Parece evidente que al amparo de las leyes contra el odio, se esta laminando la ya deteriorada esfera pública de nuestro país. Ya sea por la derecha como por la izquierda, la ultracorrección política y la fetichización de las palabras están constriñendo el ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Que soy de los que piensan que, a este respecto, más vale quedarnos cortos que pasarnos de la raya, y que si creemos en el valor de los buenos argumentos, ningún Mein Kampf, negacionismo o concepto de preso político debería estar prohibido, por muy repugnantes que pudieran parecernos la ideología nazi, la negación de barbaries históricas como las cámaras de gas o el genocidio armenio, o la mudanza a conveniencia del adjetivo político según quién sea el preso. Que, como dije antes, nos fijamos demasiado en la expresión del odio o de la supuesta ofensa, en el síntoma, y no en el horno social de donde parten.
Aunque este no es el blog adecuado, sí que habría que apuntar a las condiciones sociales, económicas y políticas que originan esos odios, esa frustración, esa injusticia, incluso aquellas actos de violencia contra los sectores más débiles y desprotegidos. Preguntémonos si queremos saber de verdad por qué hay tanta crueldad e injusticia en nuestra sociedad. Si nos limitamos a apoyar a unos o a execrar a otros, no haremos sino caer, paradójicamente, en el mismo conformismo que, quizá, también decimos aborrecer.
Nunca, y menos en este país, hay que olvidar que la democracia y los derechos aparejados no se han conseguido de modo definitivo. La democracia es un proyecto en permanente construcción, y no seremos más que unos ignorantes o unos estúpidos si creemos que el riesgo de involución hacia formas más o menos descubiertas de autoritarismo están descartadas. A la vista están.
Dicho lo cual, pasemos al asunto propio del Polillas: en este caso, un ejercicio literario epistolar, género que gracias a los correos electrónicos (sí, bueno, todo el mundo dice imeils), ha experimentado su propio renacimiento: Cartas imaginarias, de Bernardo Chevilly.
En primer lugar, y aunque no suelo hablar de estas cosas porque no suelen interesarme demasiado, en esta ocasión me han llamado la atención las ilustraciones y la edición del libro: portada/cubierta, papel, etc. Vaya eso por delante.
En segundo lugar, las Cartas en sí. Si ustedes son como un servidor, que tiene a bien leerse las reseñas, que para eso están, para que conozcamos la opinión sincera de un lector, es bastante probable que la impresión que les hayan causado es la de encontrarnos ante una obra exquisita, sublime, excelsa, divina, por tanto difícil, por tanto elogiable, y más si se señala que no está al alcance de vulgares mortales. Tanto nuestro ya familiar Jonathan Allen como Elsa López despliegan todo su arsenal literario-sentimental para llevar el encomio a cotas aún más altas: "hermosa arquitectura", "extraordinario en su ejecución", "lo singular y exquisito de su naturaleza literaria", "estética a contracorriente", etc.
Tampoco es eso.
El libro se compone de cartas, breves textos, cuyos remitentes o destinatarios son personalidades de la música o de la poesía ya muertas, entre las cuales están Alfredo Kraus (aquí suele decirse, en Canarias, nuestro Alfredo Kraus, lo que siempre me ha parecido una apropiación indebida, dicho sea de paso), Chopin, Debussy, Manuel de Falla, Dámaso Alonso y muchos/as más. Lo atractivo del asunto, de estas cartas es la posibilidad de acceder, aunque sea de manera fantasiosa (de ahí lo de "imaginadas") a la intimidad, ese momento de desnudez frente al papel, de unos personajes que han sido engrandecidos por la mitología del genio, primero, y por la industria cultural, después. Es algo que la novela histórica hace con variada fortuna; y que, por ejemplo, de una manera, a mi parecer, excepcional, logra Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano. En mi mente, el Adriano histórico es el de esta escritora: cualquier otro no puede ser sino un impostor.
En principio, tiendo a pensar que un melómano del FIMC o un esteta decadente disfrutarían más que yo de la lectura de estas cartas. Sin embargo, en un segundo momento, la impresión de uniformidad del estilo les frustaría, también por esa melomanía, todavía más que a mí. El caso es que a pesar de sus evidentes conocimientos poético-musicales y del buen manejo del idioma (de varios), Bernardo Chevilly no logra que la alquimia literaria haga efecto y los personajes que escriben estas cartas tengan peso, se transmuten en reales. Hay mucha palabra francesa cuando toca, inglesa, alemana, muchas jotas cuando sale Juan Ramón Jiménez (que no era músico, pero sí muy sensible), etc. También asistimos a veces a una variedad del estilo dentro de las cartas, de estilo elevado se pasa a uno coloquial, lo que se pretende dinámico y reflejo de la personalidad de la figura de turno, pero la impresión global, como repito, es de cierto aire de familia, y de la, por tanto, inevitable conciencia, de que hay un solo escritor detrás de todas estas cartas. Es por esto por lo que creo que el problema no es tanto que sea un texto (o un conjunto de ellos) dirigido a "un número reducido de lectores" ni en que haya que saber demasiado de la historia de la música o de la poesía para apreciar los textos. Uno no duda de los conocimientos, digamos enciclopédicos, del autor, pero sí que se echa de menos (ya puestos a pedir) mayor finura en la plasmación de los personajes, que, recordemos, se perfilan a partir de lo que (supuestamente) escriben ellos mismos, para que no se queden en meros nombres sobre el papel, sobre todo en textos tan cortos.
En todo caso, Cartas imaginarias me parece un ejercicio literario apreciable, singular, a pesar de que tenga precedentes. Se lee con agrado, sin aburrir ni empalagar (de esto último ya se encarga, por ejemplo, Alberto Pizarro -tercera reseña dentro del enlace-) y que bien merece, por tanto, una lectura atenta, desprejuiciada y, como siempre, crítica.