jueves, 25 de abril de 2019

'La noche fenomenal', de Javier Pérez Andújar

Creo que el mayor defecto, siendo conmovedor, de una feria del libro es la ingenuidad. La de los visitantes que, aunque no compren ninguna novela, ensayo o poemario, acuden a las casetas y a las carpas con sincera devoción, como la de esos peregrinos que creen que entrando en contacto con la reliquia de algún modo se verán bendecidos o curados. Ese fenómeno, ya estudiado por Durkheim, se transmuta en nuestra edad, a ratos posmoderna, a ratos demasiado poco posmoderna, en la cercanía a la estrella mediática o artística, en un contacto como un beso o un apretón de manos, o en la más modesta, pero quizá más tangible, prueba caligráfica en forma de firma.


Con el advenimiento de Internet y de las redes sociales como Facebook o Twitter, ese admiración y el consiguiente deseo de aproximación se ha transubstanciado en aspiración de amistad en diverso grado y en fidelidad más o menos impertinente. Los escritores famosos (también en diversa escala), al igual que los deportistas y antaño los músicos son también, aparte de admirados, objeto de emulación. En un mundo en el que cada vez sobreviven menos certezas, el discurrir biográfico de la persona que ha disfrutado de algún tipo de éxito, se convierte en modelo a seguir, en ejemplo de vida. Ya no es tanto lo que escribe o cómo lo escribe, lo que importa más ahora es cómo consiguió tener éxito. Y no me refiero al esfuerzo en escribir, a su reflexión sobre el arte, la literatura, etc., sino que tipo de bolígrafo usa, si lo usa, qué horario tiene para escribir, si gusta de la vida bohemia o se encierra en un búnker, si prefiere garrapatear sus notas en una cafetería o toma apuntes mientras viaja, con qué música se relaja o emociona, si usa gel cuando se ducha o le vale con el champú y cosas por el estilo. Lo importante hoy es que suban al podio "los escritores que arrastran legiones de hardcore-fans", como se resaltaba con equivocado acierto en un lamentable artículo. Fan es el acortamiento de fan-ático/a, y los fanáticos no se suelen caracterizar por su racionalidad ni, por tanto, por su sutileza en la argumentación.

Sin llegar a ese extremo, que ya no lo es tanto pues está adquiriendo normalidad, los visitantes a las ferias de libros son, sin ánimo exhaustivo lo escribo, gente a la que, dejando de lado Internet, le gusta leer moderadamente (¿5-10 obras al año?), pero que, quizá por eso mismo, se acerca a los libros con ánimo reverencial, como consternada ante la santidad de la literatura, cuyos sacerdotes y sacerdotisas son, los escritores y escritoras que administran, por encargo editorial, la fe en la cultura

Así pues, por un lado, la ingenuidad logra sostener, aun a duras penas, la noción del mundo como maravilloso o como encantado, en el que la belleza, la verdad y la justicia brillan inmaculados como referentes a los que es posible acercarse, qué digo, de los que es posible empaparse entero. Por el contrario, y dado que a la industria cultural ninguno de esos tres conceptos le importa un bledo si no genera beneficios, lo más probable es que a los ingenuos les toque en suerte la mayor parte del tiempo una cantidad extraordinaria de mediocridades y decepciones que jamás se merecieron. De hecho, el panorama cultural español y canario se abastece de un surtido constante de banalidades y estupideces, por mucha necesariedad e imprescindibilidad que intenten colarnos en los medios de comunicación y en las redes.

Por último, y no menos importante, hay que recordar que Canarias, en concordancia con su nivel de vida, desigualdad, paro y abandono escolar, está a la cola, entre Andalucía y Extremadura, en índice de lectura. Después querremos milagros.

Y tras el sermón, la novela:






Hay novelas que le llegan a uno como el resultado de una pequeña labor de investigación: estás leyendo un libro, una revista o un blog y una cita singularmente oportuna te lleva a indagar sobre ella y su autor/a. O también puede ser una referencia que te lleva a otra, y a otra, y finalmente, te encuentras deseando leer esa novela, un antojo casi inexplicable que quizá solo pueda justificarse por mera codicia, aun intelectual. En otras, la lectura de la reseña de un blog como el de Joan Flores Constans es suficiente. Tal fue mi caso respecto de La noche fenomenal.

La noche fenomenal tiene como protagonistas a esos miembros de la especie humana denominados amantes de lo oculto. Y no me refiero al creyente habitual de las religiones institucionalizadas sino a aquellos creyentes en lo paranormal. Sí, esa gente que, pese a toda prueba o razonamiento científico, incluso pese a su prosaico deambular cotidiano, está convencida de la existencia de realidades paralelas, abducciones extraterrestres, fantasmas de ectoplasma variable, Yetis de distinto pelaje o maldiciones apocalípticas relacionadas con las pirámides guatemaltecas, entre otros misterios. 

Algunos miembros de esta tipología humana aciertan a reunirse en Barcelona y consiguen producir un programa de televisión llamado (de ahí el título) La noche fenomenal. No deja de ser, dentro de su común fijación, variopinta el conjunto de personajes que Javier Pérez Andújar introduce en la novela. Sin embargo, ahora me gustaría resaltar el uso del lenguaje del autor por el que figuras corrientes como la metáfora, la comparación o la aliteración se alternan con un enfoque en el detalle, cuando no en la nimiedad, que se encarna en esa manera de desvalijar el repertorio de frases hechas de nuestro idioma y en los monólogos y pensamientos de los personajes, lo que se corresponde de manera óptima con el planteamiento general de los discursos paranormales: atención casi obsesiva por el detalle, extrapolamientos insólitos y desquicie en la teoría general. Lo que también forma parte de ese sentido del humor del que está impregnada La noche fenomenal. Me recuerda a esa novela de Antonio Orejudo (al que, por cierto, se cita) que reseñé en este blog: Ventajas de viajar en tren, sobre todo en el deleite por las palabras.

Asimismo, la novela está plagada de intertextualidades y referencias a personajes históricos, artistas y obras varias, que son literalmente una enormidad, pero consigue sortear con gracia la pedantería e impertinencia en la que tan fácil es caer. Aquí, aparte de atinadas, contribuyen a la atmósfera de irrealidad, en muchas ocasiones hilarante, que atraviesa la trama. 



Bastaron pocos programas para que el bar Ski se constituyese en nuestro centro neurálgico. Su dueño, el señor Dimas, era gallego, y Gómez, el camarero, era filipino. Ambos iban de uniforme, camisa blanca y pantalones negros. El dueño no atendía las mesas, se quedaba como un icono ruso, allí en la barra. 
-Mirad, ¿conocéis wikileaks? Pues olvidaos, porque wikileaks está manipulado. Pero esto otro va a misa, esto de aquí viene de la deep web. 
A J.L. Hermosilla se le electrizaba el lunar de la mejilla siempre que descubría un caso de conspiración. Esa noche nos explicaba que la CIA ya había estado en Marte. Sacó un folio de una carpeta, pero como no era ese, lo guardó, sacó otro y volvió a cerrarla con las gomas. Gómez nos trajo otra ronda de piñas de cerveza, así se llamaba ese tipo de copa, y también trajo otro platito de almendritas saladas. El plato era pequeño, como de servicio de café, de modo que resultaba lógico llamarlo con el diminutivo; sin embargo las almendras eran normales. J.L. cogió un puñado y lo contempló sobre la palma de la mano antes de seguir contándonos lo que había descubierto. (Pág. 37)


Volvió a sonar el teléfono. Esta vez descolgué y habló una mujer:-Sí, señora, está usted llamando a La noche fenomenal. Pero ¿de qué tipo de fenómeno se trata? No, yo soy Javier. Sí, el que sale al final del programa. Pero no es de payaso de lo que hago, es de mago. Lo que hago es ilusionismo. No pasa nada. No, no, ese no es De Diego, el que dice usted es De Oña, el especialista en criaturas en la sombra. Y para las apariciones tiene que hablar con Socorro. Si quiere le tomo el recado; porque Socorro no va a venir hasta la tarde. ¡Ah! ¡Desapariciones! Una desaparición misteriosa. Pero ¿de una persona? Supongo que habrá hablado con la policía. Bueno, claro, si entró en el lavabo y no ha vuelto a salir, y dentro no hay nadie, sí que podría considerarse un fenómeno paranormal. Desde ayer tarde... Entiendo que se refiere al lavabo de su casa. ¿Y no oyó ruidos ni nada? Ya, me refería a ruidos misteriosos. Claro, en el lavabo de un restaurante sería diferente. No se preocupe, iré yo mismo a verla. También formo parte del equipo, señora. Muchas gracias por su llamada. Y por favor acuda sin falta a la policía. No la van a creer, pero todo apunta que esta vez van a tener que acabar dándonos la razón. Sí,para comprender, primero hay que creer, ese es nuestro lema. Claro, al revés también vale. (Págs. 50-51)

Mi madre había preparado de cena la pescadilla que se muerde la cola lo mismo que una serpiente ouroboros. Pero ella no estaba pensando en el samsara al freírla sino en comer. Era un plato que había hecho toda la vida. El eterno retorno, lo que no conoce ni principio ni fin, me miraba desde mi niñez con sus ojos muertos, blanquecinos, duros. Al ouroboros volvería a encontrármelo más tarde, en los días todavía malos, llenando la portada de un disco de Los Enemigos. 
-Te he puesto tres, ¿vas a querer más? -me dijo. 
-El tres es un número prudente. 
-¿A que no te imaginas quién me ha llamado esta tarde? 
-Dame una pista. 
-Cuando te lo diga te vas a quedar con las patas colgando. 
Llevaba la bata de estar por casa. Era violeta, como sus ojos, y tenía pinta de abrigar mucho. Se la había hecho ella y le puso botones grandes y ademas se anudaba a la cintura. Nunca se la ponía antes de la hora de la cena. 
-Bueno, pero dame una pista. 
-¡El señor Moreno! 
-¿Cecilio, el vecino que se murió el otro día? 
-¡El mismo! 
-¿Y qué quería? ¿Ha llegado bien? 
-Me ha tenido más de una hora al teléfono. Cómo se enrolla el tío. Es peor aún que cuando estaba vivo. (Pág. 172)


Reconozco que habría preferido que la novela discurriera en este ambiente de Cuarto Milenio dentro de cauces más realistas y haber propuesto así una reflexión o análisis de las credulidades varias del siglo XXI, unas ya antiguas, otras muy nuevas. Sin embargo, tras el giro fantástico que acontece tras no demasiadas páginas, uno termina por aceptar las nuevas reglas del juego y simplemente se relaja y disfruta, como en las fiestas en las que ya se entra con buen pie y se acaba sin camisa haciendo flexiones en la calle o en la otra punta de la ciudad con gente estrafalaria que resulta, solo en esos momentos, fascinante. En una fiesta de esas, de las que nos acordaremos toda la vida, la virtud más alabada no es la coherencia.

También es cierto que la trama se desquicia y termina por desleírse, como si sufriera el impacto de esa lluvia casi perenne que cae durante toda la historia. Además, llegado cierto momento, todos los personajes parecen expresarse del mismo modo, aun conservando sus personalidades, lo que no termina de resultar satisfactorio, aunque es posible que esta tremenda y bulliciosa fantasmagoría no precise de individualidades cortadas a cuchillo sino de un quehacer y un quepensar común que refleje una actitud, entre valerosa y desesperada, ante la vida y la muerte. Como dice uno de los protagonistas: "Por fin tenía la esperanza de pertenecer a algo y dejar de ser un solitario". 














sábado, 20 de abril de 2019

'Momentos de la vida de un fauno', de Arno Schmidt

Entiendo la tentación que supone para muchas personas el cálido refugio de cierto arte y, más en concreto, de cierta literatura. En las sociedades opulentas como las nuestras -aunque la opulencia se concentre en un par de decenas de miles de familias- en las que nadie se muere de hambre, el sufrimiento de vivir se materializa en vidas desdichadas, por otras razones más allá de la mera supervivencia. 

No es raro, entonces, que los psicólogos trabajen a destajo y que nuestro país esté a la cabeza de la ingesta de antidepresivos. Recordemos lo que dijo Freud: lo que más trastorna a las personas no es la furia de la naturaleza, ni la certeza de la muerte, sino las relaciones sociales. Si a eso le añadimos una vida en constante precarización y con escasas perspectivas de mejorar en el futuro para gran parte de la población -indefensión inherente a un sistema de dominación tanto más pertinaz cuanto invisible la mayor parte del tiempo- y la escasa posibilidad que se tiene de imaginar siquiera la posibilidad de cambios políticos que modifiquen las condiciones actuales de subordinación, es fácil imaginar que todo tipo de propuestas escapistas se vuelven tentadoras en grado sumo: desde el consumo compulsivo de pornografía y sexo, pasando por el fanatismo deportivo en grado variable; el juego, con o sin apuestas de por medio, hasta las drogas en su amplio muestrario. Y, cómo no, el arte. Y la literatura. Sobre todo para aquellos que se los pueden permitir. Es la sociedad de las adicciones y de los narcóticos.

Así pues, el arte y la literatura han servido, entre otras funciones, de medio de evasión y de negación. A estas alturas, resulta evidente que el arte no es el catalizador de la transformación social o política. Puede, en cambio, aspirar a desarrollar conceptos que amplíen nuestra perspectiva sobre las cosas, o a expandir nuestro horizonte cognitivo; puede también expresar un espíritu turbulento de los tiempos, o señalar con agudeza las miserias de todo tipo de la sociedad que las genera (todo esto bastante político); o, finalmente, puede limitarse a no ser más que un modo que tiene una parte satisfecha de la sociedad de contemplarse a sí misma. No es poco, ni mucho menos, pero lo que nunca se ha visto es que una ópera haya tomado un Palacio de Invierno, que una novela tumbase algún apartheid o, en última instancia, que es lo que nos interesa, se convirtiera en un búnker a prueba de tiranías. A estas alturas, es difícil sostener que la poesía sea un "arma cargada de futuro" o que sin arte no es posible transformar la sociedad. Más bien, en la actualidad, el arte suele quedar fetichizado y comercializado, y su intención crítica (cuando la tiene), desactivada. No será por falta de arte transgresor de pacotilla. 

Al fin y al cabo, lo que quiero decir es que el propósito de estetizar la propia vida o atiborrarse con cultura a costa de la acción y manifestación políticas no resulta suficiente para protegerse de los efectos deletéreos de una sociedad que se escora hacia la injusticia y la desigualdad, salvo, quizá, que uno se encuentre en una situación privilegiada para paliar sus efectos, y no siempre.

Esto, por otro lado, no desmerece el arte y la literatura. Sólo que la cosa, la de ambos, no va de eso. Política y arte son campos contiguos, que pueden solaparse, sin duda, pero autónomos. Los regímenes políticos más sofisticados no censuran, sino que subvencionan, incluso aquello que supuestamente los critica, no lo olvidemos. Yo comparto la idea de que la literatura re-crea como ninguna otra actividad humana la compleja textura de la vida humana, en su urdimbre con los valores, instituciones y sucesos de una época determinada, que es capaz de captar ese espíritu de los tiempos que es difícilmente aprehensible de ningún otro modo. Al menos, con tanto matiz. Hay algo que a las monografías sociológicas y antropológicas se les escapa. Claro que tampoco podríamos conocer una época solo mediante la lectura de las novelas o por su arte. Habría, también, algo (o mucho) que nos faltaría. El arte y la literatura no solo beben de la sociedad en la que está insertos sino también, o sobre todo, del arte y de la literatura que los preceden. Gran parte es pues autorreferencial y no se entienden sin esa mirada especular.

Sin embargo, y no creo que resulte contradictorio, el arte político me parece más necesario que nunca (o tan necesario como siempre), así como considero que las actividades artísticas ensimismadas son las ideales para hacer carrera en la industria cultural.

Vamos ya con la novela, Momentos de la vida de un fauno:



La lectura de esta novela procede de la sugerencia de un lector, Riforfo Rex, a raíz de la reseña de La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori. Para que luego digan que escribir un blog de reseñas literarias o de impresiones de lectura no sirve para nada. No solo se consigue suscitar el odio de buena parte del mundillo literario sino también leer novelas cuya existencia se ignoraba por completo. Lo doy por bueno en ambos casos.

Pues esta novela, Momentos de la vida de un fauno, pertenece a la trilogía reunida bajo el título Los hijos de Nobodaddy. Arno Schmidt, el autor, escribió y publicó estas novelas en diferentes fechas y solo con posterioridad pensó que sería una buena idea que convivieran entre portada y contraportada, que es como están llegando a nosotros en las últimas ediciones. Las otras dos novelas, por si le quieren seguir la pista al autor, son El brezal de Brand y Espejos negros. Ya les contaré, llegado el momento.

La escritura, como he leído en algún sitio, es fragmentaria. Esto quiere decir que no hay una trama lineal de principio a fin, sino destellos con un fondo unitario, eso sí, a base de párrafos no demasiado extensos, muchos de los cuales son literariamente brillantes. Característica que habrá que agradecer al traductor, Luis Alberto Bixio. El contexto general es la Alemania de 1939 (las dos primeras partes) y la de 1944 (última parte), con sus funcionarios, sus juventudes hitlerianas y su abotargamiento intelectual y social: 


SA, SS, militares, Juventud Hitleriana, etcétera: los hombres nunca son tan pesados como cuando juegan a los soldaditos. (Y esta es una enfermedad que se da en ellos periódicamente más o menos cada veinte años, como el paludismo, aunque parecería que ahora hay tendencia a que se repita más frecuentemente). Al fin de cuentas son siempre los peores quienes ocupan los puestos de mando, es decir, los superiores jerárquicos, los jefes, los directores, los presidentes; los generales, los ministros, los cancilleres. ¡Un hombre decente se avergonzaría de ser el superior de alguien! (Pág. 33)


Todo escritor debería recoger a manos llenas las ortigas de la realidad y mostrárnoslo todo: las raíces negras y viscosas, los tallos verdes y venenosos, las flores insolentes. Y en cuanto a los críticos, esos sempiternos aguafiestas, parásitos del espíritu, deberían dejar de dar alfilerazos a los poetas y dar a luz a su vez una obra "distinguida": ¡Entonces el mundo se extasiaría y exhalaría gritos de gozo! Claro es que la poesía, como cualquier otra beldad, está siempre rodeada de eunucos; pero únicamente los moros verdaderos pueden apreciar las negras manchas del sol. (Que los críticos se lo tengan, pues, por dicho y lo inscriban en su álbum!) (Pág. 55)


De todas las paredes colgaban sabiamente dispuestos todos los mamarrachos del Tercer Reich: campos de cereales con gavillas inverosímilmente enormes y fecundas, tal vez para acallar la sospecha sobre la total esterilidad espiritual de sus autores; hombres llenos de carácter y muy próximos al pueblo oteaban a lo lejos una invisible Gran Alemania. Unas muchachas estaban metidas dentro de sus galas regionales como dentro de urnas y el pintor las había coronado con enormes guirnaldas de rubias trenzas, tan pesadas que uno sentía el compasivo deseo de ofrecerles aspirinas a las pobrecillas. En cuanto a los escultores, habían tallado robustas desnudeces con cuerpos que respondían a los cánones del Partido y perfiles invariablemente orgullosos, todos ellos con un notable aire de familia; no faltaba tampoco el inevitable y popular "domador de caballos" que con una mano dominaba a un enorme potro (yo que cumplí mi servicio militar en caballería, sé muy bien lo que son esas cosas en la realidad); y todo era uniforme, monocorde, inexpresivo, sujeto a reglas fijas, desesperadamente chato; campeaba allí la satisfacción de pertenecer a la raza superior que arrastraba su adiposo espíritu de esfinge por las salas. (Pág. 116)


El protagonista, Düring, funcionario del Estado y que vive en un pequeño pueblo, sobrevive como puede en este erial moral mientras lleva a cabo una investigación histórica de recopilación de archivos de la época de la ocupación napoleónica por orden de su superior. A su modo, ejemplifica esa concepción del arte y de la cultura como refugio que señalaba al principio. La alternativa ante un Estado como el nazi no parece otra que la mimetización o indiferenciación con sus conciudadanos o el castigo. 

Así, sin llegar a la asfixia existencial de Winston Smith, con un considerable grado de libertad deambulatoria, Düring logra con bastante éxito conservar su autonomía personal y de pensamiento. En la jerga justificatoria de los intelectuales que permanecieron en España bajo la dictadura de Franco, podríamos denominarlo "exilio interior". Esta es la excusa para que el protagonista desarrolle a su modo una veta anarquista, de tintes thoreaunianos, con frecuentes descripciones de la naturaleza, cabaña incluida, que cuadran, digamos románticamente, con su personalidad. La última parte, en el contexto de una Alemania en retroceso militar, o como decían los propagandistas, "en repliegue estratégico", explota en pleno sentido del verbo el derrumbamiento del régimen.

Así pues, junto con los experimentos estilísticos y una prosa rica en figuras, esa "exuberancia verbal" de la que escribe Harold Bloom, nos encontramos penetrantes reflexiones de índole moral (¿Qué haríamos nosotros? ¿Cuál sería nuestra capacidad de disenso, cuál nuestro grado de cinismo?) que, no deja de ser llamativo, vuelven a ponerse de actualidad en este retorno del pensamiento autoritario. Pensamiento que, quizá, nunca desapareció del todo. Huelga decir que cada generación tiene que aprender las lecciones de la libertad y de la insubordinación por sí misma. 

Una novela excelente, por si no les ha quedado claro.








domingo, 14 de abril de 2019

'Pacheco', de Christian Santana Hernández

Hace poco se publicó una noticia en la que se informaba que una escuela de Barcelona había decidido retirar de su biblioteca destinada al parvulario unos 200 libros, muchos de ellos cuentos populares que casi todos/as hemos leído en alguna ocasión, como Caperucita Roja, Blancanieves, etc. Como era de esperar, numerosas voces justamente indignadas se alzaron en contra de esa decisión, porque, como todos sabemos, la dirección de un colegio público, con el apoyo de los padres/madres de los niños, no puede tomar iniciativas de este tipo sin contar con el beneplácito de los columnistas de los periódicos, de los tertulianos de las radios o de los responsables de las editoriales. También es una característica universal de los progenitores dejar que los niños lean o vean cualquier cosa que caiga ante sus ojos sin reparo alguno. Si lo hicieran, serían dignos de reproche por ejercer control ideológico, cosa que, como sabemos, solo se perpetra en regímenes democráticos, en especial cuando están gobernados por partidos de izquierdas.

Es de sentido común, además, que toda biblioteca, incluyendo las de parvularios, debe contar de manera obligatoria con un canon de libros dictados por la tradición, libros que alguien consideró alguna vez que se les denominaría clásicos. Que estos clásicos prosperaran y se publicaran una y otra vez bajo el régimen dictatorial de Franco y que solo se hayan problematizado hoy no hace más que reforzar la idea de que su calidad y sus valores son a prueba de cualquier reflexión argumentada sobre ellos. Ponerlos en cuestión sería, como no dejan de evidenciar muchas opiniones sobre la decisión de la escuela, la antesala de un escenario bradburiano con hoguera nazi o, más bien, estalinista, incluida.

Así pues, la derecha del espectro político, que, como bien sabemos, siempre vela por la pureza desideologizada de los libros de texto y la prensa de izquierda de los días alternos ha llegado a un consenso al respecto: los libros infantiles clásicos carecen de ideología alguna y sólo es ideológico pretender que sí la tienen. Por tanto, el culmen de la falta de ideología y, por tanto, de la normalidad democrática es dejar las cosas tal como están, porque, por si no lo sabían, estamos actualmente en la zona cero de la ideología. ¿Se lo creen? Yo tampoco.

En fin, una vez proclamada la neutralidad axiológica de este blog, pasemos a una novela que, según me han dicho fuentes bien informadas, ha disfrutado de cierto éxito local gracias al boca en boca.




Pacheco, novela del escritor grancanario Christian Santana Hernández, es un thriller policíaco-familiar condensado en una línea temporal que no llega a las 24 horas. Una muchacha aparece muerta en un pequeño pueblo andaluz, descubierta por el protagonista, Pacheco, un maduro guardia civil, viudo y a cargo de un hijo, Colacho. Para añadirle interés al asunto, ya que la novelística está llena de cadáveres encontrados de mala manera, Pacheco sospecha que es su hijo el asesino.

Los breves capítulos de esta novela (182 páginas) están titulados cada una por la hora en que se narran los acontecimientos. Narrador, por cierto, observador, con ramalazos de estilo indirecto libre, que se encarga de revelarnos cada uno de los pensamientos y sensaciones de la ordalía que sufre Pacheco y de su hijo, el sospechoso. Además, al asesinato se añade otra muerte por ahorcamiento de otro vecino del pueblo. A este escenario tremebundo le corresponde una narración acorde: ritmo rápido, creado a base de frases cortas y diálogos de frases breves; vocabulario sencillo y una estructura simple: las escenas se suceden una después de la otra en el tiempo, salvo en alguna ocasión en la que se intenta mezclar dos escenas espaciales diferentes con sus diálogos mezclados. O cuando a unos hechos del presente, sin ninguna marca que lo atestigüe, les sucede alguna corta retrospección. 

A decir verdad, el autor le va mejor cuando no se complica. Es decir, cuando narra yendo al grano sin desviarse ni gustarse. Entonces es cuando la historia tiene sus mejores momentos y la lectura se desliza fácil y con cierto interés. Lo malo ocurre cuando el autor se da cuenta y pretende adornarse con alguna elucubración sobre el mundo interior de los personajes o con alguna complicación técnica. También incurre en los típicos defectos de la frase hecha, de la escena típica o del sentimentalismo empalagoso, tan apreciados por nuestros talentos locales.


-Pacheco, ¿puede venir? -le pidió Sergio Villegas, de la Policía Judicial. 
-Dígame, Villegas. 
-Hemos encontrado estas latas de cerveza. Seguro que hay ADN. 
-Sin duda, pero es como buscar una aguja en un pajar, porque aquí vienen todos los jóvenes de la zona cada fin de semana, y lo más normal es que quien haya bebido en ellas no tenga nada que ver con el crimen. 
-Quizá, pero ha estado en un lugar que ahora es el escenario de un salvaje asesinato. 
-Cierto, pero entonces tendremos que detener a media comarca.-Posiblemente. (Pág. 42)


Más de un habitante de Almanzor era fruto de aquellos encuentros a la luz de la luna, tanto que los vecinos habían rebautizado el monte como el Materno. Para Pacheco y Julia era su paraíso. Habían pasado allí horas y horas charlando, escuchando música o simplemente contemplando el cielo con las manos entrelazadas y una sonrisa tonta. Tal vez por eso, él no había reunido fuerzas para regresar desde el accidente. (Pág. 92)

Era una bomba de relojería a punto de estallar. El más mínimo movimiento y todo volaría por los aires. Se convertiría en añicos, en pequeñas moléculas, átomos que pululan por la galaxia. Abandonó la cocina, sin preocuparse por cerrar el frigorífico, y volvió a por la pala. La cargó sobre su espalda y la dejó donde la había encontrado. (Pág. 102).

En realidad, se ocupaba de los dos Pacheco. Adoraba a su suegro. Jamás iba a olvidar que la cuidó como a una hija cuando su madre falleció. No tenía noticia alguna de su padre biológico, aunque no le importaba, porque quien la abandonó siendo bebé no merecía su interés, ni siquiera que llevara su apellido. Era, simplemente, Ana Belén Caballero, y nunca se sintió diferente. Tuvo en su madre el ejemplo de mujer coraje, una buena persona que se las valía de sobra por sí misma para cuidar de su hija. Hasta que una fría mañana de noviembre desapareció por culpa de una enfermedad que ocultó y por la que transitó con la misma dignidad y valentía con la que había afrontado toda su vida. (Pág. 133)


Por otro lado, la psicología de los personajes es torpe, por ser benévolo: no acabo de entender bien, por mucho que la describa, el desdén y el odio de Colacho respecto de su padre, Pacheco, por ser este el conductor en un accidente de coche que acabó con la muerte de su mujer y de otro hijo (madre y hermano de Colacho). De la lectura de la novela no se deduce tal responsabilidad, al menos hasta ese punto, y menos con lo que se nos informa más adelante.

En esta línea, la actitud de Pacheco resulta no solo ilógica a ratos, sino de profunda irracionalidad en su manera de enfrentarse a los hechos y de procesar los conocimientos que va adquiriendo a medida que se suceden los acontecimientos. Existen contradicciones en ambos personajes que no pueden excusarse o justificarse con la afirmación de que los seres humanos somos contradictorios: lo somos, pero los personajes de las novelas, de ser contradictorios, tendrían que serlo, valga la paradoja, coherentemente. Si no, caeríamos en la arbitrariedad, que no suele ser la mejor característica en una obra literaria. Hay alguna escena que roza lo inverosímil. Son defectos que se van pronunciando a medida que avanza la obra.

Así pues, además del perfilado deficiente de los personajes principales, tengo la sensación, quizá por ello, de ser una novela forzada a concluir con un desenlace que el lector es capaz de anticipar con facilidad. Una fatalidad anunciada profundamente insatisfactoria, amén de una suerte de Deus ex Machina final que tampoco añade nada a la trama por mucho que el autor pretenda de este modo cerrar el círculo de la historia. 

Es Pacheco, en definitiva, una novela lineal, con fallos en la construcción psicológica de los personajes y con una trama simple que sufre del defecto capital de la arbitrariedad. Asimismo, hay ciertos intentos fallidos en algunos capítulos que nos hace pensar en una serie cualquiera de televisión, como si hubiera querido trasplantar una narración visual a la novela. No obstante, se lee bien y entretiene lo suficiente para no detestarla por completo. En cambio, carece de trascendencia moral alguna que nos incite a reflexionar acerca de su contenido o de nosotros mismos.  Una novela, pues, insuficiente.







lunes, 8 de abril de 2019

'LaLaZ', de Guillermo Alemán

Son excelentes tiempos para la política, desde el punto de vista de un académico, al menos. Dentro de 30 años, si el planeta sobrevive y España sigue siendo una democracia más o menos homologada (¿por quién?), este último lustro será un vivero de tesis doctorales, de politólogos más o menos enrabietados y de sugerentes monografías sobre política y sociedad. Quizá también sería de agradecer alguna etnografía de algún investigador incrustado en secreto (vulnerando cualquier estatuto deontológico) en algún partido de los de la nueva política o, mejor aún, de los nostálgicos de la mano dura.

Mientras tanto, y barridas del mapa las esperanzas de regeneración política, de participación ciudadana o de deliberación creíble en las instituciones, medios de comunicación y sociedad civil, el mundo sigue girando a una velocidad inaudita hacia quién sabe qué confines del universo y, a su vez, se siguen celebrando, pese a todo, Ferias del Libro con gran éxito de público y atención mediática, sobre todo aquellos que siguen las aventuras youtubianas de sus influencers favoritos. Las editoriales siguen publicando como si no hubiera un mañana, y, en este mundo de saltos tecnológicos cada vez más gigantescos y siniestros, el libro sigue siendo un producto rentable, por lo que parece.

Por razones no demasiado oscuras, el fenómeno de la presentadora de telediarios metida a escritora ha mutado al de cantautor famoso metido a poeta y, últimamente, al de influencer con miles, centenares de miles de suscriptores metido a... lo que sea mientras esté encuadernado. No culpo a las editoriales: ya tienen la promoción hecha, y lo que se ahorran lo pueden destinar los directivos a promocionar escritores más difíciles (jaja) o a invertir en propiedad inmobiliaria, ahora que suben los precios de nuevo, a bonos del Estado o a lo que les pete. 

No nos quejemos demasiado, ese público comprador nunca habría leído poesía ni bajo tortura ni tampoco se habría acercado a la obra de los clásicos, sean los que sean. Dejemos que la gente haga y compre lo que quiera, y no entonemos jeremiadas por la falta de cultura irradiadora que nos hace mejores personas y todas esas tonterías. Es la que llamo la falacia de la cultura, aquella por la que se empeña en afirmar lo anterior a pesar de tener a toda la historia de la humanidad en su contra. La cultura te puede hacer más refinado, si se quiere, según los valores de la sociedad de que se trate, o puede constituir una forma de distinción, como dijo Bourdieu. Si hiciera o pretendiera hacer mejor persona, se superpondría a la disciplina de la Ética, y me temo que nunca ha habido el menor peligro de que así suceda. Basta ver los tejemanejes de la industria cultural, las críticas del personal de los suplementos de cultura, las declaraciones públicas de Sánchez Dragó o de cualquier concejala de Cultura para hacernos una idea.

Y ahora, la reseña de:






LalaZ, de Guillermo Alemán viene precedida por una crítica entusiasta de Eduardo García Rojas en su blog El escobillón. Más entusiasta de lo que el normalmente entusiasta Eduardo García Rojas suele ser. Lo que demuestra su entusiasmo, sin duda. La gente entusiasta suele estar llena de energía y vitalidad, lo que constituye un ejemplo para todos aquellos que los conocen, que no es mi caso. Así pues, dicho entusiasmo me motivó a leerla, por ver si teníamos algo extraordinario en esta nuestra comunidad no formateado por los medios de comunicación y sus grupos editoriales.

La novela, distópica por más señas, relata un futuro posnuclear en la isla de Tenerife, concretamente en lo que queda de La Laguna y de Santa Cruz. Se percibe a lo largo de la lectura, desde el título mismo, constantes referencias y alusiones irónicas y sarcásticas políticas y sociales, algunas de las cuales solo tendrán significado para los laguneros. No me quejaré de estas, por muy localistas que sean. Algunas tienen gracia, incluso. Otras poseen un tono sentencioso poco satisfactorio que a veces cansa.

Lo cierto es que el autor logra con facilidad imprimirle verosimilitud a la narración, con diversos personajes bien caracterizados, aunque no sea capaz de elaborar, al menos en una primera parte, un nuevo mundo original, dado que como solución a la incipiente reconstrucción social no imagina otra cosa que una dictadura flanqueada por una Iglesia. No digo yo que sea bastante probable que eso pudiera ocurrir tras una catástrofe civilizatoria, pero, literariamente, a estas alturas, a uno le gustaría encontrarse con alternativas diferentes a la soldadesca y al cura, del tipo que sean.

Además, hoy he venido a hablar también de los canarismos y del registro coloquial y vulgar:

Va hasta el vestidor y escoge el traje de gala, un ajado uniforme gris con correajes negros y botas lustradas de caña alta, y con un escudo en el bolsillo izquierdo de la pernera cuyo emblema combina un águila negra, un yugo y un haz de flechas, todo ello firmemente atado al inconsciente colectivo con un nudo gordiano tan complejo que ya nadie recuerda si perteneció a reyes, a falangistas o a generalísimos. Tampoco Eladio Alfonso. Él solo ve en la simbología del fascio lo mismo que tantos enajenados vieron a lo largo de la historia: emperadores romanos, trompetas de la muerte, legiones en formación y la verdadera dimensión de su cobardía, de la que trataban de escapar soñando con la grandeza de un hombre frente al resto de los mortales. Eladio Alfonso se ajusta el traje y la pistola a la bandolera, pero es al coger la fusta y golpearse en las botas cuando realmente siente todo el poder de su inseguridad. Y baja las escaleras de la torre con la perplejidad mutada en venganza. (Pág. 52)


-Ah, la corona... ¿Verdad que es bonita? 
El Josema se queda alelado. 
-Bonita, dice... Es la cosa más alucinante que he visto en mi vida -responde al fin, mientras se hinca un lingotazo para no aturullarse con las palabras-. ¿De dónde la sacaste? 
-De la catedral, compadre... Tenías que haber visto cómo está aquello allá abajo. Yo no sé qué pasó, pero alguien la voló por los aires, pero claro, como tú estabas durmiéndola, ni te enteraste. Te pasas media vida con la juma encima y no te enteras de nada... 
-¡Cállate, coño, que pareces mi vieja! -y adiós a la trascendencia y a la comprensión universal en cuanto el Fatiga le menta su adicción al alcohol. 
-¡Coño, encima te mosqueas! ¿Pues sabes una cosa?, pa que te enteres, hoy terminó el ciclo de lluvia ácida, así que no sé qué coño haces con el vaso en la mano. Si piensas que voy a seguir aguantándote colocado como un gufo y haraganiando por ahí otros seis meses, estás aviado. 
-Joder, ahora pareces mi mujer... Además, no ha parado de llover. 
El Josema asiente, enfurruñado. (Págs 63-64)


Eladio Alfonso piensa que, desde luego, estos hablan como si tuviesen una biblia apocalíptica en la boca, y que si lo hubiese sabido antes ni báculo ni mitra, que al Perro palo, que luego se te sube a las barbas y te monta un sarao con acólitos epistemológicos que no hay quien los entienda (Pág. 80)


El Fatiga entra en la cueva estirando los huesos y con el lomo erizado. Tiene frío y está aburrido. Piensa que ya es hora de que estos hayan apalabrado y volver pa casa. Se acerca al Josema, que tiene un tufo a vino peleón que no veas, para intentar despertarlo, pero el Josema tiene una turca de campeonato y no hay quien pueda con él. Luego va hasta donde está el Pinocho, que tirado en el catre, parece que no es que no ronque, sino que no respire, inerte en medio de un charco de pota carmesí. Lo agita hasta que su piel se vuelve púrpura. Está caliente y suda. Sus tejidos van del violeta al magenta, del rojo cardenalicio al canelo-marrón, pero el Pinocho no respira jarto de humo de tetrahidrocannabinol con estramonio al diez por ciento. Al Fatiga le da igual. Tiene hambre. (Pág. 92)

Estos ejemplos muestran, de forma simultánea, lo bueno y lo malo que tiene el idiolecto del autor. Introduce, o más bien, escribe, sin problemas y sin complejos abundantes canarismos y expresiones populares (no siempre específicamente canarias o tinerfeñas) en el texto. Uno lee con naturalidad, con la familiaridad que produce (la mayor parte de las ocasiones) un habla cotidiana y con la extrañeza que suscita encontrarlas en un texto literario. En todo caso, habría que preguntarse si los canarismos son siempre índice de habla popular o coloquial o si forman parte de la lengua culta o elevada. Aquí ya nos encontramos con un problema, pues ¿quién define lo que es culto y lo que no, de lo coloquial entendido como un habla vulgar? Podríamos intentar, tentativamente, que lo culto no es lo que necesariamente hablan las clases altas o las personas con estudios, sino términos específicos de una rama del saber, cualquiera que sea, validada académicamente, o, también, conceptos que definen con precisión, en contraposición a un habla cotidiana, normalmente (en)fática y repetitiva que valora más (que no absolutamente) la emoción que la precisión informativa. También puede ser habla coloquial y no vulgar, pero en cualquier caso carecen ambas de la reflexión y del cuidado con el que se utiliza tanto científica como literariamente.

Así, Guillermo Alemán, a través del narrador omnisciente, emplea a veces un registro coloquial; otras, uno vulgar y finalmente otras, culto. El registro coloquial y vulgar no se vehiculan solo a través de los diálogos entre personajes sino en la misma narración. Podríamos pensar, entonces, que la narración en la que intervienen los personajes que hablarían en tono coloquial/vulgar se realiza en esos registros como una manera de concordarlos. El caso es que, aun aceptando esta posibilidad, no siempre ocurre así. Los registros se alternan, me parece, arbitrariamente, cuando quizá el autor se deja llevar, tal vez, por la emoción de la escritura y por la avalancha de las palabras. En ese sentido, su acierto, que es el de normalizar el uso de vocablos canarios en una narración de un canario ambientada en una isla canaria se ve empañada por aquella falta de criterio que perturba la lectura. Llega un momento en el que el registro coloquial, que no es necesariamente equivalente al uso de canarismos (cuya densidad quizá se vuelva exagerada), lo ocupa todo, y la novela se resiente por ello.

Un ejemplo: si nos cuentan que a un amigo "le dio un jamacuco", que es palabra de registro coloquial o incluso vulgar, la información que nos llega es que algo le ha pasado, puede ser que incluso se haya desmayado. Como efecto literario puede servir, claro, para caracterizar a un personaje mediante su vocabulario, como efecto de contraste de idiolectos o incluso con efecto cómico, etc. Sin embargo, tendríamos que recurrir a otro registro para saber si fue un mareo o un desmayo a consecuencia de una hipoglucemia, o si sufrió un ictus, etc. Además, la profusa utilización de ese registro hace caer al autor en frases hechas que se repiten continuamente y que cansan por hueras.

Escrito lo cual, la novela se deja leer bien, con una trama repleta de acción y de aventura, con buen sentido del ritmo narrativo, pero a la que no le hacía falta, en mi opinión, el recurso, llamémosle Z, que se introduce a partir de la página 96 y que no le suma originalidad a la historia. Ya era bastante distópico por si solo ese Tenerife posnuclear para introducir ese elemento (que no quiero revelar). Supongo, en cambio, que a los amantes del género les regocijará y disfrutarán, al igual que el autor, de la perspectiva de una civilización (o isla, o ciudad) machacada y reducida a escombros con bastante sangre por encima.