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domingo, 31 de julio de 2022

'Literatura fantasma', de Bruno Mesa

Iba a escribir (más bien, ya lo tenía escrito) unas cuantas banalidades sobre los reality-shows, como síntoma de las sociedades capitalistas tardías y del espectáculo, en las que hasta el ocio no es ocio si no es competitivo, coronados por esa lógica tan anglosajona de un/a único/a ganador/a después de las sucesivas purgas. No esperaba que fuera nada demasiado original, pero me apetecía compartir mis reflexiones al respecto.

Sin embargo, he aquí que cuando ya las tenía preparadas, leí una entrevista a Domingo Luis Hernández (cuya novela Veneno en el paraíso fue objeto de reseña en este blog). Ya saben que en esta querida tierra nuestra (así, en abstracto) se ha perdido toda timidez, todo pudor, en nuestros/as artistas en cuanto a glosar la propia obra. Tenemos incluso hasta reseñadores, como el inefable Sr. Santana Sanjurjo, que reseñan su propia obra. En este caso, nuestro bienamado Hernández, respondiendo a una pregunta del ínclito, meditabundo y casi siempre críptico García Rojas, acerca de su próximo libro de relatos, afirma, mediante la figura del narrador interpuesto, lo siguiente: "Un amigo leyó el manuscrito en su punto y final y me dijo que había obrado por maravilla, que cada una de las sesenta y seis narraciones del libro es un prodigio. Exagera. Pero si puedo dar esa sensación por lo logrado, mi alma se reconforta".

Por si eso fuera poco, el entrevistador, seguramente azuzado por esa respuesta, le pregunta por otro próximo libro de Hernández, este no de ficción, sino de esa cosa tan contestada que es la literatura canaria. Transcribo:

- Está a punto de presentar ‘Una literatura vertebrada’. ¿Qué pretende contarnos con este libro?

“Sí. Espero que para octubre próximo ya esté impreso. Una literatura vertebrada es no solo un libro singular para Canarias, por lo que el libro es y encara por primera vez aquí, sino absolutamente necesario para dar a entender y razonar eso que se llama, y con razón, Literatura Canaria

Necesario. Un libro "necesario" no estimado así por el público, ni por sus pares académicos, ya que todavía no se ha publicado, sino por él mismo. ¿Cuántos libros necesarios no necesitados se publican cada año en Canarias, en España? A mí me daría vergüenza decir algo así, ni siquiera pensarlo, pero ya no me sorprende encontrarme con estas vanaglorias a cada paso.

Hay más perlas, así que les paso el enlace y ya se maravillan Vds. mismos, que no es cuestión de dárselo todo masticado. 

A lo nuestro:




El libro que hoy traigo para el manoseo público e impúdico es Literatura fantasma, de Bruno Mesa. De este escritor ya analicé su libro No guardes nada en tus bolsillos, allá por 2019, año I antes de confinamiento, cuando mucho de lo que ocurre hoy no parecía posible. Es un libro de relatos, así que quienes esperaban aforismos, apotegmas o cosas parecidas, o tal vez, y yéndonos al otro extremo, la novela canaria definitiva, se sentirán decepcionados. 

En fin, tras la lectura, uno se queda con la sensación peculiar de que, junto a escenas, párrafos o momentos de gran brillantez lingüística, hay otros, tal vez demasiados, en que al autor parece sobrarle siempre un adjetivo (suele agruparlos en tres o cuatro), o un complemento del nombre o una frase. Un poco de refilado, de pulimentado no habría venido mal. De todos modos, el problema no radica ahí.

Por otro lado, leer estos cuentos supone enfrentarse a literatura seria, literatura que no pretende el ensalzamiento vacuo del propio autor, sino hacernos pensar a partir de la reflexión e imaginación de aquel. Un bosquejo de sociedades futuras o alternativas a partir de las posibilidades latentes o de las realidades que ya estamos viviendo. No obstante, el juicio que se puede hacer uno por uno es dispar:

Respecto del primero, El sendero, es la historia de un secuestro y programación de una mujer por una organización maléfica que pretende infiltrarse en todos los Estados del mundo para hacerse con el poder. Es una organización, llamada así, la Orden, y que lava el cerebro a sus acólitos y los convierte en meras herramientas de su propagación. La historia carece absolutamente de originalidad, y forma parte de esa moda distópica -moda que aparece y reaparece en ciclos como el de los pantalones de campana- en la que todo es terrible, opresivo y desesperanzado. Ya Zamiatin y Orwell parecen lejanos, demasiado lejanos, para volver a citarlos. Eso sí, el estilo de Bruno Mesa, su manera de conformar frases, su elección de las palabras muestran inteligencia y originalidad. Pero poco puede hacerse con un contenido visto mil veces y, por tanto, predecible a cada paso. Es posible que con esta historia Mesa no pretendiera en absoluto mostrar algo nuevo sino librarse, vía escritura, de una insoportable sensación de opresión mental o espiritual que le atosiga o la manera de exorcizar una historia como esa que tenía ocupándole espacio en la cabeza. No obstante, por mucho que uno pueda empatizar, creo que no hacía falta publicarla. Leerla, desde luego que no.


Lui no estaba dispuesto a seguir un minuto más con aquella farsa de los buenos misioneros, los axiomas delirantes y ese espantajo al que llamaban verdad, esa palabra con la que se llenaban la boca y que debía ser transmitida con precisión absoluta, una verdad que debería extenderse por el mundo como una medicina. No, Lui se sabía muerto y enterrado, se sentía lejos, y no estaba dispuesto a vender sus últimas horas en aquel vodevil. No era complejo imaginarse la escena. A un lado un hombre desesperado de sesenta y tres años, ahogado en aquel encierro, hastiado de repetir las necedades megalómanas de Ducicki, aquella apología del odio en nombre de una fantasía de esplendores uniformados y jerarquías, de algo que solo era un primitivo engaño envuelto con el papel de regalo de la pureza, apenas una trampa para ciervos en mitad del bosque. Al otro lado estaba el buen y honesto tribunal, los cuatro cazadores, Carla, Tonia y los dos blanquecinos evaluadores recién llegados, tan severos en su labor (Págs. 24-25)


El segundo relato, Literatura fantasma, me parece una sátira solo ligeramente inventada (con respecto a nuestra época) de la literatura como mero producto para la venta en el mercado. Producto que ya no necesita, he aquí lo singular, ni su soporte lingüístico, su contenido, porque bastan unas reseñas ampulosas y unas cuantas entrevistas para que, a quien se designe como autor/a, disfrute de una fama efímera, que sirve, a su vez, para alimentar el espectáculo mediático, que es de donde la empresa extrae sus beneficios. Aquí la ironía, por no escribir sarcasmo, está más trabajada, más amplificadas sus consecuencias en la trayectoria moral del protagonista (que escribe esas reseñas sobre libros inexistentes e imposibles). Tiene este relato un toque borgiano no solo por la relación con las reseñas inventadas sino por una adjetivación paradójica, casi siempre acertada, aunque, como ya escribí antes, a veces le sobre alguna palabra. No obstante, me parece un relato brillante porque en esta especie de parábola se expresa de manera sobresaliente una potencialidad demasiado cercana de nuestra sociedad, y plantea bien el dilema moral que supone para el protagonista reseñador. Para mí, el mejor cuento con diferencia.


Theo Gignac fue digerido por la Organización y aplaudido por su Departamento de Promoción. Esa facilidad para convertir mi crítica en espectáculo, para fagocitarlo todo, me desesperó. La maquinaria de la publicidad se puso en marcha y no falló en su objetivo. A veces se distrae, pero nunca falla. Theo Gignac se convirtió pronto en un joven y prometedor escritor, la nueva esperanza de la novela total, el enojado revolucionario estético, otro muñeco en el escaparate, otro autor de un solo libro que parece propietario del futuro, un genio más en el omnipresente bazar de la literatura fantasma. 

Todo comenzó hace veinte años, antes de conocer a Lidia, en el año 2041. Nadie desconoce que un libro que no existe será siempre, en cualquier orden crítico, muy superior a un libro vulgarmente real. Cuando un libro no existe no es posible derribarlo, no hay ningún batallón de críticos que pueda siquiera hacerle el más mínimo rasguño: el vacío es su perfección. (Pág. 46)


El tercero, La última invención de Gabriel Domin, quizá podría considerarse como un ajuste de cuentas o algo parecido, dedicado a los encuentros de escritores/as, aquí en La Palma (recordemos aquel ridículo manifiesto con ocasión de su cancelación por la erupción del volcán). Quizá sea el menos logrado porque, salvo la idea de la suplantación del protagonista, no deja de repetir lo que ya se ha convertido en todo un tópico: la execración contra este tipo de eventos literarios y los personajes que lo pueblan. Creo que ciertos temas, por resobados, solo admiten ya una mirada punki o navajera, a la par que inteligente (lo que me recuerda en lo que fracasó aquella pésima novela de Elio Quiroga, Berlinale): tarea nada sencilla, claro. Todos sabemos que de los encuentros literarios no puede sacarse nada bueno, salvo algunos cotilleos, y a la inutilidad se le añade el oprobio cuando están financiados con dinero de las instituciones públicas. No creo que ningún/a escritor/a haya experimentado una epifanía literaria tras la obligada ingesta de canapés en estos eventos o en mitad de una ponencia acerca de las dificultades de traducir la literatura macaronésica a un idioma continental. Alguna vez leí, en clave pragmática, que era bueno que los escritores asistieran a estas cosas con el fin de hacer contactos. No hace tanto tiempo, el artista tenía un agente, tal vez un representante si se le multiplicaban los deberes. En esta época, y por razones de la digitalización, la fusión de las grandes editoriales, etc., es posible que para la mayoría de los/as que aspiran a vivir de la escritura (o de cualquier arte) no haya otra salida que la de convertirse en personas-orquesta. Al final, quiérase o no, lo que no puede calcularse o subvencionarse es el talento, por mucha red amical/profesional de que se disponga, aunque, en ocasiones, el artificio y la impostura pueden disimularse un tiempo.

En todo caso, creo que el autor no acierta con el tono ni logra proporcionarles carnalidad a los personajes, en especial al protagonista. Quizá una narración menos vitriólica, algo más fina, y también más extensa, porque las motivaciones no están demasiado claras, habrían desembocado en un relato estimable.


El segundo día de festival se empezaron a formar grupos, corrillos herméticos, cápsulas de seguridad, pandillas etílicas y pelotones de fusilamiento estético. Por un lado estaban los latinos exiliados en España, que hacían piña, afilaban el colmillo y se reconocían el heroísmo; el gallináceo club de los provincianos iba como descuajeringado, atravesado por discusiones lingüísticas y fábulas de capirote; la trinidad oficialista despachaba gestos abaciales, recogía agradecimientos y devolvía consejos paternales; en el cogollo de los novelistas castellanos se hablaba un idioma testicular y se deploraban los exotismos gastronómicos; no faltaba el departamento de los profesores universitarios, amarillento como un cuaderno de notas nunca actualizado, donde crecían las enredaderas más robustas; estaba la descompuesta familia de los periodistas que cubrían el festival, solo unificada por los lazos de la urgencia, la precariedad y la socarronería; y luego existía media docena de ramas con seres sin brújula, poetas con producción espontánea de salmos urbanos y mohosos, tímidos aforistas, principiantes solitarios, traductores del iraní, cirróticas glorias olvidadas a las que nadie saluda, espectros que acompañan a otros espectros que alguna vez escribieron algo que mereció un premio más o menos irreal. En una de esas ramas estaba él, increíble y cierto, posado como un pájaro orgulloso, casi Gabriel, casi Domin. (Págs. 79-80)


En cuanto al cuarto, El arte del espacio, tengo opiniones encontradas. Por un lado, el comienzo me resulta prometedor y muestra el germen de una idea que, sin ser la cima de la originalidad, sí que podría haber dado lugar a algo interesante: la progresión o deriva del arte moderno y su imbricación con la sociedad que la ha generado, el papel del/la artista y su influencia transformadora, la connivencia del mecenazgo político con una determinada función del arte, etc. Por otro, el desarrollo del relato no resulta satisfactorio: lleva a situaciones no solo que resultan inverosímiles, sino desquiciadas. Pero no es un desquiciamiento fértil, sino, digamos, nihilista, que malogra aquella idea llevándola a un callejón sin salida.


El arte del espacio resultó ser una representación teatral que tenía por objeto revelar la brutal naturaleza humana. Todos estuvieron de acuerdo en que no hacía falta esa fanfarria de prohibiciones para demostrar semejante afirmación, y que hubiera bastado con repasar muy levemente un libro sobre la reciente historia de Europa para llegar a esa misma conclusión. Quizá sea pedir demasiado. La exposición de Galina Salnikov era una tautología, y estaba claro que con ella no pretendía iluminar nuestra inteligencia, sino erizar nuestra desesperación. 

Podría haberse dedicado a otra labor, pensaron muchos moscovitas. Podría abandonar el ingrato campo del arte y utilizar sus habilidades proféticas dirigiendo una comisaría o vegetando en una embajada caribeña. Se elevaron súplicas. (Pág. 99)


Del quinto, Taxon, de podría decir lo mismo que del primero, lo que resulta fatídico. En este caso, es una corporación gigante, Taxon, convertida en Estado, o un Estado absorbido por esta corporación, que controla a todos sus súbditos, etc. Ya de recordarlo, me sumo en el tedio, a pesar de que ocasionalmente muestra destellos de estilo: el contenido, salvo alegoría sutil que se me haya escapado, no ofrece absolutamente nada novedoso, por visto, leído u oído en tantas ocasiones: a esto ya aludimos antes, sí, Nosotros, sí, 1984, tal vez Minority Report, o Ready Player One, por citar lo primero que se me viene a la mente. En definitiva, un relato, este sí, innecesario.


Es probable que esta noche sea la última. Eso me aterra y me alivia a la vez. Los dos hombres vestidos con el mono gris de los funcionarios se han marchado de la cafetería en la que escribo, pero pocos minutos más tarde han entrado dos mujeres pequeñas, serias, duras, con un gesto de agotamiento en el cuerpo que la cara se empeña en corregir. También ellas podrían ser vigilantes. Cualquiera podría serlo. La cafetería misma debe estar salpicada de microcámaras. Todos los dispositivos, también este en el que escribo, están monitorizados. Las dos mujeres se han sentado no muy lejos de mi mesa, quizá para evitar, por un absurdo instinto humano que aún no hemos conseguido extirpar, la desolación que producen estas cafeterías sobreiluminadas de carretera, inmensas y huecas. Antes de pedir un café una de ellas, la más despierta y temible, ha levantado la vista y me ha mirado, no sé si reconociéndome o si pidiendo perdón antes de que llegue mi hora. 

Este año ha sido plácido en Taxon. Las pequeñas guerras se han sucedido lejos, más allá de las zonas de seguridad, allí donde las explosiones y los bombardeos nos llegan como bulbosidades luminosas que llamean en la noche de las pantallas, hongos de fuego que cruzan ante los ojos insensibles, incapaces de entender lo que ese apocalipsis remoto significa. 

La guerra se ha transformado en el gran espectáculo nacional, en la diversión para toda la familia. Los invisibles dirigentes de Taxon (ese Consejo de Sabios del que lo sabemos todo y no conocemos nada) comprendió hace muchos años que una sociedad gobernable necesita una narración adecuada que la mantenga en un estado de emergencia permanente, y la presencia de una guerra perpetua contra los salvajes y las ciudades nómadas es una excusa perfecta. (Págs. 142-143)


Para abreviar, ya que estos son los cuentos de mayor extensión, y el resto tampoco me suscitan tampoco un interés particular, creo que la prosa de Bruno Mesa está muy por encima, con excepción del segundo, del contenido o, al menos, del desarrollo final de lo planteado. Le faltan, me temo, temas, lo que no deja de ser singular, pues lo que suele ocurrir es que los escritores estén sobrados de ideas que luego malbaratan con un estilo deplorable, ausentes cualquier atisbo artístico o de voluntad de estilo. A mi entender, a este escritor solo le hace falta un verdadero desafío para que saque, de una vez para siempre, todo ese talento que considero que atesora, a juzgar por su forma de escribir. Un desafío requiere un asunto complicado, del que no sea sencillo escribir, que no tenga casi precedente, para forzar al escritor a pensar y a sufrir.



viernes, 4 de marzo de 2022

'Maestros antiguos', de Thomas Bernhard

Es posible que me haya ganado cierta fama de provocador. También, tal vez, de injusto, en especial para aquellos que consideran que lo justo es considerar que escribir y publicar merecen siempre alabanza, cuando no reverencia. Sin embargo, y como suele decirse, la realidad es más asombrosa que la ficción, o, al menos, avanza a marchas forzadas para igualarse a las elaboraciones más trastornadas de nuestra imaginación. Así, en lo que al mundillo literario se refiere, he leído reseñas empalagosas hasta el asco escritas por amigas/os del autor o autora, encumbramientos de supuestos maestros/as que carecían de la menor habilidad narrativa, entrevistas en las que un editor entrevistaba a un escritor que publicaba en la editorial del primero (sin que, por supuesto, jamás se informara al público lector de estos detalles), y cosas de este jaez.

Lo que no había visto, hasta el pasado sábado 26 de febrero, es que un autor reseñara su propia obra en un suplemento cultural. En este caso (por ahora único, pero que imagino que, una vez franqueado este límite, lo que representa una tragedia se repetirá, tal vez, como farsa), se trata, lo que no es casualidad, del actual decano de los reseñadores-golosina, Victoriano Santana Sanjurjo. El hombre se esfuerza durante dos páginas, que graciosamente le ha regalado el suplemento de La Provincia/El Día, en glosar su última obra, que parece ser una colección de reflexiones y pensamientos sobre asuntos varios que le han interesado y tal.

Este fenómeno tiene su enjundia porque, desde un punto de vista empresarial, advierto que el sombrío presente de los suplementos culturales se caracteriza por asegurar el abaratamiento de sus contenidos. Sabiendo que los periódicos de papel no reportan beneficios monetarios directos, sino influencia en otros ámbitos, salta a la vista la lógica de incurrir en los menores costes posibles. Si en tiempos ya antiguos se pagaba al reseñador o reseñadora de turno para que analizara una obra, más tarde, sobre todo a partir de la crisis surgida en el periodo 2008-2010 en adelante, se pasó a que se sobreentendiera que el pago se materializaba en capital simbólico. Es decir, que los individuos interesados solicitaban al periódico que publicara sus reseñas gratis, dándose por recompensados con la lectura de su nombre y apellidos. También, se aprovechó a los periodistas de la casa, más o menos especializados en Cultura, o simplemente que estaban en el lugar inadecuado en el peor momento, para que ampliaran sus funciones habituales y se convirtieran en sobrevenidos analistas de literatura y arte en general. El último paso, lógico como ya he dicho, es que los/as mismos/as autores/as se reseñen a sí mismos. Así, no solo se ahorra dinero, sino esfuerzo y tiempo. Al parecer, todo el mundo sale ganando. Menos el público lector, claro, pero qué más da.

Desde un punto de vista cultural, recalco, lo significativo no es que el Sr. Santana Sanjurjo haya perpetrado su propia reseña, sino por lo que representa: lo que antes venía haciéndose en la sombra, entrevistador/a, reseñador/a o pseudónimo mediante, se exhibirá ahora en toda su crudeza. Sin duda, todo este montaje reseñador se volverá todavía más insufrible. Al menos, ya nadie se llevará a engaño. Todo tiene su lado bueno.




Como lenitivo a la desvergüenza del mundillo cultural canario, si tal cosa, en realidad, puede denominarse como refiriéndonos a algo consistente, no ya objetivo (me refiero al mundillo literario, pero también a la industria cultural canaria), hoy comparto con Vds. la lectura de Maestros antiguos, de Thomas Bernard, un autor al que he reseñado alguna vez y que siempre me proporciona un refugio literario sin par.

Algo tiene el estilo del escritor austriaco que a pesar de su regodeo en la repetición, en el martilleo constante de los mismos conceptos y términos, no podemos dejar de prestarle atención y sentir un placer que quizás raye en lo masoquista. Para un/a lector/a novato/a o acostumbrado solo a las narraciones de estilo naturalista con su división en presentación-nudo-desenlace, la mayor parte de las obras de Bernhard deben resultarle incomprensibles y tediosas en distinta y subjetiva proporción.

Aun así, para el público lector reticente, intento buscar una metáfora o un símil para explicar el método del escritor austriaco: como una melodía que sonara igual una y otra vez, o casi, y así, lentamente, nos llevara hasta otra nueva o hasta su finalización. O como las fotografías de un satélite artificial que hiciera miles de fotografías en cuestión de minutos de una misma zona, de todo su giro alrededor del cuerpo celeste. Así, cada una sería casi exactamente igual que la anterior. No obstante, y a semejanza de una teoría inductiva, sacaríamos una conclusión, o llegaríamos a una revelación, después del relato repetitivo (¡pero cómo son esas repeticiones!) de un concepto, idea o visión.

En cuanto al contenido, Bernhard no decepciona, si es que esas eran nuestras expectativas, en cargar contra todo y contra todos: Austria, Viena, lo que no es Viena en Austria, los austriacos, los historiadores del arte, la cultura, los políticos, la Iglesia Católica, los pintores... ¡hasta los retretes y las costumbres higiénicas de Austria! Para mí, me resulta todo muy divertido, aunque no creo que fuera la diversión lo que motivara a este escritor. Su iconoclastia, real o fingida, es un rasgo característico de casi todas sus obras.


Los historiadores del arte son los verdaderos aniquiladores del arte, dijo Reger. Los historiadores del arte parlotean de arte hasta que, a fuerza de parlotear, lo matan. Los historiadores de arte matan el arte a fuerza de parlotear. Dios mío, pienso a menudo, sentado aquí en el banco, cuando los historiadores del arte pasan empujando a sus desvalidos rebaños, qué pena todos esos seres humanos, a los que precisamente esos historiadores del arte apartarán del arte, los apartarán para siempre, dijo Reger. La ocupación de los historiadores de arte es la peor ocupación que existe, y un historiador de arte charlatán, y al fin y al cabo sólo hay historiadores de arte charlatanes, debiera ser expulsado a latigazos, expulsado del mundo del arte a latigazos, dijo Reger, debieran ser expulsados del mundo del arte todos los historiadores de arte, porque los historiadores de arte son los verdaderos aniquiladores del arte y no debiéramos dejar que los historiadores de arte aniquilasen el arte en calidad de historiadores de arte. (Pág. 28)


Los llamados Maestros Antiguos sólo sirvieron siempre al Estado o a la Iglesia, lo que viene a ser lo mismo, así Reger una y otra vez, a un emperador o a un papa, a un duque o a un arzobispo. Así como el llamado hombre libre es una utopía, el llamado artista libre ha sido siempre una utopía, una locura, así Reger a menudo. Los artistas, los llamados grandes artistas, así Reger, pienso, son además los más faltos de escrúpulos de los hombres, mucho más faltos de escrúpulos aún que los políticos. Los artistas son los más hipócritas, todavía mucho más hipócritas que los políticos, así pues, los artistas del arte son todavía mucho más hipócritas que los artistas del Estado, vuelvo a oír ahora a Reger. Ese arte, al fin y al cabo, se dirige siempre al todopoderoso y al poderoso y se aparta del mundo, así Reger a menudo, ésa es su abyección. Miserable es ese arte y nada más, oigo decir ahora a Reger ayer, mientras lo observo hoy desde la Sala Sebastiano. (Págs 47-48)


(...) sabe, eso es en Viena, donde realmente todos los lavabos están más descuidados que en ninguna otra gran ciudad de Europa, una rareza, encontrar unos lavabos en los que no se le revuelva a uno el estómago y en los que no haya que taparse todo el tiempo, mientras se está en ellos, los ojos y las narices; los lavabos vieneses son en conjunto un escándalo, ni siquiera en la parte baja de los Balcanes se encuentran lavabos tan descuidados, dijo, Viena no es más que un escándalo de lavabos, hasta en los hoteles más famosos de la ciudad se encuentran lavabos escandalosos, los retretes más asquerosos se encuentran en Viena, más asquerosos que en cualquier otra ciudad, cuando uno tiene necesidad de hacer aguas se lleva la gran sorpresa. Viena es muy superficialmente famosa por su ópera, pero realmente temida y execrada por sus escandalosos lavabos. Los vieneses, incluso los austriacos en general, no tienen una cultura de lavabos, en todo el mundo no se encuentran unos retretes tan sucios y malolientes, dijo Reger. Tener que ir a los lavabos en Viena es la mayoría de las veces una catástrofe, en ellos, si no se es acróbata, se mancha uno, y el hedor que hay en ellos es tan grande que a menudo se queda en la ropa durante semanas. En general, dijo Reger, los austriacos son sucios, no hay habitantes de gran ciudad europea que sean más sucios, lo mismo que es sabido también que las viviendas europeas más sucias son las viviendas vienesas, las viviendas vienesas son todavía mucho más sucias que los lavabos vieneses. (Págs. 116-117)

 

Y los escritores austriacos en conjuto no tienen absolutamente nada que decir y ni siquiera saben escribir lo que no tienen que decir. Ninguno de esos escritores austriacos de hoy sabe escribir, todos se sacan de la manga una literatura de epógonos repulsivosentimental, dijo Reger, y escriben, escriban donde escriban, únicamente basura, escriben basura estiria y salzburguesa y carintia y burguenlandesa y bajoaustriaca y altoaustriaca y tirolesa y voralberguiana, y amontonan esa basura desvergonzadamente y con avidez de gloria entre las tapas de sus libros, así Reger. Están en sus viviendas municipales de Viena o cabañas de ocasión y confusión de Carintia o en los patios interiores de Estiria y escriben basura, la basura epigonal, apestosa y sin cabeza ni espíritu de los escritores austriacos, dijo Reger, en la que la patética tontería de esa gente apesta al cielo, así Reger. Sus libros no son más que la basura de dos y hasta de tres generaciones, que nunca aprendieron a escribir porque nunca aprendieron a pensar, una basura epigonal totalmente sin espíritu y que finge la filosofía y el terruño es lo que todos esos escritores escriben, dijo Reger. Todos esos libros de esos escritores más o menos asquerosamente oportunistas oficiales no son otra cosa que libros plagiados, dijo Reger, cada una de sus líneas es una línea robada, cada palabra una palabra arrebatada. (Págs. 155-156)

 

Aun así, en algún momento, aunque solo sea en una frase, nos sugiere que ni Austria, ni las demás personas son tan terribles. Como si hubiera necesitado una purga que lo eliminara todo salvo lo valioso, lo único realmente valioso.


Aborrecemos a los hombres y, sin embargo, queremos estar con ellos, porque sólo con los hombres y entre ellos tenemos una oportunidad de seguir viviendo y no volvernos locos. La verdad es que la soledad no la soportamos tanto tiempo, así Reger, creemos que podemos estar solos, creemos que podemos estar abandonados, nos convencemos de que podemos seguir adelante solos, así Reger, pero es una quimera. Creemos poder arreglárnoslas sin los hombres, en efecto, creemos incluso poder arreglárnoslas sin nadie y al fin y al cabo nos imaginamos que sólo tenemos una oportunidad si estamos solos con nosotros mismos, pero eso es una quimera. Sin hombres no tenemos la menor oportunidad de sobrevivir, dijo Reger, por muchos que sean los Grandes Ingenios y por muchos los Maestros Antiguos que hayamos tomado por compañeros, no sustituyen a nadie, así Reger, al final nos dejan solos todos esos, así llamados, Grandes Ingenios y esos, así llamados, Maestros Antiguos y vemos por añadidura que esos Grandes Ingenios y Maestros Antiguos se burlan de nosotros de la forma más innoble y comprobamos que con todos esos Grandes Ingenios y con todos esos Grandes Maestros sólo hemos existido siempre en una relación de burla. (Págs. 204-205)


En fin, puede que Vds. no tengan el ánimo para literatura atrabiliaria, aunque tampoco afirmaría que la novela les vaya a suscitar violentas pasiones en el ánimo. A estas alturas, seguro que habrán leído cosas más terribles. No obstante, este conjunto de imprecaciones valen menos, quizá, por a quiénes van dirigidas como por el modo (el estilo) en que se han escrito. Al final, Bernhard convence aunque no se esté de acuerdo con él. Yo les aconsejaría que se hicieran con la novela, al igual que con las otras obras de este escritor y de las que he escrito en el blog. 





jueves, 4 de noviembre de 2021

'El informe Silvana', de Sabas Martín

Es posible que Sabas Martín sea tan famoso que cuando sale a la calle los vecinos tienden alfombras a su paso y le arrojan pétalos perfumados desde balcones y ventanas. También, que su obra constituya el ejemplo artístico más excelso de lo que pueda emanar de la acrisolada creatividad humana. Si estas posibilidades se demostraran como reales no serían, sin embargo, disculpa para que el reseñador dimitiera de su responsabilidad como analista público (con lo que conlleva de responsabilidad con el público lector) respecto de la última novela de esta figura señera de las letras canarias. Por muy convencido que esté de que las masas de lectores y lectoras acudirán sin parar en mientes y en tropel a adquirirla.

Insisto una y otra vez que el papel del/la reseñador/a, del/la crítico literario, no debe limitarse a "saludar" una obra nueva como un gran acontecimiento per se, ni ensalzar a su autor por los servicios prestados y por los futuros. Quien quiera que se aproxime a una novela con el propósito de analizar sus virtudes y sus defectos no puede limitarse (aun con entusiasmo) al papel de representante o abogado defensor del autor o autora, ya sea para sentarse en la misma mesa del banquete en la República de las letras, ya para envolverse con su cálida y cosquilleante aura literaria. En todo caso, debe asumir en parte el papel de juez (considerándose en esta función como fideicomisario de la comunidad lectora), y, tras dictar argumentada sentencia (véase, por ejemplo, Visto para sentencia, de Rafael Reig), retirarse a la soledad de sus aposentos.

Es por ello por lo que pienso que el verdadero daño que se hace a la literatura no proviene de la profusión de productos de mero consumo o entretenimiento, o de los fallidos intentos estetizantes o filosóficamente pretenciosos de muchos/as escritores/as, o de la proliferación de supuestos premios que no promocionan nada salvo a sí mismos y a sus organizadores/as. Nada malo hay, además, en la literatura mediana o mediocre: son el humus necesario para que emerjan de vez en cuando obras más logradas. Lo que perjudica de manera grave tanto a la literatura en sí como a la credibilidad de la crítica literaria son, sencillamente, los/las reseñadores/as que hacen dejación de funciones y no actúan como críticos para convertirse en colaboradores o apologetas, causando un daño casi irreparable a la credibilidad del oficio y, como consecuencia, de la literatura, que (con aspavientos y lágrimas a punto de emerger) dicen defender. Además, a todos/as debería parecernos evidente que el/la reseñador/a debería dejar claras sus conexiones personales, si las tuviera, con el autor o autora y, lo que es más importante, con la editorial que les publica por mera cuestión de honradez.

A todo esto, qué culpa tendrá el Sr. Sabas Martín de que un reseñador de desempeño tan lamentable como Victoriano Santana Sanjurjo se haya ocupado (por decirlo así) de su novela.




El informe Silvana nos narra en dos planos la desdichada existencia de una mujer, Clara Fortes/Davinia Silvana, aquejada de problemas psicológicos y de adicción a los estupefacientes que requiere de un informe médico para su salida del centro penitenciario en el que cumple condena por robo. Un plano está estructurado por un diálogo a cuatro bandas entre unos médicos y un inspector de policía. El otro, por sucesivas escenas retrospectivas protagonizadas por la susodicha en el que se revela información que sólo será sabida por los/as lectores/as.

El primer plano, digamos el dialógico, resulta pobre porque no consigue dotar de identidad a los interlocutores, meras palabras en busca de personajes. El médico jefe, así como el psicólogo y el psiquiatra (que se enzarzan en discusiones médicas de escaso interés) se esfuerzan por proporcionar un discurso científico y objetivo a los padecimientos mentales de la paciente. A este se le añade el relato del policía, para, en palabras de los participantes "unificar un informe". Sea como fuere, resulta evidente que el propósito de este plano es contrastarse con las vivencias tal y como son sentidas por la protagonista. 

En todo caso, el diálogo a cuatro bandas es envarado y poco convincente, como si estuviera recitado por cuatro malos actores. Esas repeticiones de palabras, esa proliferación de los adverbios, y de los adverbios terminados en -mente (que denotan una inseguridad no solo terminológica sino expresiva) y esos clichés lingüísticos de las que tantas veces he abominado contaminan de manera irrecuperable la naturalidad y la consiguiente verosimilitud de los participantes. Por no hablar de la insustancialidad de varias partes de esta gran conversación o de las erratas (he contado quince en mi ejemplar) que truncan frases de diálogo (a este respecto, la editorial Mercurio, como muchas otras, debería contemplar la posibilidad de contratar revisores y correctores, salvo que en vez de editorial prefieran denominarse imprenta. En definitiva, cuatro sombras que hablan, sin asomo de presencia efectiva ni personalidad tangible (con la tangibilidad, claro, que permiten las palabras).


-¿QUIERE AZÚCAR? 

-Gracias. Lo prefiero solo. 

-Ya saben ustedes lo que dicen del café. Que se debe tomar haciendo caso a lo que rezan sus iniciales. 

-¿Cómo es eso? 

-Ce de caliente, a de amargo, efe de fuerte y e de espeso, según unos, o de escaso, según defienden aquellos otros a los que les gusta tomar varias tazas repartidas a lo largo del día. Los buchitos, como dicen los cubanos. 

-No, no lo sabia. 

-Yo he decidido racionármelo. Únicamente en el desayuno y, luego, infusiones para después de la comida. 

-Pues yo sigo con el vicio. No puedo prescindir de él. 

-¿Me acerca la bandeja? 

-Tenga. 

-Gracias. ¿Usted no come? 

-De momento, no. Sólo el café solo. 

-Bien, pues de algunos datos disponemos ya para empezar a trazar un cuadro diagnóstico. Para empezar a reconfigurarlo, digo, porque, evidentemente, aún queda recorrido por delante. Pero la infancia y la adolescencia siempre son un campo fundamental que revela claves sobre las pautas del posterior comportamiento adulto. 

-Cierto, y más si de ese período quedan secuelas de situaciones traumáticas. Pero también son significativas las incidencias posteriores. En este sentido/    (ERRATA)

-Creo que suena un móvil. 

-Es el mío, gracias. Ya lo cojo. 

-En realidad, esto es como un rompecabezas. Hay que ir encajando las piezas. Pero primero hay que tener piezas que encajar. Todas, a ser posible. (...)

(Págs. 41-42)


 ...HABÍA SENTIDO ADMIRACIÓN. De ahí el pseudónimo. Davinia, porque sonaba a Divina, y Silvana, por Silvana Mangano. 

-¿Y dice usted que fue a consulta con una amiga? 

-Efectivamente, inspector. Una morena espectacular de ojos verde intenso. Ya les dije. 

-¿Recuerda su nombre? ¿Se llamaba Jana... Jana Febles...? Sí, ¿Jana Febles Pardo? 

-Pues no le puedo decir. Creo que, en aras de la confidencialidad, no lo consideré significativo, pero puedo repasar mis archivos por si consta el nombre. Sí recuerdo que dijo que era su amiga y que venía acompañándola. ¿Por qué lo pregunta? 

-Es que creo que a esa misma mujer tuve ocasión de interrogarla cuando la detención de Clara Fortes. O de Davinia Silvana, como prefieran. En el transcurso de la investigación del robo de los objetos del convento de Santa Catalina surgió alguien de sus mismas características físicas. Una mujer realmente espectacular, como usted la ha calificado, morena de pelo largo y ojos de un verdemar profundo. Pero resultó que no estaba implicada en el delito. Puede que se trate de la misma persona. En fin. Mera curiosidad. No me gusta dejar cabos sueltos. Ya digo, cosa de deformación profesional. Perdone. 

-Antes de seguir... ¿Intentó usted ponerse en contacto con los familiares de la paciente, con sus tíos, concretamente? 

-Por supuesto. Pero ella no quiso. De ninguna manera. Dijo que ya no vivía con ellos y que prefería que no supiesen nada (...) (Págs. 55-56) 

 

El plano retrospectivo es mucho más interesante. Aquí sí se ve, aunque el efecto no es uniforme, sino a fogonazos, que hay un escritor que se preocupa por el estilo. Se abandona el tono envarado (es posible que pensara que debía de corresponder al intercambio de información entre los especialistas de la salud y el policía) y se adopta uno más cercano al flujo del pensamiento, aun en estilo indirecto libre, reflejando de manera convincente el mundo interior de la reclusa, así como las alucinaciones tanto psicosomáticas como las producidas por las drogas. Esto no quita para aquí que Sabas Martín incurra también en clichés y repeticiones innecesarias, qué le vamos a hacer.

En relación con esto, me siento tentado a interpretar que la dualidad de planos implica oposición de discursos: un discurso científico, de pretensiones objetivistas, en el que el ser humano es tratado como paciente y no como agente, y otro subjetivo: sentimental y pasional, salvaje y débil. Pero en absoluto debe inferirse que uno es malo y el segundo, bueno. La visión que se infiere del segundo discurso es el de dominación y sumisión, de "amo y esclava", de violencia y engaño. La visión racional y el tratamiento correspondiente se ven impotentes para sanar una naturaleza humana tan fácilmente corrompible y subyugable.


(Davinia lo ve hacer. Ya sabe lo que prepara. Lo delata esa contenida excitación con que ha llegado a casa, la mirada acuosa de brillores y la impaciencia de los gestos. Nada más llegar, "Davinia", llamándola y anunciando su llegada. "Davinia, mira lo que traigo" y seguro que era buen material. El mismo ritual siempre cuando venía con ello. Llamándola y dirigiéndose con premura al saloncito donde ahora Davinia lo contempla. Sobre la mesa el espejo, la bolsita de polvo blanco que esparce sobre el cristal y, enseguida, los ademanes precisos dividiendo el polvo, los golpecitos rápidos y puntuales, mecánicamente repetitivos, los golpecitos con la tarjeta que alisan y distribuyen y reparten para que queden alineadas las rayitas en paralelo. Cada vez más frecuente esa operación. Más asidua. Más habitual. Una costumbre ya. Y Álvaro que se frota la encía con el polvo de nieve, que inhala, una, dos veces, volcado sobre el espejo en la mesa, que con dorso de la mano elimina los residuos que le manchan la nariz, y ahora le pasa a Davinia el canutillo del billete enrollado. La invita. La incita. Davinia no demora. Toma el canutillo y también inhala profundamente.) (Pág.72)


(Pero la ansiedad no disminuye. Esa ansia que la desasosiega y que le impulsa a buscar en las inmediaciones de ciertos clubes, discotecas, bares de copas. Merodeando hasta que algún indicio le revela que sí, que hay alguien que vende. Y la aproximación discreta, el trato rápido, las manos que se entrechocan e intercambian la bolsita de plástico por los billetes. La mercancía en su poder. Y enseguida el adentrarse en algún baño del club, del bar, de la discoteca, para inhalarla y sentirse pletórica, exultante, clarividente, vigorosa. Así. Así su ritual. Periódicamente. Así. Aplacando la desazón de su cuerpo y que por unos instantes desaparezca de su alma la angustia, el tormento, la agonía de los recuerdos. Álvaro. Álvaro siempre en su mente. Desde que la dejó. Desde que él se fue y ella ha regresado a la isla. Así, con discreción, en discotecas, bares y clubes. Satisfaciéndose secretamente en esos lugares. Hasta ahora que la necesidad, la urgencia que la apremia, la ha vuelto imprudente y prepara las rayas de nieve sobre el espejo que aguarda en la cama de su habitación. Y la cuchilla de afeitar dispuesta para en el filo de sus cortes revivir los recuerdos, los recuerdos con Álvaro, el sufrimiento y el daño convirtiéndose en un goce que la anega y la excita en la hondura de su sexo. Así hasta esa vez. La vez en que su tío la descubre.) (Págs. 87-88)


Es una novela que habría requerido mucho más trabajo para dar hondura a los interlocutores del diálogo médico-policial, lo que implicaría, además, una profunda reforma del lenguaje empleado. Asimismo, ignoro si es la visión tan desesperanzadora, encarnada en la protagonista-víctima, de la humanidad y de la sexualidad, la que pretende transmitirnos el autor o si también ha sido el resultado no calculado de una reflexión falta de mayor complejidad y sutileza sobre la naturaleza humana. Por tanto, en mi opinión, El informe Silvana no deja de ser una obra insuficiente e insatisfactoria.

EN DEFINITIVA, podría haber sido una novela interesante, pero la ejecución no estuvo a la altura del propósito, por mucho que el reseñador mencionado se haya empeñado en ceñir los laureles en las sienes del autor a toda costa y contra toda prudencia. 



POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA


sábado, 5 de junio de 2021

'Un amor', de Sara Mesa

 A mí no deja de fascinarme ese amor de ciertos seres humanos por los conceptos. Así, mucha gente ama la nación, o la religión, o el comunismo o la libertad con toda fuerza y con toda sinceridad. Hasta tal punto que, por ejemplo, muchos nacionalistas aman tanto España, o Cataluña, o Canarias que no dudan en aniquilar a quien se le ponga por delante, ya sean españoles, catalanes o canarios, respectivamente. Asimismo, hay gente tan religiosa, tan empeñada en seguir el ejemplo de Cristo, digamos, que no dudan en condenar a todo cristiano, o persona, en general, que disienta de su visión. No hace falta recordar a los estalinistas y a sus seguidores de cualquier latitud y época, dispuestos a apuntar con la pistola a todos los que se negaban a seguir el curso de la historia, tal y como lo entendían aquellos. O esa gente tan liberal que, en nombre de la libertad, deja que se mueran los ancianos en las residencias y te desmantela la sanidad o la escuela pública para que se conviertan en meros guetos para los más pobres, o te cierran albergues, etc. O esas personas tan progres, tan ocupadas en aparentar su compromiso con los valores éticos más elevados que no les queda tiempo para ejercerlos en el día a día.

Capítulo aparte son los que hipostasian la Cultura hasta el punto que no les importa sacrificar a la gente de carne y hueso para que aquella nazca, germine, crezca, se desarrolle y alcance algún tipo de plenitud fantaseada, mientras recibe alguna comisión en el proceso, monetaria o de prestigio.

En fin, estamos rodeados de gentuza en una época en la que ni siquiera hace falta la hipocresía. La mala voluntad se exhibe a pecho descubierto, con gallardía, como si la nacionalidad, la clase social, la ideología o la cultura sirvieran de excusa para perpetrar todo tipo de crímenes, tanto el orden legal como en el moral. Además, nuestro mundo es digital, y todo tipo de mensajes nos asaetean desde lugares inimaginables hasta solo hace una generación. En el momento de peor crisis de su historia, los medios de comunicación son más influyentes que nunca, y a la cabeza se me viene esta frase de Bourdieu, que dice algo así: "Muchas personas creen que hablan, pero en realidad, les hablan". Es decir, sostenemos con firmeza, incluso con fiereza, opiniones y puntos de vista que creemos nuestros, hasta el tuétano, cuando, en realidad, distan mucho de serlo. Conforman la ideología dominante de una sociedad, de una época, el sentido común que todo lo impregna y en todo nos impregna.




A ver, para comenzar con el argumento: es la historia de una mujer, Natalia (Nat) que se va al campo porque resulta que ha robado en su trabajo (no se dice qué, igual un cenicero, igual un Picasso, qué más da) y quiere comenzar una nueva etapa en su vida. Para eso, como se ha convertido en una nómada digital (se dedica a traducir ahora) no se le ocurre nada mejor que marcharse al campo, donde la vida es más barata, alquilar una casa a un señor sumamente antipático y machista y comenzar a establecer relaciones neuróticas con sus vecinos y vecinas. También, para añadirle complejidad a la cosa, se folla a un tipo para que le arregle las tejas y dejen de caer goteras. Esto le causa un gran dilema moral al principio, lo del folleteo, pero pronto le comienza a gustar (quizá no es gustar, sino otra cosa) y sigue follando con ese señor que no tiene de atractivo, al menos, al principio, ni una miajita.

Va bien esta novela porque, para quien no lo sepa, estamos en medio de una polémica muy agria, en Madrid y alrededores (y lo que pasa allí es un debate que por lo visto nos afecta a todos/as), a cuenta de la famosa España vacía. Claro que aquí, en Canarias, todo está lleno de gente, y si alguien mencionara algún lugar vacío iríamos todos de cabeza (porque la mayoría somos bastante snobs, por no decir noveleros) para que dejara de estarlo. Pero al menos podríamos contar una historia de cuando fuimos a un sitio vacío de verdad, sin casas ni gente. Vamos, ciencia-ficción; al menos, en Canarias. Como digo, parece que grandes zonas de la Península se despueblan y todo el mundo se marcha a las capitales, y de entre todas las capitales, a Barcelona y, sobre todo, a Madrid. Eso entronca, en un debate más o menos alambicado, acerca del enésimo análisis y diagnóstico de la izquierda sobre sus derrotas electorales y su relación con los valores comunitarios/comunitaristas e identitarios. 

En todo caso, Un amor, si reivindica algo a este respecto es la huida a toda prisa y sin mirar atrás de la España rural. O de la España de los pueblos, que no es exactamente la misma. 

Creo que es un debate al que Sara Mesa no prestaba atención, al menos en el momento de la gestación de la novela. Cada cual elige sus temas, y por lo que se lee, la autora estaba más pendiente de la supervivencia de una mujer en medio de un entorno hostil y denso, por lo pequeño y apretado, como el de un pueblo, rodeado de hombres, de los cuales sospecha sin descanso.

En algunos casos, no es la actitud o las acciones de los hombres en sí mismas lo sospechoso, sino que nos induce a ello las sensaciones de la protagonista, que intuye que algo no cuadra. En este sentido, es significativo que la protagonista acabe teniendo relaciones íntimas con el hombre con menor característica marcada de género, entendiendo por esto las actitudes sociales que más o menos se esperan de un espécimen humano varón, especialmente a la hora del acercamiento sexual.

 Además, no me parece descabellado que pueda leerse a la protagonista como encarnación de una clase media que se ve abocada a la precarización o a la proletarización, lo que entra en conflicto con su cosmovisión, que era la del progreso, la de la marcha ininterrumpida en la propia vida y en las generaciones hacia lo mejor, y que ante el inesperado y decepcionante estado de cosas, entra en crisis.

En cuanto a la prosa, he leído todo tipo de encomios imaginables (en plan Santana Sanjurjo), empalagosos hasta el vómito. En la faja misma, citando a un reseñador del suplemento El Cultural, se dice que su prosa "es de una limpieza desconcertante". Es "limpia", de acuerdo, pero lo que sí me desconcierta es lo de "desconcertante". Dicen que fue "mejor libro del año 2020", etc. En fin, la verdad es que no creo que sea para tanto, ni de lejos. Abunda la frase corta, sí, y el vocabulario no es que sea de un barroquismo inaguantable, sino todo lo contrario, tendiendo a lo sencillo. Pero lo que se dice desconcertar, no desconcierta nada.

Un amor se cuenta en primera persona, y en presente, con esa consecuencia de acercamiento a la acción, que la distingue, por ejemplo, de un tipo de narración más clásico, como la que se ejecuta en pretérito perfecto simple ("comí", "hablé", "me dijo", "se columpió"). Y bueno, uno se pregunta si no habrá algo de minuciosidad de más en la transcripción de ese mundo interior que siendo pródigo en sensaciones me resulta sobreestimulado si atendemos a lo que le ocurre. La narración está a punto de caer en la trivialidad, pero se sostiene a duras penas. Quizá es esa proximidad a la nimiedad que se pasa por contrabando como novela por lo que se me hizo antipática la lectura, como antipática me resulta la protagonista que se cuestiona cada paso dado o no dado con febrilidad adolescente.

Porque, al fin y al cabo, saber que un pueblo chico puede, en determinadas circunstancias, convertirse en un infierno grande es harto sabido, y que denunciar, una vez más, la indefensión o la dependencia de una mujer por haber asumido ciertos roles, o su cosificación, está muy bien, pero solo por sí mismo no le añade valor a la literatura. Tampoco, constatar una vez más lo mucho que se sufre en las rupturas sentimentales.


¿Cuál es el sentido de presentarse en su casa sin avisar? ¿Con qué derecho aparece? En los pueblos lo hace todo el mundo, sí, pero ¡qué costumbre tan maleducada! Ella estaba tranquila -o tratando de tranquilizarse-, no quería ver a nadie, y mucho menos verlo a él. Pero de pronto apareció y ella -con el pelo sin lavar, la cara sin lavar, en pijama-, ella debía comportarse como si todo fuera de lo más normal, venciendo su orgullo, simulando una convivencia vecinal de lo más amigable tras haber realizado el truque básico -¿sexo a cambio de que le arreglaran el tejado?, ¿qué disparate es ese?-. El acuerdo, la tolerancia, qué tal todo, cómo ha ido con la lluvia, si hay algún problema me avisas. Ni siquiera es consciente de mi enfado, piensa Nat. Ni siquiera eso. La metió en su dormitorio hace dos días y ahora la ha mirado con completa frialdad, como miraría a una cabra o a un perro. Puede que hasta él se arrepienta de lo que le hizo, al verla ahora, a la luz del día. Tanto tiempo sin una mujer para llegar a ella, a esa bazofia. (Pág. 89)


Así, llegados más o menos los 2/3, me asaltó un deseo incontenible por leer en diagonal que no venía suscitado por la curiosidad o el afán por conocer el desenlace, sino por comprobar que el resto era igual de mustio. Esa fue la impresión que recibí y así se los transmito. En definitiva: Un amor no es una novela despreciable, pero sí prescindible. O viceversa.



P.D. Otras reseñas, aquí, aquíaquí o aquí








domingo, 23 de mayo de 2021

'Alma reglamentaria', de Alexis HB

Por alguna razón algunos seres humanos creen que albergan la ilusión de escribir una novela, uno de tantos supuestos objetivos vitales que, a diferencia del coito y de la procreación, está lejos, pero muy lejos, de ser natural. Es decir, alguien nos ha enseñado que escribir una novela no sólo es guay sino que te convierte en otra cosa, no sé, en un artista, ese ser, ya se sabe, tocado por lo divino, fulgente y esplendoroso que te permite llevar guayabera aunque no seas García Márquez y vivas en Torrelodones.

Y así, ocurre lo que ocurre, que uno (o una) no escribe porque crea que tiene algo importante que decir a la comunidad de la que forma parte, ya sea local, nacional, mundial o cósmica, sino porque quiere ser. ¿Qué es el ser y cuáles son sus atributos?, nos preguntaríamos aristotélicamente. Ya he escrito de ello en otras ocasiones, así que no insistiré. Eso sí, tal ilusión distrae a muchas personas de hacer otras cosas que podrían serles más útiles, provechosas o simplemente divertidas. A ver: ¿Qué añade otra novela romántica, otra novela negra, otra novela de vampiros o zombis, otra novela histórica a la literatura? ¿Qué le aporta a su público? Por no hablar de que estoy harto de los/as escritores/as que quieran enseñarme su mundo interior, que por lo general es el mismo que el de la mayoría de la gente. No me interesa, para decirlo claro. Vilas, fuera, eres un ñoño. Cercas, exíliate interiormente: eres un pesado. No me apetece leer los sermones de escritores/as que, además, no suelen saber mucho de casi nada. Pérez-Reverte, no te levantes del sillón de orejas, enfádate con tu perros; Vargas Llosa, cada columna de opinión que escribes es una afrenta a algo o a alguien valioso. 

Escritoras y escritores noveles o no tanto, déjenlo ya. O si sienten una vocación auténtica (vayan Vds. a saber en qué consistirá eso) busquen al amigo o amiga inteligente que no le ríe la gracia. Al que sepa más que Vds, el que le señale cada error y cada tontería de su manuscrito. Después, vayan a un/a editor/a que sepa lo que se hace y no a un empresario/a que tiene una imprenta y mantiene una bonita relación con las consejerías/concejalías de Cultura de la miríada de administraciones públicas: esa persona amante de su oficio que no permitirá que una mediocridad se añada a las millones que se han publicado antes. Finalmente, si nada bueno ha ocurrido y su libro ha salido al mundo a pesar de todo, busquen a los/as críticos honrados/as. A aquellos/as que con mayor o menor conocimiento se permiten criticar con sinceridad, sin buscar su amistad ni la de la editora ni la del dueño del medio de comunicación. Lean sus críticas, sopesen los defectos que señalan. Enfádense, si quieren, injúrienlos/as, tal vez, pero reflexionen un rato: tal vez hayan acertado, ya sea por casualidad.

 Ni caso a los elogios, ni caso a esos escritores veteranos, tal vez algo famosos, y muy resabiados, con los que comparten de vez en cuando un almuerzo o una cena y por lo que se sienten honrados/as. Algunos parecen alimentarse de la admiración de los poco avisados.

Ni caso a los/las periodistas culturales que nunca dirán que su libro (sí, el de Vds.) es una porquería. No les interesan los artistas, lo que buscan es una red de contactos, tal vez una inversión simbólica a medio plazo.

Ni caso a los filólogos reconvertidos en apologetas con ganas de currículo. En el ámbito local, huyan como de la peste de los elogios de Victoriano Santana Sanjurjo, por ejemplo, y de especímenes similares. Sus ditirambos son el camino seguro a la inanidad literaria.




Todo esto viene a colación por la novela Alma reglamentaria, de Alexis Hernández Benítez, sufragada por crowdfunding. O sea, algo así como la autoedición pero sin que se la pague el propio autor/a, como ha sido costumbre hasta hace poco. Puede interpretarse el dichoso crowdfunding como un anticipo de futuros lectores que, sin haber leído la novela, otorgan confianza al autor. Más bien, creo, han pasado por caja amigos/as, deudos y allegados/as en diversas líneas de consanguinidad y afinidad, ya por solidaridad, ya por algún tipo de deuda moral.

No querría explayarme en una novela de un autor primerizo, pero las cien páginas que he leído están marcadas por un estilo deplorable, en el que la verborrea se hace pasar por vocabulario, y un abotargamiento de símiles y metáforas por creatividad o ingenio. Mucho adjetivo, mucha minuciosidad irritante, mucho tópico. Los diálogos son increíbles y resultan impostados y el protagonista narrador es uno por el que no se puede sentir sino repulsión. Además, cómo no, alguna reflexión sociológica falta de lecturas y sobrada de prejuicios. Nada que no hayamos visto antes en autores con muchas ganas de escribir y gritar a los cuatro vientos: "¡Mamá, soy escritor!" Eso sí, la portada mola.

Puede ser que haya crítica social, pero no la he visto en estas páginas. Puede que haya un develamiento de la profunda corrupción moral de las élites, para empezar, y del resto de la sociedad, pero no la he detectado. Puede que haya una radiografía nítida de nuestras miserias, pero no he leído nada que no haya visto en cualquier serie de TV. Puede que la novela posea una arquitectura de episodios y escenas magnífica, pero no he tenido paciencia de pasar de la página número cien. Es lo que ocurre en estos tiempos veleidosos, más aún cuando uno ya ronda la cincuentena y percibe que cada vez queda menos tiempo para desperdiciar.

Lo que voy a hacer, para que no me acusen de ensañamiento es ofrecer algunos extractos y ya deciden Vds:

 

El uso de dicha información se antojó un precio ridículo cuando la Jane callejera se dejó caer a mis brazos desde el árbol. Entonces nos presentamos en silencio; primero, las miradas, después, las mejillas. La posé en el suelo a desgana, me dio las gracias, nos reímos un poco de lo sucedido y se despidió al trote inquieto y lleno de vida que debía caracterizarla desde niña. "¿Y eso es todo?", le grité a su atractiva silueta de espalda. Se viró y contestó: "¿Qué más quieres, espantapolis? ¿Sientes que te debo algo?". "No se trata de mí. Se trata de nosotros y de la deuda que tenemos con esta noche. Acabamos de contraerla y si no la pagamos antes de que amanezca, puede que ya nunca podamos saldarla". Ella entornó sus enormes ojos, contuvo la sonrisa, y dijo: "Lo siento. Has malentendido las cosas". "Lo mejor que se puede hacer con las cosas es malentenderlas", repliqué. "Es la única forma de vivir de verdad. La única forma de salirse por la tangente, de romper con lo que se espera Es la única forma de disfrutar y divertirse. Las cosas bien entendidas son una mierda". 

Tras liberar la sonrisa de agrado, se encaminó hacia mí. Por millonésima vez, habían sido las palabras justas para la persona adecuada. (Pág. 18)


 Parecía un fumadero de opio y no debía oler muy distinto. En el ambiente había una mezcla provocativa de especias y nervio rancio, como el tufo que desprendería un mercado marroquí si ardiera entre las llamas de cócteles molotov fabricado con telas recortadas de sobaco de chilabas bereber y botellas usadas para hidratar los camellos mimados de algún jeque. La luz, casi ocre, era opresiva, y el mobiliario, en especial las cabinas, parecía hecho por algún niño que creyese jugar a indios y vaqueros y se hubiese construido un fuerte usando palés y tachas oxidadas. Un fuerte que hubiese resultado más inexpugnable si lo hubiese levantado con piezas de Lego y plastilina. (Pág. 33)


Entré a un persa y pedí algo barato para comer. Fuese lo que fuese aquello, lo empecé y lo terminé de pie en la acera opuesta al locutorio. Observaba la calle mientras me limpiaba salsas desconocidas de las comisuras de los labios. 

Se trataba de una calle activa y multirracial, característica de una zona portuaria y de una capital incapaz de albergar físicamente un barrio delimitado para cada etnia. Una mora vestida de rosa chillón dialogaba con una mujer ghanesa de traje amarillo que sostenía en equilibrio sobre la cabeza un bulto del tamaño de mi sofá. Dos vietnamitas varones, jóvenes e imberbes, se ofrecían bajo el sol de sobremesa, quizás por la falta de oportunidades o quizás por el sentimiento de culpabilidad que provocaba el exceso de ellas, siempre en comparación con las que había en Saigón donde sus madres y sus abuelas empezaron por necesidad la tradición familiar. Un verdulero griego chapurreaba a gritos el castellano para compensar la atención acaparada por el frutero andaluz y su verborrea simpática y más traducible (solo un poco más). Un indio lakota daba órdenes a unos yanquis que descargaban en su tienda un camión lleno de radiocasetes y otras antiguallas. Un cartero canario metía las cartas por debajo de la puerta de un edificio, sabedor de que era una molestia inútil tratar de acertar con la correspondencia de un bloque de vecinos sudamericanos en constante desahucio. Una pandilla de judíos adolescentes parapetada en un portal se mofaba de un crío árabe que corría delante de un pastor alemán sin la correa. La calle sufría el estrés de la auténtica globalización, la que germina de forma espontánea y sin opción el crisol de los suburbios, disolutos refractarios en un disolvente ácido; no la que nos quieren vender al mostrarnos un yuppie sueco cenando sonriente junto a una negra de facciones suaves y sajonas y traje de confección milanesa, arrodillados en un japonés de doscientos euros el palillo. (Págs. 47-48)


-Oye, hablando de perder el tiempo -dijo la mujer cuando la conversación ya era un fósil-. ¿Qué tal el otro día con Vane? ¿Cumpliste? 

-Por supuesto -contestó con esa desgana suya-. Tranquila, no sufrió. Todo acabó muy rápido. 

-¿Ah, sí? ¿Eres un eyaculador precoz de esos? 

-De los más precoces. Que yo sepa, me corro desde los seis años. 

La mujer soltó una carcajada que sonó como un remolque. Él se quedó tan ancho. Dejó la última mordida del dulce sobre la mesa y se limpió en la manga. Se marchó con el detalle alienígena de decirle que le llamase por si necesitaba algo. 

La mujer mantuvo la sonrisa. Tenía la boca de un rape escorbútico. 

-Qué hijo de puta -acabó por decir-. No es mal tío, ¿sabe? Parece aburrido pero es un cachondo de la hostia. Hace años hasta tenía su no sé qué. 

Puso la vista en el televisor y la atención en algún lugar muy lejano. Me pregunté si alguna vez había habido algo entre los dos y me convencí en el acto de que era imposible. Juntos en un colchón encontraría la misma química que una llanta de tractor y un yorkshire. 

Nos presentamos en condiciones, estrechamiento varonil de manos incluido. Se llamaba Linda. A todas luces, sus padres se precipitaron al ponerle el nombre y llevaban treinta años gastándonos una broma de mal gusto. (Págs. 49-50)


 Sobre la calle había caído la noche adulta como una bolsa de basura negra y arrugada. Viejos neones a media vela, varias prostitutas en la preferente sesión nocturna, olores a cenas baratas de sartén mezclándose al salir de las ventanas, gritos de matrimonios deshaciéndose a los pies de una cama o empezando a hacerse sobre ella, ofertas drogadictas de camellos que nunca hacían sus deberes de sexto de primaria, gente de mala vida susurrando trapicheos o trapicheando susurros. (Pág. 56)

 

Me sirvió otra birra sin que la pidiese y se fue a atender a la extranjera desconocida. Mi atención la siguió como un perrito faldero. Sentía una curiosidad insana por aquella clienta. 

Su cabello rubio pilsen caía momio hasta los hombros, una suavidad algo revuelta y descuidada que mantenía delante del rostro sin que pareciese molestarla. En el perfil facial que dejaba a la vista no había marca de expresión alguna, lo que se consigue siendo desde pequeña más dura que las piedras del camino o cicatrizándolas de adulta durante una huelga de sentimientos prolongada, protesta ante una vida trágica o trágicamente vacía. Su piel tenía las tonalidades albaricoque de la gente blanca que trabaja al sol, seguramente un sol de altura. Por el contrario, las pecas pálidas que tenía espolvoreadas alrededor de las ojeras eran genéticas. La mano que sujetaba su absenta seguía hablando de trabajo al sol, dureza y piedras. La otra estaba semioculta con una venda blanca y decía tanto o más por lo que callaba. Llevaba unas gafas de pasta transparente y sombras vainilla, con cristales grandes y circulares, un modelo sobre el que la moda había defecado hacía lustros (Pag. 60) 


En fin, para qué más, si yo ya no puedo.



P.D. En una adenda, Alexis HB agradece mucho y a todo dios, y escribe, entre otras cosas: "Gracias por la valentía de apostar por la creatividad, por la literatura sin especulaciones".