martes, 27 de noviembre de 2018

'El perfil de las esquinas', de David Galloway

Casi un mes sin reseñar y, de pronto, dos reseñas en una semana. Así es la caprichosa disposición del tiempo del reseñador altruista a tiempo parcial, siempre a merced de los caprichos de la fortuna, de las servidumbres de la cotidianidad y del atractivo de otras lecturas no tan fácilmente comentables. A veces, es mera pereza y pocas ganas de mortificarme. Así de sencillo.

Por otro lado, como ya he señalado, son estas las fechas en las que eclosionan las presentaciones de novelas como huevos podridos, y los fans hardcore juran que las comprarán aun tengan que pasar hambre, dejar de pagar la hipoteca y quitar de la guardería al niño. Asimismo, los escritores expuestos a la mirada fervorosa de su grey se dejan arrobar por los elogios de los maestros de ceremonias -útiles por una tarde- y desde las alturas literarias sonríen convencidos de que esta vez sí, por fin.

A la industria literaria (ese conjunto de editoriales, distribuidoras, grandes almacenes y librerías), le interesa la continua renovación del surtido: la aparición de fenómenos literarios, de jóvenes promesas, de viejas glorias que reverdecen laureles, etc. Y mucha reedición, por si los lectores se habían despistado cinco años o una generación antes. A mí, la verdad, solo me interesan las novelas con hondura filosófica, de descubrimiento moral, que indaguen en las virtudes, miserias y misterios del ser humano, acompañadas de técnica y estética. Y que no me aburran, desde luego. 

Claro está, es difícil que cada novedad editorial cumpla esos requisitos. Luego llegan las críticas elogiosas de novelas insoportables y todos se creen Galdós o Yourcenar, por citar a alguien, y van por ahí sembrando la semilla de la mediocridad a base de entrevistas en los medios de comunicación y talleres de escritura.  En ocasiones, con algún premio a cuestas, lo que los hace aún más inaccesibles a la lucidez.






De este libro, como objeto, como producto final de una industria denominada cultural, como mercadería, en definitiva, lo que más me gusta es la portada. Una portada preciosa, con un ángulo submarino, a contrapicado, que ya me habría gustado que se hubiese aplicado a los relatos que integran el libro. De esto no hay que deducir, necesariamente, alguna conclusión sobre los cuentos. Podría haber ocurrido que estos hubiesen sido aún mejores. El infierno está pavimentado con cubiertas espantosas empastadas sobre grandes novelas.

Para ir al núcleo del asunto, David Galloway nos ofrece en este volumen de relatos (publicado inicialmente en 2003 y luego reeditado en 2012) una muestra más de la verborrea tan habitual por estos pagos, que conjuga a ratos un estilo indirecto libre mal asimilado con una minuciosidad inútil que acaba por desalentar al lector más entusiasta (incluso a los miembros de ese público cautivo del que todo autor parece disponer), y disquisiciones existenciales de lo más inane. 

Cuesta encontrar en estos relatos una frase bella, un párrafo literario digno de ese adjetivo. El habla cotidiana en la que parece refocilarse nuestro cuentista se transcribe de la manera más real posible, es decir, del modo más insulso en que se puede hacer. Es ya un tópico mío hablar de los tópicos y las frases hechas, de las que, precisamente, está lleno este libro. Incluso cuando se pretendiera que sirven para caracterizar a los personajes mediante el lenguaje. Si es así, el resultado es el fracaso.

Hay algún argumento que con trabajo y dedicación podría haber dado más juego, buenas ideas que se marchitan con esta prosa tan banal y huera. A veces, algún final sorprende, lo que puede considerarse positivo, pero el camino está repleto de naderías. La sensación que me producen estos cuentos, al igual que con la obra de otros autores reseñados en este espacio, es la de ser el resultado de una escritura automática en la que el escritor ha alcanzado éxtasis de satisfacción al confundir fluidez con inspiración, rapidez con genialidad, espontaneidad con arte.


Al ser de dimensiones reducidas, las dos mujeres hicieron al menos cuarenta piscinas. Mientras nadaban a brazas despacio, muy despacio, a ritmo de caracol narraron a grandes rasgos anécdotas puntuales, algunas recientemente vividas, otras no tanto y otras ni muchísimo menos. A ratos banalizaron. A ratos filosofaban de aquella manera. Y a ratos lloraron, bien de risa bien de pensar, según y cómo. Sólo al descubrir lo arrugada que tenían la piel tras permanecer tanto tiempo metidas en el agua, salieron a tomar un a solearse. María, toalla en mano y secándose el pelo, acudió al bar en busca de dos copas de oporto y algo de picar, el largo baño les había abierto el apetito. (Pág. 41)


Absorto en sus recuerdos, Arturito no se dio cuenta de la presencia de Gerardo hasta que el camarero le puso sobre un hombro su mano y sobre la mesa el carajillo. Agradecido por el detalle, Arturito aceptó con un gesto de cortesía que llevaba implícito el convite a sentarse cinco minutos frente a él, y su intención de mostrarle la foto. Gerardo echó un vistazo alrededor, quedaban pocos clientes y atendidos todos; el jefe no regresaba hasta las cinco de su pertinente siestita, y entonces estimó oportuno tomarse un respiro porque sin cesar desde las siete de la mañana no había parado de servir platos de churros y tazas de chocolate y cafés y barraquitos y cervezas y menús y bocatas y cervezas y una tras otra... Ni tiempo tuve de desayunar tranquilo, y todo, de verdad se lo digo, por un sueldo que tampoco es para tirar cohetes. (Págs, 71-72)

Apetito voraz. Con su bata por única prenda cubriéndole los hombros abre la nevera y mira su interior con detenimiento, por suerte Alba era de esas personas que se sienten más seguras si el avituallamiento está controlado. Mientras decide qué le apetece comer de segundo, mete en el microondas un paquete de verduras congeladas. Descorcha una botella de vino, escancia una cantidad generosa y se deleita mientras contempla deslizarse sobre el cristal un par de lágrimas. A continuación, copa en mano y sonriente, entra en el dormitorio, abre el armario y un penetrante olor a naftalina provoca que retroceda un paso. Ante sus ojos, uno de sus uniformes de las Líneas Aéreas cuestiona ahora esa firme voluntad de hacer borrón y cuenta nueva. Se impone un momento de debilidad y, gacha la cabeza, respira profundo antes de volver a erguirla. Sabe que no debe consentirse el lujo de una recaída en el mismo desánimo del que pretende emigrar. (Págs. 135-136)


Puedo estar equivocado, claro. Sin embargo, este nivel de literatura comienza a suscitarme indignación, aparte de ese hastío tan peculiar que termina en trocarse en melancolía. Supongo que un escritor que se pasa el tiempo escribiendo estas cosas debe de estar convencido de que tiene algo que comunicar, pero no debería olvidar que debería esforzarse en demostrar al lector que vale la pena leerlo. Creo que es en este último punto donde el proyecto se tuerce, de manera irremisible. Incluso la lectura más difícil se convierte en ocasión para el regocijo y para el conocimiento con una buena historia y cierta técnica. Lo que no puede ser es que la lectura se convierta en un potro de tortura. 

Es correcto aducir que el Sr. Galloway, al menos, tiene pretensiones. Hay muchos otros que simplemente se limitan a escribir esas novelas negras o de acción sin ningún otro motivo que vender o que entretener para vender. Dicho lo cual, no afirmo que todos los cuentos sean igual de soporíferos y carentes de interés. Hay alguno pasable, sin duda, pero es la atmósfera general de tedio que impregna cada pase de página la que encuentro insoportable y, sobre todo, injusta: soy lector, no sufridor.


















jueves, 22 de noviembre de 2018

'El Maestro del Juicio Final', de Leo Perutz

Se acercan las Navidades y los regalos concomitantes. Como es de esperar, las editoriales anuncian, con mayor urgencia aún, nuevos títulos imprescindibles y necesarios que no podemos dejar de leer si queremos ser cultos. Ya se sabe, sentido común mediante, que la Cultura es una cosa muy buena, que a nadie molesta y con la que todo el mundo está de acuerdo, aunque no se tenga ni idea de su manifestación concreta ni mucho menos sentido del ridículo. 

Es el cajón de sastre, la cultura, en donde podemos meter lo que queramos y de donde sacar el dinero que sea menester porque criticarla supone arriesgarse a que caiga sobre uno el estigma social de ser "anticultura" o, de modo más general, "noísta". A continuación, cómo no, se saca a pasear a Göring y a Millán Astray o a quien haga falta, porque si hay un consenso político es el que se refiere a la cultura, como elemento no conflictivo y cohesionador (me refiero a las manifestaciones artístico-espectaculares, no a las étnicas, que ya son otro cantar). Sin embargo, en otro contexto, y como escribió en un famoso artículo Rafael Sánchez Ferlosio , a veces dan ganas de llevarse la mano a la pistola. O a otras herramientas menos mortíferas, pero igual de simbólicas.

Cuando, con esa intención, se llevan a cabo campañas o se construyen instalaciones culturales (de Alta Cultura) y se constata que no interesan a casi nadie (salvo a los políticos y funcionarios de turno, a los gestores culturales, a los agentes e intermediarios y a los artistas, estos últimos encantados siempre de institucionalizarse), se carga entonces contra el público ausente y su falta de educación (musical, pictórica, visual, literaria, etc.) que hay urgentemente que resolver. No faltan abogados entusiastas y algo engolados a este respecto, por supuesto. Claro que no resulta contradictorio ni complicado defender aquello que te da de comer. En la mayoría de las ocasiones, la ofensiva cultural tiene pretensiones totalizadoras: el frente político, el mediático y los proveedores de contenidos culturales acríticos se conjugan y ensamblan con una armonía artística digna de encomio. Al fin y al cabo, todos salen ganando. Suele ser común el concepto de irradiación cultural (se supone que desde un centro culto hacia una periferia ignara). 

Es posible, y esta es mi opinión, que la sociedad saldría ganando con algo más sencillo que lo anterior, mediante una crítica del concepto de cultura, un análisis de la actividad de la industria cultural y el desvelamiento de la ideología subyacente que se oculta bajo el mando de la cultura. Un bonito ejercicio de esto podría aplicarse aquí, donde se afirma que las sociedades pobres lo son por falta de cultura, faltaría más.

En fin, hora de volver a lo nuestro: 




Quién me iba decir, doppelgängers aparte, que esta novela, comprada casi al azar en la librería y despreciada por mí -debo reconocerlo- durante largos años, iba a acabar en el Polillas. Después he sabido que Leo Perutz, nacido en Praga, era un escritor en lengua alemana de éxito en las primeras décadas del siglo XX, y admirado, entre otros, por Borges, lo cual tiene la importancia que uno le quiera dar (ya se sabe que el difunto escritor argentino es sagrado para casi todo el mundo). Sufrió, asimismo, el régimen nazi y las tribulaciones propias del exilio. Esta versión de la novela está a cargo de Jordi Ibáñez, al que a primera vista y a falta de explicaciones solo podría cuestionarle el ceceísmo de un personaje secundario (un taxista).

Pues bien, es una obra de tintes detectivescos, con varias muertes y una resolución. Dicho así, no tiene nada de particular. Sin embargo, y aunque la novela comienza de un modo un tanto vacilante, pronto adquiere la firmeza del hierro y no decae hasta un final un tanto sorprendente. Además, el epílogo resitúa la acción y proporciona un punto de vista diferente porque quien lo escribe es diferente del narrador-personaje principal. 

Como digo, la novela está contada en primera persona por un personaje, el barón Gottfried Adalbert von Yosch, que, sin embargo, permanece, curiosamente, subordinado a las actividades de Waldemar Solgrub, quien lleva el peso de la investigación y que, aparte de intentar descubrir al asesino, pretende exonerar al narrador. Este punto de vista, al evitar la omnisciencia, por ejemplo, del relato en tercera persona, contribuye a la atmósfera de pesadilla de la narración, en la que las muertes aparentemente inexplicables parecen el fruto sangriento de una mente atrabiliaria. Además,  dichas las muertes, en principio, representan el misterio de la habitación cerrada, presente ya, por ejemplo, en Los crímenes de la calle Morgue, de Poe, y en tantas otras obras del género.

Ya es bastante, aunque trivial, que la lectura sea amena y fácil; que los personajes, aunque no extraordinarios, sirvan bien como canalizadores de la acción, así como unos diálogos correctos, inscritos de manera óptima en la historia. El narrador es un personaje, digámoslo así, turbio, sin clara conciencia de sus acciones, envueltas la mayor parte del tiempo en una bruma psicológica que se transforma en ambivalencia moral si quisiéramos juzgarlo en ese sentido. Al contrario, por ejemplo, que Solgrub, nuestro Dupin o Holmes, o que el doctor Gorski, un Watson que tiene un escena falstaffiana brillante y sorprendente. Tengo la impresión de que el autor después de ese momento lo mantiene a raya, pues bien podría haber eclipsado a los demás personajes. Da espacio, sin embargo a Solgrub, quizá demasiado sobrio para un shakesperiano.


Mi primera reacción fue de sorpresa y de pánico. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué locura se ha apoderado de mí? Luego me invadió un sentimiento de angustia. ¿Cómo ha podido sucederme una cosa así? ¿Cómo ha podido ser posible?, me preguntaba lleno de asombro y de miedo. ¿Acaso me he visto realmente entrar aquí y susurrar palabras que nunca han salido de mis labios? ¡Yo mismo he creído por un momento en mi propia culpa! ¿Cómo es posible? Sin duda se ha tratado de una fuerte perturbación de mis sentidos, una alucinación que se ha burlado de mí, una voluntad ajena a la mía que me ha forzado a asumir algo que yo no he hecho. No, evidentemente yo no he estado aquí antes, no he hablado para nada con Eugen Bischoff y no soy ningún asesino. Un sueño, una locura que se ha escapado de los infiernos y que ahora ha vuelto a hundirse en aquel lugar de donde nunca debería haber salido. (Págs. 82-83)


Por otro lado, la lectura, más allá del desenvolvimiento de la trama, puede interpretarse, sin duda, desde diferentes puntos de vista. Yo no puedo dejar de pensar la novela como una reflexión sobre la enorme capacidad autoaniquiladora del ser humano, que necesita de periódicas dosis de heroísmo para sobrevivir. O quizá no tanto del ser humano en general como de las clases sociales acomodadas (el elenco de la novela lo forman en su mayoría aristócratas, burgueses, profesionales liberales e, incluso, los artistas, aunque sean, como diría Bourdieu, una clase subordinada dentro de la clase dominante), cuya existencia parasitaria (como diría un marxista antiguo) acaba por sumirles en un sopor vital del que solo pueden emerger recurriendo a métodos extraordinarios y mortales.