lunes, 4 de marzo de 2019

'La muerte de mi hermano Abel', de Gregor von Rezzori

Sigo pensando en Haruki Murakami, en aquella afirmación suya en De qué hablo cuando hablo de escribir de que escribir una buena novela estaba al alcance de cualquier persona inteligente. Lo digo porque lo que en su momento ya me parecía dudoso ahora me contraría, pero en otro sentido. Murakami venía a trazar una división entre aquellos que escribían (o eran capaces de escribir) una buena novela y aquellos que eran novelistas. Unos llevaban a cabo un capricho o satisfacían un sueño o colmaban su vanidad con una novela y otros como él tenían una carrera literaria, vivían de lo que escribían: los escritores de verdad.

Ahora lo que me planteo, aparte de que esa división de la literatura entre amateurs y profesionales me parece ramplona y extraliteraria, es precisamente la concepción de la novela que Murakami parece tener en mente: planteamiento, nudo y desenlace. O, escrito de otra manera, una historia, una story: una trama con personajes con algún tipo de conclusión. Digamos, un planteamiento convencional, aun después de décadas, siglos, de experimentación literaria. Eso me lleva a pensar que no es ya un escritor interesante; al menos, no en sus reflexiones sobre la literatura. Puede ser, también, que su literatura las contradiga. No sé, hace tiempo que dejé de leer las novelas de Murakami, y salvo algún fugaz destello sináptico proveniente de La caza del carnero salvaje, he olvidado el resto. 

Está bien que el autor tenga un ojo en el lector. Es decir, la novela no puede ser un galimatías de ínfulas simbólicas que destroce la paciencia y tampoco estructurada de un modo tan laberíntico que exaspere el mejor ánimo. Ya lo decía, por citar a un autor no demasiado fácil, Foster Wallace. Lo que tampoco me satisface a estas alturas otoñales es la concepción de Murakami y de tantos otros aspirantes a carrera artística, diletantes una y otra vez: una novela con argumento basado (exagerando) en las unidades aristotélicas de tiempo, lugar y acción. Aunque sea solo de acción. Pueden estar bien para pasar el rato, no digo que no, y pueden estar escritas de modo impecable e ingenioso, sin duda, pero ya no las deseo, no satisfacen el prurito de plenitud, quizá de trascendencia, que busco, y que es la razón por la que rastreo el arte, en general, y la literatura en particular: un conocimiento del mundo y del ser humano que nada más puede proporcionar. Un conocimiento que, aunque apenas se capte, apenas se entrevea, se revele como importante. En esto, alguna forma de frónesis literaria (para seguir recordando a Aristóteles) sería lo adecuado. Por ello, blandir la impotencia de la palabra como un trofeo de pádel y poner fotos y dibujitos a diestro y siniestro tampoco parece una revelación taumatúrgica. 

Llevándonos el asunto a nuestro territorio en la actualidad, salvo excepciones, la falta de imaginación se revela como un lastre indesenganchable, como un cable de goma atado a la cintura, un peso muerto que hace que, perdónenme la imagen, el tránsito de nuestra novelística sea semejante al de una tortuga vieja, sepultada por ella misma. ¿Problema del talento de nuestros autores, de nuestras escritoras? ¿Problema del público, por lo general poco exigente? ¿Exigencias de la industria editorial? ¿Problemas de un mercado pequeño?  Preguntas viejas que se responden solo con talento y valentía.





La novela que hoy nos ocupa es un ejemplo de la dificultad casi insuperable (más que la de leer una de tantas novelas espantosas) de escribir una reseña a su altura. Es de esos casos en los que los comentarios del reseñador solo mostrarán su insuficiencia, sus limitaciones y quizá también su falta de entendimiento. ¿Cómo condensar en un folio, en dos saltos de pantalla, las dimensiones artísticas de una novela sobresaliente?

La muerte de mi hermano Abel no va de lo que lean en la contraportada o en cualquier resumen apresurado. Al menos, no solo. Va de muchas cosas, sí: de una novela inacabada, quizá inacabable, de la reflexión sobre la escritura y la literatura, sobre el amor o su imposibilidad, sobre la pulsión sexual, sobre la mediocridad moral de la pequeña burguesía (y de la alta), de Centroeuropa, del nazismo, de la anexión de Austria por la Alemania hitleriana, de la nostalgia de una niñez perdida, sobre la madurez, sobre la pérdida de identidad de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. También, de la amistad, de París, de Berlín, del nomadismo, del cine, de...

Es imposible, por tanto, esquematizar la novela "en tres frases", como el mismo protagonista le demuestra a un representante editorial. Hay demasiadas cosas, demasiados temas, demasiados rizomas en una novela que se extiende como "una metástasis". Sus 804 páginas dan para mucho, y cualquier intento reduccionista se ve abocado a un merecido fracaso.

Podría ser más lúcido escribir que esta novela es una "experiencia", si dicha palabra, y el concepto en general, no hubiera sido tan manoseado, utilizado y depreciado por todos esos departamentos de marketing tan insidiosos y tan sobrevalorados. Entonces, mejor, propongo que utilicemos el de acompañamiento. El autor nos permite estar con Aristides Subicz (un nombre como cualquier otro y que, en realidad, ni falta nos hace) en su caminar hacia delante y hacia atrás, incluso hacia arriba y hacia abajo durante la rememoración de su existencia de casi cincuentón: niño mimado, hijo de puta (o querida, o acompañante, o scort, como se diría hoy), niño acogido, adolescente vienés, militar rumano, soldado del III Reich (aunque sin ejercer), testigo de los juicios de Nüremberg, amante, esposo, padre, putero, amante despechado, guionista de cine, escritor sin novela, dandy, amigo, solitario... Una novela que se expande y se contrae como una marea tranquila, con ocasionales rebozos, con olas encrespadas y corrientes enérgicas. ¿Es acaso entusiasmo lo que me suscita esta novela?

Por otro lado, la voz del autor recuerda, y no es demérito, por un lado, al del mejor Stefan Zweig de El mundo de ayer, pero, también, con el Henry Miller más procaz e ingenioso de Trópico de Cáncer. Decir que es una síntesis modernizada no sería hacerle un favor: Rezzori es eso y es él mismo: aguda conciencia de la fractura de una época, de un mundo, cuya cesura la sitúa en un soleado y helado día de 1938, e implacable despellejamiento de él mismo y de sus círculos de amigos y conocidos. Después de leer la novela, creo que sería capaz de reconocer la voz de Rezzori en cualquier texto (mejor dicho, la versión de Rezzori proporcionada por el traductor, José Aníbal Campos, cuyo trabajo no puede sino haber sido mastodóntico, dada la complejidad argumental y estructural de la novela, así como la variedad y alternancia de los registros idiomáticos y lingüísticos que se despliegan por toda ella: un aplauso). 

Es, sin duda, un autor moderno, con la capacidad descriptiva de un naturalista del siglo XIX y la conciencia literaria de un autor del siglo XX, que domina tanto la descripción de ambientes, cosas y personas como la narración en primera persona, voz que se vuelve la nuestra, aunque no tengamos por qué identificarnos en todo con ella, ni mucho menos. Una novela formidable, verbalmente exuberante, que se decanta en metáforas y comparaciones brillantes dentro de párrafos y escenas excelsos:


El 12 de marzo de 1938, como se sabe, fue un día de un frío excepcional. La más hermosa y prometedora primavera quedó cercenada por un frío polar que se precipitó sobre ella como la hoja de una guillotina. El cielo, sin embargo, se mantuvo límpido y azul, sin un hálito de brisa. También el sol preservó su sonrisa, como la preserva también un cuerpo decapitado. Y como ya se había iniciado la reabsorción de jugos primaverales, y como las savias de los capullos y los brotes (y quizá también la de los corazones llenos de esperanza) quedaron congelados de repente con un centelleo, el mundo pareció de pronto cubierto por una campana de cristal: extremadamente delicado, de una belleza frágil, como recubierto de una fina capa de laca. Pero el fermento primaveral, naturalmente, se había congelado. Y con él, toda la atmósfera de la primera mitad de mi vida. (Pág. 206)


A decir verdad, en el tío Helmuth se encarna el espíritu de una crítica social acrítica -como la llamaba John-, y en ello es un nazi potencial: porque en la crítica, dice John, reside la fuerza esencial del llamado Movimiento; en ella los nazis tienen siempre la razón. Sin embargo, al igual que la crítica de los nacionalsocialistas, la del tío Helmuth es demasiado general, demasiado global, por lo cual, en definitiva, no es maniobrable, como un barco sobrecargado de mercancías. Su crítica no surge del análisis sobrio, sino del resentimiento: el de una insatisfacción vital generalizada que se nutre de ofensas y humillaciones en gran parte imaginadas, por lo que no tiene un objetivo sólido ni un objeto palpable. El tío Helmuth reacciona con un reflejo involuntario a todos los estímulos imaginables que él percibe como rasgos de una fuerza enemiga que se le opone. Puede ser, igualmente, una dama con una piel de marta cibelina, un vagabundo que silba demasiado alto, algún anuncio publicitario tonto en un cartel, un besamanos, una forma específica de ponerse el sombrero; en particular, puede ser todo aquello que sirva de testimonio de una forma de existencia que a él le parezca más libre o desenfadada, más alegre que la suya y que, por lo tanto, la cuestiona. (Pág. 239)

El arte. Cada vez que oigo esa palabra veo a Gaia delante de mí: Gaia con un sombrero de flores. Cuando alguna conversación se dispara en barrena hacia esas cumbres de la cultura, veo ante mí a Gaia con ese sombrero: una enorme muñeca de chocolate con una tarta en la cabeza parecida a una rosa de Pascua. Gaia, la poderosa, la del cuerpo magnífico: uno ochenta y dos de luminosa estatura, setenta y ocho kilos de peso vivo, ciento cuarenta y cuatro libras de carne mulata, carne de color caoba, de aroma de vainilla, de brillo dorado de cereal en sus redondeadas cúpulas, piel que se oscurece con un tono violeta y marrón en las zonas sombreadas, carne encorsetada, cubierta de encajes, cintas, lazos, como una gigantesca muñeca de sofá; sus manos regordetas alzadas con sus deditos graciosamente plegados como si sostuvieran una pequeña batuta invisible que guiara sus cadenciosas y sagaces frases, tan divertidas y encantadoras, asombrosamente competentes y seguras... Y todo en dimensiones desproporcionadas, gigantescas: Gaia, la cariátide de chocolate sosteniendo sobre su cabeza la deshilachada, polvorienta y remendada magnificencia de flores de la cultura más refinada. (Pág. 599)


Era un ejemplar típico de florista vienesa: regordeta y envuelta (no solo a causa del frío) en incontables capas de enaguas, faldas, chalecos, chaquetas, abrigos y chales, con bufandas cruzadas sobre el pecho y la espalda, de color rojo o azuloso, como un bulbo de tulipán, y unos dedos que brotaban de los calentadores tejidos de las muñecas como los extremos de una raíz. 
Había dejado su cesta de ramilletes de prímulas, violetas y narcisos en un rincón en el que fungían como tentación para cualquier pata de perro alzada, y corría -o mejor dicho: rodaba- alrededor de la plaza vacía en un ebrio zigzaguear. Sólo las ninfas de la fuente de Raphael Donner, tan bellas e inmóviles en su gracia estilizada y esbelta, la contemplaban; rodaba y volvía a rodar, al tiempo que lanzaba hacia arriba los muñones de sus mangas, con las puntas de las raíces, como queriendo levantar el vuelo, y graznaba entre jadeos: «Heil! Siegheil! Siegheil..!»; y aunque las floristas vienesas suelen tener una voz que daría envidia a los muleros de Anatolia, la suya era lamentable, parecía ahogarse en el eco de aquel gran vacío como la queja de una libre que se ahoga en un barril de agua de lluvia. 
Y fue entonces cuando comprendí que algo extraordinario había ocurrido: un cambio de época. (Pág. 666)


Rezzori critica tanto la entrega sin reservas a Adolf Hitler y a su régimen del pueblo vienés (Anschluss), compuesto mayoritariamente por esa pequeña burguesía pacata, moralista y mezquina, como la mediocridad de la Europa americanizada tras la guerra. Esa gente que come en un puesto en la autopista ya en los años 60 ejemplifica para él la anonimización, la estandarización, la vulgaridad que se manifiesta también en los bloques de pisos, en los medios de comunicación, en las películas y en la literatura en general. Podemos asimilar la novela, entre otras posibilidades, como un zarandeo contra esa mentalidad de clase media adocenada en un país como España, que, aunque secundario a todos los efectos, pertenece al primer mundo. Sin embargo, no es Rezzori un ejemplo más de ese aristocratismo sobrevenido de ciertas estrellas de la cultura, como Vargas Llosa, encantado de conocerse, envuelto en una capa de elitismo neoliberal, amable con los pares y cruel con los demás.

Podríamos objetar, no obstante, que la reflexión crítica de Rezzori se refiere a una Europa complaciente consigo misma, paternalista, frente a la cual se alzó brevemente parte de la juventud en el 68, aun no conmocionada por las crisis de mediados de los 70, el cambio de paradigma del Estado del Bienestar por el neoliberalismo rampante, la caída del bloque comunista en Europa, etc. Asimismo, esa clase media, esa pequeña burguesía que execra está hoy ya muerta o, en todo caso, vive sus últimos días de pensionista. La potencia de sus valores ha menguado, en trance de desaparición. Hoy estamos inmersos en un marco económico y político distinto, dentro de un paradigma cultural que poco tiene que ver con el de aquellos años. Es posible, por tanto, que la mirada de Rezzori, sin duda eurocéntrica, sea en la actualidad más iluminadora respecto de los hitos que marcan cambios de época, más profunda e incisiva sobre el resentimiento de las clases medias en proceso de proletarización y empobrecimiento que constituyen el suelo nutricio del que crecen movimientos de ultraderecha. Procesos auspiciados por los habitantes de ese "Reino del Medio", ese mundo dentro del mundo: los superricos y multimillonarios a cuyo servicio consideran que debe estar el resto del planeta.

En fin, ya extraerán sus propias conclusiones al término de esta novela magnífica.











4 comentarios:

  1. Eufórica y efectiva reseña que mueve el interés. Me lo apunto y te devuelvo algo a cambio. Hace un tiempo leí una trilogía de Arno Schmidt (Momentos en la vida de un fauno, El brezal y Espejos negros) que transcurren en los ambientes nazi, pero como disidente o al menos indiferente, que te puede interesar por la semejanza, en algunos aspectos que me parece que tiene con esta. (compruebo en wikipedia que hasta son literalmente contemporáneos). Las tres novelas se desarrollan en pre, durante y posguerra (aquí exagerándolo porque es ciencia ficción post apocalíptica)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La veta de grandes autores centroeuropeos parece profunda... Gracias por el 'intercambio'. Me haré con ellas pronto, salvo circunstancias adversas como la tan temida descataloguización.

      Eliminar
  2. Yo lo tengo todavía. Por si no lo encuentras y tu interés persiste.

    ResponderEliminar