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viernes, 9 de marzo de 2018

'Días de paso', de Javier Estévez

A veces, no sé muy bien por qué, sin duda presa de un estado de ánimo singular, me vienen a la mente aquellos versos de Bécquer: "Yo sé un himno gigante y extraño /que anuncia en la noche del alma una aurora": una caliginosa calma que me gustaría que presagiara eventos formidables. Puede, sin embargo, que no sea más que melancólico pensamiento desiderativo, en vista de la continua decepción del devenir. Pues las noches del alma son bien oscuras, y encontrar los caminos que nos permitan emerger de ellas resulta, con el paso del tiempo, cada vez más difícil.

En mi caso, esos estrechos caminos están pavimentados, además de con buenas intenciones, con libros, con el legado cognitivo y a veces estético que otros seres humanos -los imagino también en la oscuridad, apenas iluminados por un fanal anacrónico- se esforzaron por dejarnos. Es por eso por lo que la creación humana en muchas de sus vertientes es admirable -evito nombrar aquí los monumentos a la iniquidad-. Nos sacan de nuestro quicio, de la conformidad enraizada en la impotencia y en la ignorancia, y a veces nos empujan a salir de nosotros mismos, a descentrarnos. No siempre somos tan detestables como solemos demostrar a diario.

Por algo nos sentimos atraídos por el arte, como descubrimiento, y por los avances científicos y sociales: la apertura hacia lo nuevo, el develamiento de lo oculto, la transformación de uno/a mismo/a como resultado, a pesar de nuestras miserias personales  y como especie.

En fin, todo lo anterior es más un torpe canto a la esperanza que la constatación de un pesimismo siempre disponible.






Este es un libro cuya lectura surge como recomendación de un lector habitual de este blog (y también reseñador por un breve periodo). Lo cierto es que, quizá por el tráfago de aquellos días, tras unas pocas páginas lo abandoné. Tiempo después, y sin que ninguna motivación especial me animara a ello, volví a su lectura. ¿Qué había cambiado en ese tiempo? Quizá cierta pausa. 

Esa pausa es necesaria para leer Días de paso. Salvando las distancias, en ciertos momentos nos recuerda esas lecturas silvestres de Thoreau o cosmológicas de Stapledon en las que uno entra reticente y sale ungido. Hay una trama, sin duda, pero creo que uno de los valores de la novela radica en la capacidad de expresar sin cursilería el lirismo que la naturaleza (el mar, el bosque) de Gran Canaria hace aflorar en el narrador. El autor logra transmitir sin pretenciosidad un panteísmo convincente, personaje mediante, con un vocabulario ajustado, sin sumirse en términos demasiado técnicos que pudieran alejar al lector ignorante, como yo mismo, en materias geobotánicas.

La obra comienza con el descubrimiento de un diario en una casa: la técnica del manuscrito encontrado. Es el diario de un botánico que en los años de la ocupación francesa a principios del siglo XIX tiene la intención de viajar a La Habana y se ve obligado a recalar en Gran Canaria, en el imaginado pueblo de Lucena (aunque existe un caserío llamado así en el municipio de Gáldar), mientras en la vecina isla de Tenerife se ha desatado un episodio de fiebre amarilla que tiene a la isla en cuarentena. Allí, en Lucena, permanece alrededor de un año.

Como si el autor estuviera cada vez más seguro de sí mismo, de su capacidad para crear este mundo mitad imaginado, mitad real, de Lucena y sus alrededores, la novela va desplegándose lenta pero firmemente. Además de la geografía isleña, descrita con algo más que entusiasmo, Éstevez se centra en mostrar la posibilidad de la amistad, en subrayar la latencia de fraternidad entre desconocidos. Pero sin almíbares empalagosos ni con la filosofía pretenciosa de tanto escritor ensimismado, sino con sencillez, sabiendo, simplemente, elegir bien las palabras y la cadencia de las frases.


Pero es en el fondo de los valles, en las alargadas hondonadas donde se extiende el reino de la umbría, donde crecen los árboles más espléndidos de todo el bosque, donde cada ejemplar irradia tal majestad y solemnidad, tal porte y altura que entremezclados con la bruma ofrecen una atmósfera irreal. Fue en este punto donde al unísono descendimos de nuestras monturas. Nadie nos obligó y nadie lo propuso, pero de una manera natural entendimos que nuestro comportamiento a partir de ese punto tendría que ser igual de respetuoso que si estuviésemos dentro de una catedral. Y no es un ejemplo caprichoso pues es este bosque un inmenso templo pagano que parece no haber visitado nunca el tiempo. Y de la misma manera, se impuso entre nosotros un silencio absoluto solo interrumpido por el bisbiseo del arroyo, de las fuentes, que aquí no callan nunca, por el aleteo revelador de las palomas y el silbido constante de otros pájaros y del viento que sacudía con timidez las copas altas de los árboles. Aquí, en las vaguadas más profundas, las nieblas se remansan y como si de un mar dócil se tratara, bañan el bosque durante todo el año creando un ambiente de humedad tan extrema que la vegetación permanece empapada incluso en el estío. Hay tal serenidad dentro del bosque que uno aseguraría que la vida, bajo estas sombras, se sucede sin drama alguno. (pág. 87)

Desde la solana de la casa, en un pequeño banco de madera adosado a la misma, esperamos sentados ambos la llegada de la noche en silencio, observando como (sic) la niebla se acerca, ocultando los valles profundos y dejando en resaltes los lomos que ahora se aparecen ante nuestros ojos como pequeños islotes que sobresalen sobre el mar de nubes. Las nieblas ascienden e inciden sobre las crestas. El interior del bosque, siempre tan atractivo, gotea con persistencia y es aún más sugestivo cuando permanece envuelto por el tenue velo de la niebla. Es un privilegio observar esta naturaleza majestuosa, disfrutar estos espacios donde el espíritu se recrea y se alimenta del silencio y las sensaciones que emanan del paisaje, del aire, de los árboles. (pág. 90)

He vuelto esta tarde al jardín, a ver el drago. La visión de este árbol mítico y místico me consoló por el fracaso del ascenso al pico. He buscado la perspectiva que más me gusta y he grabado en mi cuadernillo un retrato detallado del mismo. Al finalizar, he imitado a Mateo y le he dado unos golpes fraternales a su tronco, a modo de despedida. Luego, he vuelto al lugar donde había hecho el dibujo, he escogido el cuadernillo y los lápices y me he marchado con una agradable sensación de felicidad. Deberíamos vivir como viven estos árboles prodigiosos: mereciéndonos la eternidad. (pág. 108)

Un poco más adelante, la novela se embarca en una descripción cuasi camusiana sobre los estragos de la peste en el pueblo y las miserias y grandezas humanas frente a ella, mientras un cometa (signo de desgracias, como es bien sabido) surca las noches. Llama la atención, sin embargo, que salvo algún personaje femenino levemente esbozado, las mujeres son casi invisibles, lo que no deja de llamar la atención. No es que pretenda decir que tenga que existir paridad alguna en la elección de personajes por parte de un/a novelista, pero resulta raro que en la interacción del personaje con la población, apenas se perfile alguna mujer o niña.

No obstante, al igual que en otras reseñas he subrayado que, a pesar de la ocasional idea brillante o la invención de una trama original, lo que fallaba, en ocasiones de modo muy lamentable, era el tono (falso, impostado, pretencioso, etc.), aquí he de decir que el autor consigue que suene verdadero, entendiendo por ello la adecuación de la historia con el estilo, de la conciencia del personaje con la expresión de sus pensamientos, más allá de que nos encontremos un adverbio mal usado por aquí, un solecismo por allá o nos asalte la sospecha de que alguna palabra es demasiado moderna para la época en la que se sitúa la novela. Poca cosa.

En todo caso, lo que debe resultarles evidente a tenor de lo que llevo escrito, no esperen ningún experimento posmoderno-metaliterario ni nada parecido. Dado que es un diario, la novela es un relato en primera persona de las impresiones y vicisitudes del protagonista, sin más. A veces, como aquí, este tipo de relato clásico resulta más que suficiente. Una historia así de bien contada y un más que correcto despliegue de reflexiones de corte moral no es algo tan habitual por estos pagos, así que celebrémoslo.











jueves, 27 de abril de 2017

Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt

No es raro que, para quien no conoce el mundillo literario local (yo mismo), seguramente abducido por las fuerzas conspiratorias del canon literario mundial y español, se ignoren novelas y autores de Canarias que, para ciertas figuras de ese mundillo, resultan imprescindibles. Tampoco lo es que no nos haya marcado ninguna obra de autores/as canarios/as. Qué triste que hayamos tenido que conformarnos con Tolstói, Dickens o Conrad (sí, también Conan Doyle). Bueno, a Galdós lo incluimos, pero ¿quién, en serio, lo considera autor canario? Quizá la pregunta es errónea, quizá el topónimo sobra a la hora de juzgar la literatura que nos interesa. También es verdad, hasta cierto punto, que las obras dependen, para su inmortalidad e inclusión en un canon, tanto de su calidad literaria como, simplemente, de su distribución: que el público sepa que existe. Así, como todo el mundo sabe, siempre ha resultado más fácil no sólo publicar, sino llegar a una gran masa lectora y, sobre todo, caer dentro del campo de visión de los críticos literarios y de los suplementos de los grandes diarios, si uno residía en Madrid o Barcelona y no en Teror o en Yaiza. Nada nuevo.

En el caso que nos ocupa, resulta que no conocemos de nada al autor ni la novela. Además, por lo que sé, no ha habido promoción de esta, ni entrevista en La 2 ni en un programa buenrollito de la televisión o radio autonómica. O quizá sí que ha habido algo de eso, pero es entonces la estrategia promocional la que no ha dejado huella, (lo que íntimamente agradecemos). En todo caso, una reseña breve allí, otra de circunstancias por allá, pero nada serio, nada comprometedor

Uno, pues, antes de acometer la tarea de leer otras novelas (o lo que quieran hacer pasar por tal) que ya han sido reseñadas antes de publicarse o cuyos comentaristas la elogian hasta el empalago por razones extraliterarias (llámense ETA, llámense Guerra Civil, llámense Feminismo y Maneras de Campesino) prefiere adentrarse por caminos menos hollados y esperar, con la fe, no del creyente, sino del que duda, que algún tipo de providencia bienintencionada nos salga al encuentro y salve el día.

Así, metafóricamente hablando, fue como llegué a Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt.







Un hombre ya entrado en años vuelve a Gran Canaria con las cenizas de su esposa después de cinco años en el exilio en Barcelona. La isla estaba amenazada de radioactividad por una explosión en una central nuclear marroquí en el Sáhara y el Gobierno decidió evacuar las islas orientales manu militari. Por una serie de casualidades, aderezadas con una mentira sobre su estado de salud, el protagonista logra que le den los permisos extraordinarios necesarios para volver. En la isla solo queda una base militar. El capitán le confía que hay presos fugados por la isla y, no menos peligrosas, jaurías de perros asilvestrados.

Nada de eso amedrenta a nuestro protagonista, que con las maneras de un Robinson Crusoe de izquierdas, las hechuras de un personaje de Jack London y cierta complacencia espiritual en algunos momentos que nos recuerda al Walden de Thoreau, logra sobrevivir con no poca inteligencia y no menos valor en su antiguo hogar en Agüimes, donde también reposan los restos de su hija muerta. Así pues, la soledad y la muerte son sus primeros compañeros en esta nueva vida, aunque no serán los únicos.

No negaremos que haya amagos de vanidad en el escritor; que haya frases que hagan descender el tono de la narración, normalmente vigoroso, concentrado y adecuado a la trama; que deja constancia de cierto pensamiento que quiere ser reivindicativo, pero que se queda poco más que en frases hechas y pensamiento ecoizquierdista de vuelo raso (que contrasta con el respeto casi sagrado a la propiedad privada ajena); además de cierta manía por la repetición de palabras algo irritante, como "bulto mediano", "corazón palpitante" o la "sensación de ser vigilado". Hay también alguna errata y algún error gramatical que podrían haberse arreglado fácilmente con la figura de un corrector o de un lector amigo atento. Por otro lado, sus reflexiones sobre la dependencia energética o alimentaria del archipiélago las envuelve en un marco político geoestratégico cuando quizá debería añadir (o ser sustituidos por) la trama de relaciones capitalistas en el entorno de un mercado globalizado. También el autor concede demasiado a la ligera que los grupos organizados que luchan contra los poderes que él mismo tanto critica sean "terroristas". Al menos, se habría agradecido un punto de vista más polemizador. Si al Leviatán autoritario sólo se le oponen "terroristas" resulta difícil tomar partido o implicarse en la discusión. Si se hace una crítica política habría que afinar más con los términos. En caso contrario, acabaremos por llamar terrorista a cualquier opositor vehemente que no se limite a votar de vez en cuando. Quizá cierta consistencia filosófica habría ayudado a que la parábola resultase redonda.

No es una novela perfecta, claro que no.

SIN EMBARGO, Tramunt logra narrar una historia digna de ser leída. Un personaje principal cuya figura se agranda y se hace psicológica y moralmente más compleja a medida que se suceden los hechos.Es una novela de transformación espiritual de un hombre a punto de ser anciano: prudente, pero valiente; sensible y también rebelde. Quizá los personajes secundarios (el capitán, Mamadou, etc.) no estén a su altura, pero cumplen bien el papel de ser, al menos, catalizadores de experiencias catárticas para el protagonista.

La historia se inserta bien dentro de los tres planos que dibuja el autor: a) un contexto político mundial en franca regresión de las libertades que aún existen y donde se agudizan los conflictos por los recursos naturales y las fuentes de energía; b) el entorno de la isla, donde asistiremos a las peripecias del protagonista; y c) el mundo interior de éste, poblado de recuerdos y de donde saca la energía y la motivación para hacer frente a las dificultades.

En este sentido, la atmósfera casi postapocalíptica de una Gran Canaria casi desierta llega a fascinar y a acongojar en muchos momentos, así como los momentos de acción están bien sostenidos y resueltos. Es, asimismo, una historia lineal en su acción, pero apoyada por los recuerdos del protagonista, con un desenlace que, hasta cierto punto, podríamos cuestionar como incoherente con sus intenciones primeras. Sin embargo, esa evolución psicológica de la que hemos hablado conduce a unas decisiones que no tienen por qué ser ilógicas. En todo caso, la soberanía del fatum corresponde al autor.

Anturios en el salón, con sus defectos, es una novela seria (al igual que lo decíamos de Entrelazamientos, de Luis Junco). También, amena (que no es poco). No es un experimento literario, ni una muestra de creatividad desbordante meta-algo, ni un conjunto de relatos que tenía el buen hombre por ahí bien escondidos. Es una historia sólida, bien contada, a ratos emocionante y nunca aburrida. 

Qué más puedo decir.