viernes, 10 de mayo de 2019

'La ceguera del cangrejo', de Alexis Ravelo

Este año, la feria del libro de Las Palmas GC volvió a ser tan anodina como siempre. Feria, al fin y al cabo, no es más que el lugar y la actividad en la que se exponen productos para su venta y su compra. Una feria del libro puede inducirnos a pensar que está destinada a propósitos más nobles, pero caeríamos en un error categorial. En una feria del libro se promocionan unos objetos denominados libros, que es la mercadería con la que trabaja parte de la denominada industria cultural, las editoriales, y sus distribuidores, las librerías. No esperen, pues, nada demasiado espiritual, estético o estético-espiritual. No es el lugar adecuado para gozar de momentos de éxtasis artístico. Quizá para paliar este flanco débil, a veces leer no es leer, sino una experiencia lectora, según los departamentos de marketing. Ya saben que estamos en una época que hasta las experiencias se venden y se compran.

Así pues, salvo que convirtamos una feria en un circo, lo que quizá resultaría más ameno, el espectáculo de estos eventos consiste en ver y, tal vez, compadecer a muchos escritores/as desconocidos sentados con cara de pena frente a unos cuantos ejemplares de su libro en una mesita, esperando que alguien se decida a adquirir alguno. Esto no reza para los escritores/as famosos/as, que tienen espacio para ellos solos y ante los cuales suele tenderse una cola de fetichistas de la firma y adoradores del contacto personal. No obstante, tanto el año anterior como este las estrellas son, sin comparación posible, las influencers. ¿Por qué? Porque venden más que cualquier escritor consagrado. De eso se trata, por mucho que, por ejemplo, poetas airados nieguen la categoría de poesía a lo que escriben esos booktubers o cantautores reciclados. OPA literaria, llamaría yo a ese fenómeno.

También vi a mucho periodista presentando a escritor con novela nueva. Más allá de la destreza comunicativa de cada uno de estos presentadores, lo cierto es que, youtubers aparte, la literatura en España sí que está estrechamente vinculada con los periodistas, al menos en los últimos tiempos. Como si literatura y periodismo fueran vasos comunicantes por naturaleza, como si cada periodista fuese un García Márquez en potencia. En fin, es bastante posible, viendo el nivel general de los periódicos y del periodismo en nuestro país, que el daño sea ya irreparable.

¿Quién dijo pesimismo?





De Alexis Ravelo podrán decirse muchas cosas, o quizá no tantas, pero lo que no puede negarse es su capacidad de trabajo, que da como resultado una fertilidad novelesca a prueba de desaliento. En Canarias, solo me viene a la memoria otro escritor que publique más que él, lo que no es sencillo. Respecto de la cantidad, al menos, no hay peligro de que la literatura perpetrada por canarios languidezca. Son los Tàpies de la literatura canaria.

El caso es que, aprovechando el momento cumbre en ventas y promoción que suponen estas fechas a causa de las ferias del libro, la editorial Siruela (colección Siruela policiaca) ha publicado la última novela de Ravelo, La ceguera del cangrejo, ambientada en Lanzarote y con la vida y obra del artista César Manrique de trasfondo ecológico-moral. Después de la lamentable La otra vida de Ned Blackbird y de la más o menos afamada Los Milagros prohibidos, nuestro autor ha vuelto al género que le ha dado fama, premios y muchos fans (tal vez, hardcore), estos últimos indiferentes a toda crítica; primero, con El peor de los tiempos y, ahora, con la novela que nos ocupa. En este caso, se parte de la muerte de una mujer, Olga, historiadora, como desencadenante de la trama y una investigación, aunque sea sobrevenida, a cargo de su pareja sentimental, un militar en activo, que la relaciona con una red de corrupción urbanística y especulación inmobiliaria tejida en la era del desarrollismo turístico de Lanzarote.

Me habían comentado, en este sentido, que el punto fuerte de Alexis Ravelo es el género negro y que, por lo tanto, la reseña negativa que yo había escrito respecto de La otra vida podría no ser representativa de la calidad literaria de este autor. Soy de la opinión de que aquella trasciende los géneros, y que no queda circunscrita por estos. Más bien, la calidad se manifiesta en la obra de un autor y son luego los críticos y los periodistas de suplemento los que endosan etiquetas. Ya saben, los nichos de mercado y la consideración del lector medio como lerdo y abúlico.

Pues bien: es cierto que La ceguera del cangrejo es mejor que La otra vida de Ned Blackbird. No obstante, no nos alegremos tanto: era tarea harto sencilla. El autor de La ceguera ha superado las contradicciones lógicas de aquella, que en determinado momento se le fue de de las manos de forma irremisible: sostener de manera verosímil la trama de La otra vida era una labor para la que quizá entonces no estaba pertrechado técnicamente. Ravelo ha conseguido podar, si no eliminar (sería mucho pedir), aquella profusión de frases hechas y topicazos que hacían la lectura insoportable. Ahora, se contiene ante la cursilería y ante la necesidad de demostrar sus lecturas y demás bagaje cultural y no les da rienda suelta. Siguen estando presentes, pero mejor incardinadas. 

Además, y eso es elogiable, escribe una novela molesta: para los urbanistas, constructores, funcionarios prevaricadores, comisionistas y políticos empeñados en arrasar con todo lo bueno que pueda tener esta tierra por su codicia sin límites. Y, yendo más allá, también para nosotros, las personas normales, que vivimos en esa alucinación fetichista del resort, del todo incluido, del espejismo del lujo al alcance de todos, del low cost en hoteles, líneas aéreas, ropa y comida, sin saber ni querer saber la explotación y la injusticia sobre la que se erigen. En este sentido, no es una novela escapista más, sino que estructura una ficción enraizada en la historia local, de denuncia, en la que se pueden poner nombres y apellidos a los/las responsables de estas tropelías. Otros más podrían tener la decencia de sentirse avergonzados. 

Pero siempre hay sin embargos, y esta novela contiene varios. Comencemos, recordando que los ejemplos son acumulativos:

a) Alexis Ravelo no es Virginia Woolf ni Henry James. Me explico: la novela está contada por un narrador externo, en tercera persona, pero la mayor parte del tiempo está entremezclada con la voz (pensamientos) del protagonista, Ángel Fuentes, un militar sin demasiada cultura (por lo que se nos cuenta). Así pues, está presente el estilo indirecto libre. Woolf y James eran maestros en esta técnica, y su estilo, certero y preciso, delicado y elegante, en fin, lo que todos sabemos. Si somos generosos, podemos pensar que en La ceguera la voz del personaje principal tiñe la narración con su forma de hablar: un estilo coloquial y, a veces, vulgar. Esto puede estar bien en algunos pasajes, no digo que no, a lo largo de la novela para conseguir determinados efectos. El problema consiste, a mi entender, que, más allá del punto de vista, casi toda la prosa de la novela es así, lo que la perjudica gravemente (recordemos, a propósito, LaLaZ). Estilísticamente, utilizando símiles aeronáuticos, la obra no coge altura, se limita a planear a ras de suelo. Así, en ese sentido, sí que me parece una novela difícil. No encuentro voluntad de estilo o interés por la frase. No percibo preocupación o esfuerzo estéticos.


 Recordó cómo se le había helado la sangre la primera vez que la vio, hacía ahora un par de semanas, en la soledad de la casa de La Minilla. Quién carajo era aquel elemento y qué cojones hacía con Olga; eso fue lo primero que se propuso averiguar. Pero luego decidió no comportarse como el energúmeno que se sabía capaz de ser, no llamar inmediatamente a Sonia para preguntarle, no conectar el móvil de Olga para buscar mensajes comprometedores ni ponerse a rebuscar como un loco entre sus cosas hasta encontrar las pruebas de una traición que, de momento, solo estaba en su cabeza. Y en este instante, al sentir de nuevo aquellos celos, volvió a dominarse: si el tipo debía aparecer, lo haría; si no, se lo tomaría como una anécdota. No había venido para reclamar unos derechos de macho lastimadito que ya no tenían sentido. (Págs 18-19)

Ángel escuchó con gesto comprensivo mientras Blas le contaba que no se podían quejar, que les iba bien en sus trabajos, que su empresa, por ejemplo, hacía el mantenimiento y la supervisión de varias instituciones, aparte de las empresas privadas. Pero que eso tenía el coste personal de no poder disfrutar de los mejores años de sus niños, de llevar una vida de familia solo el fin de semana. Y no siempre, porque a veces había que llevarse trabajo a casa. A Ángel le interesaban tres pepinos los pormenores de la conciliación familiar de Blas y Julia. Su mente estaba ocupada en sus propios asuntos (Pág.  162)


b) No es amigo nuestro autor de la frase corta ni del párrafo breve, lo que de por sí no es una virtud ni un defecto. Estoy con ustedes en que cada autor/a tiene su forma de escribir, y el talento se demuestra en todos los estilos posibles. Ravelo no escribe de forma embarullada, ni retorcida, qué va. Si algo tiene su prosa es que resulta accesible para cualquier lector. El problema no es ese, sino que Ravelo no corta ni borra. Y si lo hace, no se aplica cabalmente. Quizá sea su sello personal, o es que el género tiene sus convenciones y necesita, por ejemplo, que se nos informe con detalle de todo lo que come y bebe el protagonista. Es posible que el detective Carvalho haya hecho mucho daño a los escritores noir españoles, pero los traumas no eximen del delito a su perpetrador. Además, la acumulación de nimiedades, si no son significativas por alguna razón, se convierten en ruido para la comunicación y constituyen, por tanto, un lastre para cualquier novela. Es como si las descripciones le resultaran tediosas y las resolviera de modo rutinario, pero aun así creyese que la prolijidad es la mejor opción. Algo de lo que se contaminan también los diálogos, por cierto.


El bufé estaba situado en la azotea y disponía de una amplia terraza donde se permitía fumar. Sin embargo, desayunó en el comedor, para que no le jodiera el viento. Coincidió con pocos huéspedes: un matrimonio de jubilados peninsulares, una familia joven con un niño menos ruidoso de lo que él había temido en principio y tres solitarios de mediana edad con pinta de representantes comerciales que atendían la provincia. Uno de ellos era una mujer que no apartaba la vista de su teléfono móvil. Los otros dos eran tipos grises que estaban pendientes de sus tablets, cada uno en un extremo del comedor. Seguramente adelantaban el trabajo de esa jornada. Él, por su parte, hizo algo similar con ayuda de un mapa de la isla y de uno de los cuadernos de Olga, mientras mojaba churros en el café. Cuando se los terminó, dobló el mapa y lo introdujo en el cuaderno. Siempre tendría tiempo, por el camino, de parar a repasarlos tomando algo. 
Se sirvió otro café y salió a tomárselo a la terraza. El viento amainó un poco y le permitió disfrutar de un cigarrillo, en pie, junto a la barandilla. (Pág. 35)

Como era sábado, el piberío comenzó a llegar pronto a la calita y el puente, armando un escándalo de mil demonios que se sumó a los ruidos de la calle. Ya se había despertado varias veces durante la madrugada (para mear, para vomitar, para intentar refrescarse, para apagar los apliques) e interpretó aquel concierto para testosterona y orquestina como la señal de que tocaba arrastrarse fuera de la cama. En el bufé se sirvió un café doble, un zumo de naranja y un vaso de agua y se los llevó a la terraza. No se imaginaba capaz de tragar algo sólido aún. Le extrañó ver allí a la mujer del vestido fucsia: era de esperar que en fin de semana los comerciales estuvieran en su casa y no en los hoteles de las islas a las que iban a trabajar. Quizá él se había equivocado y la mujer se dedicaba a otra cosa. En todo caso, ahí estaba, esta vez con unos shorts y una camiseta blanca, tomando café con leche y fumando mientras leía el periódico. Se dieron los buenos días y él se puso en la mesita de al lado, se endulzó el café, encendió un cigarrillo e intentó beberse el zumo, que le bajó por el gaznate como vitriolo. Debió de arrugar mucho la cara, porque enseguida oyó decir a la mujer: 
-¿Una noche dura? 
La miró. Ella tenía una gran sonrisa burlona en medio de su rostro carnoso plagado de pecas. Ángel le devolvió la sonrisa, meneando la cabeza. 
-Llega un momento en el que uno, en vez de resacas, tiene convalecencias -dijo. (Pág. 103)


c) La caracterización de los personajes es convencional y, a veces, banal. Tras la descripción física o moral, salvo excepciones, nos quedan personajes borrosos, cuando no desleídos, sin consistencia, cuando son precisamente ellos los que en muchos casos sostienen las novelas del género. Si a una novela pobre en lo estilístico y con demasiada paja textual le sumamos personajes acartonados en diverso grado de rigidez y previsibilidad, nos encontramos con demasiados obstáculos para una lectura satisfactoria.


Sonia se retrasó. Desde la terraza del hotel, la vio cruzar la avenida sin reconocerla hasta que la tuvo a unos metros. Fue a causa de su peinado, porque ahora llevaba el pelo cortado por los hombros y teñido de violeta; quizá también de los kilos que había ganado en los dos años que llevaban sin verse. Por lo demás, seguía siendo la profe de Lengua Y literatura que había parado de envejecer a los treinta y pocos, la mujer de rostro redondo y risueño y grandes ojos escrutadores ocultos tras unas gafas de montura de color naranja. La misma Sonia de siempre. La feminista. La roja. La que él siempre sospechó que que no era demasiado feliz con la idea de que la pareja de su mejor amiga fuese un militar. (Pág. 22)

El matrimonio lo saludó más cariñosamente de lo que nunca lo había hecho. Hasta el tímido Blas se levantó para darle un abrazo. Durante los primeros minutos, se dedicaron a preguntarle lo mismo que todos (si había llegado bien, dónde se alojaba, hasta cuándo se quedaría) y que fue contestando como pudo, intentando  preguntarles también a ellos qué tal le iba a Julia con el bufete y a Blas en el trabajo (aunque nunca había sabido exactamente a qué se dedicaban ni él ni su empresa), cómo estaban los niños. Esta última pregunta provocó encendido de teléfonos móviles y profusión de fotografías de los churumbeles, niño y niña, en distintas situaciones, atmósferas y grados de gracia, acompañados de chascarrillos de los orgullosos padres que fingían ser sufridos aguantadores de mataperrerías. 
Julia y Blas eran la i y el punto. Y ella era la i: casi un metro ochenta de mujer delgada, con el pelo rizado y abundante que dejaba encanecer sin preocuparse. Sin embargo, su rostro, lavado y terso, continuaba en los treinta años que había dejado atrás hacía ya nueve. Como siempre que no estaba trabajando, llevaba un vestido suelto y se comportaba de manera extrovertida y tolerante, con un sentido del humor un tanto maligno pero siempre generosa, intentando volver a ser la hippie que en realidad nunca fue, dedicada a los estudios y el derecho laboral, defendiendo a quienes no habían tenido la suerte de contar con unos padres que pudiesen darles carrera. Blas, que le sacaba quince años, era más del modelo oficinista: bajito y rechoncho, intentaba disimular sus lorzas llevando las camisas por fuera del pantalón, pero apenas lo conseguía. Sus ojos miopes, siempre tras unas gafas de montura al aire, tendían a orientarse hacia abajo, como herencia de una timidez juvenil que jamás había superado del todo. Tenía cara de luna y una frente que le acababa casi en el cogote, aunque nunca se había decidido a afeitarse los cuatro pelos que aún le crecían en torno a la coronilla. Por lo demás, era un hombre amable, llevaba siempre la sonrisa puesta y no se negaba a la conversación, aunque jamás era él quien la iniciaba, probablemente por miedo a decir algo inconveniente. (Págs. 80-81)

d) La trama. Después de terminar la novela, después de tanta ida y venida del protagonista, de tantos datos introducidos para la "geolocalización" de este sitio o de aquel, me pregunto si ha valido la pena tanto esfuerzo, si gran parte de la acción no resulta, simplemente, innecesaria, y que conduce a un recargamiento injustificado de escenas y episodios. Una trama anabolizada cuya prosa, como he señalado, no nos alivia. Respecto del contenido, pero relacionado con lo anterior, no puedo dejar de considerar dudosa la verosimilitud de las circunstancias que disparan el interés investigador del protagonista, por no hablar de que ese prolegómeno acapara más de la mitad de la novela y resulta desproporcionado en relación con la investigación que conduce al descubrimiento de la verdad. Una vez superado, la lectura adquiere mayor velocidad y desemboca en un clímax funesto aceptablemente resuelto.

La ceguera del cangrejo, en fin, a pesar de contar con momentos de interés, no resulta satisfactoria por los defectos que he expuesto en el nivel del discurso. Una novela menor y olvidable, que tal vez satisfaga las expectativas de los incondicionales del autor y de aquellos (cuyo número no es escaso) que pretendan pasar el rato sin mayores aspiraciones ni exigencias. Como siempre, quedan en el aire las mismas cuestiones: para qué se escribe, para qué se lee.

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