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miércoles, 20 de diciembre de 2023

Las listas de fin de año, 2023

Sin ser capaz de despojarme de cierta sensación cenagosa, a la manera de Manganelli, respecto de la República de las Letras en Canarias y del mundo de la cultura, en general, abordo exhausto este final de 2023. La constatación, tras estos años de mando de Podemos en la consejería de Cultura, de que todo es más o menos lo mismo en la gestión pública como en la visión de los partidos políticos resulta desalentadora. Lo peor es que el desaliento se ha convertido en costumbre, y acostumbrarse al desaliento no suscita sino conformidad, por no decir indiferencia, respecto de las políticas institucionales y de las iniciativas privadas en materia cultural. De todos modos, no es costumbre inquirir la opinión de la ciudadanía, en general, ni del público, en particular. El papel de estos últimos, su función, es la de ser mero receptor de una mercancía, mera excusa para la ejecución de presupuesto público y, lo que es lo más importante, para la publicidad y promoción del ente organizador.

Todo lo anterior, insisto, es aplicable estando al cargo de la consejería un/a representante de Podemos, otro/a de Coalición Canaria o, en su caso de PP o PSOE. Así lo han demostrado y así lo volverán a demostrar.

Vayamos a lo nuestro, que este año, en materia literaria, ha habido, sobre todo, magníficas lecturas. Aquí les dejo mi lista particular de lo bueno y, cómo no, de lo malo. Respecto de la segunda, por si acaso, recalco mi convencimiento de que los/as escritores/as son magníficas personas en lo moral y sumamente esforzadas en lo literario, pero, a pesar de esto, sus obras, a mi juicio, son desdeñables. Para más comentarios, les remito a la lectura de la reseña correspondiente.


Lo mejor de lo mejor de 2023:

-Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau. Editorial Candaya.

-La ciénaga definitiva, de Giorgio Manganelli. Editorial Siruela. Traducción de Carlos Gumpert.

-Centuria, de Giorgio Manganelli. Editorial Anagrama. Traducción de Joaquín Jordá.

-El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy. Editorial Siruela. Traducción de Esther Cruz Santaella.

Estas cuatro lecturas, acabo de comprobarlo, se sucedieron entre abril y marzo: imagínense qué estado de satisfacción alcancé en ese período. Dudoso es que vuelva a repetirse algo parecido.









Lo peor de 2023:

-Leche condensada, de Aida González Rossi. Editorial Caballo de Troya.

-La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores. Editorial Maclein y Parker.




Añado que hay algunas obras que, por diferentes razones, se quedaron en el casi de llegar a la primera lista, como fueron Nunca preguntes a un pájaro, de Andrés Ibáñez; Los árboles, de Percival Everett; Bisutería auténtica, de Daniel María; o La paz de las colmenas, de Alice Rivaz.

Ya me disculparán por el magro contenido de la relación de lecturas, pero este año ha sido bastante convulso y mis intereses y actividades han tomado otros derroteros que tienen que ver más con el ensayo sociológico y filosófico.

A la sazón:

Sugerencias de lectura de no ficción

-De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, de Juan Carlos Rodríguez. Editorial Akal.

-Lujo comunal, de Kristin Ross. Editorial Akal. Traducción de Juanmi Madariaga.

-Mundo soñado y catástrofe, de Susan Buck-Morss. Editorial Libros Antonio Machado. Traducción de Ramón Ibáñez Ibáñez.

-El 18 de Brumario de Luis Bonarte, de Karl Marx. Editorial Akal. Edición, prólogo y traducción  de Clara Ramas Sanmiguel.

-Mentira romántica y verdad novelesca, de René Girard. Editorial Anagrama. Traducción de Joaquín Jordán.

-Pocos contra muchos, de Nadia Urbinati. Editorial Katz. Traducción de Gabriel Barpal.

-La tragedia griega, de Jacqueline Romilly. Editorial Gredos. Traducción de Jordi Terré.

-La mente reaccionaria, de Corey Robin. Editorial Capitán Swing. Traducción de Daniel Gascón.

-Retóricas de la intransigencia, de Albert O. Hirschmann. Traducción de Tomás Segovia.

-Todo lo que entró en crisis, coordinado por José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado. Editorial Akal.

-Estados del agravio, de Wendy Brown. Editorial Lengua de Trapo. Traducido por Jorge Cano y Carlos Valdés.

-Rompiendo algo, de Belén Gopegui. Editorial DeBolsillo.


Por último, un apartado que suscitaba bastante diversión era mi lista de reseñadores/as deplorables, pero este año no he leído nada que mejore lo que escribí el pasado año. Son los/las mismos/as (salvo la mortecina novedad de Javier Doreste) escribiendo de igual modo en su ansioso deambular de lo huero a lo inane.

En fin, lean buenos libros y sean felices, si no es a costa de los demás.


miércoles, 19 de abril de 2023

'Centuria', de Giorgio Manganelli

La semana pasada, Javier Hernández Fernández, crítico literario especializado en poesía, y poeta él mismo, tuvo a bien desmenuzar una reseña lamentable de una "lectora voraz y apasionada", según las propias palabras de la articulista, en el cuadernillo cultural El perseguidor, del periódico local El Diario de Avisos, de hace dos años justos. La reseñadora, cuyo nombre omito por no ser una persona que se prodigue en estas tareas encomiásticas, perpetró una reseña basándose, al parecer, en la contraportada del libro y en unas cartas privadas del autor del poemario, Antonio Arroyo Silva, con el conocido crítico literario Jorge Rodríguez Padrón. Como colofón, admitía que carecía "de la formación necesaria para el ejercicio de la crítica literaria" pero que compartía la opinión de Rodríguez Padrón de que el poemario de marras era un libro de "verdadera madurez poética".

Como ya escribí entonces, la culpa de que en su momento se publicara este desatino no es atribuible al poeta, que como mucho podría ser sospechoso de cómplice o de colaborador necesario, sino de quien estuviera al mando (salvo que estuviera organizado sin jerarquías, digamos democráticamente, que no creo que fuera el caso) del suplemento, que ha permitido que se publicara. Entiendo que, como me ha señalado con cierto desaliento un amigo, sacar semana tras semana este cuadernillo cultural (o el de Prensa Ibérica, o cualquier otro) no es nada fácil, sobre todo en estos tiempos en los que no se paga a (casi) ningún colaborador o colaboradora. Tienen que sobrevivir, como consecuencia, y esto lo digo yo, a base de retales: aportaciones interesadas, viejas glorias jubiladas o amateurs entusiastas con ganas de ver su nombre en algún sitio aparte del recibo de la luz.

Creo, además, aunque parezca contraintuitivo, que estas reseñas ditirámbicas, estos comentarios más que cordiales, no le hacen ningún favor al escritor o escritora cuya obra ha sido objeto del artículo, porque si disfrutaban de algún prestigio, ahora entrarían en el terreno de las suspicacia; y si carecían de él, este tipo de reseñas no los encumbrarán a ningún Parnaso. Quiero pensar que el público lector, a base de continuos desengaños y de un historial de falsas promesas de obras maestras, antes y despueses, hitos literarios y otras denominaciones por el estilo, comienza a discernir el valor de las reseñas o, al menos, a intuir su honradez. Harían bien los/as encargados de estos suplementos culturales en hacerse responsables de lo que permiten que se publique. Llámenlo tamiz, llámenlo filtro, llámenlo sentido del gusto o, al menos, del ridículo.

No obstante, la práctica habitual, como bien saben, sigue siendo el elogio desmesurado y el halago empalagoso en los medios de comunicación: la desfachatez normalizada. Deberíamos preguntarnos, deberíamos comprobar, si el panorama mediático cultural perdería con la desaparición de estas secciones culturales. Si a los editores les ha importado un bledo prescindir de los/as colaboradores valiosos y pagados, y se han quedado con la morralla (con las debidas excepciones) gratis, por qué deberíamos creer que nos están haciendo un favor con dichos cuadernillos. 

Es posible, me ha dado por pensar, que nos estemos aferrando a soportes obsoletos y a contenidos que se presumen culturales, pero que tal vez no sean sino un remedo, una pantomima, un simulacro kitsch de lo que podría representar verdadero contenido cultural: "Lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer", frase gramsciana tan sobada en otro contexto, tal vez sea de aplicación aquí. Podría modificarse un poco: "Mientras lo viejo no muera, lo nuevo no puede nacer". Al menos, el nacimiento de una revista (o cualquier otra estructura) a salvo de "amantes apasionados/as de la cultura" y de los mismos autores o autoras, quienes no dudan en calificar sin rubor de malos a los reseñadores que los critican negativamente y de buenos a quienes los alaban. Como podrán suponer, Canarias está llena de magníficos reseñadores/as.

Otro tanto podría decirse, quizá incluso en grado superlativo, de muchos de los programas de pretendido enfoque cultural que asuelan la televisión pública canaria, empeñadas las productoras proveedoras en ofrecer programas que sean "escaparates" o "divulgadores" sin el menor matiz crítico o, al menos, analítico: el talento local, es sabido, florece por doquier: Canarias es un vergel artístico. Por tanto, la satisfacción del público va de suyo (por ser lo único que se espera de él); y la adulación se exhibe con desparpajo, si no con impudicia: un mundo feliz, tal vez, pero que a mí me parece mero "estruendo consuetudinario". 

Para pegarse un tiro.




Para rebajar los niveles de cortisol, repito con Giorgio Manganelli, y como respuesta a una recomendación de dos fuentes distintas, he escogido Centuria.

A estas alturas, deberían saber que soy enemigo a muerte de los libros de aforismos, solución tan a mano para autores/as que han sentido la llamada, pero no saben para qué, y más o menos lo mismo de ese género llamado microrrelatos, atractor de lo peor que puede dar la literatura, salvo, tal vez, los libros que narran triángulos amorosos de empleados de banca o los relatos distópicos de zombis contra vampiros o Alien vs. Predator, trasunto de aquellos partidos de solteros contra casados. Sin embargo, en este libro, Manganelli ofrece cien relatos muy cortos, cada uno de página y media, casi dos en algunos casos, y no solo los he soportado sino que me han complacido, y de manera creciente, lo que me lleva a reflexionar sobre la firmeza de mis convicciones y la solidez de mis gustos.

Es curioso observar que hay una gran diferencia en el lenguaje de Manganelli de este Centuria respecto de La ciénaga definitiva, novela publicada póstumamente. Aquí el vocabulario es mucho menos vestido con los ropajes de lo arcaico, además de que las frases y los párrafos son más cortos. El ritmo de lectura es, pues, más rápido y, como digo, la consumación de cada capítulo o "breve novela-río" no se demora más allá de las dos páginas y poco. Es decir, en general, se entienda el sentido mejor o peor, resulta más accesible para el público lector medio. 

Por otro lado, Manganelli no duda en adjetivar, constante, metódicamente. Ya saben que periódicamente parece que es síntoma de literariedad, de exquisitez, la prosa pelada, el ofuscamiento en narrar por encima de todo, la atención exclusiva a la trama, el rechazo a la denominada "prosa sonajero". En Centuria, el escritor cuenta, y también adjetiva, y adverbia. Claro que con esa adjetivación inesperada, que guarniciona, adoba y especia a los sustantivos. A veces, de esa forma paradójica que lleva a expansiones de la propia cognición, a la extensión del contenido semántico del sustantivo. Que para eso están los adjetivos, claro, no para decir lo que ya se sabe o ya se ha escrito antes. Lo mismo puede decirse con los adverbios con respecto a los adjetivos, aquellos dejan de ser simples ancilares y metamorfosean a estos. No obstante, no es una prosa campanuda o pretenciosa. Hay un control sobresaliente de las posibilidades del lenguaje (y aquí, claro, traemos a colación al autor de la versión en castellano, Joaquín Jordá).


Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Alguna de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empuja a utilizar el teléfono. (Pág. 17)


El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y le alegraría un "no" dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un "sí" inmediato. (Pág. 33)


Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. (Pág. 51)


Puestos a ser sinceros, este hombre no está haciendo absolutamente nada. Está ocioso. Yace tendido en la cama, se despereza, cambia de posición. Pasea por la casa. Se prepara un café. No, no se prepara un café. No, no pasea por la casa. Piensa en las cosas maravillosas que podría hacer, y siente un ligero malestar, que, sin embargo, resultaría exagerado llamar remordimiento. Simplemente, no hacer es un tipo de hacer al que no está en absoluto acostumbrado. De ser un militar, piensa, uno de esos militares que sólo se sienten hombres cuando retumba el cañón y hay una razonable probabilidad de morir o quedar mutilado, y en cualquier caso de metamorfosearse en monumento, debiera decir que no sólo me comporto como si el cañón retumbara, sino casi como si se hubiera declarado la paz universal, consuntamente con la destrucción de los monumentos. (Pág. 67)

 

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que  ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás (...) (Pág. 145)


Son asimismo relatos sin moraleja evidente o evidentemente oculta: una manía de taller literario que también parece adherida a la obra de muchos/as poetas de gran prestigio. Las cosas son como son, o mejor, como digo que son, pienso que ha pensado el autor italiano al escribirlo. Hay mucho de paradoja, de inadecuación, de sorpresa, de acontecimiento insólito, si no absurdo, pero no a la manera rutinaria de un, digamos, Juan José Millás, escritor dominical, sino, a mi parecer, con la convicción de quien domina el lenguaje y se complace en sus juegos, así como los del pensamiento, con tendencia a llevar al extremo ciertas lógicas que, por lo mismo, se vuelven irracionales o fatídicas.

Eso no obsta para que no podamos considerar que existen relaciones de intertextualidad o alusiones en la mente del autor y que otros lectores más versados que yo podrán reconocer o explicar. En todo caso, ni siquiera hace falta develar el simbolismo para gozar de la expresión literaria que aquí se muestra. No lean atropelladamente estos relatos, merecen su atención. Tampoco lean más de tres o cuatro de corrido: cinco debería ser el límite.

Quizá apurando demasiado las impresiones de la lectura de Centuria, percibo una melancolía de ser, o una melancolía de lo que no es o no se ha sido: un anhelo de traspasar ciertas fronteras interiores que podrían explicarse, tal vez, como una transgresión, o, como el contrabando de unas nociones a regiones que no les son, en principio, propias, y cuyo comprador final, el lector o lectora, recibe con alborozo teñido con cautela. Es, pues, una exploración insólita de los mundos humanos posibles, al menos los concebibles por la imaginación.

En fin, con La ciénaga definitiva y, ahora, con Centuria, temo que prenda en mí ese espíritu fetichista, típico de lectores minuciosos y reconcentrados, totalizadores con respecto a la obra de un autor determinado, en este caso Giorgio Manganelli. Menos mal que me queda esa tendencia a la dispersión, no solo lectora, que impregna hasta los actos más banales de mi vida cotidiana, pero que no es, al fin y al cabo, más que un gesto -o aspaviento- ácrata. Pero no estamos aquí para hablar de mí.



jueves, 16 de marzo de 2023

'La ciénaga definitiva', de Giorgio Manganelli

A veces, me quejo un poco (en plan susurro interior) de que no haya tantas novedades de literatura canaria como a mí me gustaría para actualizar el blog de manera más regular. Sin embargo, sé que me engaño: hay demasiados escritores/as a cuya obra ya no quiero acercarme después de un par de reveses. En algún caso, con uno solo ha bastado. Lo mismo digo con respecto a la literatura escrita por mujeres: sin tener yo ninguna obligación de establecer paridad alguna, sí que noto que la relación de mis reseñas está bastante desproporcionada, posiblemente sin relación con lo que se publica. Puntos ciegos, haberlos, haylos.

Aunque puedan no creerme, acometo periódicos ejercicios de reflexividad en que me pregunto por qué unas reseñas se leen más que otras, por qué reseño más obras de escritores que de escritoras, qué géneros son los preferidos del público lector del blog, cuáles son mis prejuicios a la hora de escoger unas obras u otras, cómo de sesgado está mi supuesto olfato intento calibrar cuál es el grado de morbo que experimentan lectoras y lectores cuando acometo críticas negativas de autores/as locales y su nivel de desinterés cuando son de autores allende los mares. En fin, es lo que tiene la ociosidad autoconsciente.

De todos modos, no dejo de pensar, tal vez inducido por la lectura de la novela que reseño hoy, que el panorama literario, por mucho homenaje casanovesco, por mucho Día de las Letras, por mucho premio literario de (más o menos) postín, por mucho ensalzamiento vacuo de cualquier escritor/a nuevo/a, está demasiado quieto, tal vez estancado, una quietud tal vez no de cementerio, pero igual un poco inquietante. Harían falta, tal vez, como suele decir Ricardo Pérez, reuniones, tertulias literarias, jornadas y debates, pero donde se reunieran críticos, escritores/as, público lector, tanto en el espacio público físico como en el de los medios de comunicación, pero con voluntad de trascender a la ciudadanía (al menos, la interesada), de generar algo parecido a un clima. Con su dosis inevitable de insultos, enfados y gestos airados, golpes en la mesa, pero, al fin y al cabo, que se manifestara, en definitiva, la vida (artística, literaria). Igual existe, pero yo no me he enterado.

No sé qué pensarán Vds.




No tengo en rubor en reconocer que a mí estos libros con este lenguaje a veces de regusto arcaico y si no difícil, sí exigente, me ganan desde el principio. Podrá decir misa Juan Marsé con su ya tópica frase de la "prosa sonajero" (que debe de ser la favorita de autores/as y lectoras/es de novela negra y best-sellers de variada temática), pero cuando uno se topa con palabras y frases que parecen creadas ex profeso para la obra percibe de inmediato que está leyendo algo diferente de la prosa habitual, más o menos comercial, y, en el caso de Canarias, muy alejado del estilo urraco de Andrea Abreu o Aida González Rossi, sin ir más lejos (basado en el habla popular, subrayando más la expresividad que la semántica). Por no hablar de la manifiesta falta de voluntad estética de gran parte de nuestra caterva literaria habitual, de lo que ya me he manifestado, con cierta frecuencia. 

Claro está, todos los discursos son posibles; todos los estilos, legítimos. Sin duda, si son eficaces, pero sigo siendo más de hipotaxis que de parataxis, más de Sánchez Ferlosio que de Azorín o, ya puestos a meternos con alguien, que de Nicolás Dorta.

No obstante, no hay que confundir la resonancia de la prosa de Manganelli (al menos, la vertida por el traductor de esta novela, Carlos Gumpert) con el tono a la vez campanudo y empalagoso de, digamos, un reseñador especializado en comentarios cordiales (y lamentablemente prolífico) como Victoriano Santana Sanjurjo (para que se hagan una idea y como ejemplo conspicuo, qué remedio). En la novela La ciénaga definitiva es evidente esa voluntad estilística transmitida tanto por la elección de determinados vocablos como por una prosa retorcida y reiterativa a base de oraciones largas con numerosas aposiciones, que recuerda en algún momento (y Dios me perdone), a Bernhard, pero sin su bilis. Un tono, al fin y al cabo, no solo apropiado, sino que parece el único posible. 

La ciénaga definitiva es una obra narrada en primera persona, el relato de un hombre que, huyendo de sus inquisidores y a lomos de un caballo, se adentra en la ciénaga, un territorio que le ha sido revelado por un anciano en una villa al margen de la ley. Allí morará en una casa misteriosa. Nada más. Sin embargo, nada menos: en 90 páginas, que no pueden leerse de corrido so pena de no apreciar las ironías, perplejidades, paradojas y aporías de la memoria del personaje, uno tiene la impresión fabulosa de sumergirse en un mundo legamoso y lacustre descrito a la perfección (si tal cosa es posible) y, sobre todo, en las variaciones anímicas y en las disquisiciones filosóficas del narrador, transcritas con impío detalle. 


Y después descubro, con tardío estupor, algo distinto: la luz. Puesto que sólo ahora salgo de una noche, apenas desfigurada por resinosas antorchas, he imaginado que esta claridad que envuelve el foso era un alba; pero no tardo en advertir que esta luz, inestable y a la vez inconsueta, una luz pobre pero ecua, no proviene del cielo, sino de una suerte de ciénaga boca abajo que cuelga por encima de esta desmesurada planicie de agua. No son nubes las que se ciernen sobre la ciénaga, sino una calidad para mí desconocida de cielo, si es cielo, una planicie irregular, como irregular es la ciénaga, colgada sobre mi cabeza. El tránsito del tiempo no escande los tiempos; como podré aprender más tarde, hay momentos nocturnos y momentos que llamaré diurnos, pero estos tiempos se alternan de manera discontinua, siguiendo leyes, si es que existen, que ignoro. Ahora veo esto, que el cielo, este cielo que cielo no es, ocupa todo el espacio por encima de mí, quizá se interponga entre la ciénaga y el cielo, un fingido telón de cielo que mantiene a raya un cielo ulterior, si existe. (Pág. 18)


Y lo reafirmo, toda la ciénaga, la ciénaga malsana, y la ciénaga de la condena, de los infiernos líquidos, la ciénaga cementerio y la ciénaga planeta extraño, luna exótica, todo se concluye aquí, en este lugar intrínseco, de una exhausta e imposible dulzura, pero también sin aire, sin sede, sin límite de roca, sólo barro, y en éste sumergirse descenderse, jamás precipitarse, hundirse, dejarse tragar. Pero, me pregunto, ¿qué habrá en el corazón de la ciénaga, habrá allí quizás un lugar central que gobierne el movimiento de las aguas, el deslizarse de las pozas y las metamorfosis de las dunas? ¿Existirá en el corazón íntimo de la ciénaga, bien abajo, donde estén las vísceras de la tierra putrefacta, existirá un corazón que lata, un corazón atroz al que no corresponda rostro alguno, mano alguna, genitales algunos, sino sólo esta sangre gris de agua legamosa? ¿O dará la casualidad de que exista una suerte de mente de la ciénaga -no se asemeja esta maraña a las irrigaciones del cerebro-, una mente retorcida y sentenciosa y punitiva y doliente que continuamente haga este espacio, la ciénaga? ¿Cuánto, me pregunto, cuánto hará falta descender para tocar ese centro en el cual la ciénaga se vuelva comprensible? O acaso ese centro no sea más que una fantasía de nuestras mentes pueriles, oh, sí, el centro existe, cómo podría no existir, pero la ciénaga no es otra cosa que la defensa, la protección, lo que hace inaccesible el centro que gobierna y explica. (Pág. 44)


Pero a fin de cuentas ¿no seré yo, justo yo, el tirano al que yo, precisamente yo, me propongo asesinar como conclusión de una larga vida de odio? ¿No encarnaré yo dos formas de odio, dos formas de desamor, esas por las que soy un tirano en virtud de mi odio genérico, abstracto, didascálico, docto, del veneno del que está hecha mi verde sangre, y, a la vez, como sicario, el odio específico, devoto, de coleccionista apasionado, meticuloso, paciente, especialista? Quizás en cuanto tirano y homicida del tirano pueda salir de las angustias de un monólogo riguroso, filológicamente exigente, y pueda transformar mi discurso, no ya en un coloquio amebeo, sino en una serie de monólogos paralelos; monólogos en los que se podría reconocer la fatigosa pero indudable fraternidad del odio, y por lo tanto también la subrepticia, cautivadora trama del amor. Así pues, ese papel que se me propone, que nerviosamente el apuntador me impone, es éste, que yo sea tirano, variante feroz, arcaica, vistosa del monarca. ¿Y será, pues, este papel el extremo, el conclusivo que me corresponderá en este terreno falaz por no pútrido, en esta recitación de compacidad térrea? (Págs. 72-73)


Uno tiene la impresión de que, como es obvio, el autor no sólo ha usado palabras para contar una historia, o unas memorias, o lo que sea, sino que las ha moldeado y reconstruido para adecuarlas a sus necesidades narrativo-filosóficas. Las combinaciones sujeto+adjetivo son siempre, o dan la apariencia de ser (ahí la técnica del escritor), necesarias y ajustadas, a veces ingeniosas e inesperadas. Hasta las enumeraciones, no escasas, que en otros autores no provocan sino hastío, aquí resultan adecuadas, como un clavo a su agujero. Estamos, como se puede colegir, ante un escritor que no solo tiene oficio, como suele decirse hasta del más basto tuerceteclas, que sabe contar, sino que es también un esteta, indudable poseedor de un sentido artístico al más alto nivel, que se ha enseñoreado de un vocabulario insólito.

Además, la novela, como su lenguaje, es exigente. Se requiere atención total: eliminen los ruidos ambientes, absténganse de comer o sorber o de tener descendencia; y acomódense, busquen un rincon, donde puedan leer sin interrupciones. La novela merece estos preparativos, este homenaje, ante este festín verbal. La sensación tras la lectura será la de haber asistido a algo grande, literariamente suntuoso. Nada tras la cual uno pueda pasar sin más a ver una serie de Netflix o quejarse del recibo de la luz. Da la impresión, como toda lectura excelente, como toda manifestación artística sobresaliente, de que hemos sido testigos y formado parte de algo importante.