viernes, 23 de febrero de 2018

'Cartas imaginarias', de Bernardo Chevilly

Estamos llegando a tal grado de impostada hipersensibilización moral que cualquier manifestación pública que no sea mantener la mirada baja será susceptible de ser judicializada. Entre las letras de los raperos antimonárquicos, las galas drag carnavaleras y las censuras en ferias de arte parece que un nuevo puritanismo (que siempre estuvo latente), una especie de retradicionalismo, amenaza con enquistarse en la sociedad vía legislación penal. Todavía estoy sorprendido, y ya ha pasado tiempo, de que la Fundación Francisco Franco pudiese demandar a un artista por una parodia del dictador, y que se admitiese y hubiera juicio (bien es cierto que la Fiscalía pidió la absolución). Si esto pasó y no se promovió un cambio legal o, ya puestos, se iniciara un proceso constituyente, qué podía esperarse. Al ritmo de los acontecimientos, cualquier día incluso el autor de un blog tan inocente como este, en el que se promueve la hermandad literaria y el buenrollismo general, tendrá que comparecer en el juzgado por ofender los delicados sentimientos de cualquier escritor/a, editor/a, librero/a, lector/a, fan hardcore o  ciudadano/a de la República de las Letras que haya pasado por aquí. O demandar al autor/autora de una novela por su contenido moral. ¿Regusto polvoriento a pasado? Pues sí.

Parece evidente que al amparo de las leyes contra el odio, se esta laminando la ya deteriorada esfera pública de nuestro país. Ya sea por la derecha como por la izquierda, la ultracorrección política y la fetichización de las palabras están constriñendo el ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Que soy de los que piensan que, a este respecto, más vale quedarnos cortos que pasarnos de la raya, y que si creemos en el valor de los buenos argumentos, ningún Mein Kampf, negacionismo o concepto de preso político debería estar prohibido, por muy repugnantes que pudieran parecernos la ideología nazi, la negación de barbaries históricas como las cámaras de gas o el genocidio armenio, o la mudanza a conveniencia del adjetivo político según quién sea el preso. Que, como dije antes, nos fijamos demasiado en la expresión del odio o de la supuesta ofensa, en el síntoma, y no en el horno social de donde parten. 

Aunque este no es el blog adecuado, sí que habría que apuntar a las condiciones sociales, económicas y políticas que originan esos odios, esa frustración, esa injusticia, incluso aquellas actos de violencia contra los sectores más débiles y desprotegidos. Preguntémonos si queremos saber de verdad por qué hay tanta crueldad e injusticia en nuestra sociedad. Si nos limitamos a apoyar a unos o a execrar a otros, no haremos sino caer, paradójicamente, en el mismo conformismo que, quizá, también decimos aborrecer.

Nunca, y menos en este país, hay que olvidar que la democracia y los derechos aparejados no se han conseguido de modo definitivo. La democracia es un proyecto en permanente construcción, y no seremos más que unos ignorantes o unos estúpidos si creemos que el riesgo de involución hacia formas más o menos descubiertas de autoritarismo están descartadas. A la vista están.



Dicho lo cual, pasemos al asunto propio del Polillas: en este caso, un ejercicio literario epistolar, género que gracias a los correos electrónicos (sí, bueno, todo el mundo dice imeils), ha experimentado su propio renacimiento: Cartas imaginarias, de Bernardo Chevilly.





En primer lugar, y aunque no suelo hablar de estas cosas porque no suelen interesarme demasiado, en esta ocasión me han llamado la atención las ilustraciones y la edición del libro: portada/cubierta, papel, etc. Vaya eso por delante.

En segundo lugar, las Cartas en sí. Si ustedes son como un servidor, que tiene a bien leerse las reseñas, que para eso están, para que conozcamos la opinión sincera de un lector, es bastante probable que la impresión que les hayan causado es la de encontrarnos ante una obra exquisita, sublime, excelsa, divina, por tanto difícil, por tanto elogiable, y más si se señala que no está al alcance de vulgares mortales. Tanto nuestro ya familiar Jonathan Allen como Elsa López despliegan todo su arsenal literario-sentimental para llevar el encomio a cotas aún más altas: "hermosa arquitectura", "extraordinario en su ejecución", "lo singular y exquisito de su naturaleza literaria", "estética a contracorriente", etc. 

Tampoco es eso.

El libro se compone de cartas, breves textos, cuyos remitentes o destinatarios son personalidades de la música o de la poesía ya muertas, entre las cuales están Alfredo Kraus (aquí suele decirse, en Canarias, nuestro Alfredo Kraus, lo que siempre me ha parecido una apropiación indebida, dicho sea de paso), Chopin, Debussy, Manuel de Falla, Dámaso Alonso y muchos/as más. Lo atractivo del asunto, de estas cartas es la posibilidad de acceder, aunque sea de manera fantasiosa (de ahí lo de "imaginadas") a la intimidad, ese momento de desnudez frente al papel, de unos personajes que han sido engrandecidos por la mitología del genio, primero, y por la industria cultural, después. Es algo que la novela histórica hace con variada fortuna; y que, por ejemplo, de una manera, a mi parecer, excepcional, logra Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano. En mi mente, el Adriano histórico es el de esta escritora: cualquier otro no puede ser sino un impostor. 

En principio, tiendo a pensar que un melómano del FIMC o un esteta decadente disfrutarían más que yo de la lectura de estas cartas. Sin embargo, en un segundo momento, la impresión de uniformidad del estilo les frustaría, también por esa melomanía, todavía más que a mí. El caso es que a pesar de sus evidentes conocimientos poético-musicales y del buen manejo del idioma (de varios), Bernardo Chevilly no logra que la alquimia literaria haga efecto y los personajes que escriben estas cartas tengan peso, se transmuten en reales. Hay mucha palabra francesa cuando toca, inglesa, alemana, muchas jotas cuando sale Juan Ramón Jiménez (que no era músico, pero sí muy sensible), etc. También asistimos a veces a una variedad del estilo dentro de las cartas, de estilo elevado se pasa a uno coloquial, lo que se pretende dinámico y reflejo de la personalidad de la figura de turno, pero la impresión global, como repito, es de cierto aire de familia, y de la, por tanto, inevitable conciencia, de que hay un solo escritor detrás de todas estas cartas. Es por esto por lo que creo que el problema no es tanto que sea un texto (o un conjunto de ellos) dirigido a "un número reducido de lectores" ni en que haya que saber demasiado de la historia de la música o de la poesía para apreciar los textos. Uno no duda de los conocimientos, digamos enciclopédicos, del autor, pero sí que se echa de menos (ya puestos a pedir) mayor finura en la plasmación de los personajes, que, recordemos, se perfilan a partir de lo que (supuestamente) escriben ellos mismos, para que no se queden en meros nombres sobre el papel, sobre todo en textos tan cortos. 

Por otro lado, podría pensarse que esa subjetividad presente en todos los textos, que aquí señalo como defecto, en realidad es intencionada, con el propósito de establecer una idea motriz o rasgo permanente en toda la galería de personajes. Si es así, reconozco que he fracasado en encontrar esa idea reguladora y que la impresión final es insatisfactoria. Tengo la impresión de que al autor le basta imaginárselos para que al escribir esas cartas cobren vida. Pero no puede dar por sentada esa misma capacidad en los lectores.

En todo caso, Cartas imaginarias me parece un ejercicio literario apreciable, singular, a pesar de que tenga precedentes. Se lee con agrado, sin aburrir ni empalagar (de esto último ya se encarga, por ejemplo, Alberto Pizarro -tercera reseña dentro del enlace-) y que bien merece, por tanto, una lectura atenta, desprejuiciada y, como siempre, crítica.















domingo, 18 de febrero de 2018

'Alicia', de Miguel Aguerralde

Turbada la paz literaria solo por uno de esos eventos promocionales de sí mismos, como el enésimo festival de novela negra, esta vez en Santa Cruz de Tenerife, con la revista ¿literaria? Dragaria ensimismada en la contemplación de un futuro que nunca fue y en un proyecto que nunca quiso ser, y contando con que algunos de nuestros autores favoritos se han quedado sin una tertulia radiofónica desde la que contar sus loquesea, pocas razones había para que este que les escribe volviera a darles la lata con su indignación moral. 

Además, en este lapso, desde la anterior reseña (ya hace unos quince días) hasta hoy, no diré que no ha habido lecturas, que sí, pero casi todas han sido pertenecientes a la no ficción. Que es bueno, como ya he señalado, para autores y, sobre todo, lectores aproximarse a la realidad en sus diversas facetas desde otras perspectivas no exclusivamente artísticas. Que sí, que la novela también puede desvelarnos aspectos del mundo, etc., pero a veces hay que leer sociología y filosofía e historia y lo que se les ocurra. No me sean tan cómodos, que la realidad no se agota en una sola perspectiva. Si no, corremos el riesgo de volvernos unos mentecatos o en unos pedantes de discurso obsoleto. O en malos escritores.

En fin, que los consejos son gratis, pero los libros, no. Y ni el tiempo ni el espacio tampoco son infinitos. Habrá que seleccionar.






El libro que comento hoy es algo así como una especie de thriller antimachista o algo parecido. A pesar de mis reiteradas y públicas proclamas de no volver a leer nada que se acerque demasiado al género negro o al policial, al final acabo cayendo de bruces en otra novela de este tipo. No por otra cosa que por el temor, ya comprobado, a la previsibilidad de tramas, de personajes e incluso de vocabularios. Que después aparece un Jim Thompson por ahí y te tienes que tragar las palabras, pero no suele ser lo habitual. Lo normal es que un autor de estos que pululan por el mundillo entienda por género un conjunto de clichés a los que tiene que adaptarse y repetir hasta el asco, eso sí, con un color local, para diferenciar la marca. Así tenemos la novela negra, la novela negra finlandesa, la sueca, la barcelonesa, la madrileña, la conquense y, cómo no, la canaria y la palmense, que goza de tanto crédito popular como de escasa enjundia literaria. También tenemos, además, la gastronoir y demás chuminadas. Hasta se hacen festivales del género en la que los autores (casi todos hombres) se miran, se sonríen, se sacan fotos juntos, amigos para siempre tararí-tarará, sin que falte la consabida ocurrencia de que no se valora suficiente el valor epistémico de la novela negra para comprender nuestra sociedad, etc. Al final, se dan unos cuantos premios, y a vender, que de eso se trata, créanse lo que quieran creerse.

En fin, en Alicia, Miguel Aguerralde nos traza la historia de, cómo no, un novelista, Ciro, que de repente, por esas cosas de la vida, incluso escribe, se vuelve muy famoso, en la cresta de la ola, perfil Ciudadanos, y justo entonces todo comienza a irle mal, sobre todo porque en realidad es muy hijoputo. Así que parece que la justicia poética no se revela al final, sino al principio, lo que no deja de tener su punto original. El caso es que este personaje está casado con Samanta (Sam), a la que ama de verdad, que está embarazada de ocho meses. Pero resulta que Ciro tiene una amante, Bárbara, una diosa del sexo, etc., así que se siente culpable y tal. Cuando va a dejar a esta Bárbara en vista de su inminente paternidad y ya que todo le va bien, para qué liarla, esta pretende chantajearle para que no se le ocurra dejarla, a resultas de un accidente de tráfico en el que se vieron involucrados a ambos y que tuvo un resultado luctuoso. Como es previsible, la cosa acaba muy mal, con muchas salpicaduras, ojos inyectados en sangre y un cadáver: no somos nadie.

En fin, a partir de ese momento, todo se vuelve thriller. Las fotos, material del chantaje, están en poder de alguien desconocido. Ciro cree que las tiene Sam, aunque quizá no lo sepa ella misma. Así que, tras pasar por un juicio escandaloso y encontrarse en la ruina, este Ciro elabora un plan sigiloso que consiste en hacerse muy visible, aunque tenga una orden de alejamiento, para apoderarse de esas pruebas incriminatorias, como si no fuera ya un apestado social. No tiene en cuenta que, en la actualidad, cualquier persona normal algo lista como Bárbara habría hecho como un millón de copias que estarían en su ordenador, en el de la oficina, en 40 pen-drives, 50 cds, y en cinco cuentas en la nube. No contento con su plan, por alguna lógica desquiciada que solo conoce el autor, también pretende matar a Sam, sí, a esa mujer a la que amaba de verdad y con la que iba a tener un hijo que perdió por su culpa (la de Ciro). Y eso que Sam solo pasaba por ahí después de la trágica escena post-coito entre Bárbara y Ciro, y de nada tiene culpa del posterior ocaso de este como famoso escritor y peor persona.

No crean que le estoy destripando demasiado de la novela: lo anterior ocurre en las primeras 70 páginas y todo ocurre sin traicionar ninguna esperanza ni ningún convencionalismo. Todo lo que esperamos que suceda, sucede. ¿Será porque lo hemos leído antes 1.000 veces? ¿Será porque nos quedamos dormidos en demasiadas ocasiones frente a la película de Antena3? Háganse una idea.

Los primeros personajes, ya que no me dio para más: 

Ciro: novelista más preocupado por el éxito medido en dinero y fama que en otra cosa. Cuando las cosas van mal se convierte en un acosador asesino. O asesino acosador. Hay un paso que va del tipo presuntuoso al asesino psicópata que no me parece verosímil. Seguro que la realidad ofrece perfiles más extraños y retorcidos, pero el caso es que en la novela debe parecernos lógica o posible esa transformación. Aquí no se consigue. Se necesita cierta maestría, claro.

Samanta (Sam): maestra, pero no de una asignatura normal y corriente como Matemáticas o Lengua, sino de, atención, da talleres de Mitología Clásica. Así el autor podrá demostrarnos lo mucho que sabe de los dioses griegos y romanos y de más allá. Por otro lado, deberíamos simpatizar con la protagonista, pero, no sé muy bien por qué, no es así. 

Bárbara: la amante de Ciro, pija y muy sexual. Parece un personaje de recortable o de Sálvame. Se muere pronto, lo cual nos parece muy bien.

Cleo: la editora y amiga de Sam, más bien madre-amiga con un punto incestuoso. Tanto empalago amical no parece normal, pero cualquiera sabe.

Berta: la mujer-gnomo. Sí.

Hay que decir que el autor, sin duda, es capaz de desplegar ante nosotros una historia. Previsible, acartonada, llena de clichés, sí, pero una historia que se lee sin que nos mate de aburrimiento. Sin embargo, los que leemos ficción con la intención de no pasar simplemente el rato, de no solo matar el tiempo dada la indigencia vital en la que presumiblemente estamos sumidos, sino por, como decíamos al principio, la búsqueda también de un placer a la vez estético y cognitivo (si es que son opuestos), una simple historia se nos hace poco. Cuando hablamos de Literatura (con esa mayúscula tan pedantita) aspiramos a apreciar en la obra un esfuerzo artístico que debe manifestarse tanto en el plano narrativo como en el de la lengua. Queremos también sabiduría o desafío a las convenciones, o las dos a la vez, tanto lingüísticas como morales y sociales. Queremos, al menos, que se bosqueje una cosmovisión, o su cuestionamiento, de la que sea. Una mera historia es insuficiente, si no trasciende.

Sigamos. Ya hemos apuntado la escasa originalidad de la trama y de los personajes. Volquemos ahora nuestra atención a cómo se plasma en el papel la historia: diálogos, descripciones, punto de vista. Nos hemos quejado de que el autor solo se limitase a contarnos una historia, sin embargo, cuando intenta, a su modo, literalizarla, el resultado es cargante:

Su vida se había convertido en un infierno repugnante. Las mismas televisiones que poco antes abrían sus programas anunciándole como invitado, ahora mismo se cebaban con las imágenes del escritor desaliñado a la salida del juzgado. Para esos cerdos carroñeros una persona de éxito arrastrada al fondo del abismo era como el maná bíblico para los hebreos o como El Dorado para Francisco de Orellana. El cuerno de la abundancia. (pág. 75)
En el trabajo, la hora previa al descanso del recreo y la última antes de marchar a casa eran las que se le hacían más largas. Horas en las que el reloj estaba demasiado presente. Sin embargo la peor sesión era la penúltima de los martes y los jueves, cuando le tocaba dar clases en el aula al final del pasillo del segundo piso, una habitación destartalada que durante años se había utilizado simplemente como cuarto de material y que recientemente, con el aumento del número de repetidores, había tenido que volver a habilitarse para la docencia. El aula era incómoda y estaba mal diseñada, tenía forma casi oval, con los alumnos apretados en el centro de una elipse entre dos inútiles columnas y la mesa del profesor encasquetada contra una de las ventanas que tenía la alegre vista del aparcamiento, una explanada de asfalto y encinas en las que los coches encajaban unos contra otros como piezas de un puzle organizado por un orangután. El aire de la calle se filtraba entre las hojas de cristal; a esa aula la llamaban "la nevera". (pág. 78)

Samanta se estremeció bajo la manta e inspiró profundamente con el ceño fruncido. El aire le sabía de repente sucio y gris, como un cadáver en el fondo de un lago. No sabía por qué le había venido esa comparación a la mente, tal vez porque esa era la manera en la que terminaban muchos de los personajes de Ciro. Se giró hacia Cleo con la mirada de una niña asustada. La mujer le cogió la mano y negó con la cabeza. (pág. 85)

Esos diálogos insulsos, vacíos, carentes de energía o expresividad, impostados:


-¿De dónde las has sacado? 
Bárbara empezó a reír dándole la espalda. 
-Tal vez quemaste la tarjeta que no era. Tal vez no soy tan tonta como crees, tal vez no eres perfecto... 
-Pero tú rompiste la cámara del fotógrafo... -murmuró Ciro para sí. 
-Tal vez le quité la tarjeta de memoria primero. 
El nuevo escritor de éxito a punto de dejar de serlo podía sentir cómo la rabia llenaba de calor cada centímetro de su cuerpo. 
-Tal vez no vas a dejarme. 
Chantaje, Ciro no lo podía creer. Bárbara había cambiado las tarjetas y le había hecho destruir la que no era. Era imposible saber cuántas copas de esas fotos podría haber hecho esa zorra pero desde luego había previsto bien lo que iba a suceder esa mañana. 
-¿Qué es lo que quieres? -le preguntó. 
Ella rio a carcajadas. Su piel desnuda había dejado de gustarle, sus músculos se estremecían al verla pero obedeciendo a un sentimiento bien diferente. 
-¿Qué crees tú que quiero? Lo que he querido siempre. ¡A ti! 
-Pero yo no puedo seguir mintiendo a Sam -replicó Ciro intentando controlarse. 
Bárbara se acercó a él y le susurró al oído. 
-No te preocupes. Ya me he encargado yo de eso. Te aseguro que no tendrás que mentirle nunca más. (pág. 61)


-Todavía no me has dicho por qué me envías a esa isla ni qué haré cuando llegue allí. 
Cleo sonrió y sacó de su maletín una tarjeta de visita. Le dio la vuelta y escribió con su pluma un nombre y un número de teléfono. 
-Berta -leyó Sam. 
-Sí, Berta. Ella te lo explicará todo. 
La joven suspiró y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta, miró a la editora muy poco convencida y meneó la cabeza. 
-No conozco nada de ese lugar. 
-Por eso es perfecto. No conoces ni te conocen. Te presentarás con otra identidad y solamente Berta y yo sabremos quién eres y dónde estás. 
-¿Y dónde viviré? ¿Qué trabajo es ese que me has conseguido? No puedes mandarme a la aventura así como así. 
Cleo la miró con una tierna sonrisa y le cogió las manos entre las suyas. 
-Tranquila, mi pequeña. Tu aventura está aquí, si te quedas. Allí... -Hizo un gesto con la mano en el aire- Allí solo tendrás paz y una vida de ensueño. (págs. 93-94)

Por no hablar del uso a lo largo de la novela de esas expresiones hechas que deploro, como "encerrar bajo siete llaves", que un reloj parado "acertaría la hora dos veces al día", "anticipo de cinco cifras", "ir viento en popa", etc., en un contexto de estilo facilón carente de gracia o arte algunos. El punto de vista oscila entre un estilo indirecto libre y la omnisciencia, con momentos como: "La inmensidad del océano y el rumor de la brisa la hicieron sentir segura, a salvo de Ciro, del miedo, de las pesadillas. Y se quedó dormida. No sabía cuánto se equivocaba" (pág. 105).

Y así son las cosas, amigos. Es previsible que, sin ínfulas literarias de ningún tipo, Miguel Aguerralde pueda contar para sus novelas con un buen número de lectores. O followers, o amigos del Facebook, o fans hardcore. En realidad, me atrevería a afirmar que es uno de esos escritores potencialmente promocionables a lo grande por la industria del libro. Esta novela va destinada a un público poco exigente en lo estético y conformista en lo narrativo, que espera que se cumplan sus certezas y que se le provea de un producto apto para el mero entretenimiento, ya sea al borde de la piscina, haciendo tiempo en el aeropuerto o dejando pasar uno de esos domingos, a falta de cosas más interesantes en las que emplear el tiempo. Vamos, un chollo.

No obstante, como no es mi caso, la abandoné en la página 105, por lo que me he perdido tramas paralelas y secundarias, las revelaciones de última hora, las coincidencias sorprendentes, los momentos deus ex machina y un montón de cosas que dicen que hacen que se enganche uno. Como siempre, lo bueno viene después, pero ya me lo cuentan otro día.



domingo, 4 de febrero de 2018

'Noir', de Robert Coover

En un momento cercano a mi segunda adolescencia, es decir, hace dos o tres meses, me prometí (y creo que lo prometí también públicamente) que no leería más novela negra, al menos para reseñarlo en este espacio amigo, el Polillas. La promesa venía motivada por el hartazgo de leer, hablemos claro, tanta cosa mala. Lo peor, como suelo decir, no es que simplemente fuera mala, sino que te intentaban convencer (la editorial, el mismo autor, el fajillero de turno, la reseñadora amiga, ese suplemento cultural, etc.) de que era buena. Que ya entramos en cuestión de gustos: que si sí que si no, que mira su carrera, que oye el trabajo que le ha puesto, etc. Claro que en arte, en literatura, casi todo es cuestión de gustos. También, que las opiniones no están ancladas en la nada, sino en una manera de considerar el texto, el cuadro, la pintura, el contexto histórico y social, en las sensaciones que te suscite todo lo anterior... Pero esas sensaciones surgen por algo, y es ahí cuando el crítico, el estudioso, el reseñador con ganas de ser honrado se aplica a reflexionar: esa mezcla telúrica entre conocimientos, experiencia e intuiciones. De ahí surge no solo el me gusta, sino el me gusta por algo (o todo lo contrario). Y a continuación expone, debe exponer, las razones que llevan a una conclusión u otra sobre la obra.

En el mundillo del marketing literario, las reflexiones sobran: dado que la novela es un producto para ser consumido y ya no hay lectores sino fans; no hay escritores, sino proveedores de contenidos; y no hay reseñadores, sino promocionadores, lo que prima es vender sensaciones o experiencias, cuando no mostrar un signo de distinción. Aparte de esa satisfacción de la fantasía que supone el alivio por salir de un mundo (el real) fatídico o deprimente, surgen en estos tiempos de conexión la embriaguez por pertenecer a un club (aunque sea virtual) de lectores que legitima el propio gusto, el orgullo de disfrutar de la amistad feisbukiana con un autor (vivan las redes sociales), etc. Por tanto, el análisis sosegado o espídico da bastante igual. Cojan cualquier comentario estampado en la faja de un libro y podrían arrojarlo a cualquier otro: novelas necesarias hay ya tantas que me pregunto cómo un lector podrá morir en paz sin sentir el desgarro que provoca esa necesidad no satisfecha.

Lo cierto es que lo que conozco del mundillo literario -y no sé mucho- da asco: la mediocridad abruma. Y no me refiero -es lo que menos me importa- al talento literario, sino a la forma de conducirse en el mundo. Es probable que lo primero haya conducido a muchos a lo segundo. Es natural, por otro lado, que, como seres humanos, como seres sociales, aspiremos al reconocimiento de nuestros semejantes. Sin embargo, el reconocimiento que vaya más allá de nuestra identificación como vecino o ciudadano en general, es decir, que venga motivado por algún tipo de mérito requiere, por lo general, esfuerzo y talento, y quizá, en muchos casos, cierta valentía. Es más sencillo para muchos, que dispongan en cambio de habilidades sociales o de cierto capital relacional o amical, disfrazarse de autor poniendo por delante de su vacilante capacidad creativa su disponibilidad a ser él/ella mismo/a un producto que se pueda consumir vía tertulia de radio, columna de opinión o entrevista (en cualquier medio que tenga esa sospechosa manía). 

Y heme aquí que, con todo eso en la cabeza, decido leer Noir.





Me atrevería a decir que ya no se pueden escribir novelas como las de Raymond Chandler. Incluso como las de John Connolly, que son nuestras coetáneas. No es que no se pueda, es que responden a otra época, con otras certezas, otras inquietudes y, sobre todo, con otras concepciones del tiempo, del espacio, de la propia sociedad y del ser humano. Noir responde a esa inquietud, digamos filosófica, sobre la falta de esencia de personas y cosas. Es una duda, como se le suele llamar, posmoderna, con la que -se ha dicho muchas veces- se impugnan los grandes relatos sobre la humanidad. 

Si ya Marx decía que con el capitalismo todo lo sólido se desvanece en el aire y Bauman que todo se vuelve líquido, a su manera Coover nos muestra que todo es sombra en distintos grados, todo es círculo y laberinto que se refuta a sí mismo. No tengo duda -perdónenme la prepotencia- de que la forma de ¿relatar? Coover esta historia de crímenes, viudas, matones, policías y el detective de rigor emana de un contexto de neoliberalismo económico y moral, que encubre un totalitarismo social en el que al ciudadano corriente se le exige individualismo y competitividad frente a los demás, pero que se le solicita sacrificio -compartido también con los demás ciudadanos- respecto de las imposiciones de una economía sujeta a parámetros, necesidades y vaivenes fuera de su alcance, al igual que un cometa distante a miles de años luz. Contradicciones existenciales que solo pueden dibujar un mundo confuso.

En Noir, para el no avisado, se urde al comienzo una historia propia del género: viuda bella y misteriosa que encarga trabajo a duro y cínico detective. Sin embargo, pronto la narración nos confunde, negándonos asideros firmes de tiempo y de espacio. Cuando creemos que el relato es lineal, volvemos a revisitar una escena, o a un momento anterior a una escena ya relatada. Los callejones por los que transita Phil Noir ¿son siempre los mismos o son diferentes? ¿Son otras calles o las mismas bañadas por la oscuridad? ¿Esa niebla ubicua es cierta o la niebla está en su mente?

Cuando sacas con cuidado tu maltrecho cuerpo del cajón refrigerado, oyes realmente el susurro de los cristales de hielo, que crujen y chascan moribundos, pero al menos te has descongelado lo suficiente para tiritar de frío. Intentas recordar lo que ha pasado, pero el golpe en la cabeza lo ha borrado casi todo. Algo sobre un planeta condenado. Y un donut. O medio. Tu cabeza, lacerada, te duele aún más cuando intentas pensar en todo eso, así que lo dejas. Tus palabras exactas, pronunciadas en alta voz para todos los presentes, son: A la mierda. Del Gusano no hay ni rastro, el local está desierto. Examinas tu corpus delicti en busca de cicatrices. Hay un montón, pero ninguna nueva. Tu ropa cuelga del elevador de cadáveres sobre la mesa de disección, parecen pieles de desollado. Aún húmeda. Fría. (...) (págs. 42-43)

Y entonces -una luz tenue, una puerta cerrada que abres con la llave maestra- la ves. A punto estás de caer de rodillas. Con velo, vestida de negro, medias negras, destacando en medio de una multitud de cuerpos desnudos. De maniquíes. Estás en el sótano de una tienda de ropa femenina, llena de maniquíes y partes de maniquíes, uno de ellos con atuendo de viuda. También hay una novia, una bañista, otra con pantalones de montar, algunas en ropa interior, en camisón o traje de calle. En su mayor parte están total o parcialmente desnudas, calvas, también, algunas desmembradas, sin brazos, sin cabeza. En la pulverulenta penumbra flota la fantasmagórica sensualidad de sus angulosas y provocativas poses, sus firmes y brillantes superficies, rostros como máscaras sonámbulas, rasgos paralizados y miradas sin ojos, glaciales. (...) (p. 87)

Ahora, mientras te fumas un pito y te liquidas la segunda botella de vino bebiendo del gollete roto, con la espalda apoyada contra un muro del túnel de los contrabandistas, recordando con nostalgia los parfaits de Big Mame y meditando lúgubremente sobre la compleja trama de la historia en la que te has enredado, te das cuenta de que el tatuaje del trasero te ha dejado de escocer. Eso quizá significa que te están dejando por fin en paz. Pero ¿quienes son? El problema de las tramas. Cuando estás metido en una, no puedes ver más allá del siguiente lío. Es como estar atrapado en dos dimensiones, sin acceso a una visión de conjunto. Aunque eso resulta imposible desde aquí, quizá puedas echar una ojeada desde abajo. Alzando la vista por la falda de la fortuna. Esa vieja puta. Muy oscuro por ahí, como siempre. Como la ciudad. Rezumando lodo y envuelta en bruma. (...) (p. 110)


"El problema de las tramas"... ¿Acaso el mismo Noir, la secretaria Blanche, el policía Blue, el pianista Fingers no se deslíen, no se diluyen en esta historia líquida? Noir sí que pugna por ampliar los límites de lo narrable, desdibuja nuestras creencias sobre la caracterización de los personajes, llevando hasta el extremo nuestras creencias arraigadas de lector sobre esas figuras ya arquetípicas. Y lo mismo puede decirse de la trama, en la que el decisionismo creador encaja bien en esta historia en la que no hay ángulos rectos. Algo que echo de menos en la mayoría de la literatura actual, sin duda: ese descoser las costuras a las convenciones, incluso a las costuras de los desafíos a las convenciones.

Tampoco albergo la menor duda de que Noir no "engancha desde el primer momento". Es más, pienso que hace un esfuerzo para evitar cualquier gancho, asidero o punto de apoyo. En una atmósfera fantasmal, la acción se circunscribe a cuatro o cinco escenarios y a momentos que parecen repetirse, aunque con una óptica ligeramente distinta. Es por lo tanto, una novela incómoda para un lector acostumbrado a ese naturalismo decimonónico que nunca nos ha abandonado. Sin embargo, y a diferencia de otras, al menos en mi caso, uno no puede dejar de volver a la lectura, por mucho que hayan pasado días, incluso semanas, desde haberla dejado por última vez. Me resisto a calificarla de hipnótica o algo parecido, pero sí que ese micromundo cooveriano suscita cierta fascinación, quizá como la que suscite asistir a una tragedia submarina en un acuario. En este sentido, la expresión "no poder dejar de leerla" cobra un nuevo sentido.