sábado, 29 de mayo de 2021

Actualizaciones librescas

Ya saben que soy un ser humano tendente a la amabilidad y, sobre todo, a la generosidad (con esto, intento asegurarme de que dejen de sospechar que soy una Inteligencia Artificial que funciona sobre la base de un algoritmo de Alphabet, la dueña de la plataforma en que se alberga este blog) y es por eso por lo que, de vez en cuando, me gusta anotar aquí mis últimas lecturas, por si fuera de su interés o, tal vez, motivo para el escarnio.

A veces, ya saben, es bueno retirarse un poco de la actualidad, del presente apremiante, de la lectura de los periódicos y de la discusión político-moral con el taxista de turno. Tal vez, incluso, someterse uno a escrutinio, revisar el propio comportamiento con los demás y, por encima de todo, dejar de ser, a toda costa, productivo.

En fin, después de aquel artículo sobre la literatura clásica, he seguido en esa línea con las comedias de Aristófanes, al que todo los enterados conocen y, por supuesto, han leído con delectación. Esto ha sido así tras interesarme por un libro de Luciano Cánfora, La crisis de la utopía, en el que constata y desarrolla la rivalidad y el mutuo zaherimiento entre comediógrafos y filósofos, entre Aristófanes y Platón, que se revela de modo especialmente lacerante en Las Asambleístas, que es una respuesta al proyecto de construcción de una sociedad utópica de inspiración espartana presente en La República, de Platón. Canfora, al igual que en El mundo de Atenas, es minucioso siempre y sarcástico cuando encuentra la ocasión.

De paso, claro, he seguido con Los pájaros y Las ranas. Aristófanes, como verdadero demócrata, no ocultaba, ni mucho menos, lo que de criticable tenía la democracia de su tiempo. Más bien, se ensañaba.


                                                                                                                      
                             


No es nada fácil ser culto para destacar en el mundo de las letras: habría que leer mucho, no solo leerse a uno mismo y a los amiguis. No vale, tampoco, leer a un solo autor, mejor si no lo conoce casi nadie, hasta volverse casi un especialista con el objetivo de introducirlo en cualquier conversación, venga a cuento o no, para que aquella gire en torno a lo que uno sabe. No pasa nada por revelar nuestra ignorancia: con suerte, aprenderemos algo, aparte de humildad.

Creo que es importante no leer sólo literatura. Me resulta lastimosamente habitual aburrirme con ensayos de escritores cuyas referencias son solo literarias o, a lo sumo, anécdotas de la vida de otros escritores. Un círculo vicioso exasperante y tedioso, un muermo. 

Sigamos: no puedo dejar de recomendarles La norma literaria, de Juan Carlos Rodríguez. Un libro (que me ha parecido extraordinario) que, abominando de la concepción de la Literatura como un campo autónomo, si no independiente, no cesa de suministrar contexto social, políticos y filosófico, tanto a las sucesivas escuelas lingüísticas "desde Saussure a Chomsky" como a los fenómenos literarios como el teatro burgués, las vanguardias o la Generación del 27, entre otros. No sé si será "necesario" este libro para cualquier persona interesado en profundizar en la literatura (con atención especial a la española), pero está cerca de serlo. Librazo.

     

                                                                                                                           
Por otro lado, estoy comenzando (llevo tres capítulos) un libro sobre lo que nosotros, en nuestra época, llamamos "arte" griego de la época arcaica y clásica, del famoso historiador Robin Osborne, que se titula precisamente así: Archaic and Classical Greek Art. Un arte que, como ya sabrán, era inseparable de su función, ya fuera religiosa, funeraria, política o social. La contemplación, aunque no sea directa, sino por fotografía, de los objetos de aquellas sociedad son un complemento delicioso (al menos en mi caso, ese es el adjetivo que me ha venido a la cabeza) a toda la literatura histórica y política sobre aquella civilización. 


 


Asimismo, y preparando ya la transición hacia otras épocas, que no todo va a ser Atenas, tengo en mi poder ya, con solo algunas páginas leídas, tres libros cuyo comentario espero hacer en no lejana fecha, como son Sabios y necios. Una aproximación a la filosofía helenística, de Salvador Mas; Pensamiento romano, del mismo autor; y
 La razón de Roma, de Claudia Moatti.


            


                                                                                                                                                     
Ya me gustaría leer más, leer durante más tiempo, pero a veces, simplemente, no me apetece. Uno no querría ser Funes, pero sí que deja cierta amargura constatar, una y otra vez, que tras tanta lectura solo un residuo permanece, y de modo inconstante, en la memoria. "Ubaldo, el de ágiles ojos, pero corta memoria", podría satirizarse. Es lo que hay.                                                                                                     




domingo, 23 de mayo de 2021

'Alma reglamentaria', de Alexis HB

Por alguna razón algunos seres humanos creen que albergan la ilusión de escribir una novela, uno de tantos supuestos objetivos vitales que, a diferencia del coito y de la procreación, está lejos, pero muy lejos, de ser natural. Es decir, alguien nos ha enseñado que escribir una novela no sólo es guay sino que te convierte en otra cosa, no sé, en un artista, ese ser, ya se sabe, tocado por lo divino, fulgente y esplendoroso que te permite llevar guayabera aunque no seas García Márquez y vivas en Torrelodones.

Y así, ocurre lo que ocurre, que uno (o una) no escribe porque crea que tiene algo importante que decir a la comunidad de la que forma parte, ya sea local, nacional, mundial o cósmica, sino porque quiere ser. ¿Qué es el ser y cuáles son sus atributos?, nos preguntaríamos aristotélicamente. Ya he escrito de ello en otras ocasiones, así que no insistiré. Eso sí, tal ilusión distrae a muchas personas de hacer otras cosas que podrían serles más útiles, provechosas o simplemente divertidas. A ver: ¿Qué añade otra novela romántica, otra novela negra, otra novela de vampiros o zombis, otra novela histórica a la literatura? ¿Qué le aporta a su público? Por no hablar de que estoy harto de los/as escritores/as que quieran enseñarme su mundo interior, que por lo general es el mismo que el de la mayoría de la gente. No me interesa, para decirlo claro. Vilas, fuera, eres un ñoño. Cercas, exíliate interiormente: eres un pesado. No me apetece leer los sermones de escritores/as que, además, no suelen saber mucho de casi nada. Pérez-Reverte, no te levantes del sillón de orejas, enfádate con tu perros; Vargas Llosa, cada columna de opinión que escribes es una afrenta a algo o a alguien valioso. 

Escritoras y escritores noveles o no tanto, déjenlo ya. O si sienten una vocación auténtica (vayan Vds. a saber en qué consistirá eso) busquen al amigo o amiga inteligente que no le ríe la gracia. Al que sepa más que Vds, el que le señale cada error y cada tontería de su manuscrito. Después, vayan a un/a editor/a que sepa lo que se hace y no a un empresario/a que tiene una imprenta y mantiene una bonita relación con las consejerías/concejalías de Cultura de la miríada de administraciones públicas: esa persona amante de su oficio que no permitirá que una mediocridad se añada a las millones que se han publicado antes. Finalmente, si nada bueno ha ocurrido y su libro ha salido al mundo a pesar de todo, busquen a los/as críticos honrados/as. A aquellos/as que con mayor o menor conocimiento se permiten criticar con sinceridad, sin buscar su amistad ni la de la editora ni la del dueño del medio de comunicación. Lean sus críticas, sopesen los defectos que señalan. Enfádense, si quieren, injúrienlos/as, tal vez, pero reflexionen un rato: tal vez hayan acertado, ya sea por casualidad.

 Ni caso a los elogios, ni caso a esos escritores veteranos, tal vez algo famosos, y muy resabiados, con los que comparten de vez en cuando un almuerzo o una cena y por lo que se sienten honrados/as. Algunos parecen alimentarse de la admiración de los poco avisados.

Ni caso a los/las periodistas culturales que nunca dirán que su libro (sí, el de Vds.) es una porquería. No les interesan los artistas, lo que buscan es una red de contactos, tal vez una inversión simbólica a medio plazo.

Ni caso a los filólogos reconvertidos en apologetas con ganas de currículo. En el ámbito local, huyan como de la peste de los elogios de Victoriano Santana Sanjurjo, por ejemplo, y de especímenes similares. Sus ditirambos son el camino seguro a la inanidad literaria.




Todo esto viene a colación por la novela Alma reglamentaria, de Alexis Hernández Benítez, sufragada por crowdfunding. O sea, algo así como la autoedición pero sin que se la pague el propio autor/a, como ha sido costumbre hasta hace poco. Puede interpretarse el dichoso crowdfunding como un anticipo de futuros lectores que, sin haber leído la novela, otorgan confianza al autor. Más bien, creo, han pasado por caja amigos/as, deudos y allegados/as en diversas líneas de consanguinidad y afinidad, ya por solidaridad, ya por algún tipo de deuda moral.

No querría explayarme en una novela de un autor primerizo, pero las cien páginas que he leído están marcadas por un estilo deplorable, en el que la verborrea se hace pasar por vocabulario, y un abotargamiento de símiles y metáforas por creatividad o ingenio. Mucho adjetivo, mucha minuciosidad irritante, mucho tópico. Los diálogos son increíbles y resultan impostados y el protagonista narrador es uno por el que no se puede sentir sino repulsión. Además, cómo no, alguna reflexión sociológica falta de lecturas y sobrada de prejuicios. Nada que no hayamos visto antes en autores con muchas ganas de escribir y gritar a los cuatro vientos: "¡Mamá, soy escritor!" Eso sí, la portada mola.

Puede ser que haya crítica social, pero no la he visto en estas páginas. Puede que haya un develamiento de la profunda corrupción moral de las élites, para empezar, y del resto de la sociedad, pero no la he detectado. Puede que haya una radiografía nítida de nuestras miserias, pero no he leído nada que no haya visto en cualquier serie de TV. Puede que la novela posea una arquitectura de episodios y escenas magnífica, pero no he tenido paciencia de pasar de la página número cien. Es lo que ocurre en estos tiempos veleidosos, más aún cuando uno ya ronda la cincuentena y percibe que cada vez queda menos tiempo para desperdiciar.

Lo que voy a hacer, para que no me acusen de ensañamiento es ofrecer algunos extractos y ya deciden Vds:

 

El uso de dicha información se antojó un precio ridículo cuando la Jane callejera se dejó caer a mis brazos desde el árbol. Entonces nos presentamos en silencio; primero, las miradas, después, las mejillas. La posé en el suelo a desgana, me dio las gracias, nos reímos un poco de lo sucedido y se despidió al trote inquieto y lleno de vida que debía caracterizarla desde niña. "¿Y eso es todo?", le grité a su atractiva silueta de espalda. Se viró y contestó: "¿Qué más quieres, espantapolis? ¿Sientes que te debo algo?". "No se trata de mí. Se trata de nosotros y de la deuda que tenemos con esta noche. Acabamos de contraerla y si no la pagamos antes de que amanezca, puede que ya nunca podamos saldarla". Ella entornó sus enormes ojos, contuvo la sonrisa, y dijo: "Lo siento. Has malentendido las cosas". "Lo mejor que se puede hacer con las cosas es malentenderlas", repliqué. "Es la única forma de vivir de verdad. La única forma de salirse por la tangente, de romper con lo que se espera Es la única forma de disfrutar y divertirse. Las cosas bien entendidas son una mierda". 

Tras liberar la sonrisa de agrado, se encaminó hacia mí. Por millonésima vez, habían sido las palabras justas para la persona adecuada. (Pág. 18)


 Parecía un fumadero de opio y no debía oler muy distinto. En el ambiente había una mezcla provocativa de especias y nervio rancio, como el tufo que desprendería un mercado marroquí si ardiera entre las llamas de cócteles molotov fabricado con telas recortadas de sobaco de chilabas bereber y botellas usadas para hidratar los camellos mimados de algún jeque. La luz, casi ocre, era opresiva, y el mobiliario, en especial las cabinas, parecía hecho por algún niño que creyese jugar a indios y vaqueros y se hubiese construido un fuerte usando palés y tachas oxidadas. Un fuerte que hubiese resultado más inexpugnable si lo hubiese levantado con piezas de Lego y plastilina. (Pág. 33)


Entré a un persa y pedí algo barato para comer. Fuese lo que fuese aquello, lo empecé y lo terminé de pie en la acera opuesta al locutorio. Observaba la calle mientras me limpiaba salsas desconocidas de las comisuras de los labios. 

Se trataba de una calle activa y multirracial, característica de una zona portuaria y de una capital incapaz de albergar físicamente un barrio delimitado para cada etnia. Una mora vestida de rosa chillón dialogaba con una mujer ghanesa de traje amarillo que sostenía en equilibrio sobre la cabeza un bulto del tamaño de mi sofá. Dos vietnamitas varones, jóvenes e imberbes, se ofrecían bajo el sol de sobremesa, quizás por la falta de oportunidades o quizás por el sentimiento de culpabilidad que provocaba el exceso de ellas, siempre en comparación con las que había en Saigón donde sus madres y sus abuelas empezaron por necesidad la tradición familiar. Un verdulero griego chapurreaba a gritos el castellano para compensar la atención acaparada por el frutero andaluz y su verborrea simpática y más traducible (solo un poco más). Un indio lakota daba órdenes a unos yanquis que descargaban en su tienda un camión lleno de radiocasetes y otras antiguallas. Un cartero canario metía las cartas por debajo de la puerta de un edificio, sabedor de que era una molestia inútil tratar de acertar con la correspondencia de un bloque de vecinos sudamericanos en constante desahucio. Una pandilla de judíos adolescentes parapetada en un portal se mofaba de un crío árabe que corría delante de un pastor alemán sin la correa. La calle sufría el estrés de la auténtica globalización, la que germina de forma espontánea y sin opción el crisol de los suburbios, disolutos refractarios en un disolvente ácido; no la que nos quieren vender al mostrarnos un yuppie sueco cenando sonriente junto a una negra de facciones suaves y sajonas y traje de confección milanesa, arrodillados en un japonés de doscientos euros el palillo. (Págs. 47-48)


-Oye, hablando de perder el tiempo -dijo la mujer cuando la conversación ya era un fósil-. ¿Qué tal el otro día con Vane? ¿Cumpliste? 

-Por supuesto -contestó con esa desgana suya-. Tranquila, no sufrió. Todo acabó muy rápido. 

-¿Ah, sí? ¿Eres un eyaculador precoz de esos? 

-De los más precoces. Que yo sepa, me corro desde los seis años. 

La mujer soltó una carcajada que sonó como un remolque. Él se quedó tan ancho. Dejó la última mordida del dulce sobre la mesa y se limpió en la manga. Se marchó con el detalle alienígena de decirle que le llamase por si necesitaba algo. 

La mujer mantuvo la sonrisa. Tenía la boca de un rape escorbútico. 

-Qué hijo de puta -acabó por decir-. No es mal tío, ¿sabe? Parece aburrido pero es un cachondo de la hostia. Hace años hasta tenía su no sé qué. 

Puso la vista en el televisor y la atención en algún lugar muy lejano. Me pregunté si alguna vez había habido algo entre los dos y me convencí en el acto de que era imposible. Juntos en un colchón encontraría la misma química que una llanta de tractor y un yorkshire. 

Nos presentamos en condiciones, estrechamiento varonil de manos incluido. Se llamaba Linda. A todas luces, sus padres se precipitaron al ponerle el nombre y llevaban treinta años gastándonos una broma de mal gusto. (Págs. 49-50)


 Sobre la calle había caído la noche adulta como una bolsa de basura negra y arrugada. Viejos neones a media vela, varias prostitutas en la preferente sesión nocturna, olores a cenas baratas de sartén mezclándose al salir de las ventanas, gritos de matrimonios deshaciéndose a los pies de una cama o empezando a hacerse sobre ella, ofertas drogadictas de camellos que nunca hacían sus deberes de sexto de primaria, gente de mala vida susurrando trapicheos o trapicheando susurros. (Pág. 56)

 

Me sirvió otra birra sin que la pidiese y se fue a atender a la extranjera desconocida. Mi atención la siguió como un perrito faldero. Sentía una curiosidad insana por aquella clienta. 

Su cabello rubio pilsen caía momio hasta los hombros, una suavidad algo revuelta y descuidada que mantenía delante del rostro sin que pareciese molestarla. En el perfil facial que dejaba a la vista no había marca de expresión alguna, lo que se consigue siendo desde pequeña más dura que las piedras del camino o cicatrizándolas de adulta durante una huelga de sentimientos prolongada, protesta ante una vida trágica o trágicamente vacía. Su piel tenía las tonalidades albaricoque de la gente blanca que trabaja al sol, seguramente un sol de altura. Por el contrario, las pecas pálidas que tenía espolvoreadas alrededor de las ojeras eran genéticas. La mano que sujetaba su absenta seguía hablando de trabajo al sol, dureza y piedras. La otra estaba semioculta con una venda blanca y decía tanto o más por lo que callaba. Llevaba unas gafas de pasta transparente y sombras vainilla, con cristales grandes y circulares, un modelo sobre el que la moda había defecado hacía lustros (Pag. 60) 


En fin, para qué más, si yo ya no puedo.



P.D. En una adenda, Alexis HB agradece mucho y a todo dios, y escribe, entre otras cosas: "Gracias por la valentía de apostar por la creatividad, por la literatura sin especulaciones".

 



jueves, 13 de mayo de 2021

'Cuentos de otoño', de Agustín Díaz Pacheco

A mí, esto de las votaciones populares para la mejor novela (negra, policiaca, histórica y qué sé yo más), me recuerda aquellos momentos de euforia democrática en los partidos políticos hace no tanto tiempo (sin embargo, parece que fue hace un siglo: la política en España ha envejecido tan mal...) cuando se suponía que la democracia se sobrepujaba, y más fuerte que nunca, si el militante, simpatizante o mero ciudadano/a que pasaba por ahí votaba por uno de los 40 programas que se presentaban y por cada uno de los integrantes del comité, consejo o lista electoral de otros tropecientos miembros. Al final, qué remedio, uno/a votaba primero al más conocido o conocida (es decir, al que salía más por la tele) y, en consecuencia, al programa que apoyaba. Después, seguía votando un poco al tuntún y que fuera lo que Dios quisiera. Eso, si no se estaba dentro de las redes militantes. Si uno era el candidato, movilizaba a amigos, familiares, simpatizantes y fans por lo civil o por lo social. Es decir, el resultado estaba asegurado, ya por razones de economía y esfuerzo, ya por sobreabundancia y saturación. En resumen: siempre ganaba Pablo Iglesias y su equipo (por no hablar de los esperpentos escenificados en los otros grandes partidos).

Con las novelas, es algo parecido, y discúlpenme el paralelismo. Si, digamos, 15 novelas optan a tal premio que se decide por voto popular, ¿cabe en alguna cabeza que todos los votantes hayan leído las 15 novelas? No, claro. Así que si uno es un lector-fan, votará a quien conozca personalmente, a quien conozca, aunque no sea personalmente, a aquel que le caiga bien o, en el mejor de los casos, al autor o autora cuya novela sí ha leído. A veces confundimos democratización con el número de votos, y nos olvidamos del debate, de los argumentos o del uso de la razón. Y así nos va, con Ana Rosa como lideresa de opinión. 

Este fenómeno de concurso literario por voto popular, también lo he visto en otras áreas como en cortos cinematográficos, pintura, etc. Al final, la impresión que uno obtiene de todo esto es que los organizadores o cuentan con escasos recursos para promocionarlo o son unos vagos, y apelan a la red amical, familiar o de fans de los/as escritores/as (o artistas, en general) para hacerse publicidad gratis. Entonces, ganará quien haya sido capaz de dar más el coñazo, lo cual parece que no tiene mucho que ver con criterios artísticos, literarios, etc.

Sirva como contraejemplo la Atenas clásica, donde cada tribu de las diez que componían la polis elegía por sorteo a un miembro del jurado que se encargaría de ver todas las tragedias (o comedias, en otra festividad). Así, este panel de diez miembros, ciudadanos normales (no era preciso que demostraran ningún conocimiento específico), elegirían la obra ganadora. Esto, parece evidente, dificultaba de manera considerable la movilización de afectos o de favores que pudiera influir en la decisión final. Ya Aristóteles escribió: 


Pues los muchos, cada uno de los cuales es en sí un hombre mediocre, pueden sin embargo, al reunirse, ser mejores que aquéllos; no individualmente, sino en conjunto; igual que, por ejemplo, los banquetes colectivos son mejores que los costeados a expensas de uno solo; pues, al ser muchos, cada uno aporta una parte de virtud y de prudencia y, al juntarse, la masa se convierte en un solo hombre de muchos pies, de muchas manos y con muchos sentidos; y lo mismo ocurre con los caracteres y la inteligencia. Ésa es la razón por la que la masa juzga mejor las obras musicales y las de los poetas; pues unos aprecian una parte, otros otra, y el conjunto, todos. 
(Aristóteles, Política)

 

Es en este sentido como debería interpretarse la democratización del arte, por mucho que le pese a Ortega y Gasset y a aquellos poetas laureados que aún a estas alturas imaginan una masa embrutecida desdeñosa de los placeres espirituales que solo algunos son capaces de apreciar. Menos mal que contamos con ellos como vanguardia del gusto.




Este volumen de cuentos, Cuentos de otoño, de Agustín Díaz Pacheco, lo valoro de manera desigual. Los dos primeros cuentos, Relieves del silencio y Retorno de las preguntas, y el cuarto, Cruel intemperie son, a mi entender, los mejores. Curiosamente, también los más largos.

 Por ejemplo, el primero, Relieves del silencio, está atravesado por una atmósfera singular, creada por esa densidad verbal que parece ser señal distintiva de Díaz Pacheco. Además, aprecio la destreza con la que entremezcla diversos planos temporales. La narración se corona con la figura del doppelgänger, que sorprende e inquieta simultáneamente. Advierto que no es de lectura fácil, como ninguno de los demás relatos, porque Díaz Pacheco gusta de la profusa encadenación de adjetivos, además de la inserción del diálogo y del pensamiento sin separación dentro del mismo párrafo. Es por ello por lo que no es posible, utilizando la terminología de Constantino Bértolo, hacer de ella una "lectura inocente" (1).  Al contrario: una lectura exigente, sin duda, lo que me parece muy bien.


Era el término, se imponía la altivez y el desdén, temores a los que deseaban poner en huida mediante cánticos y promesas, Nos disuaden con el presente, y Pedro, otra vez de nuevo lacrados los labios, recordaba. Hombres y mujeres se arremolinaban  y en ocasiones no dudaban en adoptar genuflexas posturas. Cerraban los ojos y movían los labios, mientras los dedos de las manos se juntaban unos con otros, ¿Para qué tanto esfuerzo, si imaginamos cómo será la condena?, y apostado en su silencio depositaba la mirada en el suelo. El transcurso del tiempo reclamaría ávidamente carne y los gusanos repetirían su interminable apetito. Diminutas fauces sin piedad. Quedaría, en todo caso, mover los labios, la ceremonia de la ofrenda, el gesto de colocar escogidas flores, y otra vez las musitaciones entre el enorme silencio de las Ciudades Dormidas. (Pág. 34)

 

El segundo, Retorno de las preguntas, incide en ese sumergirse del protagonista en sí mismo. Aunque parezca que viaja físicamente, en realidad el personaje realiza un periplo interior. Pacheco logra, con su exuberante despliegue verbal, teñir el cuento (casi paradójicamente) de un ambiente crepuscular en el que una conclusión definitiva se nos sugiere inminente, que se cierne sobre aquél como una tormenta a punto de reventar. Esa conclusión, sin embargo, se deja siempre fuera de los textos, lista para madurar en la mente del público lector. No es este autor, tampoco, amigo de la frase corta y del balón al pie.

Meditó en la infancia y se recreó en los sueños acunados por la ilusión, horizonte quedado atrás pero que regresa con el vaivén del recuerdo, siempre prendido de la memoria y que lo mismo sonríe que gruñe sin contemplaciones. Pero él estaba próximo a la satisfacción. Trataba de alcanzar determinada serenidad, por el hecho de volver a viajar. Dormir serenamente en su coy, y casi siempre recordando a su noble perra, vilmente asesinada por dos mal nacidos, levantarse y prestar denuedo en plegar y desplegar velas, hacer guardias de prima, de media y del alba, otear como un vigía bien situado en las cofas y también intuir soplos terrales, atreverse en caminar igual que un equilibrista sobre el palo de bauprés, participar en los zafarranchos de baldeo, tensar la musculatura para ayudar, junto a los demás marineros, a que el navío pudiera capear temporales, eludir el acecho de amenazantes icebergs, escondidos  en espesas nieblas, recibir vientos pamperos, orzar a babor o estribor para no ser atrapados por los sargazos, y después observar el horizonte cuando tras la borrasca se abonaba el tiempo que invitaba a degustar limones y limas para precaverse del escorbuto, sin olvido en elevar la mirada, contemplar el sol y preguntarse acerca de su dorada inmovilidad. (Pág. 61)


El tercero, Retorno de las preguntas, profundiza en la peculiar misantropía de los personajes de estos relatos, suscitada por una sociedad de allegados y familiares en los que se encarna el materialismo codicioso pequeñoburgués. A pesar de ello, el protagonista es constante en la devoción a su madre, Alba, a la que visita sin importarle el quebranto físico y la estrechez en sus recursos. En este, como en los dos relatos anteriores, no importa tanto la trama como el enfoque, ese estilo indirecto libre, que tanto nos describe desde fuera la escena como se funde con los pensamientos y sensaciones del personaje.


Coraje trocado en fiereza. Es más, se ha cerciorado de que algunos se han esforzado inútilmente para lograrlo. Pero desde niño estaba habituado a la soledad, a la cual ahora tenía que hacerle frente decididamente, con el máximo coraje, porque la soledad que han impuesto no es más que hostilidad. Lo habían educado para resistir, algo bien diferente es que él no deseara despojarse de una siempre necesaria sensibilidad. La estima del todo imprescindible, porque no podía como tampoco deseaba tomar tan equívoca decisión, volverse una bestia parda, un bruto, ya que siempre se puede conciliar la sensibilidad y la firmeza. Se consideraba un resistente, de ahí su consciente rebeldía. Al crecer había escogido dos lemas; el primero, endurecerse pero sin olvidar jamás la flexibilidad, como un bambú o un junco, y el segundo, una sentencia derivada del latín: Aunque los demás lo consientan, yo no. (Pág. 86)

 

Como contraste digno de lamento, hay que señalar que en los demás relatos, Díaz Pacheco no está a la misma altura, al agudizarse aquellos defectos que ya latían en los anteriores (pero que no llegaban al punto de distorsionar su valía), como una adjetivación a veces demasiado obvia, cayendo en el lugar común, alguna redundancia como "convivir juntos", o también con un empeño, digamos anglófilo, en situar un adverbio antes de un adjetivo antes de un nombre que, salvo en fórmulas protocolarias, se utiliza poco en nuestro idioma y resulta, que es lo que importa, artificial y pesado; o en algún cambio brusco del estilo, nítidamente marcado en el relato El burócrata perverso, donde tras un magnífico comienzo, el autor acaba desviándose hacia una soflama antifranquista amparada por un excurso histórico sin valor literario, en mi opinión.

EN TODO CASO, si nos atenemos a aquellos tres relatos, Agustín Díaz Pacheco, que no es en absoluto un desconocido en las letras isleñas aunque no se prodigue en los saraos mediáticos ni en el autobombo mendicante, se yergue como un autor extraordinario, gracias a su voluntad de estilo y a su reconcentrado esfuerzo (y éxito) en penetrar en el mundo interior de sus personajes, mónadas aisladas en un mundo hostil, refinado trasunto del nuestro.





(1) BÉRTOLO, Constantino. La cena de los notables. Cáceres: Periférica, 2008 (2021).