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lunes, 9 de septiembre de 2019

'Los cinco y yo', de Antonio Orejudo

Muchos años han pasado desde que se publicara Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo. Solo unos meses desde que este reseñador la leyera, por lo que la lectura de Los cinco y yo no experimenta el lapso de tiempo natural ni se han metabolizado las obras entre medias. Puede ser engañosa la experiencia de leer en un tiempo condensado lo que tardó años en gestarse. Igual que si leemos en un trimestre las obras completas de cualquier autor o autora. Por otro lado, es posible que esa misma compresión temporal nos permita reconocer mejor las diferencias, la evolución o la regresión de aquellos/as.

Por lo que he leído por ahí, y no solo en los comentarios perpetrados por fajilleros o entusiastas a sueldo, la novela ha gustado mucho a las personas +40. No me extraña: Orejudo mezcla con habilidad la experiencia iniciática lectora de la generación de los 60 (y de los 70, diría yo) plasmada en la extensa obra de Enid Blyton, con Los cinco como portaestandarte, con un fresco un tanto costumbrista y bastante nostálgico de aquella época.





Así, es posible que cuarentones/as y cincuentones/as o, en otras palabras, esas personas que estamos pasando por el mejor momento de nuestras vidas, que también se sitúan en un tramo consumidor conspicuo y persistente de añoranzas manufacturadas, disfruten una enormidad de esta novela-biografía de ficción-autobiografía. Sin embargo, Orejudo no es tan complaciente como podría presumirse. Aquí y allá, eso sí, sin llegar a ser acerbo, critica y lamenta la mansedumbre y apocamiento de su generación ante la anterior que ocupó el poder tras la Transición. 

Además, Orejudo, mediante el recurso a un autor dentro de la novela, inventa una nueva historia para aquellos cinco (mejor, cuatro porque el perro no tiene demasiado recorrido), ya adultos. O envejecidos. Con una visión desencantadora, los cinco (cuatro) se encuentran (y con ellos, nosotros mismos), ante lo que Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria (citando a Günter Anders) denominan "desnivel prometeico"(1). Es decir, no importa cuánto empeño pongamos en ser justos, solidarios y ecologistas que todo lo que hagamos para conseguirlo no hace más que contribuir a la injusticia, insolidaridad y desastre ecológico planetario. No hay manera de evitarlo.

Esa es, al fin y al cabo, la lectura política y moral más importante, que no es poca, que puedo hacer de ese desencantamiento del mundo blytoniano, aparte de su clasismo, racismo, etc. que ya se señala en la obra.

Por otro lado, Los cinco y yo, entretiene a ratos. Y también a ratos tiene esa gracia y ese ingenio que en Ventajas de viajar en tren constituían sus características definitorias. Sin embargo, rara vez sorprende, y bien se puede abandonar en cualquier momento sin que la echemos de menos. Como si Orejudo se encontrara cómodo, pero se dejara llevar por esa comodidad; como si conociera bien eso que se llama el oficio, pero que esa misma seguridad mellara la capacidad de innovación y de riesgo. Hay una promesa en la novela que no llega a encarnarse, por muchos recursos narrativos y metaliterarios que emplee. Falta, metafóricamente hablando, un puñetazo final en la mandíbula, y no me refiero a un final extravagante o dramático, sino, siguiendo con las metáforas, a otra vuelta de tuerca.


En España, por el contrario, Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares. En la Transición éramos demasiado jóvenes para andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes sí lo hicieron, nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No somos como ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. (Pág. 23)

Que todavía no hubiéramos escrito una línea de esa obra que marcaría un antes y un después en la literatura occidental era solo una cuestión de tiempo, un detalle sin importancia que pronto quedaría corregido. Porque en realidad la novela que renovaría el panorama literario español -y quizás incluso el universal- ya la teníamos en la cabeza. Es cierto que no sabíamos de qué iba, que desconocíamos el argumento y la identidad de los personajes, pero todo eso eran detalles sin importancia que se irían corrigiendo también de un modo natural, como el crecimiento de un feto. La potencia de nuestro genio, que cada uno de nosotros sentía en su interior y entreveía en el del otro, explotaría en el momento oportuno sin que nosotros tuviéramos que mover un dedo, y haría añicos el statu quo de la literatura española, y quizás también de la universal. (...) La escritura de esa obra sería una secreción natural de nuestro talento, considerado una glándula que entraría en funcionamiento cuando llegara el momento, como la hipófisis. (Págs. 121-122)


-Siempre hay que pensar en el público -decía-; y desconfío de los escritores que no lo hacen porque es mentira. Y si mienten en eso, pueden mentir en todo lo demás. ¡Claro que escriben pensando en los lectores! Si no lo hicieran, inventarían un idioma secreto que sólo comprendieran ellos. Usar una lengua implica un reconocimiento del otro y un deseo de ser entendido por él. 
Según Reig, a partir de este reconocimiento había diferentes niveles de cesión. Desde no concederle al lector nada que fuera más allá del idioma común hasta transigir con todos sus deseos y escribir una literatura sintácticamente simple y destinada únicamente a su entretenimiento. Algunas veces esta concepción intrascendente de la literatura se disfrazaba bajo un marbete genérico de prestigio -novela policiaca o novela negra-, que blanqueaba una intención vergonzante de entretener sin más. Era la coartada ideológica de la novela negra. Así la llamaba él: la coartada ideológica. Había pasado de considerar que toda buena novela debía ser una novela policiaca, como solíamos decir en los tiempos de la universidad, a considerar que se trataba de un género tan idealizado como las novelas pastoriles. (Pág. 165)


Puede decirse, sin volverse uno demasiado trascendente, que en ocasiones, como las buenas novelas, esta incita a la reflexión. Pero no mucho. Eso es lo malo. Es por esto por lo que he escrito que me parece una promesa incumplida: un retrato con crítica incorporada de la generación cincuentona (y cuarentona) que ha asistido atónita y también impávida a todo cuanto acontece a su alrededor; generaciones (incluyo a las dos) que han asistido al cambio de paradigmas económicos y políticos sin decir ni mu, cuando no se han refugiado en ese mundo idealizado de la niñez y adolescencia (que podemos ampliar casi hasta la edad de los 30), que coincidió con los años 80. Así, todo ese reguero de grupos y conciertos musicales y remakes de películas en memoria de o en tributo a no deja de ser un síntoma de estancamiento emocional y de impotencia política que hasta el 15—M y el advenimiento de una nueva generación más activista habían sido, grosso modo, los rasgos fundamentales de nuestro país.





(1) Cf. ALBA RICO, S. y FERNÁNDEZ LIRIA, C. El naufragio del hombre. Hondarribia: Editorial Hiru, 2010.

jueves, 25 de abril de 2019

'La noche fenomenal', de Javier Pérez Andújar

Creo que el mayor defecto, siendo conmovedor, de una feria del libro es la ingenuidad. La de los visitantes que, aunque no compren ninguna novela, ensayo o poemario, acuden a las casetas y a las carpas con sincera devoción, como la de esos peregrinos que creen que entrando en contacto con la reliquia de algún modo se verán bendecidos o curados. Ese fenómeno, ya estudiado por Durkheim, se transmuta en nuestra edad, a ratos posmoderna, a ratos demasiado poco posmoderna, en la cercanía a la estrella mediática o artística, en un contacto como un beso o un apretón de manos, o en la más modesta, pero quizá más tangible, prueba caligráfica en forma de firma.


Con el advenimiento de Internet y de las redes sociales como Facebook o Twitter, ese admiración y el consiguiente deseo de aproximación se ha transubstanciado en aspiración de amistad en diverso grado y en fidelidad más o menos impertinente. Los escritores famosos (también en diversa escala), al igual que los deportistas y antaño los músicos son también, aparte de admirados, objeto de emulación. En un mundo en el que cada vez sobreviven menos certezas, el discurrir biográfico de la persona que ha disfrutado de algún tipo de éxito, se convierte en modelo a seguir, en ejemplo de vida. Ya no es tanto lo que escribe o cómo lo escribe, lo que importa más ahora es cómo consiguió tener éxito. Y no me refiero al esfuerzo en escribir, a su reflexión sobre el arte, la literatura, etc., sino que tipo de bolígrafo usa, si lo usa, qué horario tiene para escribir, si gusta de la vida bohemia o se encierra en un búnker, si prefiere garrapatear sus notas en una cafetería o toma apuntes mientras viaja, con qué música se relaja o emociona, si usa gel cuando se ducha o le vale con el champú y cosas por el estilo. Lo importante hoy es que suban al podio "los escritores que arrastran legiones de hardcore-fans", como se resaltaba con equivocado acierto en un lamentable artículo. Fan es el acortamiento de fan-ático/a, y los fanáticos no se suelen caracterizar por su racionalidad ni, por tanto, por su sutileza en la argumentación.

Sin llegar a ese extremo, que ya no lo es tanto pues está adquiriendo normalidad, los visitantes a las ferias de libros son, sin ánimo exhaustivo lo escribo, gente a la que, dejando de lado Internet, le gusta leer moderadamente (¿5-10 obras al año?), pero que, quizá por eso mismo, se acerca a los libros con ánimo reverencial, como consternada ante la santidad de la literatura, cuyos sacerdotes y sacerdotisas son, los escritores y escritoras que administran, por encargo editorial, la fe en la cultura

Así pues, por un lado, la ingenuidad logra sostener, aun a duras penas, la noción del mundo como maravilloso o como encantado, en el que la belleza, la verdad y la justicia brillan inmaculados como referentes a los que es posible acercarse, qué digo, de los que es posible empaparse entero. Por el contrario, y dado que a la industria cultural ninguno de esos tres conceptos le importa un bledo si no genera beneficios, lo más probable es que a los ingenuos les toque en suerte la mayor parte del tiempo una cantidad extraordinaria de mediocridades y decepciones que jamás se merecieron. De hecho, el panorama cultural español y canario se abastece de un surtido constante de banalidades y estupideces, por mucha necesariedad e imprescindibilidad que intenten colarnos en los medios de comunicación y en las redes.

Por último, y no menos importante, hay que recordar que Canarias, en concordancia con su nivel de vida, desigualdad, paro y abandono escolar, está a la cola, entre Andalucía y Extremadura, en índice de lectura. Después querremos milagros.

Y tras el sermón, la novela:






Hay novelas que le llegan a uno como el resultado de una pequeña labor de investigación: estás leyendo un libro, una revista o un blog y una cita singularmente oportuna te lleva a indagar sobre ella y su autor/a. O también puede ser una referencia que te lleva a otra, y a otra, y finalmente, te encuentras deseando leer esa novela, un antojo casi inexplicable que quizá solo pueda justificarse por mera codicia, aun intelectual. En otras, la lectura de la reseña de un blog como el de Joan Flores Constans es suficiente. Tal fue mi caso respecto de La noche fenomenal.

La noche fenomenal tiene como protagonistas a esos miembros de la especie humana denominados amantes de lo oculto. Y no me refiero al creyente habitual de las religiones institucionalizadas sino a aquellos creyentes en lo paranormal. Sí, esa gente que, pese a toda prueba o razonamiento científico, incluso pese a su prosaico deambular cotidiano, está convencida de la existencia de realidades paralelas, abducciones extraterrestres, fantasmas de ectoplasma variable, Yetis de distinto pelaje o maldiciones apocalípticas relacionadas con las pirámides guatemaltecas, entre otros misterios. 

Algunos miembros de esta tipología humana aciertan a reunirse en Barcelona y consiguen producir un programa de televisión llamado (de ahí el título) La noche fenomenal. No deja de ser, dentro de su común fijación, variopinta el conjunto de personajes que Javier Pérez Andújar introduce en la novela. Sin embargo, ahora me gustaría resaltar el uso del lenguaje del autor por el que figuras corrientes como la metáfora, la comparación o la aliteración se alternan con un enfoque en el detalle, cuando no en la nimiedad, que se encarna en esa manera de desvalijar el repertorio de frases hechas de nuestro idioma y en los monólogos y pensamientos de los personajes, lo que se corresponde de manera óptima con el planteamiento general de los discursos paranormales: atención casi obsesiva por el detalle, extrapolamientos insólitos y desquicie en la teoría general. Lo que también forma parte de ese sentido del humor del que está impregnada La noche fenomenal. Me recuerda a esa novela de Antonio Orejudo (al que, por cierto, se cita) que reseñé en este blog: Ventajas de viajar en tren, sobre todo en el deleite por las palabras.

Asimismo, la novela está plagada de intertextualidades y referencias a personajes históricos, artistas y obras varias, que son literalmente una enormidad, pero consigue sortear con gracia la pedantería e impertinencia en la que tan fácil es caer. Aquí, aparte de atinadas, contribuyen a la atmósfera de irrealidad, en muchas ocasiones hilarante, que atraviesa la trama. 



Bastaron pocos programas para que el bar Ski se constituyese en nuestro centro neurálgico. Su dueño, el señor Dimas, era gallego, y Gómez, el camarero, era filipino. Ambos iban de uniforme, camisa blanca y pantalones negros. El dueño no atendía las mesas, se quedaba como un icono ruso, allí en la barra. 
-Mirad, ¿conocéis wikileaks? Pues olvidaos, porque wikileaks está manipulado. Pero esto otro va a misa, esto de aquí viene de la deep web. 
A J.L. Hermosilla se le electrizaba el lunar de la mejilla siempre que descubría un caso de conspiración. Esa noche nos explicaba que la CIA ya había estado en Marte. Sacó un folio de una carpeta, pero como no era ese, lo guardó, sacó otro y volvió a cerrarla con las gomas. Gómez nos trajo otra ronda de piñas de cerveza, así se llamaba ese tipo de copa, y también trajo otro platito de almendritas saladas. El plato era pequeño, como de servicio de café, de modo que resultaba lógico llamarlo con el diminutivo; sin embargo las almendras eran normales. J.L. cogió un puñado y lo contempló sobre la palma de la mano antes de seguir contándonos lo que había descubierto. (Pág. 37)


Volvió a sonar el teléfono. Esta vez descolgué y habló una mujer:-Sí, señora, está usted llamando a La noche fenomenal. Pero ¿de qué tipo de fenómeno se trata? No, yo soy Javier. Sí, el que sale al final del programa. Pero no es de payaso de lo que hago, es de mago. Lo que hago es ilusionismo. No pasa nada. No, no, ese no es De Diego, el que dice usted es De Oña, el especialista en criaturas en la sombra. Y para las apariciones tiene que hablar con Socorro. Si quiere le tomo el recado; porque Socorro no va a venir hasta la tarde. ¡Ah! ¡Desapariciones! Una desaparición misteriosa. Pero ¿de una persona? Supongo que habrá hablado con la policía. Bueno, claro, si entró en el lavabo y no ha vuelto a salir, y dentro no hay nadie, sí que podría considerarse un fenómeno paranormal. Desde ayer tarde... Entiendo que se refiere al lavabo de su casa. ¿Y no oyó ruidos ni nada? Ya, me refería a ruidos misteriosos. Claro, en el lavabo de un restaurante sería diferente. No se preocupe, iré yo mismo a verla. También formo parte del equipo, señora. Muchas gracias por su llamada. Y por favor acuda sin falta a la policía. No la van a creer, pero todo apunta que esta vez van a tener que acabar dándonos la razón. Sí,para comprender, primero hay que creer, ese es nuestro lema. Claro, al revés también vale. (Págs. 50-51)

Mi madre había preparado de cena la pescadilla que se muerde la cola lo mismo que una serpiente ouroboros. Pero ella no estaba pensando en el samsara al freírla sino en comer. Era un plato que había hecho toda la vida. El eterno retorno, lo que no conoce ni principio ni fin, me miraba desde mi niñez con sus ojos muertos, blanquecinos, duros. Al ouroboros volvería a encontrármelo más tarde, en los días todavía malos, llenando la portada de un disco de Los Enemigos. 
-Te he puesto tres, ¿vas a querer más? -me dijo. 
-El tres es un número prudente. 
-¿A que no te imaginas quién me ha llamado esta tarde? 
-Dame una pista. 
-Cuando te lo diga te vas a quedar con las patas colgando. 
Llevaba la bata de estar por casa. Era violeta, como sus ojos, y tenía pinta de abrigar mucho. Se la había hecho ella y le puso botones grandes y ademas se anudaba a la cintura. Nunca se la ponía antes de la hora de la cena. 
-Bueno, pero dame una pista. 
-¡El señor Moreno! 
-¿Cecilio, el vecino que se murió el otro día? 
-¡El mismo! 
-¿Y qué quería? ¿Ha llegado bien? 
-Me ha tenido más de una hora al teléfono. Cómo se enrolla el tío. Es peor aún que cuando estaba vivo. (Pág. 172)


Reconozco que habría preferido que la novela discurriera en este ambiente de Cuarto Milenio dentro de cauces más realistas y haber propuesto así una reflexión o análisis de las credulidades varias del siglo XXI, unas ya antiguas, otras muy nuevas. Sin embargo, tras el giro fantástico que acontece tras no demasiadas páginas, uno termina por aceptar las nuevas reglas del juego y simplemente se relaja y disfruta, como en las fiestas en las que ya se entra con buen pie y se acaba sin camisa haciendo flexiones en la calle o en la otra punta de la ciudad con gente estrafalaria que resulta, solo en esos momentos, fascinante. En una fiesta de esas, de las que nos acordaremos toda la vida, la virtud más alabada no es la coherencia.

También es cierto que la trama se desquicia y termina por desleírse, como si sufriera el impacto de esa lluvia casi perenne que cae durante toda la historia. Además, llegado cierto momento, todos los personajes parecen expresarse del mismo modo, aun conservando sus personalidades, lo que no termina de resultar satisfactorio, aunque es posible que esta tremenda y bulliciosa fantasmagoría no precise de individualidades cortadas a cuchillo sino de un quehacer y un quepensar común que refleje una actitud, entre valerosa y desesperada, ante la vida y la muerte. Como dice uno de los protagonistas: "Por fin tenía la esperanza de pertenecer a algo y dejar de ser un solitario". 














viernes, 8 de febrero de 2019

'Ventajas de viajar en tren', de Antonio Orejudo

Sigo preguntándome, en esta época en la que percibo ya juventud acumulada, cómo se conforma ese itinerario en el que uno comienza siendo un buen tipo, con algunas intenciones loables, apenas sin maldad ni segundas intenciones y acaba siendo un corrupto. Me fascina, sobre todo, esa imperceptibilidad de la degradación: esos pequeños actos que no parecen sumar -uno siempre encuentra una justificación exculpatoria- pero que, si se mirara, aunque fuera solo por un momento hacia atrás se encontraría con una cifra abultada de inmoralidad. Fantaseo con una corporeización de ese proceso, como si pudiera tenerlo sobre lo mesa como un bulto, y examinar ese irse dejando, ese ir concediendo, ese ir rindiéndose, ese -a pesar de todo- intento final de considerarlo todo un sacrificio por un bien mayor o ese miserable concluir de que se sustancia en el "qué más da".

De repente, puestos a imaginar, que se encuentre uno, digamos, ya con cincuenta o sesenta y tantos, quizá admirado, un tanto menos envidiado, siempre presente en todos los saraos, los micrófonos abiertos para conferencias, discursos o presentaciones, sin notar nunca falta de cortesanos ni de alegres compadres, sentado, no sé, en la taza del váter, con ese ánimo ligeramente melancólico con el que se afrontan este tipo de diligencias, y vislumbrar siquiera por un instante la propia indigencia, el desastre, el naufragio, el pecio opaco en que se ha convertido cuando aspiraba a ser águila imperial. Debe de ser terrible. 

Y es que no hay mayor pesadumbre que la vida consciente.







Podemos convenir en que la novela, escrita al parecer en 2000 (aunque publicada en Alfaguara en 2011) no es exquisita, que la historia (o la sucesión de ellas) deviene rocambolesca, que los personajes, en fin, no son verosímiles, sino casi caricaturas. Podríamos quizá encontrar aquí y allá más defectos, y sin embargo Ventajas de viajar en tren me parece una obra deliciosa, por sus mismas extravagancias, por sus acrobacias con el lenguaje, por sus elementos de metaliteratura y por su sentido del humor, por el sentido lúdico que atraviesa la obra de principio a fin.

Esta novela, que data de 2011, me retrotrae al regocijo que se experimentaba por sistema con las primeras lecturas de juventud, y que ahora, casi está de más escribirlo, solo siento en en raras ocasiones. Yendo más allá de las emociones, es decir, si ahondamos en la reflexión sobre cómo se suscitan, no puedo dejar de subrayar que el peso recae en el lenguaje. Esto, que parece obvio por tratarse de una novela, no lo es tanto cuando reparamos en que lo que prometen muchos autores (o los departamentos de marketing de las editoriales) es LA HISTORIA sobre lo que sea (novela DE AMOR, novela HISTÓRICA, novela ERÓTICA, novela sobre CORRUPCIÓN, THRILLER, novela NEGRA, etc.). Aquí, bien es cierto, hay una (varias historias, quizá ensambladas como, oh, horror, una muñeca rusa), pero es el poder arrebatador, la energía y el ritmo de las palabras, sus inteligentes cambios de estilo, incluso en el mismo párrafo o frase, lo que otorga fuerte personalidad, mucha fantasía y grandes dosis de humor a Ventajas de viajar en tren.



Además, está demostrado desde los tiempos de la Retórica que si se utilizan las palabras adecuadas en el orden preciso es posible desencadenar en el sistema nervioso esas reacciones bioquímicas que denominamos risa o inquietud, pero también otras más complejas, que reciben los nombres de calidez, proximidad, o esa otra sensación, la impresión de que los seres humanos tenemos alma, espíritu, personalidad, una dimensión interior a fin de cuentas. Pero no hay dimensión interior que valga. Eso que las personas buscan en el arte al caer la tarde, después de haberse comportado por el día como bestias, y que suelen llamar presencia humana, autenticidad, verdad, heridas del alma, eso no es más que un orden de palabras. Yo me río mucho de mis colegas en la clínica cuando hablan de la dimensión interior del ser humano. Yo les digo que la dimensión interior del ser humano es un cuento, y lo demuestro. (Págs. 17-18)

La novela fue saludada con simpatía por la crítica, que con la hondura, el rigor y la sensibilidad que caracterizan su lúcido discurso escribió: 
El libro de Ander me ha gustado mucho. Trata de un chico joven que escribe guiones de las cosas que pasan en el telediario, en los partidos, etcétera. La idea es muy original y me ha gustado. También me ha gustado porque pone entre los capítulos como si dijéramos unos anuncios de publicidad que te pueden servir a lo mejor porque quieres comerte una pizza que te apetece y no encuentras en ese momento el teléfono y vas al libro y lo encuentras y mientras esperas la pizza pues lees un cacho. El lenguaje que utiliza es muy rico y variado abundando los nombres comunes o sustantivos, los adjetivos calificativos y los verbos como mirar, decir, pensar, etcétera, por ejemplo. También me ha gustado la foto que pone, aunque parece mayor de lo que dice. Yo lo conocí en la presentación del libro y me pareció un chaval muy simpático y dicharachero, que estaba de acuerdo conmigo en todo y luego me invitaron a cenar y me puse morado, la verdad. Luego nos fuimos a unas discotecas con otras personas del mundo de las letras. Sólo decir que nos lo pasamos requetebién, aunque me sentaron mal los calamares. (Págs. 75-76)

¿Qué puedo decir? La vida me pareció mucho más monótona, monocorde e insustancial que esa otra vida que reflejaba la literatura. Eso es lo que dicen los escritores, ¿no? Pues es verdad. Así como los personajes de una buena novela usan registros verbales diferentes, yo pensaba que cada persona hablaba de un modo marcadamente distinto, y que una conversación, como las discusiones de las novelas, era un corredor de voces entremezcladas, que se contaminaban las unas de las otras, formando una especie de caleidoscopio verbal. ¡Qué decepción! En la vida real casi todas las personas hablan del mismo modo, hablan como en el telediario, o peor. (Pág. 111)

Más que la riqueza verbal, que la tiene, o el punto de vista, marcado en este caso entre alternancias entre narrador en primera o tercera persona, yo lo que subrayaría es el tono de la novela, brillantemente consistente, sin caídas abruptas o desmayos ante callejones sin salida, tan habituales en escritores menos talentosos. Un tono firme y un estilo propio que revelan a un autor con personalidad, a un creador singular, como mínimo.

Puestos a criticar, podría reprocharse una mayor cohesión entre las historias, una ligazón menos caprichosa entre ellas y un mayor trabajo de los personajes secundarios, dentro de una estructura tampoco demasiado compleja. 

Como apuntábamos al principio, no es una obra maestra. Ni siquiera creo que el autor aspirara a ello o que se propusiera escribir la gran novela española. Sin embargo, si fuera una primera novela, recién salida, yo escribiría aquello de "autor al que conviene seguir". Como no es la primera y Orejudo ya ha escrito varias más después, será cuestión, mejor, de leer las siguientes y comprobar su evolución (o decadencia) y ver de qué ha sido capaz. Recomendable.