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martes, 16 de mayo de 2023

Sic transit gloria mundi

Aprovecho esta deliciosa temporada (probablemente, próxima a su fin) en la que he conseguido evitar lecturas soporíferas (este año sólo he padecido Leche condensada, de Aida González) o ensayos banales sobre literatura (a la manera de Elisa R. Court, para que se hagan una idea), y, en cambio, he tenido la fortuna de decidirme por obras muy gratificantes, para compartir con Vds. algunas reflexiones o, si este término les parece demasiado presuntuoso, pensamientos variados que me han ido surgiendo respecto de nuestro mundillo cultural, que, como saben, es pequeño, peludo, esponjoso y un tanto aciago.




Por un lado, me resulta difícil reconciliarme con la idea de que la antigua viceconsejera de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Dulce Xerach, se haya convertido en nuestro André Malraux porque no sólo escribe novelas policiacas, sino que, además, forma parte de jurados de premios de literatura. Ignoro si la última circunstancia se debe a los méritos contraídos por su paso por la política o por su actividad escritoril. Como saben, además escribe artículos relacionados con la arquitectura (su especialidad académica) en el suplemento cultural (o lo que sea, porque ya hace tiempo que no se sabe qué propósito tiene este cuadernillo) de Prensa Ibérica. El mundo es la escritura de Dios, según se entendía antes, y hay que saber leerla para conocerlo.


                                                     A. Malraux


Por otro, el Sr. Arroyo Silva, poeta laureado, pero que tiende a farfullar en prosa, bloquea en sus redes sociales a los críticos. No tiene nada de particular esta prudente decisión en cuanto que otros/as, algo más ilustres, ya la habían tomado antes, pero choca un poco cuando le hemos leído en varias ocasiones manifestar su respeto por la crítica ("je je je"). Como suele ser habitual, la única opinión respetable que admiten escritores como él es la elogiosa, que no necesita fundamentación. Intuyo que el mundillo poético en Canarias es aún más cenagoso y falto de oxígeno que el de la narrativa, que ya es decir.

Asimismo, considero un error el permitir que los artículos periodísticos publicados durante años se transmuten en un libro, salvo que quien los escribió hubiese mostrado una prosa deslumbrante y desplegado ideas originales y potentes. Si no es el caso, parece, a primera vista, un ejercicio de vanidad que, como mucho, solo suscita piedad (además de la esperable indiferencia). Adelanto, en calidad de representante plenipotenciario, que el Polillas al anochecer jamás lo pretenderá ni lo aceptará, y que la sola idea le provoca dolor de estómago, así que estén tranquilos/as. Tenemos varios ejemplos recientes, como Antonio Morales, muy consciente de haber escrito una obra importante; o, hace unos meses, Víctor Álamo de la Rosa, también convencido de estar legando un tesoro a la posteridad. Recuerdo, a la sazón, aquel director de periódico, cuyo nombre no recuerdo a causa de su irrelevancia, que pretendía deslumbrarnos con sus análisis geopolíticos y lo que surgiera, etc. Esta prosa de artículo periódico hay que dejarla arder una vez leída, ya digo, salvo excepciones. 

Por si les interesa, en el hueco inolvidable e imborrable (un hito) que dejó el programa homónimo del Polillas en Radio Guiniguada ya hay desde hace unas semanas (sic transit gloria mundi) otro programa cultural. No sé si es bueno, malo o todo lo contrario, como la cerveza 0,0, pero dejo nota aquí para que lo oigan y opinen. Después de pensarlo (a ratos, de manera espasmódica), he postergado cualquier proyecto podcast o radiofónico para la temporada 23-24. Veremos cuáles son entonces los compromisos que me he impuesto y mi grado de motivación. En todo caso, pensemos juntos qué tipo de programa podríamos inventarnos. Echo de menos, sí, los intercambios de ideas en vivo: no era frecuente que estuviéramos de acuerdo en todo, ni mucho menos.

Ha sido llamativo leer estos días en la prensa local el cierre de un par de fundaciones culturales por los impagos del Ayuntamiento de Las Palmas G.C., ya que estamos en vísperas de elecciones y esto puede considerarse una negligencia político-administrativa por su supuesta resonancia pública. Puede ser, también, que, en realidad, el cierre (temporal) de la sede de la fundación de Chirino y la de Francis Naranjo (de forma permanente) no le importe a casi nadie y el Ayuntamiento sea consciente de ello. Esto nos recuerda el riesgo que supone que la financiación de cualquier iniciativa (cultural o de otro tipo) esté en manos de agentes externos, sea una administración pública o un mecenas privado, y de la impostura que suele acompañar a la cultura con mayúsculas. En todo caso, acerca de la Fundación Chirino, no recuerdo que nadie la deseara, salvo el propio Chirino, el alcalde de entonces, Juan José Cardona y los demás contactos o cómplices en la política municipal que, a pesar de las críticas iniciales, han seguido esa senda plagada de espejismos de pagar por ponernos, supuestamente, en el mapa mundial de algo. Tampoco es descaminado pensar que, si desapareciera, nadie la echaría de menos.

Por esas cosas de las redes sociales, y sea debido a su algoritmo o por predestinación, caí en el muro de un escritor que en medio de un comentario decía algo así: "Me tomo un café mientras escucho la Primera de Mahler", y me recordó que suelo imaginar conversaciones con personas muy serias en las que suelto inopinadamente: "Estaba yo leyendo el Canto IX de la Ilíada cuando...". Lo que causa honda impresión, por supuesto.

Las tertulias: depende de si hay cortesía en el uso de la palabra, de que nadie se erija en sumo sacerdote o sacerdotisa y de que se considere de mal gusto proferir falacias ad hominen. Los demás non sequitur pueden deberse a ignorancia o a fallos en el razonamiento, lo que no implica mala fe. En mi opinión, una periodicidad bisemanal sería la apropiada, para dar tiempo a leer, pensar y preparar los asuntos. Si no es así, es muy posible que se caiga en el debate de barra de bar con palillo en la boca. Deberían estar organizadas de tal modo que, aunque fueran privadas, pudieran transmitirse de modo inteligible a un público imaginario. Entiendo, al respecto, que las divisiones tajantes entre literatura/arte y política que se quieran blandir son siempre incorrectas.




A la manera de Nick Hornby, pero sin su gracia, y para rematar este artículo misceláneo, les anuncio que ya obran en mi poder La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores; Salidas de caverna, de Hans Blumenberg; Rompiendo algo, de Belén Gopegui y La casa de mi padre, de Pablo Acosta. Como paradójico anticlímax, me he visto compelido irresistiblemente a leer, justo cuando he vuelto a casa con los libros anteriores, una novela de Richard Powers, The echo maker, que llevaba años aguardando su turno en uno de los anaqueles.

miércoles, 19 de abril de 2023

'Centuria', de Giorgio Manganelli

La semana pasada, Javier Hernández Fernández, crítico literario especializado en poesía, y poeta él mismo, tuvo a bien desmenuzar una reseña lamentable de una "lectora voraz y apasionada", según las propias palabras de la articulista, en el cuadernillo cultural El perseguidor, del periódico local El Diario de Avisos, de hace dos años justos. La reseñadora, cuyo nombre omito por no ser una persona que se prodigue en estas tareas encomiásticas, perpetró una reseña basándose, al parecer, en la contraportada del libro y en unas cartas privadas del autor del poemario, Antonio Arroyo Silva, con el conocido crítico literario Jorge Rodríguez Padrón. Como colofón, admitía que carecía "de la formación necesaria para el ejercicio de la crítica literaria" pero que compartía la opinión de Rodríguez Padrón de que el poemario de marras era un libro de "verdadera madurez poética".

Como ya escribí entonces, la culpa de que en su momento se publicara este desatino no es atribuible al poeta, que como mucho podría ser sospechoso de cómplice o de colaborador necesario, sino de quien estuviera al mando (salvo que estuviera organizado sin jerarquías, digamos democráticamente, que no creo que fuera el caso) del suplemento, que ha permitido que se publicara. Entiendo que, como me ha señalado con cierto desaliento un amigo, sacar semana tras semana este cuadernillo cultural (o el de Prensa Ibérica, o cualquier otro) no es nada fácil, sobre todo en estos tiempos en los que no se paga a (casi) ningún colaborador o colaboradora. Tienen que sobrevivir, como consecuencia, y esto lo digo yo, a base de retales: aportaciones interesadas, viejas glorias jubiladas o amateurs entusiastas con ganas de ver su nombre en algún sitio aparte del recibo de la luz.

Creo, además, aunque parezca contraintuitivo, que estas reseñas ditirámbicas, estos comentarios más que cordiales, no le hacen ningún favor al escritor o escritora cuya obra ha sido objeto del artículo, porque si disfrutaban de algún prestigio, ahora entrarían en el terreno de las suspicacia; y si carecían de él, este tipo de reseñas no los encumbrarán a ningún Parnaso. Quiero pensar que el público lector, a base de continuos desengaños y de un historial de falsas promesas de obras maestras, antes y despueses, hitos literarios y otras denominaciones por el estilo, comienza a discernir el valor de las reseñas o, al menos, a intuir su honradez. Harían bien los/as encargados de estos suplementos culturales en hacerse responsables de lo que permiten que se publique. Llámenlo tamiz, llámenlo filtro, llámenlo sentido del gusto o, al menos, del ridículo.

No obstante, la práctica habitual, como bien saben, sigue siendo el elogio desmesurado y el halago empalagoso en los medios de comunicación: la desfachatez normalizada. Deberíamos preguntarnos, deberíamos comprobar, si el panorama mediático cultural perdería con la desaparición de estas secciones culturales. Si a los editores les ha importado un bledo prescindir de los/as colaboradores valiosos y pagados, y se han quedado con la morralla (con las debidas excepciones) gratis, por qué deberíamos creer que nos están haciendo un favor con dichos cuadernillos. 

Es posible, me ha dado por pensar, que nos estemos aferrando a soportes obsoletos y a contenidos que se presumen culturales, pero que tal vez no sean sino un remedo, una pantomima, un simulacro kitsch de lo que podría representar verdadero contenido cultural: "Lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer", frase gramsciana tan sobada en otro contexto, tal vez sea de aplicación aquí. Podría modificarse un poco: "Mientras lo viejo no muera, lo nuevo no puede nacer". Al menos, el nacimiento de una revista (o cualquier otra estructura) a salvo de "amantes apasionados/as de la cultura" y de los mismos autores o autoras, quienes no dudan en calificar sin rubor de malos a los reseñadores que los critican negativamente y de buenos a quienes los alaban. Como podrán suponer, Canarias está llena de magníficos reseñadores/as.

Otro tanto podría decirse, quizá incluso en grado superlativo, de muchos de los programas de pretendido enfoque cultural que asuelan la televisión pública canaria, empeñadas las productoras proveedoras en ofrecer programas que sean "escaparates" o "divulgadores" sin el menor matiz crítico o, al menos, analítico: el talento local, es sabido, florece por doquier: Canarias es un vergel artístico. Por tanto, la satisfacción del público va de suyo (por ser lo único que se espera de él); y la adulación se exhibe con desparpajo, si no con impudicia: un mundo feliz, tal vez, pero que a mí me parece mero "estruendo consuetudinario". 

Para pegarse un tiro.




Para rebajar los niveles de cortisol, repito con Giorgio Manganelli, y como respuesta a una recomendación de dos fuentes distintas, he escogido Centuria.

A estas alturas, deberían saber que soy enemigo a muerte de los libros de aforismos, solución tan a mano para autores/as que han sentido la llamada, pero no saben para qué, y más o menos lo mismo de ese género llamado microrrelatos, atractor de lo peor que puede dar la literatura, salvo, tal vez, los libros que narran triángulos amorosos de empleados de banca o los relatos distópicos de zombis contra vampiros o Alien vs. Predator, trasunto de aquellos partidos de solteros contra casados. Sin embargo, en este libro, Manganelli ofrece cien relatos muy cortos, cada uno de página y media, casi dos en algunos casos, y no solo los he soportado sino que me han complacido, y de manera creciente, lo que me lleva a reflexionar sobre la firmeza de mis convicciones y la solidez de mis gustos.

Es curioso observar que hay una gran diferencia en el lenguaje de Manganelli de este Centuria respecto de La ciénaga definitiva, novela publicada póstumamente. Aquí el vocabulario es mucho menos vestido con los ropajes de lo arcaico, además de que las frases y los párrafos son más cortos. El ritmo de lectura es, pues, más rápido y, como digo, la consumación de cada capítulo o "breve novela-río" no se demora más allá de las dos páginas y poco. Es decir, en general, se entienda el sentido mejor o peor, resulta más accesible para el público lector medio. 

Por otro lado, Manganelli no duda en adjetivar, constante, metódicamente. Ya saben que periódicamente parece que es síntoma de literariedad, de exquisitez, la prosa pelada, el ofuscamiento en narrar por encima de todo, la atención exclusiva a la trama, el rechazo a la denominada "prosa sonajero". En Centuria, el escritor cuenta, y también adjetiva, y adverbia. Claro que con esa adjetivación inesperada, que guarniciona, adoba y especia a los sustantivos. A veces, de esa forma paradójica que lleva a expansiones de la propia cognición, a la extensión del contenido semántico del sustantivo. Que para eso están los adjetivos, claro, no para decir lo que ya se sabe o ya se ha escrito antes. Lo mismo puede decirse con los adverbios con respecto a los adjetivos, aquellos dejan de ser simples ancilares y metamorfosean a estos. No obstante, no es una prosa campanuda o pretenciosa. Hay un control sobresaliente de las posibilidades del lenguaje (y aquí, claro, traemos a colación al autor de la versión en castellano, Joaquín Jordá).


Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Alguna de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empuja a utilizar el teléfono. (Pág. 17)


El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y le alegraría un "no" dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un "sí" inmediato. (Pág. 33)


Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. (Pág. 51)


Puestos a ser sinceros, este hombre no está haciendo absolutamente nada. Está ocioso. Yace tendido en la cama, se despereza, cambia de posición. Pasea por la casa. Se prepara un café. No, no se prepara un café. No, no pasea por la casa. Piensa en las cosas maravillosas que podría hacer, y siente un ligero malestar, que, sin embargo, resultaría exagerado llamar remordimiento. Simplemente, no hacer es un tipo de hacer al que no está en absoluto acostumbrado. De ser un militar, piensa, uno de esos militares que sólo se sienten hombres cuando retumba el cañón y hay una razonable probabilidad de morir o quedar mutilado, y en cualquier caso de metamorfosearse en monumento, debiera decir que no sólo me comporto como si el cañón retumbara, sino casi como si se hubiera declarado la paz universal, consuntamente con la destrucción de los monumentos. (Pág. 67)

 

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que  ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás (...) (Pág. 145)


Son asimismo relatos sin moraleja evidente o evidentemente oculta: una manía de taller literario que también parece adherida a la obra de muchos/as poetas de gran prestigio. Las cosas son como son, o mejor, como digo que son, pienso que ha pensado el autor italiano al escribirlo. Hay mucho de paradoja, de inadecuación, de sorpresa, de acontecimiento insólito, si no absurdo, pero no a la manera rutinaria de un, digamos, Juan José Millás, escritor dominical, sino, a mi parecer, con la convicción de quien domina el lenguaje y se complace en sus juegos, así como los del pensamiento, con tendencia a llevar al extremo ciertas lógicas que, por lo mismo, se vuelven irracionales o fatídicas.

Eso no obsta para que no podamos considerar que existen relaciones de intertextualidad o alusiones en la mente del autor y que otros lectores más versados que yo podrán reconocer o explicar. En todo caso, ni siquiera hace falta develar el simbolismo para gozar de la expresión literaria que aquí se muestra. No lean atropelladamente estos relatos, merecen su atención. Tampoco lean más de tres o cuatro de corrido: cinco debería ser el límite.

Quizá apurando demasiado las impresiones de la lectura de Centuria, percibo una melancolía de ser, o una melancolía de lo que no es o no se ha sido: un anhelo de traspasar ciertas fronteras interiores que podrían explicarse, tal vez, como una transgresión, o, como el contrabando de unas nociones a regiones que no les son, en principio, propias, y cuyo comprador final, el lector o lectora, recibe con alborozo teñido con cautela. Es, pues, una exploración insólita de los mundos humanos posibles, al menos los concebibles por la imaginación.

En fin, con La ciénaga definitiva y, ahora, con Centuria, temo que prenda en mí ese espíritu fetichista, típico de lectores minuciosos y reconcentrados, totalizadores con respecto a la obra de un autor determinado, en este caso Giorgio Manganelli. Menos mal que me queda esa tendencia a la dispersión, no solo lectora, que impregna hasta los actos más banales de mi vida cotidiana, pero que no es, al fin y al cabo, más que un gesto -o aspaviento- ácrata. Pero no estamos aquí para hablar de mí.



martes, 10 de agosto de 2021

Mierda de perro y crítica de calidad

El otro día, leí un comentario en Facebook en el que un individuo, poeta por más señas, calificaba un libro de cuentos de "mierda de perro", que no mierda de artista. Además, se llevaba las manos a la cabeza (figuradamente) por el exceso de elogios que ese volumen había suscitado en el mundillo literario y en los medios. Escribía, también: "La gente cree que la calidad de un texto literario es algo totalmente subjetivo y emocional, y no es así". El Facebook en modo abierto tiene estas cosas. En todo caso, me alegra que esa persona, activa integrante de la moderna república de las letras, esté de acuerdo conmigo al menos en eso.

En numerosas ocasiones, me han criticado por la acidez de mis comentarios respecto de las obras que aquí analizo. Entiendo que muchos de los/las autores/as se hayan sentido ofendidos en lo más íntimo, como asimismo (lo que es de lo más simpático) muchos de sus amigos y fans. Es curioso también comprobar cómo muchas de las críticas son ad hominem o caigan en lo mismo que se me reprocha, viniendo a decir: "Qué sabe este, que el que sí sabe de esto soy yo". Al crítico se le niegan credenciales que, sin embargo,  estos críticos del crítico se atribuyen a sí mismos con bastante desparpajo. 

En fin, esta persona, experta al parecer en malditismo poético, bien aconsejada o tras un insólito ejercicio de introspección, acabó borrando la entrada. Tal vez, por arrepentimiento (que si no de la opinión, sí de la expresión); tal vez, por la misma razón por la que no nombraba el título del libro de relatos ni a su autor ("porque me podría perjudicar"). Esto nos lleva, por otro lado, a la extrema dificultad, ya expuesta y razonada aquí en decenas de ocasiones, de que un/a escritor/a ejerza la crítica de manera honrada: demasiados intereses, demasiadas conexiones. 

Es por ello por lo que reconozco sin ambages que me encuentro en una posición privilegiada: no necesito favores, menciones ni elogios, no necesito que me inviten a conferencias, charlas, estudios, jornadas, congresos ni ferias. Tampoco, que reúnan en un libro mis ocurrencias del desayuno o mis aforismos de dominguero. Así, puedo escribir con sinceridad. Podrán gustar o no mis artículos, los podrán criticar por sesudos o por no serlo, por ser superficiales o subjetivos, por ser cortos o por ser largos. Lo que se les ocurra. Pero nadie podrá afirmar que he falseado o disfrazado mi opinión para obtener o creer que puedo obtener algo a cambio. Aunque sea para caer bien.

No obstante, a pesar de tal libertad, nunca me permitiría escribir que una determinada obra, y miren que las he leído malas, incluso espantosas, es "mierda de perro". No solo porque el análisis debe ser más fino, a base de desgranamiento de razones y no de coprolitos sino también por respeto al esfuerzo de la autora o autor. Por muy deplorable que haya sido el resultado, igualarlo a las heces del querido animal doméstico es de pésimo gusto y revela cierta indigencia moral. 

Es también singular que este poeta (al que no nombro porque, repito, ya ha borrado el comentario) forme parte de la larga lista de personajes de la literatura canaria que abogan, una y otra vez, para que haya, por fin, crítica en Canarias, crítica de verdad. Debe de ser no sólo porque desconfían de críticas como las que, por ejemplo, yo ejerzo, sino de las suyas propias, dadas las circunstancias.




En otro orden de cosas, debo comentar con Vds. parte de la penúltima entrevista al poeta Antonio Arroyo Silva en el suplemento cultural de Diario de Avisos de 16 de mayo. Después de las preguntas de rigor (¿Cómo definiría la poesía?, ¿Qué autores le han influido?, etc.), surge una cuya respuesta me parece característica de buena parte de la supuesta intelligentsia local: Pregunta: "-¿Qué medidas deberían implementarse para divulgar la obra de los escritores canarios?". La respuesta se divide en varias partes: a) "Hay actualmente muchos autores que publican demasiado" porque "no hay conciencia crítica ni siquiera autocrítica", lo que lleva a: b) "Tampoco existe una crítica especializada que valore estas obras". Finalmente, a pesar de toda esta abundancia, c) "los lectores rechazan a unos" (la literatura universal) "y a otros" (la literatura canaria de calidad). POR TANTO, la solución de Arroyo Silva es: "(...) de alguna manera las corporaciones locales deberían comprar libros para hacérselos llegar a los más jovenes. Claro está, dentro de un proyecto adecuado de lectura que implique formación".

O sea, la gente, en especial la juventud, no lee nada, ni la literatura mala ni la buena, quizá porque se publica demasiado. Entonces, una manera de que lea (la literatura canaria buena) es que las instituciones públicas "compren libros". Gran solución. Sin embargo, todo esto me genera muchas dudas: a) Si no hay crítica seria, crítica que discrimine entre literatura de calidad y de la otra, ¿cómo una institución pública va a disponer de criterios sólidos para escoger libro alguno salvo que sea uno de esos clásicos que todo el mundo conoce y tampoco lee?; b) si los lectores jóvenes rechazan los libros, ¿cómo piensa hacérselos llegar? ¿Qué es ese invento de "un proyecto adecuado de lectura?" No parece sino, una vez más, el repetido voluntarismo, la cansina fe en la acción omnímoda de las "corporaciones locales", la enésima sugerencia de la reforma desde arriba. No importa que fracasen una y otra vez porque lo que distingue a este tipo de personas es su pretensión de inocular su concepción de cultura a las díscolas masas ya lo quieran éstas o no.