sábado, 30 de enero de 2021

'El testigo ocular', de Ernst Weiss

Tengo la impresión de que las valoraciones y los comentarios de los lectores en Amazon ejercen una influencia mayor en la recepción de una novela que la mayoría de los blogs literarios, por mucho prestigio que posean (como este), y, sin duda, que los cuadernillos culturales de los periódicos de fin de semana. Se reúne allí, en el gran centro comercial digital, una ingente masa lectora que, en esta era de la democratización del gusto y de la cultura, no duda en atreverse a puntuar y comentar las obras literarias. Con gran desparpajo. No seré yo quien se ponga vargallosiano para clamar contra la supuesta vulgarización de la literatura y de la cultura, y de la crítica literaria, a estas alturas de modernidad, posmodernidad y postposmodernidad. Simplemente, me limito a compartir con Vds. la impresión de que Internet ha saltado por encima de los guardianes y de las vallas del campo cultural, que está ahora repleto no solo de artistas, editores/as y agentes literarios, sino de bibliófilos, de lectores aficionados/as, de advenedizos/as, surfistas rubiales, libreros de retales y de cualquiera que pase por ahí. 

No obstante, esa impresión de realizar un acto significativo, es decir, el votar y puntuar como si uno ejecutara un supremo acto de relevancia cósmica se acomoda, claro está, a los intereses de la empresa que alberga aquellos. No olvidemos nunca que en un referéndum, por ejemplo, el poder de plantear la pregunta es quizá lo más relevante. Es por ello que siempre desconfío de las maniobras de carácter político, social o cultural de una empresa, cuyo interés primordial es la obtención de beneficios y, en el caso de Amazon, encaramarse siempre que se pueda a una posición monopolística o monopsonista. Si los libros digitales son baratos, o más baratos que antes no implica otra cosa que a Amazon no le cuesta apenas venderlos y que el pago a los/as autores/as es mínimo, por supuesto. Así, de paso eliminas a la competencia. Es decir, a las librerías.

Por otro lado, el gusto mayoritario no indica otra cosa que el gusto mayoritario, sin atender de forma necesaria otros parámetros como su supuesta calidad, innovación, vanguardismo, experimentación, etc. El gusto mayoritario, casi por definición, es conformista y conservador. Le gusta lo que ya ha probado, ansía aquello por lo que ya ha sentido satisfacción. De ahí, las continuaciones, trilogías, pentateucos, sagas, spin-offs, etc. en todas las modalidades artísticas narrativas: literatura, cine y televisión. Por un lado, el deseo de crear algo original y valioso, tal vez crítico. Por otro, la supervivencia. A veces, se establecen buenas relaciones de compromiso. La mayor parte de las veces, no lo parece.

Como señalan algunos estudiosos, eso siempre ha sido así, pero antes de Internet, existía mayor margen para la innovación y la exploración en géneros y estilos minoritarios. Internet y las fusiones y absorciones de las editoriales han acotado el campo de manera notable y ostensible. Hoy en día, si uno hace un muestreo por charlas de Twitter, Facebook, de blogueros, instagramers y youtubers, encuentra vampirismo, novelas de amor, guerras de galaxias, detectives chusqueros, más novelas de amor, monstruos lovecraftianos y zombis, muchos zombis. Por no hablar de esos productos novelísticos asignados al famosito/a de turno, que, de repente, nos sale escritor/a. Aun así, todavía encontramos editoriales pequeñas que editan literatura algo diferente, lo que es de agradecer. A nivel local, las editoriales no pueden sino apostar porque tampoco hay mucho donde elegir. En realidad, publican todo los que les pongan por delante, animados por un complaciente periodismo cultural que sigue anclado en esa concepción del arte y la literatura como algo sagrado de lo que se erige en sacerdote, cuando no en profeta. Ambos roles, claro está, resultan anacrónicos.




Los que no hemos sido participantes de ninguna guerra no podemos comprender del todo, pese a las innumerables películas sobre la II Guerra Mundial o de los relatos de nuestros abuelos de la Guerra Civil, qué pudo significar para un demócrata significado que las tropas de Franco entraran en su pueblo o ciudad, o que para un judío la Wehrmacht y las Schutzstaffel entraran en el suyo. O qué impresión suscitaban las detenciones en la Argentina de la Junta Militar, o en el Chile de Pinochet. O enterarte de que tus vecinos hutus buscaban a tutsis como tú para matarlos a machetazos. Y mil ejemplos más a cual más pavoroso.

Recordamos a Walter Benjamin, o a Antonio Machado o a García Lorca y tantos otros. Intento reproducir mentalmente esa sensación de espanto e indefensión que significó para tantos judíos ya avisados del horror hitleriano la entrada de las tropas alemanas en París, por ejemplo. La brutalidad planificada, la matanza sistemática, la institucionalización del horror bajo una ideología u otra, bajo un régimen u otro hasta convertir a hombres y mujeres en mera pulpa, en carne violentada y en huesos quebrados. La humillación, el aplastamiento, el aniquilamiento final.

En El testigo ocular, de Ernst Weiss (traducción de Alfonsina Janés), lo que comienza por una rememoración autobiográfica del protagonista, un médico y psiquiatra alemán (lo que lleva, si uno ha leído su obra, a recordar a Chéjov y a Bulgákov, escritores-médicos, por citar los primeros que me han venido a la memoria), en la que se recrea durante buena parte de la novela, da paso en su último cuarto a narrar sus vicisitudes tras la caída del régimen de Weimar y el ascenso al poder ejecutivo del partido nacionalsocialista y de Hitler. Este había sido paciente en las postrimerías de la I Guerra Mundial del protagonista, quien le cura una ceguera causada por un trauma.

Es una narración firme, por momentos y escenas, poderosa. No obstante su estructura parece un tanto descompensada la novela en cuanto al volumen que se dedica a la infancia y adolescencia del protagonista en comparación con las consecuencias históricas de su cura a aquel cabo, siempre llamado A.H. En cierto modo, puede entenderse como una novela de formación, al menos en su primera mitad. También hay que señalar que junto con personajes descritos con notable perspicacia, como "el Káiser de los locos", su padre o su madre, otros resultan más desdibujados como su mujer,  Helmut, hijo del Káiser o Heidi, la última mujer de su padre. 


Lo que veía y aprendía me encantaba. Me encantaba de otra forma muy distinta, pero igualmente profunda, si se me permite hablar así, que el acongojante embeleso al soñar con Katinka desnuda; era el día comparado con la noche. Me hacía bien. Ahora el remar y el nadar me atraían mucho menos que al principio; no podía apartarme de mi trabajo. En una ocasión, charlando con Kaiser, comparé la disposición de las células, que estaban relacionadas de forma misteriosa, rítmica, planificada (si bien nadie era capaz de desvelar el enigma, nadie comprendía el ritmo y nadie había descubierto todavía el plan, aunque fuera sólo en una profundidad de un milímetro y en una amplitud de un milímetro cuadrado), con la de la Vía Láctea, que podía ver por la noche desde mi cama cuando abajo, en la terraza junto al lago, la música y las risas no me dejaban dormir. Mi maestro estaba muy en contra de tales comparaciones. Atenerse estrictamente a lo que es, ignorar todo lo que no es, éste era su lema. Las células nerviosas eran una cosa y la Vía Láctea era otra cosa distinta. Él era un especialista en lo uno y un ignorante en lo otro. (Pág. 94)

Uno no desciende hasta la masa sin haberse quitado de encima los escrúpulos y la conciencia que ennoblecen al individuo. Nosotros queríamos actuar con los antiguos métodos en una época nueva en la que los siervos se habían convertido en amos y en que la fuerza lo era todo. Era fuerte quien conseguía más votos. Con la verdad era difícil ganárselos. Sin algo de mentira es imposible hacer política, pero nosotros intentábamos salir adelante ocultando un mínimo de verdad. En el bando nacionalista no había mentiras suficientemente grandes. Sí, la magnitud de la mentira, las inimaginables exageraciones y embustes tenían que asegurar el éxito, y lo aseguraban. Sus fanáticas mentiras tenían éxito. Nuestras verdades a medias, no. (Pág. 178)

En cuanto se produjo la toma de poder, se soltó una increíble y cenagosa corriente de denuncias. Los padres denunciaban a sus hijos, los hijos a sus padres, y las mujeres a sus maridos, con la esperanza de obtener ventajas del nuevo régimen o simplemente por deseo de vengarse, por odio, por la bajeza de su carácter. Ahora la bajeza estaba a la orden del día, y quien no se había querido inclinar ante las zapatillas de seda blanca del Papa de Roma o ante el pomo de la espada de un mariscal en el viejo cuartel general del Imperio alemán, ahora besaba con arrobo las suelas de aquel hombre a quien muchos aún recordaban como vagabundo en las calles de Viena. Pero precisamente el hecho de que hubiera sido tan poca cosa, de que hubiera salido del fondo cenagoso, efervescente y silencioso de la masa, era lo que hacía que le tuvieran tal aprecio, y le adoraban. Ya no era, como se había gloriado al principio, el san Juan Bautista de un futuro Jesús, que anunciaba a son de tambor a un héroe que iba a venir, ahora era mesías y guerrero. Ellos se inclinaban voluptuosamente ante él, a quien el milagro había sacado de la nada para convertirlo en soberano. Yo conocía el milagro en sus fuentes, pues era quien le había infundido la fe en sí mismo como si fuera un milagro divino. (Pág. 192)

La pasión que enardece al protagonista, sin duda un trasunto de Weiss, a la hora de relatar la caída del régimen y la hipnosis colectiva de buena parte de la población puede que sea un obstáculo para que dicho relato cuaje del todo, como si algo esencial se le escapara para dilucidarlo de forma óptima. Quizás su insistencia en la masa y en la subalma, explicaciones que oscilan entre lo psicológico y lo metafísico, nos birla una explicación más sutil, aunque es propio de la época -trágica y convulsa- en la que se escribió la obra (recordemos a Ortega y Gasset, sin ir más lejos). Por otro lado, la exposición de las miserias pequeñoburguesas, de su profunda mezquindad y grosero materialismo sí que resultan convincentes. Además, gracias a esa misma pasión y a su interés por escudriñar las veleidades psicológicas de aquella Alemania derrumbada, nos hacemos una idea cabal de ese periodo, preludio de una guerra y de un genocidio pavorosos.

No deja de resultar inquietante establecer, por forzados que sean, los paralelismos entre el desarrollo y la impunidad de la mentira política del surgimiento de los fascismos y el auge de la extrema derecha en el siglo XXI. El período Trump y la reemergencia en España de la ultraderecha nacionalista y catolicista nos demuestran que se puede seguir ganando los corazones de las personas a base de combinar la tecnología, el resentimiento y el embuste sin parar en mientes.

En fin, es posible escribir en una misma frase que una novela impresionante no es redonda. Es el caso de El testigo ocular.





martes, 19 de enero de 2021

'Kraft', de Jonas Lüscher

No es infrecuente que un libro, escrito de forma correcta y con una tesis de fondo con la que incluso podemos simpatizar, nos aburra. Quizá las expectativas se tornaron demasiado altas cuando, como es habitual, a uno le hayan contado que ha sido premiado y requetepremiado, y lo mejor que se haya dicho de él es eso mismo.

Tal es el caso de Kraft, de Jonas Lüscher, caracterizada según la editorial (Vegueta Ediciones) como "universitaria, sátira erudita y dura crítica contra el capitalismo". La verdad, no se me ocurre nada peor para anunciar una novela. Lo de la literatura, y el mundo del Arte, en general, y la "crítica contra el capitalismo" es para partirse de la risa o, al menos, para la mueca sardónica. Resulta aporético que una crítica contra el capitalismo desde instituciones capitalistas, de tal modo que la misma crítica es absorbida y, por tanto, anestesiada por el sistema que la cobija y la ventila. Así, en general, el arte subvencionado por las instituciones públicas. Así, en concreto, el arte patrocinado o esponsorizado por instituciones privadas con ánimo de lucro. Las dos censuran, las dos crean clientela, las dos son cónyuges de conveniencia con el mundillo del arte. Ya es hora de ir buscando una tercera vía que, solo apunto, podría ser paralela a la de la gestión de los medios de comunicación: no solo privado, pero no solo estatal, sino público, entendiendo por esto la gestión y participación ciudadana motivada no por ánimo de lucro ni por los intereses del partido de turno. 

A mayor abundamiento, y aunque nos desviemos un poco del asunto, cada vez que anuncian una exposición de arte en el CAAM o, ya puestos, en el Reina Sofía o en el Thyssen anunciada como "crítica" contra "la sociedad de consumo", contra "la mercantilización de la cultura" o cualquier frase de esas, es para maravillarse o ante el cinismo o ante la ignorancia, en especial cuando se considera, a estas alturas y con la que ha caído, que el museo sigue siendo el lugar donde una obra, corriente o expresión adquiere el rango de artística.




Pues Kraft es, más que anticapitalista, explícitamente antineoliberal, aunque de un modo tan obvio que le resta contundencia: la crítica no se ejemplifica a través de las consecuencias en los personajes de determinadas políticas o ambiente social, sino a través del discurso de un narrador omnisciente. No digo que a veces tenga su gracia la ironía o la crítica, pero en muchas otras no solo resulta un tanto panfletaria, sino panfletariamente aburrida. 


Estaba convencido de que aquél era su deber, y las palabras de Reagan le habían insuflado la valentía de un león. Se sentía dispuesto a salirle al paso a una horda de comunistas desatadas, a pecho descubierto, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual. En aquel entonces, las redes sociales y el Internet móvil no se habían inventado, nadie se podía imaginar algo semejante, y tal vez fuese una suerte, porque, de esa manera, los dos amigos no supieron de los dramáticos acontecimientos que se iban a producir en la Nollendorfplatz. De haber sido así, Kraft no habría podido detener a István, que habría acudido allí, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual, exponiéndose a una lluvia de adoquines de la que habría salido, a lo sumo, eso es cierto, con un ojo morado. En cambio, conocían por los periódicos el lugar en el que iba a desarrollarse la manifestación de mujeres, la única que las autoridades, en su celo, no habían prohibido terminantemente. (Pág. 47)


Tal vez Kraft habría comprendido mejor la supuesta torpeza de sus interlocutores para entender aquel concepto si se hubiera dignado leer la obra del economista liberal de izquierdas, que apostaba por la demanda, J.K. Galbraith. Éste contaba que, en su juventud, la teoría de Trickle-Down era conocida como la teoría de la mierda de caballo: si uno mete suficiente avena en un caballo está claro que, antes o después, la parte posterior del animal dejará caer sobre el pavimento algo con lo que los gorriones se pueden alimentar. Pero Kraft no leía este tipo de libros. Por lo tanto, seguía cantando en un tono demasiado alto su himno al bienestar, un bienestar que caería sobre todos, desde el séptimo cielo del libre mercado, como una cálida lluvia tropical; razón por la cual, en la Freie Universität, empezó a ser conocido sarcásticamente como "el hacedor de lluvia". Por supuesto, aquel sobrenombre iba en contra de su deseo de agradar. Las cosas no son tan sencillas... Nada es fácil... Nunca lo ha sido y nunca lo será. (Págs.134-135)

 

El mal, por lo tanto, debe existir... y EXISTE... sin lugar a dudas. Ahora hay que explicar por qué el mal no es, ni mucho menos, tan malo. Tal vez debería pasar directamente a la great chain of being... La idea de la cadena es buena, trae a la mente algo mecánico, eslabón a eslabón se crea una estructura sólida y clara. Paso a paso. Si uno dispone de una cadena, puede remontarse, eslabón a eslabón, hasta su origen, donde se produce un punto de inflexión, la brecha del conocimiento, y choca contra la roca madre que es la verdad última. (Pág. 201)


Las andanzas del personaje principal no revisten tanto interés al leerlas como entusiasmo manifiesta el autor al escribirlas. Aprecio regocijo, pero también verborrea, al relatarnos la evolución que va del estudiante universitario thatcherista al Kraft profesor universitario y sentimentalmente fracasado. Es difícil encontrar una frase estéticamente valiosa, y, aunque una traducción (a cargo de Roberto Bravo de la Varga), no se refleja en ella que el autor se preocupe tanto por el lenguaje como por el mensaje. A este respecto, es oportuna la comparación con Peter Stamm, también suizo germano parlante, que, con una prosa mucho más sobria (nos atenemos a las traducciones de José Aníbal Campos), alcanza una intensidad sentimental mucho más poderosa, y cuyas reverberaciones de índole cognitiva no son menores, a pesar de que la carga filosófica explícita de Kraft es mayor.

Es por ello por lo que insisto que suele ser más efectivo contar que explicar, dejar que, mediante la la narración, el lector o lectora llegue a sus propias conclusiones, y no que se la sirvan en una bandeja escolar, con cada ración de pensamiento en su hueco correspondiente. Hay más maneras de argumentar y de apoyar una tesis que mediante una novela. En esta, y no digo que Kraft no esté correctamente escrita, como señalé al principio, el contenido desequilibra la balanza respecto de la forma. Esto, que en otras circunstancias, podría no ser decisivo, aquí se ve radicalizado por la escasa originalidad de la tesis: el neoliberalismo es malo, sus apóstoles, errados o locos. Las grandes emporios tecnológicos con sede en Silicon Valley son aspirantes a dictadores en traje hippy. Muy bien, pero que aunque, a grandes rasgos y en alguno pequeño, uno pueda estar de acuerdo, la forma de comunicarlo no puede ser simplona, porque no lo son ninguna forma de capitalismo ni ningún otro sistema económico o político ni, ya que estamos, las consecuencias de los avances tecnológicos. La realidad consta de mil matices por lo que la sutileza y la prudencia nunca llegan demasiado temprano.