Mostrando entradas con la etiqueta Tala. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tala. Mostrar todas las entradas

martes, 20 de octubre de 2020

'Hormigón', de Thomas Bernhard

En esas fantasías semiinconscientes previas a la siesta, imagino una revista cultural escrita sólo a base de reseñas: reseñas de novelas, reseñas de poesía, reseñas de instalaciones, reseñas de pinturas, reseñas de arquitectura, reseñas de escultura... Incluso reseñas de conferencias (esta idea es de Javier Moreno) y, por qué no, reseñas de reseñas. Esto último, la verdad sea dicha, lo practico con cierta frecuencia, aunque tal vez menos de lo que resultaría necesario, tal es el nivel de degradación y postración en el que lleva sumida la crítica literaria (y las reseñas y las impresiones de lectura), por lo general, en nuestro país y en nuestra Comunidad.

De hecho, ya hace casi cuatro años fue la lectura de una reseña de aquella pésima novelita de González Déniz titulada El tren delantero la que me proporcionó el impulso definitivo para crear este blog. Hago hincapié en que fue la reseña, y no la novela, la que suscitó la indignación. Una novela puede ser mejor o peor, más o menos deplorable, más o menos pasable. A veces, incluso buena. Lo que no tiene un pase, ni informativa ni moralmente, es la reseña amical, maravillosista, buenrollista, de favor, de intercambio de dones o mercantil, que se resume en mentir al público lector y en callar lo que se debería decir.

Esta postura ya la conocen de sobra los seguidores/as del blog, y por ello no solo critico las creaciones literarias, sino que procuro incluir también a los/as reseñadores/as, con nombre y apellidos y los medios en que publican. De todos modos, soy consciente de que el campo cultural está estructurado de tal modo que es casi imposible que se pueda ejercer la crítica honesta de manera continuada. Aun así, hasta hoy, era de mal gusto criticar al que ejerce mal su labor: reseñadores de ocasión, escritores/as más o menos aturdidos/as o periodistas culturales tenían patente de corso para su adulación sin fundamento.

A este respecto, me viene a la memoria el reto que le planteaba Sócrates a su joven interlocutor Menéxeno, en el diálogo homónimo de Platón, en el que le aseguraba ser capaz de componer sobre la marcha un discurso fúnebre recordando fragmentos  de otros ya recitados. En este sentido, me veo perfectamente capaz de escribir una reseña empalagosa de esas que vemos con frecuencia en periódicos y cuadernillos culturales sin leer siquiera la obra a la que aluda. Sospecho, por otro lado, que esa es una práctica habitual, por vergonzosa que sea, de nuestros hagiógrafos y maravillosistas de la cultura.

En otro orden de cosas, González Déniz ha sacado novela, lo que será motivo de alegría para deudos y allegados. Leyendo la reseña de Felipe García Landín en el Canarias7, Emilio González Déniz ha vuelto a relucir maestría y magisterio, cómo no. Alexis Ravelo, también ha publicado. En su caso, estoy tentado de pensar que es una especie de manía, porque no acabamos de leer una novela (si tal fuera el caso) cuando ya nos ofrece la siguiente. No obstante, no llega a la producción estajanovista de Santiago Gil, quien a veces da la impresión de que publica más que escribe. Respecto de la novela de Ravelo, no he leído nada al respecto aún, pero imagino que no tardarán en volver a calificarlo de "maestro" o una tontada de esas.

Fantaseo, sin llegar a anhelarlo, con que tamaña dedicación se vea recompensada en todos los casos por el Premio Canarias de Literatura: se merecen los unos al otro.

Cráneos previlegiados.




Sin embargo, todo no va a ser tristeza, ira o indignación en la casa del reseñador. Con frecuencia, más de lo que da a entender, lee buenas novelas, como podrán comprobar Vds. mismos si repasan el historial de lecturas del Polillas. En especial, cuando ya cuenta con precedentes, como es el caso de la obra de Thomas Bernhard. Hoy, sin ir más lejos, comparto la lectura de Hormigón.

Esta es una novela de reducida extensión, de unas 103 páginas, pero tan reconcentrada, tan densa, tan bernhardiana que vale por una del doble, o por un millón de microrrelatos, tan de moda en los últimos tiempos, a tenor de los concursos literarios que los reclaman. En todo caso, no es de longitud ni de grosor de lo que vengo a hablar aquí, sino de esa capacidad del escritor austriaco de ir roturando el campo alrededor de las obsesiones y anhelos del protagonista. Una roturación lenta, profunda y constante con la que todo el terreno moral del protagonista se ve penetrado por el arado indagador del novelista. Mirado así, no sé si mi reflexión es más agrícola que sexual o viceversa.

En Hormigón, a poco que la lean con atención, verán temas y motivos que se desarrollarán más tarde en esa novela superior que es Tala, que sigue impresionándome. Imagino, creo que lo he dicho en alguna ocasión, que Bernhard es mal ejemplo para el aprendiz de escritor. Igual que Borges, con el que no tiene nada que ver. Ambos, sin embargo, hacen surgir el lado más mimético del lector que pretenda escribir, y por tanto su sombra cipresca (ahora que estamos conmemorando a Miguel Delibes) es demasiado acogedora, por mucho que las divagaciones y obsesiones del protagonista no inviten al descanso ni a la relajación, ni mucho menos.

Hagámonos cargo de que su prosa, traducida aquí por Miguel Sáenz, es repetitiva, masiva, gravitatoria, centrípeta y machacona, y al mismo tiempo, por todo eso, fascinante, con un ritmo implacable, quizá difícil de aprehender en muchas ocasiones. Una prosa difícil, es cierto, pero es posible que ciertas cosas no puedan expresarse de otro modo. El resultado sigue siendo demoledor.

Toda publicación es una tontería, y prueba de un desagradable rasgo de carácter. Editar la inteligencia es el más vergonzoso de los crímenes y yo no he vacilado en cometer varias veces ese crimen, el más vergonzoso de todos. Al fin y al cabo, ni siquiera fue la grosera necesidad de comunicarme, porque nunca he querido comunicar nada a nadie, con eso no tenía ninguna relación, fueron simples ansias de gloria y nada más. Qué suerte no haber editado Nietzsche y Schönberg, por no hablar de Reger, no me lo perdonaría. Si ya los otros miles y cientos de miles de escritos publicados me asquean, los propios me asquean de la forma más horrible. Pero no escapamos a la vanidad, a las ansias de gloria, entramos en ella, como si la necesitáramos, con la cabeza muy alta, aunque sabemos que nuestra forma de actuar es imperdonable y perversa. (Pág. 38)

Tener que seguir asqueándome de un desayuno hecho por mí mismo a otro desayuno, de una cena hecha por mí mismo a otra cena, de una decepción meteorológica a otra decepción. Tener que leer diariamente los periódicos y su porquería política local, su obtusa suciedad política y económica y ensayística. No poder sustraerme a esos periódicos y a sus asquerosos productos, porque, por otra parte, tengo que devorar diariamente con gran ansia esa suciedad de los periódicos, como si padeciera francamente una perversa gula periodística. No poder sustraerme en absoluto, aunque tenga la voluntad para ello, realmente la voluntad de sobrevivir, a todas esas suciedades públicas y publicadas, porque no puedo sustraerme a esa gula de ellas, a todas esas perversas historias de terror de la Ballhausplatz, donde un Canciller que se ha convertido en un peligro público da a sus idiotas de Ministros órdenes que son igualmente un peligro público. (Pág.71)


Los amigos de antes, o están muertos y han vivido una vida infeliz, se han vuelto locos antes de morir, o viven en alguna parte y no me interesan ya. Todos se han quedado atascados en sus ideas y, entretanto, se han hecho viejos, y en el fondo, aunque, como me consta, se debatan furiosamente aquí o allá, han renunciado. Si nos los encontramos, hablan como si no hubiera pasado el tiempo en los últimos decenios y hablan por lo tanto en el vacío. Hubo un tiempo en que realmente cultivé mis amistades, como suele decirse. Pero todo eso se rompió en algún momento y, prescindiendo de que, de cuando en cuando, leo en los periódicos algo de éste o de aquél, a los que en otro tiempo consideraba indispensables, alguna tontería, alguna insulsez, no sé ya nada de ellos. Casi todos han fundado una familia, como suele decirse, han hecho sus negocios y se han construido casas y han tratado de asegurarse por todas partes y, con el transcurso del tiempo, se han vuelto carentes de interés. No los veo ya y, si los veo, no tenemos nada más que decirnos. Uno insiste ininterrumpidamente en que es artista, otro, científico, un tercero, comerciante de éxito, y eso me pone ya malo, sólo con verlos y mucho antes aún de que abran la boca, de la que sólo brotan cosas triviales y, una y otra vez, sólo leídas y ninguna propia. (Pág. 92)


En manos de escritores/as menos dotados/as, o con menos oficio, todo podría haberse convertido en cháchara y verborrea yoísta, carente, por tanto, del menor interés. El talento, o lo que quiera que sea que Bernhard posee, lo transmuta en introspección valiosa, en espejo en el que en menor o mayor medida nos vemos y, me temo, nos rechazamos. El protagonista de la novela nos sumerge en las contradicciones y crueldades en las que recaemos una y otra vez. Eso, teniendo en cuenta que muy poca gente podría identificarse en modo alguno con él, atendiendo a sus características socioeconómicas o morales. No hay manera de salir indemne de la lectura de las obras de este escritor, ni siquiera esbozando una sonrisa de suficiencia.

En fin, diga Bernhard y diga horror a los puntos y aparte, diga hostilidad a los puntos y seguido; diga amor por las comas y las oraciones complejas y extensas. Diga discurso vitriólico, diga exceso e ira. Podría pensarse que el personaje público no era tan libertario, ni mucho menos, y que gustaba de recibir premios y honores de aquellas autoridades e instituciones que tanto decía detestar. Puede ser, pero no creo que importe demasiado a la hora de juzgar su literatura, que expresa el malestar de una generación del Estado de Bienestar centroeuropeo tanto como puede expresarlo ahora para los que solo hemos vivido sus restos, de entre los cuales parecen haber resurgido la intolerancia y el autoritarismo sin complejos

Sigamos adelante.














domingo, 22 de julio de 2018

'Naves en el cielo', de Luis Junco

Lo normal es que uno intente leer artículos de opinión bien informados en los diarios locales y, salvo excepciones (dos, quizá tres), se espante ante ese revoltillo de opiniones sin fundamento, prejuicios y sesgos de lo más pintoresco, afirmaciones tajantes sin comprobar y recuerdos senilizados de nulo valor y menor interés. Como si los medios compitieran por publicar al peor. También es cierto que la mayoría de ellos/as no cobran por esa tarea, sino que en un ejercicio de voluntarismo y quién sabe de qué insospechadas motivaciones lo hacen gratis. Como un regalo a sus lectores/as. Es posible que la gratuidad y la calidad del trabajo vayan hermanados. Yo adelanto esa hipótesis. Si tuvieran que pagar, ya se mirarían la calidad del perpetrador/a, dado que el prestigio les importa menos.

Por mi parte, no me importaría hacer una lista de los/as susodichos/as, pero como tendría que leérmelos con asiduidad, mejor lo dejamos así, con una crítica a la generalidad. Sin embargo, si algunos de estos/as columnistas cae por casualidad en este blog y en esta entrada, que sepa que me dirijo precisamente a él/ella.

Lo mismo podría decirse para otros medios locales, como la radio. Salvo una excepción que conozca, la mayoría de las opiniones y argumentos de opinadores/as locales que he oído no valen nada. El problema, aparte del servicio gratuito que he señalado, es que muchos lo hacen a diario. Como en el caso de los columnistas de periódico, es imposible tener una opinión fundada sobre muchos asuntos, en numerosas ocasiones, dispares. Uno puede tener una matriz de pensamiento, unos principios filosóficos, unas ideas básicas con las cuales puede hacer frente a numerosas asuntos vitales: brújula heurística con los que guiarse, pero de ahí a una reflexión seria y ponderada sobre una miríada de temas como hace un todólogo profesional queda mucho trecho, aparte de generosa desvergüenza.

Una posible refutación de todo lo dicho es que los opinadores de la tele sí cobran, aunque sea poco. Y son igualmente, en su mayoría, deplorables. Ya me señalan Vds. alguna excepción, por favor.

Ah, y por ser escritor no se tiene una mejor opinión sobre nada. Y por ser periodista, mucho menos.

La reseña de hoy es de:




Esta es la segunda reseña en la que repito autor. Tras la extraordinaria Tala, de Thomas Bernhard, el dudoso honor de la repetición recae en esta ocasión en Luis Junco (recuerden, si quieren, Entrelazamientos) con su Naves en el cielo.

Antes de leerla, si yo fuera de leer contraportadas, el argumento me desanimaría siempre: la huida de un pobre pastor de una isla canaria en 1947 de la Guardia Civil por no presentarse para cumplir el servicio militar. Solo me hubiera faltado un detective y un lenguaje supuestamente coloquial para haberme tirado por un barranco. 

SIN EMBARGO, Luis Junco consigue, con su escritura, claro está, que me ponga a leer y me quede; que el lápiz se me caiga de la mano y me pase la tarde leyendo. Esta historia, de argumento en principio mísero, consigue eso que los filólogos gustan mucho de escribir: que lo local se vuelva universal. Es decir, esta historia del pastor que en su huida carga a sus espaldas a la madre ciega, y se acompaña de una cabra y de su perro se convierte en un peregrinaje a las oscuras simas del corazón humano. Más allá de la dicotomía bueno/malo, justo/injusto, los escondidos laberintos por los que discurre la existencia de unos y otros, incluyendo la de los guardias civiles que le persiguen, se despliegan ante nosotros por sus tortuosos pasadizos de un modo fascinante.

Y fue como si de improviso alguien lo hubiera atrapado bajo una campana de cristal que dejaba fuera el aire circundante, el canto de los pájaros, los habituales sonidos del mundo. Y dentro, en un silencio más vasto y extraño que el de la noche más callada, lo hubiera dejado a él, a solas con aquellos dos extraños seres también allí colocados con un claro propósito. (pág. 53)

Tres sombras risueñas y despreocupadas. Tres sombras con ese tipo de liviandad que no distingue entre la vida y la muerte. Recorrían los pagos de la zona a bordo de un Damlier negro modelo de 1935, con sus uniformes y banderoas, alardeando de una rudeza sin límites. Si durante días solo llegó el rumor de sus sombras moviéndose de acá para allá, una mañana aparecieron por el pueblo y buscaron al alcalde. (pág. 73)


De repente, nos encontramos en territorio pagano, lleno de misterio y de magia, en donde la Naturaleza es fuente de prodigios y apariciones. Con un dominio del lenguaje que es difícil encontrar por estos pagos, Luis Junco supera, a mi entender, su ya notable novela anterior. Está feo comparar a un escritor con otros, pero si digo que esa fantasmagoría me recuerda a García Márquez (aun siendo un tópico en sí mismo) y que con su prosa logra ciertos momentos de una intensidad épica a lo Cormac McCarthy, espero que se entienda el logro narrativo de este autor, con un lenguaje trufado de canarismos que se adecuan perfectamente a la historia. No solo se adecuan: no la imagino sin ellos, y ese es su éxito. 

A veces podía pasarse así más de una hora, literalmente abrazada a un ancho tronco que no abarcaba con los dos brazos. Lejos de considerarlo un desvarío, el muchacho respetaba aquella larga confidencia porque imaginaba que entre las arrugas de una y los surcos del otro se producía algo que no entendía, pero que era genuino, una cierta y emotiva comunicación. Se sentaba entonces contra el tronco de otro pino cercano y, armado de paciencia, se sumía en el silencio del bosque tan solo roto por los murmullos de su madre y el súbito canto con eco de unos pájaros que no conocía. (págs. 92-93)


Ignorante de que con su gesto repetía allí un viejo rito dedicado a dioses desconocidos y anteriores al mundo, a horcajadas del animal le alzó el hocico con la mano izquierda y con la derecha y un rápido movimiento del cuchillo le abrió la garganta. Una lenta lengua de sangre resbaló por el pecho de la víctima igualando el manchado pelaje. Tal vez entonces el muchacho sintió que era aquella una ofrenda propicia que conjuraba al menos por un tiempo al negro Tibicenas que los perseguía sin descanso. Quizás por eso y por los años de fidelidad acompañó con los brazos el pesado derrumbe del cuerpo hasta dejarlo con mimo sobre el suelo y se dejó empapar las dos manos con la sangre tibia del animal.(pág. 121)

Llegó a las proximidades de la gruta montado en la yegua, con la cogotera prendida al tricornio y el largo y ancho impermeable chorreando agua. Su silueta contra el extraño cielo amarillo era la de un sol negro o la de un enorme quiróptero hambriento y anheloso. Pero menospreció la sangre. Los cascos de la yegua eludieron el gran charco sanguinoso en el que el cuerpo de la cabra parecía estar hirviendo bajo el aguacero y él apenas torció el gesto para mirar el cadáver mientras pasaba sin detenerse. No tuvo fe y no impidió el conjuro. (pág. 137)

En el campo lunado y a unos metros a su izquierda, una de las tres mujeres estaba sentada en el suelo, enfrentada al otro gemelo, el que vestía de negro. Ambos jugaban echando los  dados. De vez en cuando miraban hacia donde él estaba y sonreían. En ese instante supo sin el menor género de dudas que el objeto de aquel juego no era otro sino  su propia vida. (pág. 157)

Pero no solo es eso: es también la historia de un poder ciego que es indiferente a las vicisitudes de las existencias particulares. Un poder que en aquella España, en aquellas Islas, se encarnaba en la figura del guardia civil y el máuser. Es también, como consecuencia, la historia de los proscritos.

Luis Junco, de cuya intensidad lingüística ya había dado esporádicas muestras en Entrelazamientos, consigue en Naves en el cielo mantenerla durante toda la novela. Lo mágico pagano y la fe católica tradicional se entremezclan contra un fondo de crueldad implacable, pero dulcificado por un sentido de la trascendencia cósmica que otorga esa perspectiva que va de lo más grande a lo más pequeño. Cada personaje es un micromundo propio, con sus grandezas y con sus miserias; incluso los apenas esbozados y recordados sorprenden por su fuerza. Además, los diálogos fluyen como nacidos del mismo río de la narración, tan adecuados como necesarios. El resultado final demuestra que en muchas ocasiones la trama es menos importante que la densidad lingüística y la imaginación que la puebla. En manos de otros/as, el resultado podría haber sido un sermón conmiserativo o una exaltación maniquea y folclórica. En cambio, aquí lo que tenemos es el retorno de la magia y del mito disfrazados como una anécdota trágica de la posguerra civil. Hemos salido ganando.
















lunes, 4 de junio de 2018

'Tala', de Thomas Bernhard

Como ya escribí en su momento, mi intención es la de dejar al menos un año entre reseñas dedicadas a la obra de un mismo autor, aunque mi intención apuntaba a las reseñas de autores vivos, especialmente los locales. No obstante, y dada la superlativa cantidad de títulos que se publican, no hubo ocasión, aunque lo hubiese querido, para repetir ni siquiera con los muertos. Pero he aquí que, azuzado por críticas que leía por estos mundos de Internet y por el extraordinario recuerdo de El malogrado (que se engrandece con el tiempo), he considerado que quién mejor que Thomas Bernhard para ser el primer autor con el que repita análisis, reflexión o impresión superficial de lector.

En todo caso, y para mal de aquellas/os que quieran ir directamente al asunto y no demorarse con prolegómenos, hay también motivos para elegir a Bernhard aparte del azar y de la oportunidad. El escritor austríaco debería ser un ejemplo, al igual que lo son todos los grandes escritores, por la fuerza de su estilo propio, por la huella cognitiva que genera y por la impresión estética que produce a todo aquel que se acerca a la lectura de sus obras.

Es bueno leer a las/os grandes: por citar algunas/os, aparte de Bernhard: Woolf, Yourcenar, Proust, Foster Wallace, y cada cual que aporte sus favoritas/os. Leer su obra debería, aunque me temo que no es tan automático, descentrar a las/os autoras/es en ciernes, a los aspirantes a afilar su talento y ayudarles a escribir algo más que sean sus naderías de adolescente o de veinteañero/a o sus ilusiones de plasmar líricamente la idea que tengan de lo excelso. Es un defecto recurrente, ya lo he señalado muchas veces, la manía que tienen muchas/os en convencernos, a través de sus personajes (normalmente el narrador o narradora) de la gran cultura que poseen o de las numerosas experiencias que han atesorado. Como me dijo un amigo con sabiduría una vez: "Hay que escribir lo que nos gustaría leer, no lo que nos gustaría escribir". Porque si se elige lo segundo, tenemos toda ese conjunto de superfluosidades y cantos al yo que nada añaden al acervo literario y solo sirven para engrandecer una vanidad ya hipertrofiada, jaleada además por amigos y familiares.





Por qué es bueno leer a Bernhard, especialmente, por qué leer Tala: porque no deja, usando la frase hecha, títere con cabeza. Esa crítica a la sociedad austriaca, a la vienesa en particular, al mundillo literario y artístico; todo lo que está al alcance de su visión es objeto de su crítica furibunda, presa de una observación meticulosa y ácida, incluido, claro está, él mismo. Y la universalidad de la literatura del Bernhard consiste en que podemos aplicar esa crítica, esa rabia, por qué no, ese odio, a nuestra ciudad favorita, al mundillo literario y artístico local que escojamos, a la humanidad en general. Difícilmente nos equivocaremos, raro será que no encontremos homólogos cercanos.


Realmente yo había visto una vez, hacía muchos años, en el Burgtheater, al esperado actor, en una de esas asquerosas farsas de sociedad inglesas en las que la tontería sólo es tolerable porque es inglesa y no alemana o austriaca, y que en el Burgtheater, en el último cuarto de siglo, se representan una y otra vez con espantosa regularidad, porque el Burgtheater, en este último cuarto de siglo, se ha especializado sobre todo en la tontería inglesa y el público vienés del Burgtheater se ha acostumbrado a esa especialización, y realmente a él lo recuerdo como actor del Burgtheater, como un actor, por lo tanto, lo que se llama un favorito del público vienés y pisaverde del Burgtheater, que tiene una villa en Grinzing o en Hietzing y hace el bufón en el Burgtheater para esa tontería teatral austriaca que, desde hace ya un cuarto de siglo, tiene en el Burgtheater su asiento, como uno de esos berreadores sin espíritu que, en el último cuarto de siglo, con la colaboración de todos los directores por él contratados, han hecho del llamado Burg una institución teatral de aniquilación de autores y del vocerío de una falta total de cerebro. El Burgtheater ha entrado artísticamente en bancarrota desde hace ya tanto tiempo, pensaba en mi sillón de orejas, que ya no puede determinarse cuándo se produjo esa bancarrota, y los actores que actúan en el Burgtheater son bancarrotistas que todas las tardes actúan en el Burgtheater (...). (págs. 13-14)

Y sí, salta a la vista que tiene estilo propio: frases largas, aposiciones, repeticiones de palabras, expresiones e ideas. Estilo que, a falta de un estudio pormenorizado de la obra del autor, no ha surgido de golpe, por pura genialidad o como el resultado de la mera improvisación. Siempre hay una materia prima, una forma de escribir originaria, una forma de ser en el mundo, pero se adivina un trabajo sistemático, una voluntad de estilo que, cuando se logra, se puede aspirar a ser un Bernhard, o una Woolf, o un Foster Wallace, o una Yourcenar, o un Borges o, venga, un Pérez Galdós, pero no ... (añadan cualquier autor/a local) por muchos seguidores de Facebook de que disponga.

Tala consiste en el cúmulo de reflexiones suscitadas en el protagonista-narrador a raíz de la muerte de una antigua amiga y de su asistencia a una cena artística, mientras está sentado "en un sillón de orejas", observando a los demás comensales y a los anfitriones. Las reflexiones se suceden con cadencia hipnótica, con las mencionadas repeticiones, con periódicos sobresaltos suscitados en el lector por los comentarios vitriólicos del narrador, y por la ausencia de puntos y aparte, entre otros detalles: un torrente de la conciencia bien ordenado, calculado, milimetrado, y algunos adjetivos más que dejo a su elección cuando lean la novela, que arrastran al lector al interior de la propia conciencia, que no siempre es el mejor lugar donde habitar.


 Al fin y al cabo, todas esas personas fueron realmente un día artistas o, por lo menos, talentos artísticos, pensaba ahora en mi sillón de orejas, y ahora todos no son más que una chusma artística, que precisamente no tienen en común con el arte y con lo artístico más que la cena del matrimonio Auersberger. Todas esas gentes que un día fueron realmente artistas o, por lo menos, artísticas, no son ahora más que las máscaras y las cáscaras de lo que un día fueron; sólo tengo que mirarlas, sólo tengo que entrar en contacto con sus creaciones para sentir lo mismo que siento ahora en relación con este banquete, con esta insulsa cena artística. Qué ha sido de todas estas gentes en estos treinta años, pensaba, qué han hecho todos estos seres de mí mismos en estos treinta años. Y qué he hecho yo de mí mismo en estos treinta años, pensaba. En cualquier caso, es deprimente ver lo que estas gentes han hecho de sí mismas en estos treinta años, qué he hecho yo de mí, de todas esas condiciones y circunstancias en otro tiempo felices, todas esas gentes han hecho condiciones deprimentes y circunstancias deprimentes, pensaba en mi sillón de orejas, lo han convertido todo en algo totalmente deprimente, toda su felicidad en nada más que depresión, lo mismo que yo he convertido mi felicidad nada más que en depresión. Porque indudablemente todas esas personas fueron un día, es decir, en aquella época, hace treinta, incluso sólo veinte años, seres felices, fueron felices, y ahora no son más que seres deprimentes, deprimentes como yo, en fin de cuentas, no soy más que deprimente y no soy feliz, pensaba en mi sillón de orejas (...). (págs. 66-67)

Indudablemente, Bernhard plasma (crea) los pensamientos de su personaje sin misericordia, un personaje que observa y critica devastadoramente. Pero es una devastación creativa (perdónenme este préstamo que remeda el vocabulario schumpeteriano-capitalista), de la cual emerge para el/la lector/a una visión más aguda de sí mismo/a y de su entorno, de sus miserias y servidumbres. Es, a su curiosa forma, una novela moral. El arte del escritor es, a la manera de Proust o de Foster Wallace, meticuloso (recojo estos paralelismos gracias a un comentario de Iván Cabrera, en su comentario a Extinción), obsesivamente atento a los matices del pensamiento y de la observación que, como ya he señalado, no lo aplica solo a los demás, sino, quizá más que a nadie, a sí mismo.

En fin, como la obra de todos las/los grandes, Bernhard no se limita a una contar una historia. Esta en realidad, es lo de menos: las reflexiones de un personaje a raíz del suicidio de una artista fracasada abandonada por su marido. Lo importante es la indagación y la descripción de nuestra miserable humanidad, del arribismo y de la vulgaridad, de la grosería y de la doblez. Es el dedo en la llaga, el alcohol en la herida; es la destrucción literaria del buenrollismo artístico, la radiografía radioactiva de la sociedad. Entre otras cosas, para esto sirve la literatura.

A ver si aprendemos.