domingo, 26 de julio de 2020

'Panza de burro', de Andrea Abreu

Aquí estamos de nuevo con lo que más nos gusta en este blog: la promoción en los medios de una novela. Ya saben Vds. la hermosa sensación, tal vez plenitud vital, tal vez mero placer físico, que nos proporciona leer a reseñadores/as, editores/as y autores/as en cuasi divina armonía al glosar virtudes, bondades y maravillas varias de la obra de que se trate.

En este caso, aupada por una reseña-elogio en La Provincia, otra en el diario.es/canariasahora, sendas entrevistas en La Provincia y en El Día, y otra en eldiario.es, precedido todo por otra reseña en Zenda y una extensa entrevista en Radio 3 ha llegado a conocimiento del mundillo literario Panza de burro, una de esas novelas de las que todo el mundo, a la fuerza ahorcan, habla y lee. Es, valga el símil, como saber quién es Belén Esteban aunque uno perjure que solo ve documentales de National Geographic. Es imposible, si uno está en el mundo, ignorar la existencia de determinados entes. Toda una fricción ontológica. 

Los medios de comunicación siempre ganan. No tanto por el contenido de lo que dicen, sino porque encuadran y enfocan, como es bien sabido. Se habla de lo que ellos elijan que se hable porque, salvo que vivamos en un pueblo pequeño, no hay otra manera de que la mayoría sepa de algo si no es bebiendo de una fuente común. Esta fuente común son los medios. Idealmente, son imprescindibles para una democracia sólida. La mayor parte del tiempo, empero, son sus principales corruptoras. Igual que la parresía es el hablar franco y verdadero que la democracia necesita, y que de ella brota, pero que puede corromperse en retórica como arte de adular y halagar la opinión de la mayoría, la función de filtrado y selección de los medios de comunicación puede desvirtuarse en manipulación y propaganda, como bien sabemos. Lo ideal sería que los medios de comunicación ejercieran una permanente serie de actos de parresía, pero a lo que asistimos es al despliegue faccioso de pseudoeventos, medias verdades y mentiras por doquier.

Los dos ejes en los que se basa la promoción de la novela son a) el idioma: la transcripción del habla popular canaria; y b) el cariz político que tal decisión implica. Ahí es nada, tanto porque son asuntos un tanto viejunos como por su actualidad, aunque parezca paradójico. Viejuno porque seguimos dándole vueltas al habla canaria y a las añejas pretensiones normativas emanadas desde Madrid de lo que es español correcto o incorrecto, el hablar "bien" o el hablar "mal", pero el asunto está zanjado académica y políticamente desde hace décadas. Otra cosa, y esta es su actualidad, que la percepción de diferentes calidades del idioma español/castellano y de los acentos haya pervivido en una concepción, digamos folk, tanto en la Península como entre nosotros mismos. 

Además, en nuestra Comunidad, un supuesto partido nacionalista ha estado en el poder más de 20 años, desarrollando diferentes políticas públicas de ensalzamiento de lo autóctono y de lo nuestro. Un conocido independentista, también académico, ha ocupado la Consejería de Educación, Cultura y Deportes. La TV Canaria, además de emitir westerns, produce algunos contenidos canarios, y sólo cuenta con locutores o conductores de programas que hablan en nuestra variante del español. Además, existe una Academia Canaria de la Lengua, se han editado varias colecciones de autores y autoras canarias patrocinadas por diferentes administraciones públicas , etc. No sé si podría hacer más y mejor, no sé si hay razón para seguir haciéndolo o no. Ignoro si la mayoría de la población ha hecho suyo o internalizado la cultura canaria, tal como la puedan entender y proyectar los políticos de turno, pero parece difícil afirmar que hay "una realidad que niega nuestra cultura". Defínanme "realidad" o, al menos, me gustaría que la autora hubiera sido más concreta. Si hay que ser subversivas, seámoslo a fondo.

Quizá hable de una cultura canaria dominada. Es decir, que dentro de nuestra misma Comunidad, exista una cultura popular que no permea el discurso oficial de la cultura, de la cultura canaria. Si es así, no puedo estar más de acuerdo con Andrea Abreu, puesto que el concepto de cultura emanado de las administraciones públicas, peninsulares o canarias, es uno que orilla el conflicto y la división, uno en el que imaginan, dulce desvarío, la feliz unión interclasista de la sociedad, dejando de lado desigualdades de todo tipo y una pobreza enquistada, que parece formar parte también de nuestra singularidad.

Es por ello que el concepto "nuestra cultura" está abierto a la discusión, porque a estas alturas puede considerarse tan nuestro el gofio como la pizzería de la esquina, el grupo folclórico como el centro comercial con su McDonald's dentro, el plato de carne de cabra y el sancocho como las piscinas cubiertas o Internet, las luchadas como el surf, los melodramáticos discursos de Ana Oramas en el parlamento nacional como las luchas sindicales de todos los días. Por no hablar de lo que Abreu entiende por "canario" (idioma canario), que puede ser las palabras que se usan en Tenerife, que no son todas las mismas que se emplean en otras islas, o ciertos usos fónicos como la aspiración de las -s finales en Gran Canaria, que no es propio de todo el archipiélago, o el mismo acento que varía de una isla a otra, de un municipio de una misma isla a otra, incluso dependiendo del barrio. Y qué ocurre con las 'h' aspiradas, díganme. 

En cambio, si lo que Abreu quiere poner de manifiesto es la distancia entre una cultura canaria oficial, reificada e hipostasiada por los partidos políticos que han ocupado el poder y su intelectualidad apoltronada, y una multiplicidad de formas culturales de expresión y de vida populares, estoy con ella.

 A fin de cuentas, puede ocurrir que todo este tosco análisis no sea más que la consecuencia de un clickbait, de un cebo, para que el titular nos indigne, excite, complazca o enfade y ejecutemos el supremo acto de conformismo posible, que es comprar el producto que se nos ofrece.

Aquí estamos todos, a fin de cuentas, a ver qué es Panza de burro.






Panza de burro, de Andrea Abreu, es la historia de una relación de amistad infantil, preadolescente, entre la narradora y su amiga Isora. Es decir, una narradora presente, y por tanto de visión y conocimiento imperfectos. Es de resaltar, algo que ya ha hecho desde el comentarista peninsular, pasando por su editora, hasta nuestros periodistas culturales locales, el lenguaje en la que está escrita la narración, que es una especie de transcripción del habla canaria con que se comunican en el pueblo donde viven los personajes. Claro está, modificada por las intenciones estilísticas de la autora. A este respecto, no tengo nada que objetar: ni soy fan de la RAE, con sus irritantes pretensiones normativas, ni estoy en contra de que cada uno se exprese como pueda o quiera, y más aún si lo que se pretende es crear una obra artística, como una novela. Que una escritora tenga voluntad de estilo me parece elogiable. Que sitúe su historia en el terruño propio, también.

Podríamos señalar cierta falta de coherencia en la elaboración de ese lenguaje, porque si el personaje, por ejemplo, no emplea el fonema /z/ como es propio del habla canaria, y la autora lo quiere indicar, lo lógico sería pensar que no lo empleará nunca. Así, en un par de ocasiones escribe "costrusión" o "dosientos", pero el resto del tiempo, no. Podríamos no ser tan radicales y pensar que la autora solo ha querido ofrecer aquí y allá pinceladas del 'habla', marcadores de la lengua que se imagina, pero que no quiere volver ininteligible el texto. De acuerdo, pero entonces cabría pensar que su propuesta no es tan radical como deja entrever en las entrevistas.

En todo caso, la intención de Abreu de forzar el lenguaje, digamos estándar, ya sea el español normativo, ya el habla canaria también normativizada, de estirarlo y extenderlo, de martillearlo y de onomatopeyizarlo me parece loable, qué digo, admirable, y propio de una escritora con ambición, que es lo menos que podemos pedir a alguien con pretensiones artístico-literarias con algo de calado. No obstante, en ciertos pasajes, el coloquialismo se transforma en algo parecido a un argot, que debe resultar incomprensible para muchos lectores. Por ese mismo motivo, es posible que llegue a fatigar.


Nos sentamos en la mesa y comenzamos a comer a la velocidad a la que se tiraban los chicos con las tablas de San Andrés. No había gomas al final de la cuesta. Los chorros de mojo deslizándose por nuestras barbillas, las trenzas aceitosas de meter los pelos dentro del plato, los dientes llenos de trozos de millo y orégano, cagadas de paloma blanca, como llamaba Isora a la comida de los dientes. Y mientras tragábamos yo ya sentía una tristeza como un estampido, una agonía en la boca del estómago, la boca seca como después de haber comido leche en polvo mesturada con gofio y azúcar. En verano no íbamos a poder salir del barrio, la playa estaba lejos. No éramos como las otras niñas que vivían en el centro del pueblo, nosotras vivíamos en medio del monte.
Isora se levantó de la silla y me dijo shit, vamos pal baño. (Pág. 24)

Nos pasamos toda la mañana preguntándole a la gente si nos llevaba pa San Marcos, pero nadie podía. Las viejas eran las únicas que parecía que querían acompañarnos porque estaban que no cagaban con Isora, pero ellas no tenían coche ni sabían conducir y la verdad no nos iban a acompañar caminando por la carretera porque eran casi tres horas de camino y la vereda era muy estrecha, los coches pasaban muy pegado. Pensamos en ir solas. Isora cogió las cosas y las metió dentro de una maleta: la tualla, la crema, los bañadores y unos bocadillos de chorizo revilla y queso. Desde el mostrador Chela nos escuchó los escorrozos en la parte de abajo de la venta porque Isora estaba buscando los tenis viejos y vino corriendo pabajo. Pa dónde carajos van ustedes quisiera saber yo. Pa la playa, bitch, le dijo Isora. Y Chela se quitó la chola de levantar pa lanzársela a la cabeza gritando pa la playa te voy a mandar yo volando, cachopuuuta! Yo me pegué a una de las estanterías donde estaban colocados los jugos lybis llenos de polvo y telas de araña. Isora se escondió detrás de las neveras de los congelados corriendo y empezó a repetir por lo bajito foquin bitch, foquin bitch, ojalás te mueras. Cheee, que está aquí esperando el hombre los duuulces, muchaaacha!, gritó una voz de vieja desde la puerta de la venta. Chela salió escopetada parriba con la chola todavía en la mano. (Págs. 47-48)

Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra. (Págs 94-95)

Con la cara toda llena de churretones llegué corriendo a la altura de Isora. Se quedó mirándome y me dijo ojalá me hubiesen pintado a mí por el día de Candelaria. Parecía más calmada, rara, triste tal vez. Tenía los ojos en el sitio. La cadenita apoyada en el labio de abajo, tan apretada contra el cuello que casi le rajaba la piel. Miraba el piche todo el tiempo, le daba pataditas a las piedras del suelo y suspiraba. Se sacaba las bragas del culo y suspiraba. Llegamos hasta la puerta de abuela y se quedó quieta, con los brazos pegaditos al cuerpo, con los brazos rígidos como dos palos. Shit, tú eres mi amiga?, me  preguntó. Claro, tú eres mi amiga más jarrapa que tengo, le respondí. No, no, ahora en serio. Tú eres mi amiga de verdá?, siguió. Eeeeh, sí, yo soy tu amiga. Pasaron unos gatos amarillos corriendo por la carretera y los miramos, Suspiró de nuevo y se sacó las bragas. Tú crees que mi madre era guapa?, me dijo de repente. Sí, tu madre era muy guapa. En la foto de la mesilla de noche está superguapa. Sí, tenía el pelo como una baba, más liso que yo, me respondió. Y se dio la vuelta y se fue caminando por la calle pabajo. Y yo la observé descender en sisá, con esa especie de cojera que le daba rascarse el culo cada tres pasos. Ya a la altura del cruce se dio la vuelta, despacio, se dio la vuelta despacito como un hombre viejo con bastón y gorra de la ferretería Los Dos Caminos. Shit, acompáñame hasta cas Melva, por fa, que yo siempre te acompaño. (Pág. 124)


Más allá del uso del habla más o menos vernácula, no es desdeñable en absoluto el uso de metáforas y símiles trabajados, con capacidad incluso con ese lenguaje coloquial o vulgar de crear imágenes de gran belleza. Además, la literatura siempre implica transformación, por lo que comporta de eliminación y selección. Así que más allá de la fidelidad a un uso del lenguaje, más allá de la transcripción más o menos realista del habla, lo importante es si esas decisiones lingüísticas cumplen una función literaria y que sea la forma necesaria para que la historia cuaje. En ese sentido, creo que Abreu lo hace bien. La narración en primera persona nos sumerge en un mundo rural de gente de nivel socioeconómico modesto, indicado por los coloquialismos y vulgarismos que dotan la historia de una vivacidad a la que estoy poco acostumbrado con nuestros/as literatos/as locales, más dados a devaneos líricos-existenciales y a yoísmos de poca monta que a literatura con un pizco de calidad. 

Son estos personajes lo que dotan de un atractivo especial a Panza de burro, como Isora, la amiga de la narradora, depositaria de sus afectos y de sus anhelos, con esa incipiente sexualidad tan significativa a lo largo de toda la novela, y los numerosos personajes secundarios que salpican la historia, como Juanita Banana. Es, en este sentido, como Panza de burro más que re-crear, construye un mundo propio, autónomo y autorreferencial, por más que esté basado en las vivencias de la autora. Es, por tanto, un triunfo de su escritura que haya logrado crear ese ecosistema tan singular, esos personajes con esas visiones del mundo tan ligadas a unos patrones socioculturales de las que no son conscientes (como no lo suelen ser las personas en el mundo real). Es en ese sentido en el que puedo apreciar una labor política: la visibilización de aquellos de los que apenas leemos y casi nunca escuchamos, y que cuando se les enfoca es para resaltar el pintoresquismo que tendemos a atribuirles. Son aquellos/as que no cuentan, esa parte que, como dice Rancière, no tiene parte, que no cuenta para la asignación de puestos, para la distribución del poder social, siempre a la sombra, siempre bajo el mando, de los que sí cuentan.

En cuanto a la historia en sí, es más bien una sucesión de escenas. No es una historia en tres actos convencional de planteamiento-nudo-desenlace, con unidad de acción. Así, la novela puede interesar más a unos/as que a otros/as ya que a las dificultades de la lectura se le suma la dispersión argumental. Quizá la intención de la autora ha sido precisamente esta, la de hilar escenas dispares pero que apunten a uno o varios sentidos unificadores: la amistad, el sexo femenino preadolescente, la percepción del propio cuerpo, las relaciones familiares con los adultos, etc. Así, la escritora apunta a asuntos que, por la propia estructura de la novela, no alcanza a desarrollar. Es difícil, entiendo, señalar matices y desarrollar posibilidades latentes y al mismo tiempo mantener el vigor de la cadencia narrativa de Panza de burro.

PARA TERMINAR: olvidándonos de las reseñas palmeras por las que parece que cualquier novela, incluida esta, es un hallazgo artístico de resonancias interplanetarias constitutivo de hitos históricos, vale la pena leer Panza de burro. Una novela notable, que sin ser original en cuanto a la forma y al uso del lenguaje popular, sí demuestra una reflexión acerca de él y un trabajo de elaboración que se materializa en un convincente desafío lector. Además, ofrece un punto de vista singular con sus personajes, absolutamente convincentes, no exento de crítica social. En mi opinión, Abreu es una autora con personalidad literaria propia cuyo itinerario novelístico habrá que tener en cuenta a partir de ahora.





P.D. Otras reseñas, aquí y aquí
P.D. (2) aquí













miércoles, 15 de julio de 2020

'Quédate este día y esa noche conmigo', de Belén Gopegui

Leyendo los artículos de Nora Navarro en la hojilla cultural de La Provincia, uno se da cuenta de las inmensas dificultades del ejercicio de su profesión. Dificultades de deslinde, precisaría yo, entre la actividad por la que cobra, periodista del medio en cuestión, especializada en eso que suele llamarse Cultura (pero que mañana mismo puede pasar a Deportes o a Sociedad), y su afición por escribir artículos en los que plasma sus impresiones de lectura de una obra determinada. Podríamos señalar que el trabajo de periodista cultural no incluye, ni mucho menos, la actividad de reseñadora, más bien la repele, porque los intereses son divergentes.

Me explico: como periodista (cultural), Navarro puede y debe conocer a escritoras/es, artistas, editores/as, galeristas, agentes, representantes, concejales/as y consejeras/es, gerentes de instituciones culturales y demás gente del mundillo artístico-cultural de mejor o peor vivir. En ese sentido, unas buenas relaciones en las que además de empatía y simpatía pueden intercambiarse favores veniales conforman la actividad cotidiana de cualquier periodista. En cambio, como reseñadora, Navarro podría encontrarse ante una obra que considerara detestable, o que le gustase regular (lo mismo podría aplicarse a un/a crítico de arte). Es aquí cuando su opinión como reseñadora-crítica podría entrar en colisión con su actividad como periodista cultural. ¿No le importará molestar a la autora? ¿Y a la editora? ¿O con la consejería/concejalía que subvenciona la obra o que le ha concedido un premio? ¿Y si dentro de un tiempo tiene que entrevistar a alguna de las partes implicadas? ¿O pedirle un favor porque alguna de ellas conoce a alguien que le interesa? Menudo dilema: su opinión de lectura puede perjudicar el ejercicio de su profesión. ¿Qué hará, entonces, "luchar contra un piélago de calamidades" y emitir su opinión sincera e informada o, siendo "más descansado para el ánimo", escribirá lo que sabe que le beneficiará o que, al menos, no le ocasionará contrariedades?

Ignoro cuál es la respuesta particular de esta periodista y de aquellos/as en posición similar a la suya, pero sí que parece que es general, y hasta cierto punto lógico, que la mayoría se decante por "no cerrarse puertas". Dicho de otra manera: una manera de esquivar el dilema es reseñar sólo aquello que les gusta. O decir(se) que es eso lo que hacen. Además, no es descabellado pensar que, aun siendo socialmente casi irrelevante, esta posición en un medio consolidado como un periódico local otorga cierto status de "conseguidor(a)". Es decir, dentro de ciertos límites, puede ejercer el poder de decidir qué obra se visibiliza para el mundillo lector. Aunque en cuanto a número de lectores, su influencia social sea reducida, su prestigio dentro del mundillo artístico es consistente por ser esa especie de portero/a del campo cultural al que, sobra decirlo, no todos/as tienen acceso. Quizá sea poca cosa para nosotros, pero para algunas personas eso no tiene precio.

Estos dilemas son extrapolables, claro está, a la crítica teatral, musical, pictórica, escultórica, cinematográfica, etc. Al fin y al cabo, no deja de constituir un conflicto de intereses, pues se corresponde con actividades diferentes que concurren en la misma persona o profesión. Problema grave que sólo puede ser resuelto mediante la necesaria división de funciones entre el/la periodista cultural y el reseñador/a, además de un plus ético que vamos a dar por supuesto. El medio de comunicación, en consecuencia, tendría que contratar a una persona específica o, por el contrario, evitar publicar reseñas en absoluto. Pero, ¿cómo resistirse a ser influyente?









En otro orden de cosas, la novela que hoy traigo aquí tiene el hermoso título de Quédate este día y esa noche conmigo, de Belén Gopegui. Novela de historias enmarcadas cuya singularidad es que toma como forma principal una carta de solicitud de empleo a Google, (es decir, a Alphabet, que es la corporación matriz).  Pero es una solicitud peculiar en todos los aspectos por ser obra de dos personas (los protagonistas, Olga, que es una especie de mentora, y Mateo, joven y, por tanto, novicio), por el formato (una narración en el que se combinan la segunda y la tercera persona) y por la extensión (más de cincuenta mil palabras: la novela, en sí, casi en su totalidad). 

Como es evidente, todo este artificio metodológico es la forma en que la autora construye esta novela dividida en dos partes, con una introducción, ambas, por el receptor de la solicitud en Google, y con la que pretende darnos cuenta de un montón de asuntos de relevancia moral y social, que es lo que la convierte en estimable. Gopegui sabe ir más allá de los lugares comunes gracias a un conocimiento bastante profundo de las repercusiones del dominio de las grandes compañías especializadas en big data y en el control de los usuarios. Resulta un signo de los tiempos que esa carta, esa solicitud con carácter de manifiesto, vaya dirigida a una gran empresa, como antes era dirigida al césar o al rey. O como dice en la reseña a la que enlazo más abajo (*), a Dios. También podemos pensar que en un mundo en el que la opinión de los individuos no cuenta nada (si es que alguna vez contó) solo es relevante su huella digital o sus hábitos mensurables para poder comerciar con ellos o convertirlo en target de alguna campaña de marketing. Según algunos autores, esta reconducción del capital desde las manufactura a los datos, igual que a las finanzas, es un signo de la veracidad de la teoría de la caída tendencial de la tasa de ganancia del capital (véase, por ejemplo, La tragedia de nuestro tiempo, de Andrés Piqueras). En cualquier caso, el demos solo es tomado en cuenta como objeto de manipulación y de extracción de renta.

No obstante, Gopegui va más allá de la novela de tesis, de la mera ejemplificación en clave literaria de una teoría o de una visión. En la novela se encarnan problemas y dilemas morales y vitales que experimentan (o podrían experimentar) los seres humanos en unas circunstancias específicas. En este caso, una sociedad de capitalismo posfordista, casi inmaterial, de disolución de lazos humanos y de fulgurante atomización social. O sea, la nuestra. La injusticia de fondo que acompaña y es causa de la desigualdad social en ascenso y la permanencia del vínculo entre empleo y valía junto con la cada vez mayor dificultad para acceder a lo primero ocasiona innumerables problemas psicológicos y sociales que encuentran su reflejo en las trayectorias personales erráticas y precarias, por no decir algo peor, de innumerables individuos. Hasta qué punto podemos identificarnos o no con los personajes es cuestión de cada uno, es evidente, pero me atrevo a señalar que las reflexiones de los protagonistas enlazarán en un punto u otro con las nuestras, a poco que hayamos sido capaces de hacerlas y no nos hayamos suicidado después. Esto, que considero virtud, puede hacer que algunos abandonen la lectura. 

No obstante, contra el cálculo y el determinismo logaritmizado, los personajes se preguntan y reflexionan sobre qué nos hace humanos, específicamente humanos, y no máquinas o robots. En qué medida somos programados o moldeados por los genes y la cultura o en cuál es posible que triunfe la voluntad. Cuál es, en definitiva, la capacidad de tener libre albedrío, con su casi infinita serie de consecuencias. En este sentido, Olga y Mateo, pese a su proyecto común plantean preguntas y formulan objeciones desde posiciones vitales y morales diferentes y, a veces, opuestas. Un debate ante el que el público lector tiene difícil mantenerse al margen, pese a la posibilidad de ir decantándose en momentos distintos por opciones contradictorias.

En este contexto de densas implicaciones sociales y morales, Gopegui es capaz, a pesar de todo, de sacar brillo a la lengua. Consigue, al mismo tiempo, evitar la mayor parte del tiempo que la literatura ceda terreno a la moralina. En mi opinión, un mérito nada desdeñable pues este error de modo simultáneo restaría verosimilitud a la historia y credibilidad a las reflexiones subyacentes. Solo podría señalar como objetable el tono de algunos diálogos, que comienzan un tanto acartonados. Es decir, no surgen (no dan la impresión de surgir), digamos, de manera natural, sino que se notan creados ex profeso, de manera artificiosa.


Mateo tiene veintidós años y vive una moderada vida secreta desde hace tres. Claro, vas a decir que descrees del secreto. Es casi imposible ahora que tanto tú como las nuevas plataformas etiquetan, ubican y terminan por fraguar un mismo perfil para la familia, amigos y amigas, jefes. Sin embargo, los seres humanos se encienden en secreto, florecen en la oscuridad, maduran en secreto. (Pág. 27)

El estudio, en cambio, ha producido la siguiente conclusión: el paro hace que se rompa algo; eso que se rompe provoca en la persona parada una incapacidad para comprender tanto el valor del mérito como la retribución según el mérito. Los autores del estudio dicen que las personas en paro se han vuelto incapaces de comprender algo que es real. Olga y Mateo le dan la vuelta: no se les estropea la capacidad de comprensión: más bien se les enmienda. Como una operación o unas gafas, el paro corrige la visión borrosa de los parados. Esa silueta que de lejos tenía forma de meritocracia, ahora es simplemente una mancha en la pared, Superman no va a venir y soñar cansa. (Pág. 49)

Cuando Mateo mira a la chica haciendo como que mira su móvil, piensa en toda esa monotonía, ese cansancio, ese no estar en otra parte y no tener ni un sombrero ni un caballo ni una nube, ese abrir el puesto antes de que sus horas de trabajo empiecen a estar remuneradas, cerrarlo, limpiar y echar las cuentas y colocar las cosas cuando ya su jornada supuestamente ha terminado, el insecticida, el servicio sin espacio para cerrar la puerta, el desinfectante, soportar las bromas pesadas del jefe, su presión los días en que se ha vendido poco, esas mañana cuando, pese a no haber dormido apenas pues algo le ha sentado mal y aún tiene el estómago revuelto, debe sin embargo volver al mismo olor, reprimir la náusea si no quiere perder el trabajo; y el miedo, y el desconsuelo de saber que siente miedo de que puedan echarla de un sitio así. Mateo se pregunta si eso que es padecimiento o dolor podría ser también una especie de entrenamiento. Entrenarse para evitar que vuelva a suceder. Entrenarse como si cada día al salir de casa la chica o él se toparan de frente con la pintada que conocen aun sin haberla visto nunca: "No tienes la menor oportunidad, pero aprovéchala". (Pág. 57)
 
¿Qué dicen los seres humanos, Google, cuando dicen "yo"? ¿Quién les dio sus recuerdos? Nadie gobierna sus naves. Hojas mecidas por el viento, el rumor de la sangre, el latido, el golpe de la ola, lamer la arena e irse una y otra vez. (Pág. 88) 

 
En definitiva, una novela seria, una novela moral (¿hay acaso novela digna de ese nombre si no lo es?) que nos sale al encuentro a cada paso (qué hemos sido, qué seremos, qué hemos hecho y qué haremos), vestida con una prosa eficaz, brillante en momentos puntuales. 

Aun habiendo escrito todo esto, quedando claro que la recomiendo, siento que algo importante se me queda atrás. Léanla, entablemos un diálogo y quizá así le pidamos trabajo a Microsoft.