domingo, 31 de julio de 2022

'Literatura fantasma', de Bruno Mesa

Iba a escribir (más bien, ya lo tenía escrito) unas cuantas banalidades sobre los reality-shows, como síntoma de las sociedades capitalistas tardías y del espectáculo, en las que hasta el ocio no es ocio si no es competitivo, coronados por esa lógica tan anglosajona de un/a único/a ganador/a después de las sucesivas purgas. No esperaba que fuera nada demasiado original, pero me apetecía compartir mis reflexiones al respecto.

Sin embargo, he aquí que cuando ya las tenía preparadas, leí una entrevista a Domingo Luis Hernández (cuya novela Veneno en el paraíso fue objeto de reseña en este blog). Ya saben que en esta querida tierra nuestra (así, en abstracto) se ha perdido toda timidez, todo pudor, en nuestros/as artistas en cuanto a glosar la propia obra. Tenemos incluso hasta reseñadores, como el inefable Sr. Santana Sanjurjo, que reseñan su propia obra. En este caso, nuestro bienamado Hernández, respondiendo a una pregunta del ínclito, meditabundo y casi siempre críptico García Rojas, acerca de su próximo libro de relatos, afirma, mediante la figura del narrador interpuesto, lo siguiente: "Un amigo leyó el manuscrito en su punto y final y me dijo que había obrado por maravilla, que cada una de las sesenta y seis narraciones del libro es un prodigio. Exagera. Pero si puedo dar esa sensación por lo logrado, mi alma se reconforta".

Por si eso fuera poco, el entrevistador, seguramente azuzado por esa respuesta, le pregunta por otro próximo libro de Hernández, este no de ficción, sino de esa cosa tan contestada que es la literatura canaria. Transcribo:

- Está a punto de presentar ‘Una literatura vertebrada’. ¿Qué pretende contarnos con este libro?

“Sí. Espero que para octubre próximo ya esté impreso. Una literatura vertebrada es no solo un libro singular para Canarias, por lo que el libro es y encara por primera vez aquí, sino absolutamente necesario para dar a entender y razonar eso que se llama, y con razón, Literatura Canaria

Necesario. Un libro "necesario" no estimado así por el público, ni por sus pares académicos, ya que todavía no se ha publicado, sino por él mismo. ¿Cuántos libros necesarios no necesitados se publican cada año en Canarias, en España? A mí me daría vergüenza decir algo así, ni siquiera pensarlo, pero ya no me sorprende encontrarme con estas vanaglorias a cada paso.

Hay más perlas, así que les paso el enlace y ya se maravillan Vds. mismos, que no es cuestión de dárselo todo masticado. 

A lo nuestro:




El libro que hoy traigo para el manoseo público e impúdico es Literatura fantasma, de Bruno Mesa. De este escritor ya analicé su libro No guardes nada en tus bolsillos, allá por 2019, año I antes de confinamiento, cuando mucho de lo que ocurre hoy no parecía posible. Es un libro de relatos, así que quienes esperaban aforismos, apotegmas o cosas parecidas, o tal vez, y yéndonos al otro extremo, la novela canaria definitiva, se sentirán decepcionados. 

En fin, tras la lectura, uno se queda con la sensación peculiar de que, junto a escenas, párrafos o momentos de gran brillantez lingüística, hay otros, tal vez demasiados, en que al autor parece sobrarle siempre un adjetivo (suele agruparlos en tres o cuatro), o un complemento del nombre o una frase. Un poco de refilado, de pulimentado no habría venido mal. De todos modos, el problema no radica ahí.

Por otro lado, leer estos cuentos supone enfrentarse a literatura seria, literatura que no pretende el ensalzamiento vacuo del propio autor, sino hacernos pensar a partir de la reflexión e imaginación de aquel. Un bosquejo de sociedades futuras o alternativas a partir de las posibilidades latentes o de las realidades que ya estamos viviendo. No obstante, el juicio que se puede hacer uno por uno es dispar:

Respecto del primero, El sendero, es la historia de un secuestro y programación de una mujer por una organización maléfica que pretende infiltrarse en todos los Estados del mundo para hacerse con el poder. Es una organización, llamada así, la Orden, y que lava el cerebro a sus acólitos y los convierte en meras herramientas de su propagación. La historia carece absolutamente de originalidad, y forma parte de esa moda distópica -moda que aparece y reaparece en ciclos como el de los pantalones de campana- en la que todo es terrible, opresivo y desesperanzado. Ya Zamiatin y Orwell parecen lejanos, demasiado lejanos, para volver a citarlos. Eso sí, el estilo de Bruno Mesa, su manera de conformar frases, su elección de las palabras muestran inteligencia y originalidad. Pero poco puede hacerse con un contenido visto mil veces y, por tanto, predecible a cada paso. Es posible que con esta historia Mesa no pretendiera en absoluto mostrar algo nuevo sino librarse, vía escritura, de una insoportable sensación de opresión mental o espiritual que le atosiga o la manera de exorcizar una historia como esa que tenía ocupándole espacio en la cabeza. No obstante, por mucho que uno pueda empatizar, creo que no hacía falta publicarla. Leerla, desde luego que no.


Lui no estaba dispuesto a seguir un minuto más con aquella farsa de los buenos misioneros, los axiomas delirantes y ese espantajo al que llamaban verdad, esa palabra con la que se llenaban la boca y que debía ser transmitida con precisión absoluta, una verdad que debería extenderse por el mundo como una medicina. No, Lui se sabía muerto y enterrado, se sentía lejos, y no estaba dispuesto a vender sus últimas horas en aquel vodevil. No era complejo imaginarse la escena. A un lado un hombre desesperado de sesenta y tres años, ahogado en aquel encierro, hastiado de repetir las necedades megalómanas de Ducicki, aquella apología del odio en nombre de una fantasía de esplendores uniformados y jerarquías, de algo que solo era un primitivo engaño envuelto con el papel de regalo de la pureza, apenas una trampa para ciervos en mitad del bosque. Al otro lado estaba el buen y honesto tribunal, los cuatro cazadores, Carla, Tonia y los dos blanquecinos evaluadores recién llegados, tan severos en su labor (Págs. 24-25)


El segundo relato, Literatura fantasma, me parece una sátira solo ligeramente inventada (con respecto a nuestra época) de la literatura como mero producto para la venta en el mercado. Producto que ya no necesita, he aquí lo singular, ni su soporte lingüístico, su contenido, porque bastan unas reseñas ampulosas y unas cuantas entrevistas para que, a quien se designe como autor/a, disfrute de una fama efímera, que sirve, a su vez, para alimentar el espectáculo mediático, que es de donde la empresa extrae sus beneficios. Aquí la ironía, por no escribir sarcasmo, está más trabajada, más amplificadas sus consecuencias en la trayectoria moral del protagonista (que escribe esas reseñas sobre libros inexistentes e imposibles). Tiene este relato un toque borgiano no solo por la relación con las reseñas inventadas sino por una adjetivación paradójica, casi siempre acertada, aunque, como ya escribí antes, a veces le sobre alguna palabra. No obstante, me parece un relato brillante porque en esta especie de parábola se expresa de manera sobresaliente una potencialidad demasiado cercana de nuestra sociedad, y plantea bien el dilema moral que supone para el protagonista reseñador. Para mí, el mejor cuento con diferencia.


Theo Gignac fue digerido por la Organización y aplaudido por su Departamento de Promoción. Esa facilidad para convertir mi crítica en espectáculo, para fagocitarlo todo, me desesperó. La maquinaria de la publicidad se puso en marcha y no falló en su objetivo. A veces se distrae, pero nunca falla. Theo Gignac se convirtió pronto en un joven y prometedor escritor, la nueva esperanza de la novela total, el enojado revolucionario estético, otro muñeco en el escaparate, otro autor de un solo libro que parece propietario del futuro, un genio más en el omnipresente bazar de la literatura fantasma. 

Todo comenzó hace veinte años, antes de conocer a Lidia, en el año 2041. Nadie desconoce que un libro que no existe será siempre, en cualquier orden crítico, muy superior a un libro vulgarmente real. Cuando un libro no existe no es posible derribarlo, no hay ningún batallón de críticos que pueda siquiera hacerle el más mínimo rasguño: el vacío es su perfección. (Pág. 46)


El tercero, La última invención de Gabriel Domin, quizá podría considerarse como un ajuste de cuentas o algo parecido, dedicado a los encuentros de escritores/as, aquí en La Palma (recordemos aquel ridículo manifiesto con ocasión de su cancelación por la erupción del volcán). Quizá sea el menos logrado porque, salvo la idea de la suplantación del protagonista, no deja de repetir lo que ya se ha convertido en todo un tópico: la execración contra este tipo de eventos literarios y los personajes que lo pueblan. Creo que ciertos temas, por resobados, solo admiten ya una mirada punki o navajera, a la par que inteligente (lo que me recuerda en lo que fracasó aquella pésima novela de Elio Quiroga, Berlinale): tarea nada sencilla, claro. Todos sabemos que de los encuentros literarios no puede sacarse nada bueno, salvo algunos cotilleos, y a la inutilidad se le añade el oprobio cuando están financiados con dinero de las instituciones públicas. No creo que ningún/a escritor/a haya experimentado una epifanía literaria tras la obligada ingesta de canapés en estos eventos o en mitad de una ponencia acerca de las dificultades de traducir la literatura macaronésica a un idioma continental. Alguna vez leí, en clave pragmática, que era bueno que los escritores asistieran a estas cosas con el fin de hacer contactos. No hace tanto tiempo, el artista tenía un agente, tal vez un representante si se le multiplicaban los deberes. En esta época, y por razones de la digitalización, la fusión de las grandes editoriales, etc., es posible que para la mayoría de los/as que aspiran a vivir de la escritura (o de cualquier arte) no haya otra salida que la de convertirse en personas-orquesta. Al final, quiérase o no, lo que no puede calcularse o subvencionarse es el talento, por mucha red amical/profesional de que se disponga, aunque, en ocasiones, el artificio y la impostura pueden disimularse un tiempo.

En todo caso, creo que el autor no acierta con el tono ni logra proporcionarles carnalidad a los personajes, en especial al protagonista. Quizá una narración menos vitriólica, algo más fina, y también más extensa, porque las motivaciones no están demasiado claras, habrían desembocado en un relato estimable.


El segundo día de festival se empezaron a formar grupos, corrillos herméticos, cápsulas de seguridad, pandillas etílicas y pelotones de fusilamiento estético. Por un lado estaban los latinos exiliados en España, que hacían piña, afilaban el colmillo y se reconocían el heroísmo; el gallináceo club de los provincianos iba como descuajeringado, atravesado por discusiones lingüísticas y fábulas de capirote; la trinidad oficialista despachaba gestos abaciales, recogía agradecimientos y devolvía consejos paternales; en el cogollo de los novelistas castellanos se hablaba un idioma testicular y se deploraban los exotismos gastronómicos; no faltaba el departamento de los profesores universitarios, amarillento como un cuaderno de notas nunca actualizado, donde crecían las enredaderas más robustas; estaba la descompuesta familia de los periodistas que cubrían el festival, solo unificada por los lazos de la urgencia, la precariedad y la socarronería; y luego existía media docena de ramas con seres sin brújula, poetas con producción espontánea de salmos urbanos y mohosos, tímidos aforistas, principiantes solitarios, traductores del iraní, cirróticas glorias olvidadas a las que nadie saluda, espectros que acompañan a otros espectros que alguna vez escribieron algo que mereció un premio más o menos irreal. En una de esas ramas estaba él, increíble y cierto, posado como un pájaro orgulloso, casi Gabriel, casi Domin. (Págs. 79-80)


En cuanto al cuarto, El arte del espacio, tengo opiniones encontradas. Por un lado, el comienzo me resulta prometedor y muestra el germen de una idea que, sin ser la cima de la originalidad, sí que podría haber dado lugar a algo interesante: la progresión o deriva del arte moderno y su imbricación con la sociedad que la ha generado, el papel del/la artista y su influencia transformadora, la connivencia del mecenazgo político con una determinada función del arte, etc. Por otro, el desarrollo del relato no resulta satisfactorio: lleva a situaciones no solo que resultan inverosímiles, sino desquiciadas. Pero no es un desquiciamiento fértil, sino, digamos, nihilista, que malogra aquella idea llevándola a un callejón sin salida.


El arte del espacio resultó ser una representación teatral que tenía por objeto revelar la brutal naturaleza humana. Todos estuvieron de acuerdo en que no hacía falta esa fanfarria de prohibiciones para demostrar semejante afirmación, y que hubiera bastado con repasar muy levemente un libro sobre la reciente historia de Europa para llegar a esa misma conclusión. Quizá sea pedir demasiado. La exposición de Galina Salnikov era una tautología, y estaba claro que con ella no pretendía iluminar nuestra inteligencia, sino erizar nuestra desesperación. 

Podría haberse dedicado a otra labor, pensaron muchos moscovitas. Podría abandonar el ingrato campo del arte y utilizar sus habilidades proféticas dirigiendo una comisaría o vegetando en una embajada caribeña. Se elevaron súplicas. (Pág. 99)


Del quinto, Taxon, de podría decir lo mismo que del primero, lo que resulta fatídico. En este caso, es una corporación gigante, Taxon, convertida en Estado, o un Estado absorbido por esta corporación, que controla a todos sus súbditos, etc. Ya de recordarlo, me sumo en el tedio, a pesar de que ocasionalmente muestra destellos de estilo: el contenido, salvo alegoría sutil que se me haya escapado, no ofrece absolutamente nada novedoso, por visto, leído u oído en tantas ocasiones: a esto ya aludimos antes, sí, Nosotros, sí, 1984, tal vez Minority Report, o Ready Player One, por citar lo primero que se me viene a la mente. En definitiva, un relato, este sí, innecesario.


Es probable que esta noche sea la última. Eso me aterra y me alivia a la vez. Los dos hombres vestidos con el mono gris de los funcionarios se han marchado de la cafetería en la que escribo, pero pocos minutos más tarde han entrado dos mujeres pequeñas, serias, duras, con un gesto de agotamiento en el cuerpo que la cara se empeña en corregir. También ellas podrían ser vigilantes. Cualquiera podría serlo. La cafetería misma debe estar salpicada de microcámaras. Todos los dispositivos, también este en el que escribo, están monitorizados. Las dos mujeres se han sentado no muy lejos de mi mesa, quizá para evitar, por un absurdo instinto humano que aún no hemos conseguido extirpar, la desolación que producen estas cafeterías sobreiluminadas de carretera, inmensas y huecas. Antes de pedir un café una de ellas, la más despierta y temible, ha levantado la vista y me ha mirado, no sé si reconociéndome o si pidiendo perdón antes de que llegue mi hora. 

Este año ha sido plácido en Taxon. Las pequeñas guerras se han sucedido lejos, más allá de las zonas de seguridad, allí donde las explosiones y los bombardeos nos llegan como bulbosidades luminosas que llamean en la noche de las pantallas, hongos de fuego que cruzan ante los ojos insensibles, incapaces de entender lo que ese apocalipsis remoto significa. 

La guerra se ha transformado en el gran espectáculo nacional, en la diversión para toda la familia. Los invisibles dirigentes de Taxon (ese Consejo de Sabios del que lo sabemos todo y no conocemos nada) comprendió hace muchos años que una sociedad gobernable necesita una narración adecuada que la mantenga en un estado de emergencia permanente, y la presencia de una guerra perpetua contra los salvajes y las ciudades nómadas es una excusa perfecta. (Págs. 142-143)


Para abreviar, ya que estos son los cuentos de mayor extensión, y el resto tampoco me suscitan tampoco un interés particular, creo que la prosa de Bruno Mesa está muy por encima, con excepción del segundo, del contenido o, al menos, del desarrollo final de lo planteado. Le faltan, me temo, temas, lo que no deja de ser singular, pues lo que suele ocurrir es que los escritores estén sobrados de ideas que luego malbaratan con un estilo deplorable, ausentes cualquier atisbo artístico o de voluntad de estilo. A mi entender, a este escritor solo le hace falta un verdadero desafío para que saque, de una vez para siempre, todo ese talento que considero que atesora, a juzgar por su forma de escribir. Un desafío requiere un asunto complicado, del que no sea sencillo escribir, que no tenga casi precedente, para forzar al escritor a pensar y a sufrir.



viernes, 15 de julio de 2022

'El juez y su verdugo', de Friedrich Dürrenmatt

Me dice alguien que conoce bien los entresijos de la Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias que la gestión de Juan Márquez ha sido, sin ambages, caótica y caprichosa. En esta entrada del blog de Alfonso González Jerez se deduce también que irregular. También Eduardo García Rojas en su blog ha hablado mucho y mal de esa gestión (a veces, cada vez menos, habla en clave y no se le entiende nada, pero esa es otra cuestión). Además, parece que la política de contrataciones de personal en esa sublime casa ha sido harto peculiar, por no decir miope. Es posible que la etapa de Podemos y del susodicho al frente de la cultura institucionalizada de Canarias se recuerde, al menos entre el personal que sobreviva en esa viceconsejería, como la peor en toda la historia desde que tenemos Estatuto de Autonomía. En el simplismo (por no decir algo peor) reinante en Podemos, es probable que se considerara en su momento (amén de otras circunstancias) a Márquez como el adecuado para un cargo relacionado con la cultura por su condición de músico de orquesta. El error salta a la vista. 

No estaría mal, a todo esto, que los medios de comunicación, tan proclives a magnificar y a jalear cualquier espectáculo cultural, por disparatado que sea presupuestaria o conceptualmente, echaran un vistazo a lo que ocurre dentro de esa viceconsejería. Quizá se dieran cuenta de que no todo lo cultural es edificante, ni mucho menos. Claro que puestos a problematizar, y más con la que está cayendo con el caso de Pablo Iglesias y La Sexta, podríamos hacerlo también con la responsabilidad social de los medios. 

En fin, al menos en el ámbito cultural, calificar de progresista a Podemos, y por extensión al Gobierno de Canarias, puede no haber sido, ni más ni menos, que un oxímoron, tal vez mero pensamiento desiderativo sin anclaje en la realidad. Quizá pensaban que al denominarse ellos mismos "progresistas", todo lo que hicieran sería, como consecuencia, progresista. Una falacia, como se ve. El debate sería qué significa ser progresista en cultura, en qué consiste realizar políticas progresistas en materia cultural. Me temo que ese debate jamás se planteó dentro de Podemos (por descontando que tampoco en el PSOE, salvo las recurrentes loas a la supuesta cohesión social, pero para lo cual igual les vale un festival de música, un castillo para Chirino, un carnaval o un club de baloncesto/fútbol de élite) porque supongo que en su caja de herramientas conceptual cultura era un término no problematizado y autoevidente. Así les ha ido.



En otro orden de cosas más amenas, hoy les escribo de El juez y su verdugo, del escritor suizo Friedrich Dürrenmatt. Al parecer, y digo al parecer porque hay que reconocer siempre la propia ignorancia, el autor fue conocido en la República de las letras sobre todo por su obra teatral. No obstante, y a tenor de lo leído por mí en esta novela (y en otra que estoy a punto de terminar, La sospecha), es también un novelista más que solvente.

Pasemos a la novela. ¡Novela negra! Con el coraje que le tengo al género desde el momento infausto que pasó a convertirse en una excusa para todos/as aquellos que creyeron que escribir una novela daba currículum o servía como el envoltorio básico para que un famosete escribiera una, voy y me pongo a leer no solo esta, sino la siguiente del mismo autor suizo... A más inri, aquí mismo, en Canarias, tenemos varios festivales de novela negra, lo que no deja de ser llamativo: esa confluencia de escritores/as de medio pelo y la cooperación de las instituciones públicas. Debe ser, sin duda, el género en que cualquiera con ínfulas se atreve a escribir y se postula a que lo/la denominen escritor/a.

Pasemos a la novela, repito, después de este rapto de emoción. Lo cierto es que El juez y su verdugo se lee bien porque conjuga una trama bien medida y apenas desequilibrada con un lenguaje que si bien a grandes rasgos es sobrio se permite desatarse en ciertos momentos. Momentos en los que los personajes se permiten pensar más allá del caso en cuestión y dirimen sobre los grandes asuntos de la existencia humana, aunque quizá el asunto principal a este respecto (aquí y en La sospecha) sea el de la bondad o maldad humana y, con Kant, si es de esperar que algo bueno pueda hacerse con madera tan retorcida.

Se nota que es una obra bien pensada y planeada, con el descubrimiento de un cadáver al comienzo, y el consabido investigador (que aquí y en la siguiente novela es el mismo, un anciano y enfermo comisario llamado Bärlach) que parece que nada nota y nada ve y, al final, ha tejido esa red argumental basada en indicios que a cualquiera (y a nosotros/as, me atrevo a decir) se le hubieran pasado por alto, aun no siendo, en la superficie, una trama demasiado complicada. Como en otras novelas del género, aquí la némesis del protagonista es un personaje más interesante, por supuesto más mefistofélico, pero, también como suele ocurrir, no necesariamente más sabio. La versión del traductor al español de Juan José Solar resulta en un prosa eficaz, entendiendo por ella una prosa no especialmente enrevesada, de corte realista que transmite con exactitud los acontecimientos. Narrada, además, en una tercera persona, no omnisciente que se centra en la figura de Bärlach por donde quiera que vaya.

Es por tanto una narración pulcra, sin barroquismo estilístico, carente de todo preciosismo y, lo que sí sería reprochable, de toda pretenciosidad. Los diálogos están bien ajustados y perfilan bien a los personajes. No obstante, en determinados momentos eclosionan, como señalamos antes, reflexiones sobre las cultura, el arte y, sobre todo, respecto de la esencia del ser humano (que tendrán un desarrollo mayor, con largos monólogos en la obra ulterior, La sospecha), que aun siendo breves no están exentas de profundidad y de carga filosófica. 


Bärlach se retrepó en su sillón. 

-A usted puedo decírselo -empezó-. Entre Constantinopla y Berna he visto miles de policías, buenos y malos. Muchos no eran mejores que los pobres diablos con los que poblamos cárceles de todo tipo, pero ocurre que, por casualidad, estaban al otro lado de la ley. De Schmied, sin embargo, no toleraría que nadie hablase mal, era el más talentoso. Estaba capacitado para superarnos a todos. Tenía una mente clara, que sabía lo que quería, y silenciaba lo que sabía para hablar solamente cuando era necesario. Deberíamos tomarlo como ejemplo, Tschanz, estaba por encima de nosotros. 

El policía volvió la cabeza lentamente hacia Bärlach, pues había estado mirando por la ventana, y dijo: 

-Es posible. 

Bärlach advirtió que no estaba convencido. (Págs. 26-27)


-Mi querido Oskar -dijo-, no creo que las cosas revistan tanta gravedad. Claro que los industriales suizos tienen derecho a negociar privadamente con quienes se interesen por ese tipo de negociaciones, aunque se trate de aquella potencia. No lo discuto, y la policía tampoco se mezcla en esas cosas. Schmied estuvo en casa de Gastmann por su cuenta, lo repito, y quisiera disculparme oficialmente por ello, pues sin duda no fue nada correcto que diera un nombre y una profesión falsas, aunque a veces como policía se tengan también ciertos escrúpulos. Pero el caso es que él no estaba solo en esas reuniones, también había artistas, mi querido consejero nacional. 

-La decoración necesaria. Vivimos en un país de gran tradición cultural y necesitamos propaganda. Las negociaciones deben mantenerse en secreto, y con quien mejor puede hacerse esto es con los artistas. Atmósfera festiva, asado, vino, puros, mujeres, palique continuo, los artistas se aburren, se sientan juntos, beben y no se dan cuenta de que los capitalistas y los representantes de aquella potencia están reunidos. Tampoco quieren darse cuenta, porque no les interesa. Los artistas solo se interesan por el arte. Pero un policía que se encuentre allí puede enterarse de todo. No, Lutz, el caso Schmied es inquietante. (Págs. 78-79)


-Considero a Gastmann capaz de cualquier delito- fue la frase que llegó brutalmente de la ventana, en un tono de voz no carente de perfidia-. Pero estoy convencido de que no cometió el asesinato de Schmied. 

-Usted conoce a Gastmann -dijo Bärlach. 

-Me hago una imagen del personaje -dijo el escritor. 

-Se hace su imagen del personaje -corrigió fríamente el viejo a la oscura masa sentada ante ellos en el alféizar de la ventana. 

-Lo que me fascina de él no es tanto su talento como cocinero (aunque a estas alturas resulta difícil que haya cosas que me entusiasmen más), sino la posibilidad de que un hombre sea realmente un nihilista -dijo el escritor-. Siempre causa impresión encontrarse con una consigna hecha realidad. 

-Lo que siempre impresiona es, sobre todo, escuchar a un escritor -replicó el comisario secamente. 

-Quizá Gastmann haya hecho más cosas buenas que los tres que estamos sentados aquí, en esta habitación -prosiguió el escritor-. Cuando digo que es malo, me estoy refiriendo a que, por puro capricho, es capaz de hacer tanto el bien como el mal de que lo creo capaz. Nunca hará el mal para conseguir algo, como otros perpetran sus delitos para obtener dinero, conquistar a una mujer o hacerse con el poder; lo hará cuando sea absurdo, quizá, pues para él siempre hay dos posibilidades, el mal y el bien, y el azar decide. (Págs. 118-119)


 Además de lo escrito, la novela se lee sin las dificultades de una sintaxis desalentadora o una prosa inaccesible. No es una novela experimentalista ni nada parecido. Es un texto bien ordenado y estructurado, por lo que la lectura es ágil y se acaba hasta demasiado pronto. Esto tampoco significa simpleza, ni mucho menos, sino sencillez de estilo y claridad lógica. En todo caso, su potencial público lector es amplio. 

Lo bueno de tener amigos/as que leen es que te recomiendan libros que ni por asomo se me hubiera ocurrido leer, como es el caso. Y si, a su vez, Vds. me hacen caso, se complacerán con la lectura de esta obra y, si quieren más, con la siguiente, La sospecha.

 

POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA



jueves, 7 de julio de 2022

'La penúltima lectora', de Elisa Rodríguez Court

Para comenzar de buen rollo, les escribo que si alguien me acusara de "dinamizar la escena cultural" de la ciudad (precisen Vds. el ámbito geográfico o administrativo-territorial que les plazca), lo más probable es que me mesara los cabellos, me rasgara las vestiduras y abandonara familia y posesiones para subirme a una columna en mitad de cualquier desierto. A mí lo que me gustaría de verdad es, ya puestos a desvariar, dinamitar la cultura para que de entre los cascotes y los fragmentos, entre el detritus y la quincalla pudiera aparecer algo que no fuera meramente institucional y desalentadoramente conformista.

Hablando de dinamizadores y también de gestores de esa cultura que se empeñan en hipostasiar, me parece que estar en todos los saraos y figurar en todas las fotos no significa más que haberse currado el don de la ubicuidad, facilitada por una agenda bien cargada de contactos. Otra cosa es que efectivamente se gestione y dinamice algo más que subvenciones públicas, que digo yo que también podrían arriesgar alguna vez parte de su propio capital. Es importante, además, que estos/as dinamizadores/as y gestores/as no olviden pagar a las personas con las que trabajan o colaboran. Lo digo porque en numerosas ocasiones, seguramente embriagados/as por los efluvios que brotan de tanta cultura, estos/as gestores/as tienden a la dispersión y al olvido de las necesidades de sus semejantes.

Ese es uno de los problemas del sector cultural, tal vez de gran parte de la economía canaria y española: la precariedad, la temporalidad y los bajos salarios (cuando se pagan), amén de la casi exclusiva dependencia de la aportación pública. Esto último provoca la aparición de especialistas en captar subvenciones y el casi inevitable clientelismo (tanto el clientelismo como la censura surgen también cuando se depende de entidades privadas, no obstante). Por no hablar de que esa dependencia en muchos casos coarta la potencialidad rompedora o subversiva de cualquier iniciativa cultural si la tuviera en origen, ¿pues quien quiere enfadar al político, al mecenas? Además, no es descabellado pensar que muchos de estos productos (llamémosles así) culturales no se idean primero (como inquietud personal o grupal, tal vez, con objeto de compartirlo luego con la sociedad) y posteriormente se busca financiación, sino que están concebidos para obtener una subvención. Vistos así, no es de extrañar que cualquier gasto (como el pago a terceros) se considere insoportable o, al menos, fastidioso. Lo malo de estas cosas es que que proyectos culturales a cargo de promotores/as honrados/as y sacrificados/as conviven con los anteriores y todo el sector queda así bajo sospecha.




Antes de empezar, quizá debería avisarles que soy muy amigo de leer mamotretos, salvo para reseñar (por la imperiosidad del calendario), y poco de libros de aforismos o, menos aún, de esa perversión llamada microrrelatos. Entenderán, entonces, que cuando descubrí que La penúltima lectora era una colección de textos breves surgidos tras lecturas literarias y entrevistas a escritores/as me sentí algo desconcertado. No obstante, lo sorprendente acecha a cada esquina.

Es probable que lo más sobresaliente de este libro (que no tiene intención de ser un conjunto de relatos, quizá ni siquiera de reflexiones, sino de un paseo, mediante la alusión y la cita, por algunos caminos literarios transitados por la autora) sea la constatación de las numerosas lecturas de esta. Es evidente que el elogio es, simultáneamente, un reproche, porque la autora consigue algo que en principio no resulta fácil: que las anécdotas y citas de escritoras y escritores fatiguen (pese a  la predisposición potencial del público lector) a pesar de la corta extensión de los textos.

Mi crítica va dirigida, sobre todo, al uso del lenguaje. Las frases tienen un aire de, si no hechas, sí sobadas. Falta, en lo que soy capaz de apreciar preocupación por el estilo, reflexión acerca del peso de las palabras. Es esa escritura fácil que reprocho tan a menudo por la que parece que algún demiurgo se ha apoderado de nuestra mente y todo lo escrito parece natural y maravilloso. Pero no. Algún pasaje escapa, aquí y allá, de este tono general mediano y previsible, lo que añade amargura a este análisis porque así se vislumbra lo que podría haber sido, tratados los textos con un poco más de cuidado. Tal vez, no se disponía de la capacidad para transmitirlo. A veces, suena a columna periodística (como R. Court alude en una entrevista a un periódico local): esa recurrencia (yo diría, más bien, caída) en el sentido y en el lenguaje común poco suele añadir al acervo del lector/a, que solo confirma sus supersticiones.


El sentido de la figura del finalista admite numerosas dudas, sobre todo en ciertos concursos donde intervienen editoriales y a los que se presentan escritores noveles. Dicha figura parece responder en diversas ocasiones a un invento con ánimo de lucro. Una maniobra dirigida a la promoción de la editorial y a la captación de escritores, sometidos luego a condiciones humillantes. También los finalistas muerden con facilidad el anzuelo. Les emociona haber arañado el premio y caen en la trampa: piden a la editorial la publicación de sus manuscritos. Quizá obtengan a cambio un descuento. (Pág. 27)


Suelo escoger obras literarias que me agarren y me remuevan, obligándome a mirar de frente. La literatura es para mí la mirada petrificante de la medusa. Necesito una buena sacudida, sentirme navegando en alta mar entre las páginas de los libros. Elijo privarme de la seguridad de un ancla enterrada en el fondo del agua. Leer ha de parecerse al instante en que entro en mi frío dormitorio y mi propio cuerpo muerto me coge del todo desprevenida. (Pág. 42)


Me horroriza la defensa de la instrumentalización ideológica del arte. Su alcance práctico incluye, en el ámbito de la literatura, el adoctrinamiento de los lectores como cometido de la ficción literaria. Una apuesta así, descabellada, me ha recordado un lamentable suceso ocurrido a Coetzee tras la publicación de su novela Hombre lento. (Pág. 50)


El arte no guarda relación alguna ni con ideologías ni con juicios morales. Sin embargo, las obras de numerosos artistas fueron y son vetadas por motivos ideológicos. Queda en el recuerdo la polémica desatada a raíz de una interpretación musical en Israel. La orquesta de Barenboim tocó un fragmento de una ópera perteneciente a Wagner, denostado por el Gobierno israelí. 

Prohibir la música de Wagner basándose en supuestas razones ideológicas del compositor mata al arte. Lo mata asimismo la expulsión de Céline del panorama literario. ¿Acaso la gente deja de ir a la peluquería o se inhibe de entrar en un establecimiento comercial porque las ideas de los propietarios difieren de las suyas? (Pág. 67)


Mi deseo de posesión, escribe Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso, se dispersa no sobre varios libros posibles, sino sobre todos los libros existentes. La adquisición de uno significa para él no un libro más, sino muchos libros menos. Les ocurre igual a lectores empedernidos. Observan asimismo el lado sombrío de sus lecturas: las que defraudan sus expectativas y las que se ignoran. En sus bibliotecas les esperan, no obstante, nuevos libros. Cualquier lector adicto suele tener a su disposición libros de sobra. (Pág. 93)


El mercado enaltece a numerosos autores iletrados. Otros son anunciados a bombo y platillo como un descubrimiento sublime. Se les considera el nuevo Marcel Proust, la renacida Virginia Woolf o el último Roberto Bolaño. Ellos, por su parte, carecen de escrúpulos y se vanaglorian de su capacidad para combinar el oficio de la escritura, fácil y rápida, con una vida social plena. (Pág. 103)


Sorprende su escritura de ritmo vertiginoso y cargada de sensualidad, la yuxtaposición de lo real, ficcional y onírico, y el rescate de lo esencial. También su inmersión en la naturaleza con cierta fragancia de Rulfo, sus conexiones con la narrativa, entre otros, de Kafka, Cortázar, Vila-Matas y de escritores japoneses como Kawabata y Kawakami. Con acertados giros inesperados, los desenlaces de los relatos cuestionan la ilusoria secuencia de los hechos. (Págs. 142-143)


Aunque no es solo el lenguaje, digamos la forma, lo que me causa este estupor siestero. Las reflexiones o conclusiones que suscitan tampoco me sorprenden ni me estimulan. Son previsibles, y más campanudas que llenas de sustancia. Hay, se nota, un interés de dotar de trascendencia a la literatura y a los/as literatos/as, pero me temo que el esfuerzo se torna baldío por la poca finura estilística de la autora, y quizá porque no dispone de la panoplia conceptual apropiada para las honduras que pretende sondar. Entusiasmo, eso sí, no le falta, pero no basta para las dimensiones de la empresa.

Así pues, aunque los pequeños textos de La penúltima lectora recogen citas y proponen reflexiones de raíz literario-filosófica es dudoso que susciten, a su vez, otras citas y otras reflexiones. Esto constituye para mí la prueba de su fracaso. Fracaso, entiéndanme bien, en el sentido que no logra prolongar las reverberaciones que aquella literatura suscitó en la autora y que tuvieron como consecuencia este libro. Esta impotencia es tanto más lamentable cuanto se percibe la cantidad de lecturas subyacentes y el esfuerzo para escribir los textos. No obstante, como alguna vez he subrayado, las energías gastadas no tienen por qué corresponderse con la calidad de la obra.

Por otro lado, este libro tiene la virtud, al menos, de ofrecer una gran cantidad de referencias literarias a los/as lectores. En algunos casos, puede suscitar la curiosidad o el interés por esta o aquella obra, por este/ o aquel/la escritor/a, lo que puede conducir a nuevas lecturas, y eso siempre está bien, por lo menos para Vds., que leen suplementos, blogs y artículos como el presente. En este sentido, Elisa R. Court puede habernos hecho un favor nada desdeñable. Muchos/as con más fama han hecho menos.

Por último: es difícil resignarse a ser solo lector/a cuando, por un sentimiento de verdadera generosidad, uno/a se ve impelido/a a compartir sus conocimientos y experiencias con los demás. Tal vez, es una posibilidad que me ronda por la cabeza, el crítico debería hacerse a un lado y dejar pasar textos como estos, semillas que flotan en un río hacia el mar. Promesas que no germinarán.



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