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miércoles, 12 de enero de 2022

'Sin comienzo ni final', de Alberto Omar Walls

 Ya estamos aquí, después de casi un mes de ausencia. Un descanso que ha venido bien para abordar lecturas nuevas y, digo yo, vivir en general algo más relajado. Las fiestas navideñas, aparte de lo mucho o poco que a uno le gusten, tienen como corolario en España la entrega a otras personas de regalos, normalmente (salvo excepciones hechas a mano por el/la propio/a regalador/a) productos manufacturados. Entre ellos, están, como habran podido imaginar, los libros de cualquier género, condición, tapa y grosor. 

He leído que se han celebrado unas cuantas presentaciones de novedades editoriales, que es otra forma de decir que han publicado libros nuevos. Por ejemplo, Traficante de historias, de Juan R. Tramunt o Cautiva del tiempo, de Silvia R. Court, que, ya lo adelanto, serán objeto de análisis en este blog. Ha habido más, pero ya saben que la agenda de actos se la dejamos a los medios de comunicación, que, en materia cultural, poco más saben hacer.

En otro orden de cosas, me ha resultado llamativo, quizá como síntoma, que Pablo Alemán, poeta laureado y repentinamente consciente de sí mismo, poco dado a expresar opiniones polémicas en público (y me atrevo a imaginar que tampoco en privado), cargase contra los periódicos locales (eso sí, sólo con un breve comentario en Facebook) porque éstos no incluyeran Un cosmos de raíces (obra premiada en el Pedro García Cabrera de 2020) en la lista de resumen del año.

Ya sé que es una perreta -y que en poesía estas cosas realmente son insignificantes- pero que esté excluido en los listados de dos periódicos insulares un libro que fue Premio Pedro García Cabrera de poesía 2020 (publicado en 2021), que se vendió medianamente bien y que ha tenido buen recepción, me hace pensar en que otra crítica viene siendo necesaria.

A lo que Silvia R. Court, cuyo librohabía salido en esa lista, respondió, también en esa red social:

Ni estar en una lista de recomendaciones sobre lecturas (de libros).
Ni haber obtenido un premio.
Ni haber publicado una novela, un ensayo, un poema...
Ni, ni, ni... es garantía de valor literario. Eso les corresponde a los lectores.
Tampoco "quedar excluido/a" da derecho a faltarle el respeto ni a autores/as ni -en este caso- al Periódico La Provincia y sus periodistas.
Lo afirmo sin acritud. Solo estoy acostumbrada a decir lo que pienso. No vale "quítate tú para ponerme yo".
Me ha decepcionado la polémica que han provocado tus palabras, Pablo Alemán. No porque no valore (y mucho) tu poesía. Pero no te reconozco en esa "perreta", tal y como tú la denominas. Y de paso, otros aprovechando para darse publicidad de hallarse en otras recomendaciones de diferentes enlaces por sus reconocimientos, premios y méritos.
¿Por qué uno/a sí y otros no? Son muchas las personas, escribientes muy valiosxs, que en cualquier enumeración o selección pueden no ser citados.
Me parece mucho más interesante y constructivo posicionarse, si se quiere, respecto al valor literario o no de una obra. O respecto a obras que gustan o disgustan, pero sin codearse para..., sin revanchas, y desde el respeto.


Pocas cosas hay que me proporcionen más placer que asistir a un rifirrafe entre escritores. Ojalá se pelearan más, aunque no sea nada más que para comprobar que el mundillo literario-artístico no está exento de pasión, aparte de mezquindad, que de eso va sobrado.

Respecto del asunto en cuestión, qué quieren que les diga. A estas alturas, estar pendiente de las listas que otros/as hagan, y más si son de un periódico, revela una lamentable inseguridad sobre la propia obra (esa continua necesidad de confirmación de la propia valía a través del juicio de otros/as) o, también es posible, el fastidio que supone que no se le promocione a uno en ese escaparate. La vanidad y el cálculo de intereses cohabitan, creo yo, en este enfado. Como ya he señalado, cada uno/a puede hacer la lista que quiera: conceder prestigio o importancia no debería ser correlativo a una mera cuestión de difusión o de número de seguidores. La Provincia y sus periodistas (más o menos culturales), igual que otros medios, habrán elaborado su lista teniendo en cuenta (y dejando de tenerlos) numerosos factores, sin descartar la ignorancia, que no se explicitan. Puede ser que, para ellos/as, ganar un premio, venderse "medianamente bien" o que tuviera "buena recepción" no fueran razones suficientes para inscribir la obra en la lista. O, más simple aún, que ni se acordaran de ella.

Creo, en este sentido, que molestarse (o alegrarse) por la inclusión o exclusión en estas enumeraciones es conceder demasiado a personas o entidades que, llámenme suspicaz, quizá no lo merecen. Además, relacionar el nivel de la crítica en Canarias con esas listas supone también otorgarle a los periódicos (u otros medios de comunicación) la primacía en la crítica literaria, lo que es un disparate. Sinceramente, creo que a los periodistas señalados no les ha pasado por la cabeza que se les atribuyera esa responsabilidad. Cabría preguntarse, además, qué consideración le hubiese merecido a Pablo Alemán la crítica en Canarias si, ceteris paribus, su poemario hubiera sido incluido.

Por otro lado, cualquier lista es criticable, incluso la del Polillas (por increíble que parezca). La crítica de Pablo Alemán, aunque argumentativamente desdeñable, no supone una falta de respeto. No detecto yo el carácter injurioso por ningún lado. Si cualquier crítica supusiera falta de respeto, no habría enmienda ni progreso algunos. Además, ese argumento se cancela a sí mismo, pues si la crítica de Pablo Alemán a la lista supone una falta de respeto a La Provincia, la crítica (o reproche) de Silvia R. Court a Pablo Alemán supondría otra falta de respeto, etc. Todo el día faltándonos al respeto, qué alegría.

En fin, vamos a lo nuestro. La primera reseña de 2022 corresponde a:




Aunque al principio pensé que Sin comienzo ni final, del escritor tinerfeño Albert Omar Walls, iba a tener una impronta ferdydurkiana, pronto me desengañé: el tono juguetón no implica tanto una puesta en cuestión de la realidad y de las convenciones sociales como, al parecer, de una singular disposición de ánimo al escribir y que pronto redunda, a mi parecer, en una banalidad constrictora. Es decir, la novela me da la impresión de ser una de esas que el escritor quería escribir (y se nota, con toda esa verbosidad y exuberancia), pero no estoy en absoluto seguro de que sea una que el potencial lector hubiese querido leer.

Digo verbosidad porque la novela consta de 372 páginas, no exenta de amplio vocabulario que se guarda en especial para las descripciones y narraciones. En cuanto a los diálogos (y los monólogos), extensos, extensísimos, en cambio, el estilo suele caer a un nivel coloquial, por lo que infiero que el autor quería transcribir, copiar, esos diálogos que se producen a diario, pero que, por lo mismo suelen estar cargados de redundancia, repetición, banalidad e ínfima información, lo que lastra mortalmente la obra. A este respecto, me sorprende que autores con experiencia en el teatro como Omar Walls o Sabas Martín escriban diálogos tan banales, en el primer caso, o tan acartonados, en el segundo.

-¿Qué tal, Juanvi? 
-Oh papá, ¿qué haces aquí a oscuras? 
-¿Qué tal se siente uno con veintitantos años ya? 
-¿Te acordaste? Pues mira... ni fú ni fá y con este tiempo no podré ir a ningún lado a celebrarlo. Así que me conformaré hoy con un café con leche y un bocata de jamón con tomate y me subiré a ponerme al ordenador, sino (sic) es que se va la luz. 
-Tú y yo llevamos tiempo que debíamos haber hablado, ¿no? 
-Ya, papá, pero... ¿precisamente ahora? ¿No estás algo cansado? Se te ve con ojeras, un poco demacradillo sí que estás. El trabajo y los años, ¿no?, aunque las sienes plateadas te sientan muy bien. Te hace atractivo. 
-¡Déjate de tontadas! ¡Los años son los años y ya está! Y para hablar, mejor momento no habrá. Yo estoy aquí y tampoco voy a salir en media hora, tú parece que tienes todo el tiempo del mundo y seguro que esta tarde solitaria nadie nos va a interrumpir. 
-¿Pero no tenías otro momento mejor durante todo este tiempo que hoy? ¿Precisamente en mi cumple? 
-Hombre, que estoy liado más que una persiana. No me busques la lengua, Juanvi... (...) (Págs. 29-30) 

 

Del susto salta fuera de la cama. Se acerca lentamente a esa cara aún sin cuerpo, pues se halla tapado por el edredón, y descubre que es la de Carlos, al parecer profundamente dormido. Sale para el baño, cierra con llave y grita de pavor: 
- ¡¿Mi exnovio en mi camaaaaa?! ¿Es que ha dormido conmigo esta noche, aquíííí, Carlos? 
Sin pensárselo se mete debajo de la ducha y abre el agua fría. Le da lo mismo que sea el agua de La Laguna en pleno invierno, tiene que acabar ahí mismo con esa pesadilla. 
Recuperada, y con la máxima aceleración, se seca, se sienta en la taza del retrete, echa una tercera meada rápida pues la segunda fue en la misma ducha, luego, con sigilo se acerca a la cama y comprueba que no se había equivocado. 
Cierra la puerta de la habitación y se va a la cocina. Calienta en el microondas un café del día anterior. Se sienta en la banqueta y, mientras se bebe el café amargo y caliente a sorbos, va hilando en su moviola mental el conjunto de imágenes que en las veinticuatro horas pasadas hicieron posible que en la cama de ahí al lado estuviera acostado el hombre que la dejó plantada ante el altar. (Págs. 91-92).

 

-En medio de esta paz me renace el mono de leer... No entiendo ir a la playa sin una lectura que te transporte mentalmente a otro lugar. Aunque el mar posea todos los encantos para estimular la imaginación, para mí son inspiraciones diferentes. Me entusiasma sentir en las novelas cuando se crean las tensiones y los personajes se ven sometidos a fuerzas ocultas o que desconocen. Y se sienten poseídos por extraños estados de ánimo que les son ajenos hasta el momento en que otro personaje entra en sus vidas. En Cumbres borrascosas ocurre mucho de eso, aunque también me gustó la última que he leído La insoportable levedad del ser del checo Milan Kundera. Es verdad que no tienen nada que ver entre sí, porque yo salto de unos temas a otros con ligereza, no poseo un criterio literario definido o un gusto concreto para las novelas. Me gustan todas aquellas que poseen algo que me enganche. Me apasionaron El perro de los Baskerville, de Arthur Conan Doyle, protagonizadas por Sherlock Holmes, y Frankenstein, de Mary Shelley, y, también, El gran Gatsby de Scott Fitzgerald; aunque la última versión cinematográfica de la novela, con Leonardo DiCaprio, no me acabó de llenar. Nada de lo que leo lleva a una línea determinada, soy anárquica en eso, como en tantas otras cosas. A pesar de mi trabajo estresante y metódico, me gusta la improvisación, y a veces el caos de la vida, pero al mismo tiempo, me molesta no tener mis cosas controladas. Díos mío, reconozco que soy una pura contradicción... Si (sic), Lucía, cariño, vamos a comernos unas papitas fritas de sobre pero ten mucho cuidado que no te me atragantes, eres todavía muy chiquitina. (Pág. 101)

 

La realidad sirve de referente (obvio es decirlo) para que cualquier novela sea verosímil, aunque esta sea, sobre todo, autorreferencial. Digo esto porque aunque en la novela se introducen elementos maravillosos, como la capacidad para atravesar paredes o el desdoblamiento y la capacidad de transitar entre universos paralelos, estos no tendrían por qué restarle credibilidad al relato. Si así fuera, no existiría la mitad de la literatura. El problema no es ese. Más bien, se echan de menos elementos que contrarresten la banalidad propia de la realidad transcrita, algo que hubiese justificado la novela, tanto su escritura como su lectura.

Sin comienzo ni final puede verse como un experimento, o desafío, literario en el que coexisten varios planos y personajes que se van trabando y superponiendo, con referencias a la física cuántica y sus consecuencias, que me hacen recordar a aquella novela bien trabajada y mejor narrada de Luis Junco, Entrelazamientos. No obstante, en mi opinión, esta novela de Alberto Omar Walls naufraga en su capacidad de hacerla mínimante atractiva. Su propuesta argumental es espasmódica, sus personajes carecen del menor interés y no suscitan otro sentimiento que el de una distanciada antipatía, ya sea por la intención del autor de presentarlos como personajes cómicos o simplones, ya sea por la inanidad de sus acciones. La combinación de personajes comunes y corrientes con capacidades extraordinarias no funciona en este caso: como si su vulgaridad hubiese sometido lo extraordinario y lo hubiese rebajado a su nivel.

Por otro lado, su estilo es irregular, incapaz de mantener una línea (o varias) coherentes. O que sean coherentes en una incoherencia calculada, si queremos ponernos estupendos. Uno no sabe si los clichés, frases hechas y pensamiento trillado se conforman con una caracterización de los personajes, lo que tampoco ayuda a la novela, o es esa mera facilidad al escribir, ese borbotar lingüístico que tanto he criticado. Es, como dije al principio, una obra con la que el autor parece haberse divertido, y tanta verborrea lo demuestra, pero a costa del lector, que no sabe dónde meterse para escapar de la exasperación.

No es lo mismo una novela difícil que una novela aburrida. Sin comienzo ni final no es díficil, es aburrida: nada de lo que cuenta suscita interés, y su estilo solo muestra a un escritor con voluntad de estilo en contadas ocasiones. Es difícil imaginar por qué el Sr. Omar Walls sintió la necesidad de involucrarse tan a fondo (372 páginas, repito) en un proyecto semejante, salvo, tal vez, el mero desahogo irónico o de poner por escrito sus inquietudes metafísicas. Es posible, aunque lo dudo, que al final todas las piezas se ensamblen, todos los personajes conformen un espectro cognitivamente relevante y que la historia en su conjunto nos aporte algo valioso. Que no sea para el público lector un tedioso asistir con indiferencia a las veleidades del escritor. En mi caso, renuncié en la página 139 con la sensación de haber asistido a una sucesión de escenas cognitivamente estériles y estéticamente deplorables.

CONCLUSIÓN: Una novela prescindible. Por supuesto, innecesaria. Si alguien logra terminarla, sin hacer lectura diagonal, que nos comente sus impresiones.



P.D. Una lectura con conclusiones entusiastas, de Fabio Carreiro Lago, aquí. Y otra, bastante mustia, de Eduardo García Rojas, aquí.











viernes, 11 de diciembre de 2020

'Nuevos entrelazamientos', de Luis Junco

En un ritmo de producción sin par, henos aquí de nuevo, con el segundo artículo del Polillas de diciembre. Eso sí, sin manifiestos oceánico-isleños ni hipóstasis o fetichismos macaronésicos. Es lo que tiene ser simplemente un blog, y no un proyecto cultural de aspiraciones universalistas, pero, al fin y al cabo, de consecuencias quietistas. Lo bueno, quizá lo único, que tiene escribir reseñas de manera solitaria es que si transcurren dos semanas sin que se cuelgue un post, no ocurre nada. En cambio, si una revista digital no renueva contenidos casi a diario, mal asunto. Por no hablar del columnista de a diario, cuyo triste final es, tras una decena de artículos intentando fascinarnos con sus saberes de política de salón, acabar comentando la serie de televisión de moda o el último partido de su equipo de fútbol favorito.

En otro orden de cosas, un par de escritores canarios han hecho público el proyecto (no sabemos si por razones que tienen que ver con su particular idiosincrasia o simplemente porque les han convencido a macha martillo) de publicar en un libro sus artículos publicados en la prensa local en las últimas décadas, previendo que sería interesante para alguien. Es posible, no lo niego de manera tajante, que este rescate de hemeroteca suponga un hito importante en los estudios culturales o filológicos o periodísticos, y que sea libro de cabecera o de mesita de noche de nuestra intelectualidad local, si es que hay algo digno de ese nombre. Al menos, servirá para ponerle una rayita más al currículo de estos autores a la hora de pedir subvención a la concejalía o consejería de Cultura de turno.

En tercer lugar, no puedo evitar compartir con Vds. que detecto cierto elitismo intelectual, en especial entre los/las poetas y algún que otro escritor tardío por el que abominan del público lector que compra y lee poesía de cantautores o de influencers. Es decir, del público que no les compra a ellos/as. Incluso, hablan de "la masa", retrotrayéndonos a Ortega y Gasset y a toda esa nómina de autores empeñados en cantar las virtudes de una minoría ilustrada y en execrar a la mayoría ignorante, incluyéndose siempre, claro está, en la primera. Hay pocas cosas tan merecedoras de conmiseración que el ímprobo esfuerzo (¡que nunca tiene fin!) de algunos miembros de la pequeña burguesía o modesta clase media  por adquirir una pizca de la distinción que, por definición, solo posee, y solo concede, la minoría dominante. Lo llamativo, para mayor abundamiento, es que algunos se consideran de izquierdas o progresistas. Pero ya sabemos para qué sirve la autoadscripción ideológica en Sociología.

También se han concedido premios literarios aquí y allá, pero ya conocen mi opinión al respecto.




Vayamos a lo nuestro, la reseña de hoy: Nuevos entrelazamientos, de Luis Junco.

La impresión general que suscita la última novela de este autor es que impresiona tanto su arte de narrar como carga su metafísica cuántica. La necesidad que parece sentir Junco de subrayar los "entrelazamientos" y aparentes "casualidades", francamente, satura. En cambio, cuando logra olvidarse de ellas y se mete de lleno a contar o ficcionalizar sucesos históricos emerge un escritor de primera, como ya nos tiene acostumbrados en sus obras anteriores.

Es posible, no obstante, que ese empeño por hacernos maravillar por las aparentes causalidades vitales y entrecruzamientos genealógicos se deba a que, como escritor, a Luis Junco no le resulte suficiente con contar una historia (o varias), sino que necesita que lo narrado posea un sentido trascendente, en el sentido de que obedezca o pertenezca a un relato mayor y significativo. Mi intuición, y mi convicción en esta obra, es que la repetida explicitación no contribuye de manera positiva, sino lo contrario, a ejecutar de manera óptima tal proyecto literario. 

Así, pese a una lectura que por el excelente oficio de Junco es cautivadora, la impresión final es de dispersión, de cierta inconexión entre escenas. No dudo de que sobre el papel, en un esquema, en esa libreta de cuadritos y anillas cuya exhibición está de moda, esté todo atado y bien atado, pero para el lector resulta demasiado fragmentario. Quizá una visión de mayor amplitud que la mía pudiera corregir esta opinión. 

(...) Al cabo, le vi subiendo las escaleras del cadalso, seguido por dos oficiales. El verdugo ya estaba en su puesto, se había descubierto el bloque de madera y también el terrible instrumento de ejecución quedaba a los ojos del condenado. Este saludó a su verdugo con una cortesía que me pareció de otra realidad que no era la que yo estaba viviendo, y al tiempo que le daba una bolsa con monedas, intercambiaba con él unas palabras que no pude distinguir. Con la ayuda de los dos oficiales ayudantes se quitó el chaquetón, la peluca, y requirió el auxilio del propio verdugo para desanudar el cuello de la camisa. Después se arrodilló, colocó la cabeza en la hendidura del bloque y unió las manos para hacer una oración. (Pág. 51)

Ese "el más avanzado de los físicos modernos" al que se refería Enrique Hudson era sin duda Michael Faraday. Para este, el universo era un entrelazamiento intrincado de líneas de fuerza de todo tipo -eléctricas, magnéticas y seguramente otras aún desconocidas-. Los puntos en los que esas líneas se encontraban eran los puntos en los que percibimos la materia existente; sus átomos -hay que recordar que la estructura atómica como tal era en ese momento desconocida- eran solo los centros de esas fuerzas que se cruzaban en el espacio. Al ser afectadas, esas líneas de fuerza vibraban lateralmente y enviaban ondas de energía a lo largo de ellas, como ondulaciones a lo largo de una cuerda, a una velocidad muy rápida pero finita. La luz, sugirió, seguramente era una manifestación de esos movimientos ondulatorios. Esas vibraciones eran de las propias líneas de fuerza, no de supuestas sustancias como el éter, que se consideraba el medio a través del que se transmitía la luz. Faraday dudaba de que el éter existiera (Págs. 87-88)

Yo nunca había visto a personas de otra raza, milord. Aquellos hombres de largos cabellos, piel blanca y rojiza, de habla incomprensible y brusca me causaron un profundo espanto. Pensé que eran espíritus malignos, impresión que se acentuó cuando me llevaron a aquel monstruo de madera y arboladuras, un barco, el primero que veía en mi existencia, y que a mi entender se movía según la voluntad mágica de aquellos seres demoníacos. Pero sobre todas estas cosas, señor, el terror que me causaron derivaba del trato inhumano que desde el primer momento aplicaban a los esclavos negros que habíamos caído bajo su propiedad. Podréis fácilmente comprender, milord, la pena y angustia que padecí durante aquellos meses de mi esclavitud en África. La ausencia de los que más quería, la incertidumbre de no volver a verlos, en muchas ocasiones se me hacía insufrible. (Pág. 140)

No obstante lo anterior, es justo resaltar que cada una de la escenas es valiosa por sí misma, y que la notable impresión de los primeros Entrelazamientos se confirma en estos Nuevos entrelazamientos. Las andanzas de los rebeldes jacobitas, las de una esposa atribulada que rescata a su marido de una muerte segura o las aventuras y desventuras de un niño africano, entre otras, suscitan en este lector un añejo recuerdo a Stevenson o a Melville (sin el poso trágico de este último). Si hubiera que hacerle un reproche a esta novela, aparte de lo ya señalado, es que los personajes son un tanto planos, heroicos o malvados, sin apenas matices. Eso permite, claro, que la acción transcurra, digamos, limpia y rápida, con capacidad no desdeñable para conducirnos por donde el autor quiere, pero también que el relato adolezca de falta de profundidad moral. Siempre que esta se entienda como conocimiento íntimo de los personajes y no meros admonición o ensalzamiento.

Insisto en señalar que a pesar de mis objeciones, Luis Junco y este Nuevos entrelazamientos, están en un nivel superior a las novelas de otros/as autores mucho más conocidos/as, al menos a nivel local. El acceso a los medios de comunicación y el número de entrevistas no entabla una relación necesaria ni directa con la calidad de la obra literaria o artística. En este sentido, y salvo error por mi parte, Luis Junco no nos importuna de continuo en el espacio público, salvo su irregular participación en el blog de la editorial de la que forma parte, La Discreta. No hace falta que vuelva a nombrar a esa legión de afamados sin fundamento.

Concluyo: si han leído Entrelazamientos, le gustará Nuevos entrelazamientos, sin duda. Lo cual no obsta para que pudiéramos imaginar una novela más densa, tal vez más completa.







 

lunes, 9 de noviembre de 2020

'Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Totti', de Anelio Rodríguez Concepción

Entiéndase, insisto, que mi crítica literaria carece en absoluto de animosidad personal, primero, y sectorial, después. Comprendo el deseo que mueve al artista a vivir del fruto de su trabajo. También, que en los digitales tiempos en los que vivimos, el autor, aparte de ser autor, se ve obligado, salvo que su prestigio literario se haya cimentado, digamos, hace más de dos décadas, a convertirse en administrador de redes sociales como Facebook y Twitter, devenir instagramer, y colgar vídeos en YouTube, por citar las más conocidas. Además, tiene que esforzarse por llevarse bien con los guardianes del campo cultural que, en nuestro especial caso de comunidad macaronésica, son los periodistas culturales de los medios de comunicación (aunque atendiendo a su grado de autonomía real, mejor sería denominarlos pasos a nivel o algo semejante). Y decir sí a todo: conferencias, jornadas, charlas, excursiones, guateques, merendolas, cafés, tés y ejercicios espirituales a los que muchos preferirían no acudir si encontrasen la oportunidad. 

En los últimos tiempos, tanto para ganar un dinerillo para merendar como para crear un público o una audiencia, los escritores dan clases de escritura, enseñan el proceso de elaboración de su novela, exponen o legan los borradores de sus novelas, ejercen de prologuistas, fajilleros, pregoneros, y lo que haga falta etc. No es raro imaginar (ya se hace en el mundo anglosajón), la organización de reuniones informales con lectores a los que se les cobraría la posibilidad de departir en persona con el artista en cuestión («¿Escribe a mano o en un portátil? ¿A qué hora se levanta? ¿Qué consejos puede darme? ¿Cuándo le llega la inspiración?», etc.).

Desde siempre se ha sabido que decirle "no" al concejal de cultura podía significar la pérdida de un ingreso dentro de unos meses, cuando más falta hiciera, o negarse a escribir una reseña gratis o una colaboración sin cobrar en una tertulia de un medio de comunicación (qué más da de lo que se hable) implicaba que cuando sacara su próxima novela, no tendría, por decirlo así, preferencia. Hoy en día, el autor ya no puede permitirse vivir alejado del mundanal ruido, sino que debe esforzarse por estar en él de manera casi permanente, haciéndose ver, una y otra vez. Esa es otra razón que explica el porqué de que un mismo escritor publique tan seguido: debe evitar el olvido del público, aun a costa de la calidad de su trabajo. Y no olvidemos que todo artista tiene mucho menos de genio que de trabajo, menos de inspiración que de técnica, que se depura a base de horas de frente al papel o la pantalla del ordenador. Recordemos a este respecto, el ejemplo de Ión, en el diálogo homónimo de Platón.

Dura es la vida del artista, dura es la del escritor, al que no le basta esforzarse por crear, atenazado muchas veces por la duda y la sensación de incompetencia, sino que además tiene que ejercer de empresario de sí mismo y dedicar su tiempo y energías a labores más mundanas y desgastadoras. Eso puede dar como resultado que otros, menos avezados en la creación artística o literaria, pero que se sienten cómodos en las relaciones personales o disfrutan de posiciones de privilegio por disponer de capital social o simbólico obtengan una visibilidad desmesurada, al menos en relación con su destreza artística. 

Por desgracia es ya habitual leer los comentarios de autores/as a los que la editorial "anima" a incrementar sus seguidores en las redes sociales y a ejercer otras actividades de animación para sus fans. No seré yo el que escriba que el artista/escritora debe refugiarse en la misantropía y limitarse a mirar con desdén a los que compran libros (o cualquier cosa) a Amazon. Hoy es imposible que un escritor pueda comportarse como Pynchon y vivir bajo anonimato, o como Salinger, que podía permitirse fijar las condiciones de publicación incluso en lo que se refería a la portada de sus libros. Es un signo de nuestro época que un autor necesite pasar más tiempo vendiéndose que escribiendo o, simplemente, pasando el rato como quisiera en la intimidad.

Si la vida es difícil para los autores que publican dentro de un sello editorial, imagínense la enormidad del esfuerzo extraliterario para el escritor que pretenda autopublicarse. Recuerden que hace tiempo ya que vivimos en la era del "hágalo Vd. mismo", y si un escritor pretende llegar a alguien más que a sus familiares desprevenidos, debe funcionar igual que un pequeño negocio. Para muchos, una perspectiva desalentadora. Quizá nunca hubo una edad dorada, unos «buenos tiempos», pero todo apunta a que estos en los que vivimos ahora son peores a su manera.




Por comenzar a hablar ya de esta novela, Historia de Mr. Sabas
 me recuerda enormemente a aquella notable obra de Luis Junco, Entrelazamientos: ambas parten de un suceso de la vida real y proceden a literalizar la investigación subsiguiente y que, al menos en este caso, bordea la crónica periodística. Además, muy en la línea de las novelas pseudobiográficas o de autoficción como la infumable Ordesa, de Manuel Vilas, se pretende reforzar su "basado en hechos reales" con la aportación de fotografías, esquelas, artículos periodísticos, etc. En una era en la que ya estamos de vuelta del collage, del palimpsesto, de la intertextualidad y de toda suerte de posmodernidades, más me habría complacido, sin que esto suponga demérito de esta novela, una completa invención de trama y de fuentes, tal y como lo hacían Borges o Lovecraft, sin ir más lejos, y por citar a dos autores disímiles.

Parece que, tal y como nos lo cuenta el autor, Anelio Rodríguez Concepción, una anécdota suscitara el recuerdo de un suceso que había quedado mitificado en la memoria colectiva de Santa Cruz de La Palma, y que el autor pretendiera seguir el hilo para recuperar todo el ovillo histórico. En ese sentido, no tengo nada que objetar. Lo que me molesta, en general, y sobre todo a estas alturas, es que la pretendida alusión a la realidad que se menciona sobre todo en la cinematografía y en la literatura pueda otorgarle prestigio alguno a la obra concebida como artística. En absoluto creo que sea así.

No obstante, y para que esto no implique un reproche a esta novela, Historia de Mr. Sabas es una obra notable, con un alto nivel estilístico (salvo en un par de ocasiones en las que el autor se complace en agregar un tono campechano-coloquial al texto que no hace sino rebajarlo) y muy bien hilada. Aquella anécdota inicial, la muerte de un león que se había escapado (es el de la foto de la portada) da paso al relato que a pesar de (o por) su apego a lo verídico, llega a emocionar, al darnos cuenta, mediante indagaciones en hemerotecas, sucesivas entrevistas y la feliz intervención del azar, de las aventuras, desventuras y avatares varios de la familia circense a la que pertenecía el personaje del título y que recuerda a esa enmarañada red de parentesco que formaban los Buendía de Cien años de Soledad. Este recorrido vital conecta de un modo que me parece fascinante Canarias con México y Yugoslavia, pasando por Alemania, Italia o la Península. 


Y entonces, sin ser invocado, me rozó uno de esos tenues destellos de remembranza que conforme se acercan van alcanzando la consistencia del relámpago. Entreabrí la boca y entrecerré los párpados para centrarme en un recuerdo de la infancia, hasta ahora perdido o aletargado, caramba, un recuerdo cada vez menos difuso, una estampa que como por ensalmo superaba las veladuras del tiempo, la imagen en blanco y negro de varios hombres de uniforme posando junto a un león escarranchado con la lengua fuera, una fotografía colgada en la pared de un bar, sí, en concreto el quiosco de la plaza de San Pedro, en el cercano municipio de Breña Alta, y yo de pie mirándola desde abajo en silencio, con embeleso, como debiera mirarla un niño aficionado a los tebeos del Capitán Trueno. (Pág. 19)

 

Hasta que le llegó el turno a Yolandita, quien con aplomo y redaños impropios de su edad se explayó apretando el entrecejo: "Traigo esta flor para recordar al pobre Bubú, un león muy bueno que murió en este mismo lugar, fusilado por la Guardia Civil". Al público allí reunido le hizo gracia la salida del guion previsto, pero sólo los más viejos, abuelos y jubilados ociosos, conocedores del trasfondo de aquella mención, sintieron en el cogote un palmetazo de justicia poética mediante el cual recobraban algo de sí mismos que creían extinguido. Fue así como, sin ser consciente de ello, ni falta que hacía, Yolandita le dio nuevo sesgo, real de cabo a rabo, a la libre recreación de un castillo en el aire. Debiéramos intuir que no todo está perdido mientras de vez en cuando sigan obrándose milagros como éste. (Págs. 49-50)

 

Poco más tarde, honrándome con una confianza que raras veces se deposita en desconocidos, y menos en los que llegan de improviso, Lale y Cristina me mostraron como guías de excepción las instalaciones de las tres carpas y sus alrededores, desde los cuadros de luces con las correspondientes torretas hasta el alineamiento de caravanas, furgonetas y trailers en el solar de al lado, y en el mismo recorrido por aquella minúscula ciudadela tuvieron la gentileza de presentarme a cada artista que nos salía al paso en albornoz o en chándal, así como a cada utilero que por aquí y por allí daba retoques con herramientas de carpintería; y entretanto, como la cosa más natural del mundo, acaricié la cabeza de un osezno que tomaba leche de biberón, y me acerqué más de lo aconsejable a la jaula compartimentada de los tigres de Bengala y al terrero donde se solazaba un elefante justo a la hora de la ducha. Entre bufidos y olores de criatura salvaje, la sombra de un ángel en reposo parecía adueñarse de aquel espacio de márgenes difusos que en ningún momento, ni siquiera a media mañana, ni siquiera para sus moradores, podía resultar anodino. (Pág. 154)


Así, de un modo que ni resultado engolado ni empalagoso, el autor consigue mostrarnos un mundo del circo desmitificado, pero dotándole de un aura que, a pesar de todo, sigue siendo, a pesar del relato pormenorizado de las tareas, oficios y funciones de sus miembros, y a falta de otra palabra mejor, "mágico". Lo que no es poco, ni mucho menos. Además, un dato final revelado se muestra como un colofón sorprendente a una historia que había comenzado de manera trágica. Más discutibles son algunas de sus conclusiones, que no discutiré aquí por no develar el desenlace.

Por lo demás, Rodríguez Concepción ya forma parte para mí de esos escritores serios de nuestra Comunidad, junto con, por ejemplo y sin ánimo exhaustivo, Luis Junco y Juan R. Tramunt, quienes, además, no suelen ser pasto de entrevistas ni de reseñas. Lo cual, sin duda, ofrece un lado bueno, consistente en que su obra no sea devorada por la crítica mediocre empeñada en el ensalzamiento descorazonador. Lo malo, claro, es que no son tan conocidos por el gran público, consumidor de periódicos y sus suplementos, programas de radio, videos y demás baratija intelectual. Ojalá existiera un término medio, pero en la era de Internet, ahora como nunca, el 1% de lo publicado, que no tiene por qué ser lo mejor, se lleva el 99% de la atención y de las recompensas.



domingo, 22 de julio de 2018

'Naves en el cielo', de Luis Junco

Lo normal es que uno intente leer artículos de opinión bien informados en los diarios locales y, salvo excepciones (dos, quizá tres), se espante ante ese revoltillo de opiniones sin fundamento, prejuicios y sesgos de lo más pintoresco, afirmaciones tajantes sin comprobar y recuerdos senilizados de nulo valor y menor interés. Como si los medios compitieran por publicar al peor. También es cierto que la mayoría de ellos/as no cobran por esa tarea, sino que en un ejercicio de voluntarismo y quién sabe de qué insospechadas motivaciones lo hacen gratis. Como un regalo a sus lectores/as. Es posible que la gratuidad y la calidad del trabajo vayan hermanados. Yo adelanto esa hipótesis. Si tuvieran que pagar, ya se mirarían la calidad del perpetrador/a, dado que el prestigio les importa menos.

Por mi parte, no me importaría hacer una lista de los/as susodichos/as, pero como tendría que leérmelos con asiduidad, mejor lo dejamos así, con una crítica a la generalidad. Sin embargo, si algunos de estos/as columnistas cae por casualidad en este blog y en esta entrada, que sepa que me dirijo precisamente a él/ella.

Lo mismo podría decirse para otros medios locales, como la radio. Salvo una excepción que conozca, la mayoría de las opiniones y argumentos de opinadores/as locales que he oído no valen nada. El problema, aparte del servicio gratuito que he señalado, es que muchos lo hacen a diario. Como en el caso de los columnistas de periódico, es imposible tener una opinión fundada sobre muchos asuntos, en numerosas ocasiones, dispares. Uno puede tener una matriz de pensamiento, unos principios filosóficos, unas ideas básicas con las cuales puede hacer frente a numerosas asuntos vitales: brújula heurística con los que guiarse, pero de ahí a una reflexión seria y ponderada sobre una miríada de temas como hace un todólogo profesional queda mucho trecho, aparte de generosa desvergüenza.

Una posible refutación de todo lo dicho es que los opinadores de la tele sí cobran, aunque sea poco. Y son igualmente, en su mayoría, deplorables. Ya me señalan Vds. alguna excepción, por favor.

Ah, y por ser escritor no se tiene una mejor opinión sobre nada. Y por ser periodista, mucho menos.

La reseña de hoy es de:




Esta es la segunda reseña en la que repito autor. Tras la extraordinaria Tala, de Thomas Bernhard, el dudoso honor de la repetición recae en esta ocasión en Luis Junco (recuerden, si quieren, Entrelazamientos) con su Naves en el cielo.

Antes de leerla, si yo fuera de leer contraportadas, el argumento me desanimaría siempre: la huida de un pobre pastor de una isla canaria en 1947 de la Guardia Civil por no presentarse para cumplir el servicio militar. Solo me hubiera faltado un detective y un lenguaje supuestamente coloquial para haberme tirado por un barranco. 

SIN EMBARGO, Luis Junco consigue, con su escritura, claro está, que me ponga a leer y me quede; que el lápiz se me caiga de la mano y me pase la tarde leyendo. Esta historia, de argumento en principio mísero, consigue eso que los filólogos gustan mucho de escribir: que lo local se vuelva universal. Es decir, esta historia del pastor que en su huida carga a sus espaldas a la madre ciega, y se acompaña de una cabra y de su perro se convierte en un peregrinaje a las oscuras simas del corazón humano. Más allá de la dicotomía bueno/malo, justo/injusto, los escondidos laberintos por los que discurre la existencia de unos y otros, incluyendo la de los guardias civiles que le persiguen, se despliegan ante nosotros por sus tortuosos pasadizos de un modo fascinante.

Y fue como si de improviso alguien lo hubiera atrapado bajo una campana de cristal que dejaba fuera el aire circundante, el canto de los pájaros, los habituales sonidos del mundo. Y dentro, en un silencio más vasto y extraño que el de la noche más callada, lo hubiera dejado a él, a solas con aquellos dos extraños seres también allí colocados con un claro propósito. (pág. 53)

Tres sombras risueñas y despreocupadas. Tres sombras con ese tipo de liviandad que no distingue entre la vida y la muerte. Recorrían los pagos de la zona a bordo de un Damlier negro modelo de 1935, con sus uniformes y banderoas, alardeando de una rudeza sin límites. Si durante días solo llegó el rumor de sus sombras moviéndose de acá para allá, una mañana aparecieron por el pueblo y buscaron al alcalde. (pág. 73)


De repente, nos encontramos en territorio pagano, lleno de misterio y de magia, en donde la Naturaleza es fuente de prodigios y apariciones. Con un dominio del lenguaje que es difícil encontrar por estos pagos, Luis Junco supera, a mi entender, su ya notable novela anterior. Está feo comparar a un escritor con otros, pero si digo que esa fantasmagoría me recuerda a García Márquez (aun siendo un tópico en sí mismo) y que con su prosa logra ciertos momentos de una intensidad épica a lo Cormac McCarthy, espero que se entienda el logro narrativo de este autor, con un lenguaje trufado de canarismos que se adecuan perfectamente a la historia. No solo se adecuan: no la imagino sin ellos, y ese es su éxito. 

A veces podía pasarse así más de una hora, literalmente abrazada a un ancho tronco que no abarcaba con los dos brazos. Lejos de considerarlo un desvarío, el muchacho respetaba aquella larga confidencia porque imaginaba que entre las arrugas de una y los surcos del otro se producía algo que no entendía, pero que era genuino, una cierta y emotiva comunicación. Se sentaba entonces contra el tronco de otro pino cercano y, armado de paciencia, se sumía en el silencio del bosque tan solo roto por los murmullos de su madre y el súbito canto con eco de unos pájaros que no conocía. (págs. 92-93)


Ignorante de que con su gesto repetía allí un viejo rito dedicado a dioses desconocidos y anteriores al mundo, a horcajadas del animal le alzó el hocico con la mano izquierda y con la derecha y un rápido movimiento del cuchillo le abrió la garganta. Una lenta lengua de sangre resbaló por el pecho de la víctima igualando el manchado pelaje. Tal vez entonces el muchacho sintió que era aquella una ofrenda propicia que conjuraba al menos por un tiempo al negro Tibicenas que los perseguía sin descanso. Quizás por eso y por los años de fidelidad acompañó con los brazos el pesado derrumbe del cuerpo hasta dejarlo con mimo sobre el suelo y se dejó empapar las dos manos con la sangre tibia del animal.(pág. 121)

Llegó a las proximidades de la gruta montado en la yegua, con la cogotera prendida al tricornio y el largo y ancho impermeable chorreando agua. Su silueta contra el extraño cielo amarillo era la de un sol negro o la de un enorme quiróptero hambriento y anheloso. Pero menospreció la sangre. Los cascos de la yegua eludieron el gran charco sanguinoso en el que el cuerpo de la cabra parecía estar hirviendo bajo el aguacero y él apenas torció el gesto para mirar el cadáver mientras pasaba sin detenerse. No tuvo fe y no impidió el conjuro. (pág. 137)

En el campo lunado y a unos metros a su izquierda, una de las tres mujeres estaba sentada en el suelo, enfrentada al otro gemelo, el que vestía de negro. Ambos jugaban echando los  dados. De vez en cuando miraban hacia donde él estaba y sonreían. En ese instante supo sin el menor género de dudas que el objeto de aquel juego no era otro sino  su propia vida. (pág. 157)

Pero no solo es eso: es también la historia de un poder ciego que es indiferente a las vicisitudes de las existencias particulares. Un poder que en aquella España, en aquellas Islas, se encarnaba en la figura del guardia civil y el máuser. Es también, como consecuencia, la historia de los proscritos.

Luis Junco, de cuya intensidad lingüística ya había dado esporádicas muestras en Entrelazamientos, consigue en Naves en el cielo mantenerla durante toda la novela. Lo mágico pagano y la fe católica tradicional se entremezclan contra un fondo de crueldad implacable, pero dulcificado por un sentido de la trascendencia cósmica que otorga esa perspectiva que va de lo más grande a lo más pequeño. Cada personaje es un micromundo propio, con sus grandezas y con sus miserias; incluso los apenas esbozados y recordados sorprenden por su fuerza. Además, los diálogos fluyen como nacidos del mismo río de la narración, tan adecuados como necesarios. El resultado final demuestra que en muchas ocasiones la trama es menos importante que la densidad lingüística y la imaginación que la puebla. En manos de otros/as, el resultado podría haber sido un sermón conmiserativo o una exaltación maniquea y folclórica. En cambio, aquí lo que tenemos es el retorno de la magia y del mito disfrazados como una anécdota trágica de la posguerra civil. Hemos salido ganando.