más obras de escritores que de escritoras, qué géneros son los preferidos del público lector del blog, cuáles son mis prejuicios a la hora de escoger unas obras u otras, cómo de sesgado está mi supuesto olfato intento calibrar cuál es el grado de morbo que experimentan lectoras y lectores cuando acometo críticas negativas de autores/as locales y su nivel de desinterés cuando son de autores allende los mares. En fin, es lo que tiene la ociosidad autoconsciente.

De todos modos, no dejo de pensar, tal vez inducido por la lectura de la novela que reseño hoy, que el panorama literario, por mucho homenaje casanovesco, por mucho Día de las Letras, por mucho premio literario de (más o menos) postín, por mucho ensalzamiento vacuo de cualquier escritor/a nuevo/a, está demasiado quieto, tal vez estancado, una quietud tal vez no de cementerio, pero igual un poco inquietante. Harían falta, tal vez, como suele decir Ricardo Pérez, reuniones, tertulias literarias, jornadas y debates, pero donde se reunieran críticos, escritores/as, público lector, tanto en el espacio público físico como en el de los medios de comunicación, pero con voluntad de trascender a la ciudadanía (al menos, la interesada), de generar algo parecido a un clima. Con su dosis inevitable de insultos, enfados y gestos airados, golpes en la mesa, pero, al fin y al cabo, que se manifestara, en definitiva, la vida (artística, literaria). Igual existe, pero yo no me he enterado.

No sé qué pensarán Vds.




No tengo en rubor en reconocer que a mí estos libros con este lenguaje a veces de regusto arcaico y si no difícil, sí exigente, me ganan desde el principio. Podrá decir misa Juan Marsé con su ya tópica frase de la "prosa sonajero" (que debe de ser la favorita de autores/as y lectoras/es de novela negra y best-sellers de variada temática), pero cuando uno se topa con palabras y frases que parecen creadas ex profeso para la obra percibe de inmediato que está leyendo algo diferente de la prosa habitual, más o menos comercial, y, en el caso de Canarias, muy alejado del estilo urraco de Andrea Abreu o Aida González Rossi, sin ir más lejos (basado en el habla popular, subrayando más la expresividad que la semántica). Por no hablar de la manifiesta falta de voluntad estética de gran parte de nuestra caterva literaria habitual, de lo que ya me he manifestado, con cierta frecuencia. 

Claro está, todos los discursos son posibles; todos los estilos, legítimos. Sin duda, si son eficaces, pero sigo siendo más de hipotaxis que de parataxis, más de Sánchez Ferlosio que de Azorín o, ya puestos a meternos con alguien, que de Nicolás Dorta.

No obstante, no hay que confundir la resonancia de la prosa de Manganelli (al menos, la vertida por el traductor de esta novela, Carlos Gumpert) con el tono a la vez campanudo y empalagoso de, digamos, un reseñador especializado en comentarios cordiales (y lamentablemente prolífico) como Victoriano Santana Sanjurjo (para que se hagan una idea y como ejemplo conspicuo, qué remedio). En la novela La ciénaga definitiva es evidente esa voluntad estilística transmitida tanto por la elección de determinados vocablos como por una prosa retorcida y reiterativa a base de oraciones largas con numerosas aposiciones, que recuerda en algún momento (y Dios me perdone), a Bernhard, pero sin su bilis. Un tono, al fin y al cabo, no solo apropiado, sino que parece el único posible. 

La ciénaga definitiva es una obra narrada en primera persona, el relato de un hombre que, huyendo de sus inquisidores y a lomos de un caballo, se adentra en la ciénaga, un territorio que le ha sido revelado por un anciano en una villa al margen de la ley. Allí morará en una casa misteriosa. Nada más. Sin embargo, nada menos: en 90 páginas, que no pueden leerse de corrido so pena de no apreciar las ironías, perplejidades, paradojas y aporías de la memoria del personaje, uno tiene la impresión fabulosa de sumergirse en un mundo legamoso y lacustre descrito a la perfección (si tal cosa es posible) y, sobre todo, en las variaciones anímicas y en las disquisiciones filosóficas del narrador, transcritas con impío detalle. 


Y después descubro, con tardío estupor, algo distinto: la luz. Puesto que sólo ahora salgo de una noche, apenas desfigurada por resinosas antorchas, he imaginado que esta claridad que envuelve el foso era un alba; pero no tardo en advertir que esta luz, inestable y a la vez inconsueta, una luz pobre pero ecua, no proviene del cielo, sino de una suerte de ciénaga boca abajo que cuelga por encima de esta desmesurada planicie de agua. No son nubes las que se ciernen sobre la ciénaga, sino una calidad para mí desconocida de cielo, si es cielo, una planicie irregular, como irregular es la ciénaga, colgada sobre mi cabeza. El tránsito del tiempo no escande los tiempos; como podré aprender más tarde, hay momentos nocturnos y momentos que llamaré diurnos, pero estos tiempos se alternan de manera discontinua, siguiendo leyes, si es que existen, que ignoro. Ahora veo esto, que el cielo, este cielo que cielo no es, ocupa todo el espacio por encima de mí, quizá se interponga entre la ciénaga y el cielo, un fingido telón de cielo que mantiene a raya un cielo ulterior, si existe. (Pág. 18)


Y lo reafirmo, toda la ciénaga, la ciénaga malsana, y la ciénaga de la condena, de los infiernos líquidos, la ciénaga cementerio y la ciénaga planeta extraño, luna exótica, todo se concluye aquí, en este lugar intrínseco, de una exhausta e imposible dulzura, pero también sin aire, sin sede, sin límite de roca, sólo barro, y en éste sumergirse descenderse, jamás precipitarse, hundirse, dejarse tragar. Pero, me pregunto, ¿qué habrá en el corazón de la ciénaga, habrá allí quizás un lugar central que gobierne el movimiento de las aguas, el deslizarse de las pozas y las metamorfosis de las dunas? ¿Existirá en el corazón íntimo de la ciénaga, bien abajo, donde estén las vísceras de la tierra putrefacta, existirá un corazón que lata, un corazón atroz al que no corresponda rostro alguno, mano alguna, genitales algunos, sino sólo esta sangre gris de agua legamosa? ¿O dará la casualidad de que exista una suerte de mente de la ciénaga -no se asemeja esta maraña a las irrigaciones del cerebro-, una mente retorcida y sentenciosa y punitiva y doliente que continuamente haga este espacio, la ciénaga? ¿Cuánto, me pregunto, cuánto hará falta descender para tocar ese centro en el cual la ciénaga se vuelva comprensible? O acaso ese centro no sea más que una fantasía de nuestras mentes pueriles, oh, sí, el centro existe, cómo podría no existir, pero la ciénaga no es otra cosa que la defensa, la protección, lo que hace inaccesible el centro que gobierna y explica. (Pág. 44)


Pero a fin de cuentas ¿no seré yo, justo yo, el tirano al que yo, precisamente yo, me propongo asesinar como conclusión de una larga vida de odio? ¿No encarnaré yo dos formas de odio, dos formas de desamor, esas por las que soy un tirano en virtud de mi odio genérico, abstracto, didascálico, docto, del veneno del que está hecha mi verde sangre, y, a la vez, como sicario, el odio específico, devoto, de coleccionista apasionado, meticuloso, paciente, especialista? Quizás en cuanto tirano y homicida del tirano pueda salir de las angustias de un monólogo riguroso, filológicamente exigente, y pueda transformar mi discurso, no ya en un coloquio amebeo, sino en una serie de monólogos paralelos; monólogos en los que se podría reconocer la fatigosa pero indudable fraternidad del odio, y por lo tanto también la subrepticia, cautivadora trama del amor. Así pues, ese papel que se me propone, que nerviosamente el apuntador me impone, es éste, que yo sea tirano, variante feroz, arcaica, vistosa del monarca. ¿Y será, pues, este papel el extremo, el conclusivo que me corresponderá en este terreno falaz por no pútrido, en esta recitación de compacidad térrea? (Págs. 72-73)


Uno tiene la impresión de que, como es obvio, el autor no sólo ha usado palabras para contar una historia, o unas memorias, o lo que sea, sino que las ha moldeado y reconstruido para adecuarlas a sus necesidades narrativo-filosóficas. Las combinaciones sujeto+adjetivo son siempre, o dan la apariencia de ser (ahí la técnica del escritor), necesarias y ajustadas, a veces ingeniosas e inesperadas. Hasta las enumeraciones, no escasas, que en otros autores no provocan sino hastío, aquí resultan adecuadas, como un clavo a su agujero. Estamos, como se puede colegir, ante un escritor que no solo tiene oficio, como suele decirse hasta del más basto tuerceteclas, que sabe contar, sino que es también un esteta, indudable poseedor de un sentido artístico al más alto nivel, que se ha enseñoreado de un vocabulario insólito.

Además, la novela, como su lenguaje, es exigente. Se requiere atención total: eliminen los ruidos ambientes, absténganse de comer o sorber o de tener descendencia; y acomódense, busquen un rincon, donde puedan leer sin interrupciones. La novela merece estos preparativos, este homenaje, ante este festín verbal. La sensación tras la lectura será la de haber asistido a algo grande, literariamente suntuoso. Nada tras la cual uno pueda pasar sin más a ver una serie de Netflix o quejarse del recibo de la luz. Da la impresión, como toda lectura excelente, como toda manifestación artística sobresaliente, de que hemos sido testigos y formado parte de algo importante.





miércoles, 8 de marzo de 2023

'Leche condensada', de Aida González Rossi

Un montón de cosas han ocurrido, alineado, conspirado y coaligado para mantenerme lejos de este blog (más de un mes), sin ir más lejos, la mudanza a una nueva vivienda. Como saben, este fenómeno migratorio (en este caso, intraterritorial) comporta un significativo aumento de la morosidad e inesperados picos de estrés. Por otro lado, tanto la preparación del programa de radio de periodicidad semanal como su abrupto cese de emisión no contribuyeron a apaciguar la mente de este que les escribe para una tarea como la lectura crítica de una novela, que, al fin y al cabo, exige concentración.

En otro orden de asuntos, digamos del mundillo, es digna de resaltar la entrevista-masaje que le dedicó el periodista cultural Victoriano Suárez en el Canarias7 al viceconsejero de Cultura del Gobierno de Canarias, Juan Márquez. El titular ponía de relieve que Márquez pensaba reintegrarse al trabajo que tenía antes de su nombramiento político. Como ven, una noticia de dimensiones planetarias que da cuenta de un rigorismo moral que hubiera perturbado al mismo Kant. La entrevista, para quien le pudiera interesar (que cosas más locas ocurren), consistía en que el viceconsejero subrayara que la ciudadanía había sido, es y será el centro de las políticas culturales y que la ley que el parlamento canario había aprobado sin oposición a iniciativa suya era un gran avance, etc.

Estarán conmigo en que una ley aprobada así debe de ser muy laxa, flexible y poco afilada para que grupos de variadas y encontradas ideologías políticas y cosmovisiones se hubiesen puesto de acuerdo en aprobarla. Porque si el triunfo consiste en que el presupuesto en Cultura se "blinda", el truco será determinar el contenido de esas políticas culturales, por no hablar del significado mismo de "cultura" para el próximo partido que se encargue de esa consejería. Se deduce de lo anterior que, para Márquez, y por extensión para Podemos, el significado de cultura no es problemático y que lo que él y su partido entienden (y creen que los demás, también) que es cultura se impone como valioso por sí mismo, sin precisar por qué y en qué medida.

Que digo yo, además, que puestos a blindar presupuestos, podríamos blindar otros que asegurasen el acceso a la vivienda, a reducir las listas de espera en Sanidad o a una educación de calidad para todos, con independencia de la riqueza familiar, o a condiciones dignas de trabajo, etc. Pero qué sabré yo de cultura o de gestión de los asuntos públicos, que no soy músico, ni político ni, mucho menos, periodista cultural.

En fin, la ignorancia de siempre en odres nuevos (que de modo vertiginoso se han vuelto viejos). 




Ya me gustaría sentir el entusiasmo de la editora Sabina Urraca por sus escritoras protegidas, notar en mí la mirada enfebrecida como la que Nora Navarro dirige a Andrea Abreu, vibrar con el adjetivo "salvaje" cuando pienso en Panza de burro o ser sacudido por las oleadas de placer que algunas/os reseñadoras/os parecen haber experimentado tras leer Leche condensada, de Aida González Rossi. Ya me gustaría.

Sin embargo, nada de eso me ocurre: hemos hablado ya en otras ocasiones de Panza de burro y, por desgracia, en alguna más de Nora Navarro. De ellas no hablaremos hoy, sino de la mentada Leche condensada y el fracaso en la literatura moderna (es decir, de hace ya unos siglos) que es la repetición por la repetición, cuando uno de los valores supremos sigue siendo el de la originalidad. Otro asunto es el de la fórmula, pero cuya dimensión es, por encima de todo, el beneficio empresarial, el éxito de ventas, como los best-sellers

¿Y qué repite Leche condensada?: el concepto utilizado con cierto éxito por Andrea Abreu (y Sabina Urraca) consistente en utilizar conscientemente un lenguaje infantil-costumbrista, es decir, la variante dialectal canaria en su uso popular/coloquial. Entendamos, claro, que no pretende ser una transcripción fiel o fidedigna de cómo los hablantes canarios hablan en realidad, sino que construye un lenguaje con características propias literarias. Sin embargo, lo que en la obra de Abreu sorprende y constituye un vehículo apropiado para la narración en primera persona de las escenas de la protagonista (por momentos, conmovedoras), en la de González Rossi el lenguaje empleado en la narración en tercera persona muy pegada a la protagonista (estilo indirecto libre), en otras ocasiones en segunda persona, salpicado de flujo de conciencia aquí y allá, resulta cargante y acaba provocando una sensación crecientemente desagradable que podemos denominar sin temor como tedio.

Además, me atrevo a decir que en Leche condensada se nota más la carga poética de su autora (que en el caso de Abreu), que se empeña en ametrallarnos a metáforas como si tuviera algo que demostrar, algunas de las cuales, concedamos, son certeras, pero cuya sucesión despiadada (por ejemplo, alrededor de cinco páginas, de la 52 a la 56) nos induce a buscar la escalera de incendios más próxima. Ese lenguaje demasiado saturado, tal vez demasiado autotélico, se emplea para narrar el mundo interior de la protagonista, Aída, y de sus traumatizantes vivencias, que parecen no tener fin, entremezcladas con alusiones al videojuego Pokémon, algo que se ha subrayado como un alarde de originalidad y descaro, vayan Vds. a saber por qué.


Si algo ha aprendido Aída estas semanas, es su poder: cerrar los ojos y no existir, cerrar los ojos e imaginarse un programa de monólogos de Paramount Comedy en el que es ella quien habla, ella quien cuenta cualquier cosa que se le ocurra, ruidos, chispas llenándole la cabeza y saliéndole, las patas largas y brillantes y latiendo, por la boca. Historias, burrada tras burrada, ella aplaudida por un montón de público que no se para a mirarle unos agujeros que en ese caso le darían exactamente igual. Aída, sí, sí, Aída, la mejor, Aída, la que sabe cuánto falta para llegar a La Cruz de Tea solo viendo qué riscos hay para arriba, Aída, la salvajita, un día se atreverá a tocar la uña podrida de la abuela, un día a hacer parkour en el skatepark aunque haya una barbaridad de gente y hasta adolescentes bebiendo y dándose besos de tornillo, aunque se caiga y se enjedionde y eso la haga estar feliz, completa, aunque no lo entienda nadie y se crean que ella también está mala y la lleven otra vez al ambulatorio, aunque se haya encontrado unos boquetes que la hacen sentir que ya no solo cambia todo: también su cuerpo. Su poder es cerrar los ojos y, existiendo tanto dentro, no existir. 
Hasta que el labio se le rompe contra una piedra y lo siente hinchado y caliente y salado y los gemelos se asustan. 
Hasta que se recuperan, después de charlar unos minutos, y le llenan los pelos de tierra y le pica la cabeza.

Hasta que le escupen en los ojos. 
Hasta que la llaman bombona de butano, camping gas, Snorlax y la más fea del cumpleaños, ¿por qué nadie más se estaba riendo de ti, gorda? (Págs 20-21)

No son iguales. 
Aída es el huevo del arroz a la cubana: una sorpresa entre todo lo conocido, la saliva saliendo a chorros porque hay una textura nueva, tocarla es necesario y urgente, es como revolcarse en el cuadrado de sol de la huerta que siempre está a punto de arder. 
Moco es el plátano frito: manchándolo todo, volviéndolo todo pegajoso, dejando en todo la marca de su cuerpo que suda, se baba, estornuda, una vez se rompió un hueso y, cuando la gente de alrededor pensó que iba a empezar a hiperventilar, se tocó lo que salía. Y dijo parece un diente. Mordiéndome para escaparse. 
Aída es una mata de hinojo. 
Moco es un árbol que, cuanto más crece, más taponazos dan sus ramas en una ventana. 
Aída es un perro precioso. 
Moco es un gato preciosísimo. 
Aída es la gota de pis, se partió tanto el culo que sintió que se derretía, se le fue tanto la pinza que acabó botada en el suelo y no pudo parar, y se mordió los dedos y los labios y la lengua y aun así no hubo forma, gritó como un cochino y tuvo que irse corriendo y se bajó las bragas y vio ese lago absorbido por la tela y susurró ay mi madre y en el fondo, donde solo verse y tocarse ella, encontró una gota de satisfacción: fue tanto que me cambió. 
Moco es la caspa de la herida, se la arranca y se la traga cuando se queda solo, el mando de la play vibrándole en los dedos y él escarbándose y sacando una escama y ablandándola con la lengua. (Págs. 30-31)

Es ahora, la vida, la magia-jedionda-mágica. Es el lol, juas, jajaja, jaja, lolol, es fingir que se desmayan y botarse de espaldas sobre la arena del merendero del Médano y sentirse, ahí con los ojos todos engurruñados por el sol, como si estuvieran delante del ordenador: el merendero es un sitio, pero no es un sitio. Y nunca hay nadie. Piso de mochilas y chaquetas y desperdiguera de paquetes de papas vacíos y ciscos de esas mismas papas y gotas de flax rojos y azules y uñas mordidas y las pelusas que traen siempre dentro de los calcetines y hojas de libretas sujetas con piedras para que no vuelen y botellas que, sin líquido dentro, lo comprueban cada vez que se terminan una, no tintinean igual. Sol jartándoles los antebrazos de pecas y no están en ningún lugar, los ojos cerrados, el chorro de ron que Marta reparte dando vueltas sobre sí misma en medio del círculo formado por las bocas abiertas de las otras tres haciéndolas regañarse, en el merendero se sienten como cuando enciendes el ordenador y empiezas a escribirte burradas con alguien y ya no estás, de repente, donde se supone que estás, tú ya no eres tú, tú eres una tú que teclea lol y juas y no siente picores. Ansiedad. Es Chaxi gritando lol, jajaja, juas y Aída explicándoles su teoría y las amigas, serias durante un segundo que parece durar toda la tarde, asintiendo. (Págs. 59-60)

 

Sábado, 16.05: Saliendo de casa de la abuela para ir a casa de Yaiza, Aída se encuentra con la tía que vuelve a buscar a Moco. Le dice oh, ¿tú comiste al final aquí con tu primo, no te vino tu madre a recoger cuando acabamos de comprar las cosas para mañana o qué? Sí, es que quedé con una amiga. Y no me daba tiempo de bajar al Médano y subir. E íbamos a jugar a la game boy hasta que fuera la hora.
Sábado, 16.13: Toca los picos de las pencas como cuando era pequeña.

Sábado, 21.25: Yaiza y Aída se pasan las oreos masticadas de una boca a otra en la parada de la guagua. Están tan borrachas que quieren fundirse. Se clavan las uñas en los antebrazos. Se chupan mechones de pelo. Se estiran la ropa hasta casi romperla. Hoy descubren que solo solas, antes de que las otras lleguen y cuando las otras se van, pueden hacer estas cosas sin tener que explicar lo que les pasa.

Sábado, 15.30: Te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te quiero.

Sábado, 21.30: Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te odio. (Pág. 77)


La consecuencia del aburrimiento, claro está, es que terminan por importarnos un pito los problemas y sufrimientos de los personajes, por no decir su mera existencia y las relaciones entre ellos. No por mucho utilizar canarismos como "jediondo", "jincar", "jalar", "jocico", "fisco" o coloquialismos como "partirse el culo" se logra que el discurso resulte más auténtico o sincero, ni impele a sentir algún tipo de empatía étnica, en el caso del público canario. Como ya he escrito en otras ocasiones, en la literatura no importa cuán importante, altruista, o ético sea el mensaje de fondo si la forma de expresarlo no termina de cuajar.

Me parece, en esta línea, que Aida González ha escrito una obra muy sentida, muy personal, sin que esto signifique necesariamente autobiográfica, con mucha energía, muy pegada a lo corporal, sin duda, pero que se ve lastrada tanto, repito, por un estilo atosigante como por una historia que no termina de interesar ni, por tanto, de conmover. Como suelo decir, uno le alaba el esfuerzo a la escritora, pero no el resultado.

Podríamos pensar que algo ha fallado en el taller de Urraca Sabina, o simplemente que su ojo comercial se ha vuelto birollo. Tal vez, lo de Panza de burro fue un churro. Churro exitoso, pero churro, al fin y al cabo, que no podía dejar tras de sí herederas. No obstante, solo falta una tercera escritora que se apunte a este carro para que alguien las califique de generación. ¿Quién se apunta?

Por mi parte, ya advertí en su momento que aquel estilo podía convertirse en un callejón sin salida: Leche condensada es su exacerbación.

Como dijo Robert Frost en su célebre poema:

Two roads diverged in a wood, and I
I took the less travelled by,
and that has made all the difference

Si Urraca y Abreu escogieron bien al internarse por el sendero menos transitado, ahora no sucede lo mismo con Aida González Rossi, porque ese sendero ya ha sido pisoteado hace relativamente poco. Es más, diría que todavía están húmedas las huellas del lenguaje de Abreu, cuyo estilo volvió loquísimo a parte del público peninsular español. Público que creyó descubrir literatura exótica en su propio país: ¿quizá reflejo de conciencia de metrópolis?

Es posible que me equivoque, pero creo que ese cartucho literario-comercial ya está quemado.

En definitiva, si quieren hacerme caso, no pierdan el tiempo con el realismo glandular-costumbrista de esta novela (yo mismo abandoné el intento allá por la página 80) y dense la oportunidad de leer buena literatura en cualquier otra parte. También puedo andar totalmente equivocado: elogiar no requiere explicaciones.
 


P.D. Otras reseñas, a cual más ditirámbica: 1, 2, 3. Una entrevista, entre otras, aquí. En RNE, aquí.
P.D. (2). Aquí, la de García Rojas (leída el 17/3/23).