Creo que ya está bien de tomar el pelo a la gente. En especial, por lo que nos atañe, al público lector. Acepto que no todos los escritores y escritoras pueden convertirse en maestros del lenguaje y pioneros del pensamiento, pero al menos deberían aspirar a ser esforzados aprendices. Lo que resulta un baldón para todas esas personas que sí se empeñan en esa tarea, lo que constituye una estafa para el público, es que a productos aborrecibles se les denomine "joyas de la literatura" y a sus autores, "orfebres". Lo que hay que tener es un mínimo de vergüenza y dejar de menospreciar a la comunidad lectora. En Canarias, no es que los periodistas culturales y los medios de comunicación pongan el listón bajo, es que carecen de él. No miden las consecuencias de su mala fe y no están a la altura de la responsabilidad comunicativa que poseen. Abdican de su oficio a diario.
Una novela como La ternura del caníbal, de Víctor Álamo de la Rosa, nunca debió haber salido de la imprenta. Al menos, sin profundas correcciones tanto en el estilo como en la historia en sí. Los editores de estilo, qué digo, los/las editores (de obra de ficción) desaparecieron del planeta hace casi tanto tiempo como los dinosaurios, y las huellas de ese cataclismo son perceptibles aún. No es desdeñable tampoco el efecto perverso que pueden ocasionar, con la excusa del patrimonio, las subvenciones de nuestras administraciones públicas a las editoriales locales para que promuevan la literatura canaria. Así, aquellas, no atenazadas por la búsqueda de negocio rentable ni estimuladas tampoco por el objetivo de ofrecer literatura de calidad, se limitan a mandar lo que sea a la imprenta, que es tarea de bastante poca enjundia y menor complejidad. Eso sí, patrimonio, un montón. Al final de la cadena de intereses y vanidades, el maltratado público lector se gasta 16,83 euros en un libro que no vale nada.
Esta obra distópica, en la línea de la lamentable moda que llevamos sufriendo en España unos cuantos años (recuérdese, por ejemplo, la floja Rendición, de Ray Loriga, la insufrible Madrid: frontera, de David Llorente o, en nuestro terruño, la olvidable Evanescencia, de Manuel Almeida), ribeteada con apuntes de crítica social más o menos facilona (de esas de chaise-longue), nos cuenta la eclosión del canibalismo en la sociedad (futura) entre las aventuras y desventuras de los protagonistas. El interés, como suele suceder, no radica tanto en la originalidad del tema, mutación del género zombi, como en el posible mensaje que pueda contener y, claro, en el estilo.
Desengáñense, ni el mensaje (el embrutecimiento social metamorfoseado en canibalismo por la polarización social sustentada por las agudas diferencias económicas, además del consabido Estado policial/dictatorial) posee algo que pueda enarcarnos una ceja, ni el estilo (un caprichoso exhibicionismo de facilidad literaria tanto más deplorable por cuanto empalaga y aburre sin freno) proporcionan algo valioso.
Lo que perpetra Álamo de la Rosa con el lenguaje debería ser enseñado en los talleres de literatura, además de alguna clase magistral en la Universidad, por lo que tiene de enseñanza negativa: el desprecio por la frase pulida, por la síntesis semántica, por la continencia textual. En cambio, el autor desparrama párrafos hinchados de verborrea manida, "retahílas" de frases hechas y andanadas de pensamiento rutinario que pretende pasar por moralmente vivaz en algunos momentos y, en otros, como agudo pensamiento sociológico. Para, al fin y al cabo, contar una historia que hasta donde pude llegar se apuntala sobre la precaria y agostada imaginación del autor, cuyo protagonista está aún más pagado de sí mismo, lo que ya es difícil.
En esta línea, los diálogos son banales y la información que rezuman solo suscitan hastío, las descripciones eróticas son para esconder la cabeza bajo una piedra y el bosquejo de los personajes son de una miseria literaria que asombra. Asimismo, en las escenas combina la omisión de aspectos que podrían haber hecho interesante la novela con la minuciosidad en la descripción de otros absolutamente superfluos. Esta ordalía de lectura me recuerda a algunas de las lamentables obras que por aquí han pasado.
Ejemplos que hablan por sí solos:
Aquella mañana se había afeitado como de costumbre. Después se había duchado y se había acomodado frente al espejo para peinarse con gomina, cepillarse los dientes, masajear la piel de la cara con su carísimo prodigio de crema antiarrugas y darse la aprobación general, oír su propia ovación, aplaudan, aplaudan, siempre tras retocarse el nudo de la corbata. Como cada día de estos veinte años. Con esa puntualidad suiza. Con ese rigor minucioso que impedía la rebelión de algunos pelillos de su barba o de su bigote. La precisión de su hojilla de afeitar, laminada por seis cuchillas afiladas, siempre cumplía con el deber del apurado perfecto. Así fue ayer y así fue hoy, porque la rutina no tiene nada de malo. Nada. Al contrario, sirve para apuntalarnos el día a día e impedir que se abran huecos con dudas, huecos donde naufragar, huecos. (Págs. 14-15)
Ahora que lo pienso la aparición de Melany y mi repentino interés por ella no tuvieron que ver con su aspecto, como me había ocurrido con la larga retahíla de mis novias anteriores. Siempre he ligado por impulso, tras fijarme en la beldad que destaca, y mis calculados pasos de mujeriego hacían el resto. Un poco de cara dura, algo de cháchara simpática e intrascendente y, con escasos desaires, al poco tiempo de conversación sabía que mi objetivo me acabaría dando su número de teléfono. Solo ese hecho garantizaba que la mitad del camino hacia la conquista había sido satisfactoriamente recorrido. Es cierto. Siempre he tenido facilidad para ligar, aunque no soy ni especialmente apuesto ni mucho menos rico, dos cualidades, ser muy guapo y ser muy rico, que no deberían contar a la hora de competiciones de cortejo. Es lo que pienso y, aunque estoy seguro de que muchas mujeres tacharían de machista esta observación, es una verdad como una catedral. ¿Se dice como una catedral o como un templo? (Págs. 33-34)
-No imaginaba que fueras experta en bicicletas.
-Me gusta conocer la máquina que monto.
Dudé si conceder o no segundas intenciones a sus últimas palabras, pero me emocionó su desparpajo y se despertó dentro de mí el calor de una resolución y una brizna de lujuria.
-Vale, de acuerdo, ¿te viene bien pasado mañana, a las ocho y media?
-Tengo que mirar mi agenda. No, es broma. Me viene estupendo, genial.
-Puedo recogerte en tu casa, si te parece.
-¿Recuerdas la dirección?
-Sí, con toda nitidez. Calle de la Revolución, número 43.
-Buena memoria. Pues hasta pasado mañana, entonces.
-De acuerdo.
-Gracias de nuevo.
-De nada, de nada. Chao.
-Chao. (Págs. 54-55)
El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona. Y yo pongo mi dedo en el control de presencia y soporto las injusticias de mis jefes y bajo la cabeza y miro para otro lado y pienso en el salario y no me siento orgulloso y pienso en mi pequeño apartamento y después pienso en el reino de la exclusión que son las cuatro torres. Altas, siempre recordándonos nuestro final si nos salimos del sistema. (Pág. 59-60).
-Soy yo -dijo, y ya al besarnos con saludo las mejillas puede sentir mi cara contra el colchón de sus cabellos y la fragancia agradable que exhalaba su pelo.
-Es que no te recordaba así.
Volvió a sonreír.
-Milagros de peluquería -dijo, con mohín de coquetería zalamera.
¿Aparcaste la moto?
-Sí, ahí mismo -señalé.
-Pues vamos mejor caminando. El restaurante que he pensado está aquí cerca, casi a la vuelta de la esquina. Así el casco no me aplastará el pelo -bromeó.
-Claro, de acuerdo. Esos rizos se merecen toda la libertad -dije, dejando claro que yo también sabía hacer bromas.
Caminamos, sin tocarnos o rozarnos, uno junto al otro.
-¿Qué tal tu día?
-Bien, normal, sin novedad en el frente.
Tengo que describirla, es perentorio que lo haga, pero preferiré hacerlo dentro de un momento, cuando lleguemos al restaurante y Melany se quite la gabardina color caramelo que la envuelve hasta las rodillas. Entonces seré más preciso y pintaré mejor. Con más luz, más colores, mejor paleta. (Págs. 70-71)
No los atormentaré más. Yo mismo, en la página 112, decidí que ya había cumplido con mi deber de lector-reseñador más que de sobra. Lo dicho, pasen de largo, y hagan algo, si no útil, al menos que les sea satisfactorio. Leer esta novela no será ni una cosa ni la otra. Sin duda, La ternura del caníbal es favorita a ser la peor novela que haya (medio) leído este año.
Álamo de la Rosa es un autor reconocido en Canarias. Al menos, como ocurre también con otros escritores ya reseñados en este blog, en lo que se refiere a su presencia mediática. Sin duda, esta novela, no contribuirá a auparle al Olimpo de los clásicos literarios, aunque él mismo considere que es "muy completa". Prometo, no obstante, pero sin solemnidad, leer su novela Terramores, que es la que, al parecer, ha suscitado mayor respeto (aunque ya no sabemos a quién ni por qué), porque ningún respeto hay que sentir por La ternura del caníbal. Es posible que antaño hubiera un escritor, no obstante.
Llegados a cierto punto, el lector tiene derecho a enfadarse porque la atmósfera literario-cultural en Canarias carece de oxígeno. A este paso, tendremos que seguir viviendo de Galdós y de Quesada cien años más, porque si estos son los autores a los que se encumbra, a los que se toma por modelos, apañados vamos.
P.D. Otras opiniones totalmente diferentes a la mía y una entrevista:
P.D. (2): http://www.elescobillon.com/2020/06/la-ternura-del-canibal-una-novela-de-victor-alamo-de-la-rosa/ Esta reseña la he recogido aquí el 18/6/2020.