miércoles, 23 de septiembre de 2020

'Exhalación', de Ted Chiang

La escritura a veces se vuelve una tarea penosa porque (esto es un lugar común) las palabras apenas aciertan a plasmar los sentimientos y las intuiciones que uno desearía poder comunicar. La oralidad, que también tiene esta dificultad, implica por su espontaneidad (salvo que sea un discurso preparado) menos esfuerzo, menos desgaste: solían evaporarse una vez dichas. Bueno, eso era antes. Ahora, en esta época todo se graba, se quiera o no, para difundirlo por las redes sociales o para hacer chantaje. Escribir una entrada de este blog de reseñas me lleva horas, mientras que leerlo les puede llevar apenas diez minutos como máximo. A esto, súmenle el tiempo que tardo en leer el objeto de la reflexión. Si siempre obtuviera placer estético e intelectual, no sería un costo, sino más bien una ganancia. En cambio, como bien saben, en demasiadas ocasiones la lectura de las obras que reseño aquí son más bien una tortura.

Digo todo lo anterior porque de vez en cuando (esto debería ser una buena noticia para las víctimas de mis críticas) me planteo la posibilidad de dejar de escribir estas reseñas, de cerrar este blog que en noviembre cumplirá cuatro años. En realidad, siempre he considerado el Polillas al anochecer como un servicio público. Si me han leído a lo largo de estos años, saben que albergo presuntuosidad con esta afirmación. No obtengo beneficio alguno: ni profesional ni social. A diferencia de otros críticos-blogueros, nunca albergué un plan b por el cual pudiera intercambiar mi supuesta influencia en las redes por algún tipo de ventaja. 

Este servicio público es, en realidad, muy simple: escribir con alguna argumentación lo que pienso sobre la literatura, sobre las novelas que me apetece leer y, en especial, medir la distancia que había entre las reseñas que leo y lo que opino. Respecto de la creación local y nacional, pretendo ir más allá del elogio encendido, del saludo empalagoso, de la hipóstasis de la literatura y de la cultura en lo que se refiere al ser humano y a la sociedad; reflexionar sobre el papel de los reseñadores/as, de los críticos/as, de los/as periodistas culturales, sobre nuestra propia posición como lectores/as (o escritores/as). En fin, siempre se ha tratado de cuestionar, aunque fuera de modo superficial, por qué algunas cosas son como son y de pensar cómo podrían o deberían ser, tal vez. 

No importa que los medios de comunicación sigan publicando las mismas chorradas, que las figuras del campo literario sigan hablando y escribiendo de libros "imprescindibles" o "necesarios", que todo sea maravillosismo y buenrollismo y amiguismo e intercambio de favores. No importa que los que tengan algo que decir, callen, que los malvados estén llenos de energía y los buenos estén agotados y esperen tiempos mejores. O simplemente que no sean capaces de superar su pusilanimidad. En la medida de las posibilidades de blogs como este, intento que se respete al público lector, y eso solo se puede hacer aplicando la parresía, el hablar franco y veraz en el campo literario y en el cultural. Y, si se tercia, en cualquier otro.

Seguimos:




Ted Chiang, según he leído aquí y allá, es un escritor de ciencia ficción que disfruta de gran prestigio. Ese prestigio se sustancia en haber ganado un montón de premios Hugo y Nebula y en que de un relato suyo se ideó la película La llegada, que a su vez obtuvo gran éxito de público y crítica. Yo mismo solía consultar la lista de premios Hugo y Nebula allá en mi tierna juventud, ya que eran referencias obligadas para cualquier lector del género con algo de afición. Debo reconocer que, a pesar de algunos títulos excelentes, a mi parecer la lista de títulos ya no comporta la misma seguridad de calidad que entre los años 50 y 80. También es cierto que no les presto la misma atención.

Pues bien, Exhalación es un conjunto de relatos, traducidos por Rubén Martín Giráldez (sí, el autor de Magistral), de variada temática y tono. También, de variado interés. Desde un relato de sabor oriental tipo las Mil y una noches, con narraciones enmarcadas, hasta una inmersión en el desarrollo de inteligencia artificial en mundos virtuales pasando por la reflexión sobre la repercusión en los seres humanos de artefactos y gadgets, de aire Black Mirror. Hay de todo y para todos.

En mi caso, el interés por los relatos fue decreciendo hasta dejar el último a medio leer. "No eres tú, soy yo", suele decirse en las rupturas sentimentales. Como la literatura es, entre otras cosas, también un tipo de relación así, son las palabras que me vienen a la mente. El punto de inflexión fue el relato central, el de mayor amplitud, que algunos han considerado el mejor, que aunque se lee bien, no me parece original en el objeto ni en el tratamiento. Inteligencias artificiales que se desarrollan tuteladas por humanos, que se implican emocionalmente con ellas. Antes, El comerciante y la puerta del alquimista me pareció magnífico y hermoso, por el lenguaje, la trama y las conclusiones, aunque creo que no solventa del todo los problemas inherentes a los viajes en el tiempo y a las paradojas temporales. En este caso, creo que da igual. Exhalación también me parece estupendo: corto, elegante en su tratamiento del lenguaje, con ciertos matices científicos, y sugerente. Lo que se espera de nosotros es una reflexión literalizada, sin más, sobre el libre albedrío. A otros lectores les ha parecido más de lo que me ha parecido a mí, no obstante.

Mi interés declina a partir de El ciclo de vida de los elementos del software, como ya señalé antes. Es el relato que no sé si se le hace grande o se le queda pequeño. Hay asuntos que quedan sin desarrollar, como las relaciones personales de los dos personajes humanos principales y una resolución con respecto a las IA que me parece prematura e incompleta. No me deja satisfecho, ni de lejos, aunque, repito, se lee con agrado. Después de un par de relatos, Ónfalo rompe la tendencia, y vale la pena subrayarlo, porque ofrece una visión religiosa de la ciencia y una visión científica de la Creación que me parecen singulares. El último, el que aún tengo a mitad, es un sondeo de las posibles consecuencias de la existencia de universos alternativos y de la interacción entre ellos.

En cualquier caso, Ted Chiang (y su traductor, Rubén Martín Giráldez) ofrece un lenguaje claro y preciso, no exento de sutileza y preciosismo cuando lo considera necesario. A este respecto, no tengo nada que reprochar, salvo que segundas lecturas me convenzan de lo contrario. Para terminar, me parece un conjunto de relatos irregular, aunque nunca deficiente. Para que me entiendan: son todos buenos, o más que buenos, pero no todos sobresalientes (como el primero, por ejemplo). Como lector, siempre deseo lo mejor.



P.D. Una reseña en vídeo, que no da vergüenza ajena, como suele ocurrir con los booktubers habituales, aquí. En medios tradicionales, he encontrado esta, y esta (con Rodrigo Fresán a los mandos) que ponen al libro y al autor por las nubes.











  



domingo, 13 de septiembre de 2020

'La ballena', de Paul Gadenne

 Las dos últimas semanas han sido muy valiosas: hemos descubierto, se ha caído el velo, que nosotros, los canarios (como los españoles, en general) no somos un pueblo acogedor ni hospitalario. Tampoco, sabio. Con ese tono paternalista con el que se dirigen a los gobernados y dominados, los que gobiernan y dominan, con la irrupción del turismo y la fabricación de nuestra comunidad como resort para los alemanes, británicos y escandinavos, fueron moldeando un relato vía medios de comunicación por el cual los/as canarios/as y Canarias eran afables, corteses y hospitalarios con los extranjeros: una manera de construir pueblo adecuado al nuevo negocio, al emergente cuasimonocultivo del que iban a depender los ingresos de una incipiente élite empresarial y al que se iba a adherir nuestro patriciado tradicional.

También hemos descubierto que cuando la xenofobia, el racismo y la aporofobia se manifiestan mediante un editorial de uno de los periódicos más importantes (que no es mucho decir) de nuestra Comunidad, todos aquellos que se desgañitan casi a diario (columnistas, intelectuales, políticos y artistas) criticando esto o aquello (muchas veces, con razón), sobre todo si se dirige contra conceptos o contra entidades lo bastante abstractas para no molestar a nadie concreto, enmudecieron de súbito. Tampoco, cuando esta alcaldesa o aquel alcalde se empeñaron en subrayar la "mala imagen" o "el deterioro" por haber alojado a inmigrantes irregulares en un complejo turístico, que se encontraba, a la sazón, vacío.

Es bastante posible, habría quizá que pensarlo con algo más de detenimiento, que, como decía aquel artista, España dé asco. Lo mismo podría aseverarse con respecto a Canarias, ese paraíso terrenal, esa Atlántida, ese Jardín de las Hespérides, esa plataforma continental y crisol de culturas, con ese pueblo, repetimos, tan amable, hospitalario, acogedor... y secularmente dominado, empobrecido, sometido, que a base de golpes y de servidumbre se ha vuelto tan mezquino y calculador -en gran proporción- como sus señores. Solo una voz, la del juez encargado de los CIE, Arcadio Díaz Tejera, se ha manifestado en contra de esta ola de indignación hipócrita. Deberían fijarse en él, en especial por su ubicuidad y por su facilidad de acceso a los medios, estos políticos, estos intelectuales, estos columnistas y estos artistas que padecemos.

(Cuando escribo estas líneas, el 12 de septiembre, leo lo siguiente, que puede marcar un cambio de tendencia. Lo que debería avergonzar aún más a los muditos/as: aquí)

En fin, que cada uno, cada una, que lea estas líneas, que alcance a reflexionar en qué medida se siente aludida/o, y si le importa.




Uno lee la palabra "ballena" y, la haya leído o no, recuerda de inmediato la novela de Hermann Melville. Y más, al ser la ballena de este relato (38 páginas) también un espécimen blanco, "como una cantera de mármol". Así se llama: "Ballena", escrito por el autor francés, Paul Gadenne, fallecido a mediados del siglo pasado y cuya vida y milagros ignoraba por completo. Llegué a este relato, a este autor, gracias a Joan Flores Constans (*) en cuyo blog (entrada del 20 de julio) se hacía mención a él. De su obra, al parecer, solo se ha traducido Ballena, versión de David M. Copé. Uno podría preguntarse no sólo por qué una editorial decide traducir a un autor casi desconocido en España, muerto hace casi 70 años. Y con un relato, ni siquiera con una novela. Sería interesante saberlo. Quizá haya sido una avanzadilla en terra incognita, una incursión en el proceloso mar editorial, un sondeo en la cámara de tortura de las reseñas en los medios de comunicación, yo qué sé.

En todo caso, 38 páginas pueden dar para mucho, sobre todo cuando uno se siente desbordante de creatividad pseudoliteraria y quiere señalar (o dar codazos) al gran público que uno tiene alma de escritor, aunque no escriba literatura. Es lo que podríamos llamar "hacer un noranavarro". Estoy recordando aquella reseña de Panza de Burro en el cuadernillo de La Provincia y aún se me eriza la piel. En fin, sigamos porque, aunque a nuestros exégetas, hagiógrafos y juglares del mundillo hayan unido esfuerzos, acordes y gemidos para proclamar que el Mesías literario canario ha llegado encarnado en Andrea Abreu, hay más literatura ahí fuera que vale la pena.

Yo interpreto Ballena como el fin del viaje de Moby Dick. Tras aquellas furiosas batallas contra el capitán Ahab y su barco ballenero, el leviatán embarranca en otro continente, en otro tiempo. Es ahora un mundo demasiado consciente de sí mismo, lejos ya de aquella modernidad pujante y vigorosa de un país como los Estados Unidos en plena expansión. La ballena acaba en una playa de Francia, en un continente existencialmente agotado y descreído. El narrador y su acompañante se acercan a la playa algunos días después de que les llegara la noticia de aquella inmensa bestia blanca.

El encuentro con algunos animales, magníficos y antiquísimos, como la ballena, o el elefante, del que Ángel Bonomini, por ejemplo, escribió otro relato inmortal como Los lentos elefantes de Milán, quizá por una genealogía que se remonta al principio de los tiempos (aunque lo mismo puede decirse de las medusas, pero no tienen el mismo encanto) nos produce pasmo, admiración y también melancolía. Es el paso del tiempo encarnado en animales casi mitológicos, y su muerte, como el de esa ballena blanca varada en una playa, es el recordatorio de la nuestra, y apunta a la muerte de todo lo viviente:


Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.

 

Para un lector avezado, además del gozo mismo de la lectura, las referencias literarias y bíblicas serán fuente de satisfacción y de curiosidad, sobre todo, como en cualquier texto bien escrito, porque no resultan redundantes o caprichosas, sino necesarias (aunque no tengan por qué). En la mejor tradición norteamericana del siglo XIX, cuando todos los escritores citaban de continuo las Escrituras, cuya lectura era parte integral de su formación intelectual. La lectura de este cuento invita a producir todo tipo de significaciones por la simbología suscitada por la ballena a lo largo de la Historia. Por no hablar del color blanco, que ya desde Edgar Allan Poe, literariamente al menos, sugiere connotaciones mórbidas, que en general suelen asociarse al negro. En mi caso, insisto que, aunque fuera escrita en otro tiempo, quizá por las circunstancias en las que vivimos ahora, no puedo sino pensar en el cansancio y el hastío de una civilización, en el de la especie humana al completo, descomponiéndose lentamente en un recodo del tiempo, en este planeta diminuto e insignificante que flota a la deriva.


Yacía sobre la arena con todo su peso muerto, como si se esforzara en desaparecer, como si a partir de aquel momento hubiese decidido formar parte de la tierra, como aquellos peñascos bajos y angulosos, como aquellas plantas enjutas y rígidas que había a nuestra espalda, incrustadas en el esquisto, y a las que la brisa ni siquiera conseguía hacer temblar. Pero los peñascos eran oscuros: ella era blanca, de un blanco opaco, como el blanco de la leche derramada. Ese blanco era el suyo. Un blanco sin luminosidad, un blanco helado, completamente replegado en sí mismo, que le daba la espalda a toda gloria con una resignación apenas patética. (Págs 24-25)


A mí, Ballena me ha convencido; Paul Gadenne es un escritor que a partir de esta lectura me interesa y confío, como confiaría un creyente liberal en las bondades del mercado colmador de necesidades y caprichos, en que la editorial Periférica o cualquier otra se pongan manos a la obra y traduzcan su obra. Aquí hay un lector.




(*) No deja de ser curioso como dos lectores de la misma obra, incluso en una tan breve como esta, la interpretan de manera tan diferente. A Joan Flores se le ocurren significados que no se me habían pasado por la cabeza. En todo caso, mis disquisiciones no se solapan con las suyas.










martes, 1 de septiembre de 2020

'Las zonas comunes', de Nicolás Dorta

 En el manual de todo/a buen/a reseñador/a se especifica con mucha claridad que no es recomendable leer reseñas ni comentarios sobre la obra que se va a comentar. Sin duda, para evitar que otros juicios se interpongan e influyan en el nuestro. Si un/a ilustre predecesor/a ha encomiado la obra, ¿seremos capaces de contradecirle? Si uno/a detestado/a la ha criticado, ¿perderemos nuestra ecuanimidad solo para oponernos, por mera antipatía? Son cuestiones importantes, que cada uno/a resuelve su manera. No obstante, con frecuencia, uno llega al conocimiento de determinadas obras precisamente porque alguien las ha reseñado antes en los medios de comunicación o en las redes sociales.

Este es el caso de Las zonas comunes, de Nicolás Dorta. Una reseña de Eduardo García Rojas en su blog, otra de Salvador García Llanos en el Canariasahora.com y, finalmente, un saludo lírico como solo sabe hacerlo Juan Cruz en El Día confluyeron en mi determinación de leerla. Ante esta catarata de unánimes elogios de una obra de un canario, no me quedaba otra que leerla, sobre todo en esta época en el que las novedades han ido raleando por la incertidumbre provocada por la pandemia. Uno lee los periódicos y estamos casi seguros de que nos encontramos al borde de un colapso sistémico. 

En todo caso, parece una práctica establecida en el mundillo, y creo que no es esta una particularidad local, sino nacional, la de que la presentación de un libro debe venir acompañada de la presencia de una celebrity literaria o, lo que es peor, periodística. A veces, como es el caso de Juan Cruz, según se dice, se combinan en una misma persona las dos actividades. A todas estas, Juan Cruz es en la provincia de Santa Cruz lo que Santiago Gil en Las Palmas: resulta casi inconcebible que un autor o autora presente un libro sin intentar, al menos, que aquellos los/as arropen en la provincia respectiva. Están en la cúspide de una jerarquía imaginada. Es posible que, dado el poder de convocatoria de estas ilustres plumas, su presencia se crea necesaria para obtener la difusión deseada. Comprensible, sin duda. El espectáculo de una sala desierta debe de ser descorazonador. Una soledad demasiado ruidosa, que diría Hrabal.

También es cierto que hay asistentes habituales de presentaciones de libros. Sí, aunque les parezca increíble, hay gente que ha adquirido la costumbre de asistir a estos actos, independientemente del autor/a y obra, por lo que es de sospechar que el libro en cuestión les importe poco y lo que pretendan es disfrutar de los rituales del acto en sí: presentador/a, chiste, elogio, chiste, cita apropiada, chiste, agradecimientos; autor/a, chiste, narración del proceso de creación: cuándo, por qué, para qué; chiste, lectura de párrafos, chiste, agradecimientos, etc. Aplausos. Tiene que haber de todo.

No obstante, la ubicua presencia y las obligadas palabras de compromiso y amabilidad de estos prohombres de la Cultura se traduce en que TODAS las obras que presentan son, a tenor de lo que se deduce de estas presentaciones, obras magníficas, e imprescindibles. Esto empeora cuando, además, publican reseñas de tipo laudatorio. Todo sea por ayudar a la literatura, según imagino que piensan (por no imaginar algo peor). El resultado es que el último eslabón de la cadena, el lector o lectora, está indefenso ante ese caudal ditirámbico, y acaba, ingenuo/a como es, adquiriendo productos que no valen su precio.



Respecto de la obra que nos ocupa hoy, Las zonas comunes, puedo señalarles que la obra está escrita con corrección, y que, salvo cierta tendencia a describirnos como si fuera importante el tipo de corte de pelo que llevan las mujeres, nada hay en estos cuentos que nos soliviante en demasía. Son cinco relatos, más bien son cinco escenas, de diversa temática que tienen en común ser comunes. O quizá es que aspiran a la trascendencia de lo cotidiano. A veces, el empeño de llegar a lo global o a lo universal a través de lo local, lo cotidiano o lo diminuto tiene éxito. En muchas ocasiones, no, y puede representar un camino directo hacia la insustancialidad y el consiguiente aburrimiento, por mucho que se quiera hablar de soledad, dolor y angustia existencial. Empatizar con lo que se cuenta no es igual que ratificar su calidad.

Las zonas comunes, después de un primer relato que, al menos, mantiene el interés, acaba hundiéndose en la inanidad de una redacción aplicada, pero falta de grandeza. No es esa tontería con desparpajo de otras obras que he criticado aquí con gran abundamiento. Se aprecia esfuerzo y cuidado, lo que es muy de agradecer, pero le falta lo que es más importante: arte. Resulta difícil señalar un párrafo, una frase que me haga estremecer o que me induzca a soñar. Que me haga paladear el idioma. El autor parece tan preocupado por no tropezarse al caminar que parece que hubiera optado por quedarse sentado. El tercer relato, Palmira, el de mayor extensión, y en el que otros reseñadores han encontrado toda suerte de referencias (para mí, de lo más imaginativas) es el que más profundamente me ha aburrido. La brevedad, como ocurre en los demás, no acude aquí al rescate de la impaciencia. 

Es posible que una mayor sensibilidad a lo cotidiano se traduzca en una poética de lo nimio de valor literario y artístico. No la encuentro en este libro ni tampoco en otros también de autores/as locales, empeñados unos y otras en contar por contar, como si el mero acto de transcribir anécdotas, ocurrencias o incluso historias completas tuviera valor por sí mismo. Puede serlo a nivel personal, pero no necesariamente para el público lector. Es difícil ser Carver o Chéjov, sin duda.


Soy la encargada de poner la mesa del comedor a mediodía. Otros lo hacen por la noche. En quince minutos debo colocar 18 platos con sus respectivos vasos y cubiertos, uno frente al otro hasta conquistar dos filas. A veces falta alguien pero casi siempre la mesa se completa. Este orden, esta responsabilidad asumible me mantiene mejor. La comida es buena y variada: carne, pescado, siempre sopas o caldos de primer plato y un yogurt o una fruta de postre. La cena es lo más flojo. Me quedo con hambre y de madrugada tiro de la chocolatina del bingo. Cuando no hay, me aguanto. A esa hora todos duermen, salvo la cuidadora de guardia, que igualmente duerme a ratos en el salón del televisor. A veces oigo sus pasos por el pasillo. Cierra las puertas de las habitaciones que han quedado abiertas. (Pág. 25)


Estás especialmente blanca, como si no hubieses visto el sol en la vida. Llegas a la parada con una maleta y una rebeca amarrada a la cintura. Estás igual. Así te conocí hace algunos años, mientras sonaba aquella música que alimentaba el optimismo colectivo de la plaza. Era un verano de terrible calor. Siempre me sorprende tu altura y tu manera de afrontar los días. Detrás de esa aparente fragilidad eres una mujer fuerte y extremadamente curiosa. Te gusta andar sola por lugares indeterminados y adoras el chocolate, la pintura. Te gustan más los gatos que los perros, no soportas el pepinillo ni sitios con demasiada gente. Cuando quieres a alguien lo haces hasta las últimas consecuencias. (Págs. 69-70)


La luz está ahí fuera, donde comienza la vida, todos los días, con una taza de té. Es preciso calcular la temperatura adecuada. Pero no siempre tengo la misma percepción del tiempo. ¿Cómo se mide? Desde que aparecen las burbujas sé que ya es tarde y debo esperar otra vez. Pero ahora sí será mucho tiempo, porque las cosas tardan más en enfriase que en calentarse. Mi madre me calentaba un huevo en un caldero pequeño. Los dedos se quemaban cuando quería pelarlo y soplar era un alivio ligero, casi imaginario. No era fácil lograr que el huevo se dejara acariciar. El huevo duro y pelado es un manjar universal. (Págs. 93-94)


La noche es fresca y silenciosa. Aparecen estrellas nuevas, más brillantes, como si acabaran de surgir. Apoyas tus brazos en la baranda de la terraza y piensas en el año que se ha ido. Estar en este momento con los tuyos hace que te sientas protegida. Pero también piensas que podrías haber estado en otra parte, con otra familia, en otro trabajo, en un jardín diferente. Desde pequeña no estabas contenta con nada y ahora empiezas a comprender que querer siempre más solo te provoca frustración. El deseo infinito está en tu cabeza. Y te lo repites: "solo está en mi cabeza". Entre las estrellas parpadean las luces de un avión que se aleja como un pájaro nocturno. A estas horas, la noche amplifica la presencia del riego automático que mantiene a las plantas con vida, el ronroneo de la luz de las farolas en la calle y el ruido de los pocos coches que pasan. (Pág. 108)


Además, no percibo que los cuentos estén atravesados por una mirada singular, contados desde una perspectiva tal que nos haga ver de otra manera la cotidianidad y las pequeñas cosas. Si bien no hay frases hechas, tampoco puedo escribir que los relatos estén respaldados por un pensamiento original. Tengo la sensación de que el narrador no deja de estar aprisionado por visiones del mundo trilladas o, al menos, "comunes". Si este ha sido el propósito del autor, reflejar esa visión común, no puedo por menos de corroborarlo. Otra cosa es asegurar que esa plasmación alcance una dimensión artística de relevancia. Yo no la aprecio. El autor tiene palabras, pero no sé si tiene literatura. 

Dice Juan Cruz que Las zonas comunes es "un estampido estético" (al igual que Panza de burro: el suyo es un artículo de 2x1) y también "una obra de arte". No podría estar más en desacuerdo, pero, claro, ¿qué sabré yo?

Parafraseando a Capote, digamos que es más o menos sencillo pasar de escribir mal a escribir bien. Pero pasar de escribir bien a escribir literatura ya es asunto de mayor enjundia, como dominar el oficio de trapecista o domador de fieras. O de ambos oficios a la vez. Es en esta zona, en este momento, donde se libra la batalla más cruenta por la que se decide si un autor consigue crear una obra valiosa. Creo que es justo ahí donde se encuentra Nicolás Dorta.