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domingo, 7 de junio de 2020

'La ternura del caníbal', de Víctor Álamo de la Rosa

Creo que ya está bien de tomar el pelo a la gente. En especial, por lo que nos atañe, al público lector. Acepto que no todos los escritores y escritoras pueden convertirse en maestros del lenguaje y pioneros del pensamiento, pero al menos deberían aspirar a ser esforzados aprendices. Lo que resulta un baldón para todas esas personas que sí se empeñan en esa tarea, lo que constituye una estafa para el público, es que a productos aborrecibles se les denomine "joyas de la literatura" y a sus autores, "orfebres". Lo que hay que tener es un mínimo de vergüenza y dejar de menospreciar a la comunidad lectora. En Canarias, no es que los periodistas culturales y los medios de comunicación pongan el listón bajo, es que carecen de él. No miden las consecuencias de su mala fe y no están a la altura de la responsabilidad comunicativa que poseen. Abdican de su oficio a diario.

Una novela como La ternura del caníbal, de Víctor Álamo de la Rosa, nunca debió haber salido de la imprenta. Al menos, sin profundas correcciones tanto en el estilo como en la historia en sí. Los editores de estilo, qué digo, los/las editores (de obra de ficción) desaparecieron del planeta hace casi tanto tiempo como los dinosaurios, y las huellas de ese cataclismo son perceptibles aún. No es desdeñable tampoco el efecto perverso que pueden ocasionar, con la excusa del patrimonio, las subvenciones de nuestras administraciones públicas a las editoriales locales para que promuevan la literatura canaria. Así, aquellas, no atenazadas por la búsqueda de negocio rentable ni estimuladas tampoco por el objetivo de ofrecer literatura de calidad, se limitan a mandar lo que sea a la imprenta, que es tarea de bastante poca enjundia y menor complejidad. Eso sí, patrimonio, un montón. Al final de la cadena de intereses y vanidades, el maltratado público lector se gasta 16,83 euros en un libro que no vale nada.




Esta obra distópica, en la línea de la lamentable moda que llevamos sufriendo en España unos cuantos años (recuérdese, por ejemplo, la floja Rendición, de Ray Loriga, la insufrible Madrid: frontera, de David Llorente o, en nuestro terruño, la olvidable Evanescencia, de Manuel Almeida), ribeteada con apuntes de crítica social más o menos facilona (de esas de chaise-longue), nos cuenta la eclosión del canibalismo en la sociedad (futura) entre las aventuras y desventuras de los protagonistas. El interés, como suele suceder, no radica tanto en la originalidad del tema, mutación del género zombi, como en el posible mensaje que pueda contener y, claro, en el estilo.

Desengáñense, ni el mensaje (el embrutecimiento social metamorfoseado en canibalismo por la polarización social sustentada por las agudas diferencias económicas, además del consabido Estado policial/dictatorial) posee algo que pueda enarcarnos una ceja, ni el estilo (un caprichoso exhibicionismo de facilidad literaria tanto más deplorable por cuanto empalaga y aburre sin freno) proporcionan algo valioso. 

Lo que perpetra Álamo de la Rosa con el lenguaje debería ser enseñado en los talleres de literatura, además de alguna clase magistral en la Universidad, por lo que tiene de enseñanza negativa: el desprecio por la frase pulida, por la síntesis semántica, por la continencia textual. En cambio, el autor desparrama párrafos hinchados de verborrea manida, "retahílas" de frases hechas y andanadas de pensamiento rutinario que pretende pasar por moralmente vivaz en algunos momentos y, en otros, como agudo pensamiento sociológico. Para, al fin y al cabo, contar una historia que hasta donde pude llegar se apuntala sobre la precaria y agostada imaginación del autor, cuyo protagonista está aún más pagado de sí mismo, lo que ya es difícil. 

En esta línea, los diálogos son banales y la información que rezuman solo suscitan hastío, las descripciones eróticas son para esconder la cabeza bajo una piedra y el bosquejo de los personajes son de una miseria literaria que asombra. Asimismo, en las escenas combina la omisión de aspectos que podrían haber hecho interesante la novela con la minuciosidad en la descripción de otros absolutamente superfluos. Esta ordalía de lectura me recuerda a algunas de las lamentables obras que por aquí han pasado. 

Ejemplos que hablan por sí solos

Aquella mañana se había afeitado como de costumbre. Después se había duchado y se había acomodado frente al espejo para peinarse con gomina, cepillarse los dientes, masajear la piel de la cara con su carísimo prodigio de crema antiarrugas y darse la aprobación general, oír su propia ovación, aplaudan, aplaudan, siempre tras retocarse el nudo de la corbata. Como cada día de estos veinte años. Con esa puntualidad suiza. Con ese rigor minucioso que impedía la rebelión de algunos pelillos de su barba o de su bigote. La precisión de su hojilla de afeitar, laminada por seis cuchillas afiladas, siempre cumplía con el deber del apurado perfecto. Así fue ayer y así fue hoy, porque la rutina no tiene nada de malo. Nada. Al contrario, sirve para apuntalarnos el día a día e impedir que se abran huecos con dudas, huecos donde naufragar, huecos. (Págs. 14-15)

Ahora que lo pienso la aparición de Melany y mi repentino interés por ella no tuvieron que ver con su aspecto, como me había ocurrido con la larga retahíla de mis novias anteriores. Siempre he ligado por impulso, tras fijarme en la beldad que destaca, y mis calculados pasos de mujeriego hacían el resto. Un poco de cara dura, algo de cháchara simpática e intrascendente y, con escasos desaires, al poco tiempo de conversación sabía que mi objetivo me acabaría dando su número de teléfono. Solo ese hecho garantizaba que la mitad del camino hacia la conquista había sido satisfactoriamente recorrido. Es cierto. Siempre he tenido facilidad para ligar, aunque no soy ni especialmente apuesto ni mucho menos rico, dos cualidades, ser muy guapo y ser muy rico, que no deberían contar a la hora de competiciones de cortejo. Es lo que pienso y, aunque estoy seguro de que muchas mujeres tacharían de machista esta observación, es una verdad como una catedral. ¿Se dice como una catedral o como un templo? (Págs. 33-34)

-No imaginaba que fueras experta en bicicletas. 
-Me gusta conocer la máquina que monto. 
Dudé si conceder o no segundas intenciones a sus últimas palabras, pero me emocionó su desparpajo y se despertó dentro de mí el calor de una resolución y una brizna de lujuria. 
-Vale, de acuerdo, ¿te viene bien pasado mañana, a las ocho y media? 
-Tengo que mirar mi agenda. No, es broma. Me viene estupendo, genial. 
-Puedo recogerte en tu casa, si te parece. 
-¿Recuerdas la dirección? 
-Sí, con toda nitidez. Calle de la Revolución, número 43. 
-Buena memoria. Pues hasta pasado mañana, entonces. 
-De acuerdo. 
-Gracias de nuevo. 
-De nada, de nada. Chao. 
-Chao. (Págs. 54-55)

El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona. Y yo pongo mi dedo en el control de presencia y soporto las injusticias de mis jefes y bajo la cabeza y miro para otro lado y pienso en el salario y no me siento orgulloso y pienso en mi pequeño apartamento y después pienso en el reino de la exclusión que son las cuatro torres. Altas, siempre recordándonos nuestro final si nos salimos del sistema. (Pág. 59-60).

-Soy yo -dijo, y ya al besarnos con saludo las mejillas puede sentir mi cara contra el colchón de sus cabellos y la fragancia agradable que exhalaba su pelo. 
-Es que no te recordaba así. 
Volvió a sonreír. 
-Milagros de peluquería -dijo, con mohín de coquetería zalamera. 
¿Aparcaste la moto? 
-Sí, ahí mismo -señalé. 
-Pues vamos mejor caminando. El restaurante que he pensado está aquí cerca, casi a la vuelta de la esquina. Así el casco no me aplastará el pelo -bromeó. 
-Claro, de acuerdo. Esos rizos se merecen toda la libertad -dije, dejando claro que yo también sabía hacer bromas. 
Caminamos, sin tocarnos o rozarnos, uno junto al otro. 
-¿Qué tal tu día? 
-Bien, normal, sin novedad en el frente. 
Tengo que describirla, es perentorio que lo haga, pero preferiré hacerlo dentro de un momento, cuando lleguemos al restaurante y Melany se quite la gabardina color caramelo que la envuelve hasta las rodillas. Entonces seré más preciso y pintaré mejor. Con más luz, más colores, mejor paleta. (Págs. 70-71)
 
No los atormentaré más. Yo mismo, en la página 112, decidí que ya había cumplido con mi deber de lector-reseñador más que de sobra. Lo dicho, pasen de largo, y hagan algo, si no útil, al menos que les sea satisfactorio. Leer esta novela no será ni una cosa ni la otra. Sin duda, La ternura del caníbal es favorita a ser la peor novela que haya (medio) leído este año.

Álamo de la Rosa es un autor reconocido en Canarias. Al menos, como ocurre también con otros escritores ya reseñados en este blog, en lo que se refiere a su presencia mediática. Sin duda, esta novela, no contribuirá a auparle al Olimpo de los clásicos literarios, aunque él mismo considere que es "muy completa". Prometo, no obstante, pero sin solemnidad, leer su novela Terramores, que es la que, al parecer, ha suscitado mayor respeto (aunque ya no sabemos a quién ni por qué), porque ningún respeto hay que sentir por La ternura del caníbal. Es posible que antaño hubiera un escritor, no obstante.

Llegados a cierto punto, el lector tiene derecho a enfadarse porque la atmósfera literario-cultural en Canarias carece de oxígeno. A este paso, tendremos que seguir viviendo de Galdós y de Quesada cien años más, porque si estos son los autores a los que se encumbra, a los que se toma por modelos, apañados vamos.




P.D. Otras opiniones totalmente diferentes a la mía y una entrevista:











viernes, 21 de diciembre de 2018

'Ordesa', de Manuel Vilas

Hay dos reseñadoras que están causando furor en nuestra literatura local: la celebérrima Premio Canarias de Literatura Cecilia Domínguez Luis y la recién novelista y free-lance Mayte Martín, a la sazón colaboradora infatigable de la revista Dragaria. Ambas practican ese arte de reseñar la novela de que se trate escurriendo el bulto. Es decir, sospecho que no les gusta lo que han leído, pero noblesse obligue. El resultado es una reseña en la que desgranan la trama y dicen lo de muy de actualidad que es y cómo vamos a quedar epatados, transfigurados y de ahí hacia arriba. La primera desperdiga sus piropos insustanciales tanto en Dragaria como en ACL, la revista de la Academia Canaria de la Lengua, al menos; la segunda, que sepa, solo en Dragaria, que nació como una promesa y no ha hecho más que agonizar desde entonces. Eso sí, seguro que logran hacer muchos amigos en su tránsito cultural hacia la nada. Algo es algo.

Mi consejo: si alguna de las dos alaba una novela, un poemario, una película o, qué sé yo, una marca de galletas, no compren, huyan. Muy rápido, sin mirar atrás. Eso que hemos ganado, aunque sean consejos a los que haya que seguir a la inversa. No conozco nada que no les haya gustado, emocionado, impresionado o encantado. Son el recambio de Ibrahim Chamali, al que echo de menos, es un decir, en la actividad del elogio indiscriminado.

Vamos a lo nuestro. La novela que toca es:






Tenía que caer, no podía pasar de largo por mi vida, la novela española más celebrada en 2018, al menos por el aparato mediático de Prisa. Aunque, por lo que sé, Alfaguara no pertenece a ese conglomerado desde 2014, cuando Prisa vendió la editorial a Penguin Random House (que anteriormente eran Penguin, por un lado, y Random House, por otro: el fenómeno de las compras y fusiones editoriales merece una monografía). En todo caso, Ordesa resultó elegida por el suplemento cultural Babelia como la mejor novela de las cincuenta mejores novelas del año. Que no sea por no poner "mejor" todo el rato. O la más mejor.

Pues bien, la novela es un aceptable despliegue de hacerse pasar por buena. Se esfuerza mucho por parecer, sin duda. En realidad, no lo es. Por el contrario, considero que no es ni más ni menos que un ejercicio pretencioso de frase corta, normalmente sentenciosa, de corte apodíctico, que me hace recordar, fíjense Vds. al deplorable Santiago Gil de Gracias por el tiempo y al no menos lamentable David Llorente y su Madrid: frontera, dos ejercicios de impostura escrituril que habíamos logrado olvidar no sin esfuerzo y algún principio de indigestión. Ese aire de familia en el naufragio literario no deja de llamar la atención, dado que es la búsqueda de la originalidad y del estilo propio el leitmotiv del arte desde al menos el Romanticismo. Sin embargo, dado que no creo que se hayan influido entre sí, es posible llegar a la conclusión de que ciertas obras malas se parecen a su manera. De la peor manera.

Ordesa es el relato de la pérdida de los padres, el dolor consiguiente, la descripción del mundo como vacío y carente de sentido, y tal. Siento hablar con esta frivolidad, pero el tema, tan socorrido, requiere de una mirada y de una técnica de otro nivel para hacerlo literariamente interesante y artísticamente apetecible. A mí, la verdad, el relato del dolor por el dolor y la flagelación por la flagelación no me atrae por sí mismo. Hace falta algo más para salir del ensimismamiento vital, del regocijo por la llaga que supura, que, en este caso, no sirve de exutorio que le proporcione sentido.

De repente, mi apartamento me ha parecido que no valía el dinero que estoy pagando por él. Imagino que esa certidumbre es la prueba de madurez más obvia de una inteligencia humana bajo el peso del capitalismo. Pero gracias al capitalismo tengo casa. 
He pensado, como siempre, en la ruina económica. La vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica. Da igual a qué se dedique, ese es el gran fracaso. Si no sabes alimentar a tus hijos, no tienes ninguna razón para existir en sociedad. (Pág. 15)


Con la muerte de mi padre comenzó el caos, porque quien sabía quién era yo y a la postre se podía responsabilizar de mi presencia y de mi existencia ya no estaba en este mundo. Tal vez esta sea una de las cosas más originales de mi vida. La única razón segura y cierta de que estés en este mundo reside en la voluntad de tu padre y en la de tu madre. Eres esa voluntad. La voluntad trasladada a la carne. 
Ese principio biológico de la voluntad no tiene carácter político. De ahí que me interese tanto, de que me emocione tanto. Si no tiene carácter político, eso significa que  ronda los caminos de la verdad. La naturaleza es una forma feroz de la verdad. La política es el orden pactado, está bien, pero no es la verdad. La verdad es tu padre y tu madre. 
Ellos te inventaron. 
Vienes del semen y del óvulo. 
Sin el semen y el óvulo no hay nada. 
Que luego tu identidad y tu existencia ocurran bajo un orden político no desbarata el principio de la voluntad, que es anterior al orden político; y es, además, un principio necesario, mientras que el orden político puede estar muy bien y todo lo que tú quieras, pero no es necesario. (Pág. 31)


Por tanto, en mi vida, como en tantas otras vidas, combatieron el platonismo y la promiscuidad. Y eso siempre daña. Pero al final un divorcio, en el capitalismo, acaba reducido a una lucha por el reparto del dinero. Porque el dinero es más poderoso que la vida y que la muerte y que el amor. 
El dinero es el lenguaje de Dios. 
El dinero es la poesía de la Historia. 
El dinero es el sentido del humor de los dioses. 
La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral. 
Se puede vivir sin la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad. (Pág. 77)


Se muere mejor si nadie sabe que estás vivo, no haces cargar con la pesadumbre de tu muerte a nadie, con papeles, llantos y funeral, con culpas y demonios. Quienes mejor mueren son quienes no sabían que estaban vivos. La vida o es social o es solo naturaleza, y en la naturaleza la muerte no existe. 
La muerte es una frivolidad de la cultura y de la civilización. (Pág. 86)


Como yo mandé quemar el cuerpo de mi padre, no tengo un sitio adonde ir para estar con él, de modo que me he creado uno: esta pantalla de ordenador. 
Quemar a los muertos es un error. No quemarlos también es un error. La pantalla del ordenador es el lugar donde está el cadáver ahora. Va envejeciendo la pantalla, pronto tendré que comprar otro ordenador. Las cosas no resisten como lo hacían antiguamente, cuando una nevera o una televisión o una plancha o un horno duraban treinta años, y este es un secreto de la materia; la gente no entierra electrodomésticos viejos, pero hay gente en este mundo que ha pasado más tiempo al lado de un televisor o una nevera que al lado de un ser humano.  
En todo hubo belleza. (Pág. 108)


Así, sin descanso, página tras página.

Además, aparte del dolor, la melancolía y todo eso, Vilas inserta aquí y allá reflexiones de corte sociológico que no aportan nada, ni siquiera en el plano cognitivo, sino que suponen una bajada de tensión estilística, sobre todo cuando uno había logrado, por fin, concentrarse en la lectura. Pero lo peor no está ahí, sino en la profundización, digamos, filosófica, que es el fundamento del libro: qué somos, por qué estamos en el mundo, por qué morimos. Es un asunto bien trillado, pero también lo bastante importante para que cualquier escritor deba interrogarse (en el cuarto de baño, bajo la cama con el peluche, desnudo en una acequia, en cualquier caso, en soledad) si está pertrechado del suficiente bagaje para emprender esa tarea, sobre todo cuando se enfoca de modo tan frontal. Mi conclusión es que Manuel Vilas no lo está. Lo que le gusta a Manuel Vilas, en realidad, son los aforismos. Otras prefieren llamarlo "hibridación genérica".

Por último, se puede resaltar que el personaje narrador, el propio autor, no consigue suscitar simpatía alguna. Su intimismo e introspección no consiguen provocar nada más que desdén. Sus reflexiones, que se pretenden cargadas en algunos casos de lirismo, en otras de ingenio y en otras últimas de sabiduría de poeta revenío solo producen irritación o aburrimiento. A veces, al mismo tiempo. Todo lo que revela, para hacerlo aún peor, es un profundo conformismo.

Me prometí, en todo caso, que llegaría al menos a la página 100: he cumplido de sobra. A partir de ahora, que esta novela la sufra otro.



P.D. Hay algunas reseñas que mantienen una opinión absolutamente contraria a la mía (aquí, aquí, aquí), y otras coincidentes (aquí o aquí) que  se muestran igual de irritadas. Es, por lo que se ve, una novela crispadora.







miércoles, 30 de agosto de 2017

'La víspera de casi todo', de Víctor del Árbol

Conocida es, a poco que uno lea sobre el mundillo literario en Canarias y en España, la credibilidad casi nula de los premios literarios, tanto sean privados como públicos, tanto nuevos como antiguos, tanto compuestos por un jurado de nombres ilustres como de ilustres desconocidos. En el concepto de premio literario viene incluido, aunque Vds. todavía lo ignoren, el sema de autopromoción: se trata de dar lustre a quien concede el premio y no tanto (o no importa, en realidad) a quien lo reciba. Es una práctica común de las editoriales en nuestro país, sea dicho de paso. También de una cantidad nada despreciable de ayuntamientos y de comunidades autónomas, lo que es algo más sorprendente.

No obstante lo cual, dichas concesiones sobresalen como hitos en el espacio público y, a falta de mayores y mejores indagaciones sobre novelística local o patria, uno se ve tentado a prestarles demasiada atención, alimentando, por tanto, el círculo vicioso. Así ocurrió con la execrable Madrid: frontera, con la desleída Rendición o con la irritante Vs., y así sucede de nuevo con la última novela del muy laureado, aquí y allende las fronteras, Víctor del Árbol: La víspera de casi todo.

Es por ello legítimo, como ya he señalado, que se me acuse de fomentar el vicio del que acuso a la industria cultural. En mi descargo sólo puedo aducir que eso es cierto hasta el momento en que compro la novela. A partir de entonces, se somete, como cualquier otra, sin consideración de honores o jerarquías, a mi juicio de lector. No obstante, y como en parte me considero culpable de lo que execro, solo puedo encomendarme a la buena fe que me ha animado hasta ahora.








A lo largo de este blog he manifestado mi convicción de que es más sencillo reseñar una novela que considero mala que una buena. Al hablar de una buena, parece que acuden a la mente solo frases banales, elogios de escritor a sueldo o frases de suplemento cultural venido a menos. Sin embargo, quizá como excepción, justo lo contrario me ha suscitado la lectura de La víspera de casi todo

Es tan mala que cuesta trabajo tomarla en serio, y más trabajo aún cuesta escribir una reseña que no sea un mero un listado de citas deplorables. Pero un premio es un premio, aunque sea el Nadal, y además Víctor del Árbol se ha ganado, al parecer, gran prestigio en Francia, que por algo será. Ya se sabe que Francia tiene glamour y España, chorizos y mala hostia. Así que cierta obligación me impongo por los lectores de este blog, pero hasta la página 133, en la que he decidido plantarme de manera irrevocable. 

Vamos a ello, pues, con algunas observaciones que imagino que podrán extrapolarse al conjunto de la novela.


La escena de la pistola en la boca

Es posible, no digo que no, que todas las personas poseedoras de armas de fuego se hayan puesto alguna vez el cañón en la boca. Sobre todo, cuando pasaban por malos momentos y, especialmente, los policías (en cualquier versión). Uno tiene la impresión de que ya sea en el cine o en la literatura, si un policía no está amargado, atormentado o desesperado por las injusticias de la vida, por los pecados de su pasado y por la corrupción del sistema, no es un policía creíble. Ello conduce, como conclusión inevitable, a que esté tentado de suicidarse un par de veces al mes. De ahí la famosa escena del me pongo el cañón del arma reglamentaria en la boca porque me siento muy mal y quiero acabar con todo pero al final, uy que momento de tensión que se corta con un cuchillo, la retiro porque, al fin y  al cabo, tengo cosas pendientes. La particularidad de Germinal Ibarra, el personaje policía consiste en que lo hace todas las noches. Pues muy bien, si el autor lo dice...


Contiene la respiración, aprieta los párpados, busca con el índice el gatillo. Presiona -nunca lo suficiente- y retrocede, en una macabra danza que le destroza los nervios. "¡Hazlo de una puta vez!", grita dentro de su cabeza. Y, sin embargo, también esta noche lo vence la imposibilidad. Deja caer la pistola entre las piernas con un grito mudo. Una desesperación sin final. "Cobarde, eres un maldito cobarde".

Que es muy posible que muchos policías se hayan suicidado con su pistola, que otros tantos hayan protagonizado momentos parecidos al citado, pero como escena literaria (o fílmica) no es sino un TOPICAZO mil veces repetido. Por no hablar ahora de los recursos estilísticos ("grito mudo").


Esos diálogos imposibles


Víctor del Árbol tiene dotes para la verborrea, de eso no puede dudarse ni por un momento. Es posible, no he leído sus anteriores novelas (aclamadas por la crítica especializada, según parece, y seguido por numerosos lectores), que toda esa energía la haya canalizado de tal modo que hubiera conseguido crear anteriormente novelas con estilo propio, incluso dignas de aprecio. En el caso que nos ocupa, rotundamente no. Por ejemplo, los diálogos: tan poco creíbles, tan poco naturales en boca de sus personajes que uno debe leerlos de derecha a izquierda y de abajo arriba para confirmar que les pertenecen. Y ni aún así.

Primer ejemplo: el diálogo que mantiene Germinal con una prostituta. Atención, porque antes el autor ha descrito así a las profesionales del sexo: "Las mujeres de aquel antro parecen lo que son: fantasmas de carnes magras pintarrajeadas de un modo ridículo y triste". Escoge a una llamada Ave del Paraíso y, tras una sesión masturbatoria protagonizada por esta mujer, ven por la tele que han disparado a una persona y están recogiendo su cuerpo. En su vestimenta hay un libro de poesía (págs 29 y 30):


-Como si los muertos no tuviesen derecho a leer -murmura Ibarra. 
-No deberían mover el cuerpo de esa manera. Sin delicadeza -musita Ave del Paraíso, que ha aparecido vestida y secándose el cabello con una toalla. Los ojos, de nuevo preparados para la guerra, resbalan sobre las imágenes con emoción escrutadora. 
-Le han disparado un calibre de nueve milímetros a bocajarro en la nuca. ¿Qué más da cómo lo muevan? Estaba muerto antes de caer al suelo. 
Ave del Paraíso observa el rostro del inspector, el pelo tachonado de canas, la sombra de barba alrededor de la boca, los pómulos prominentes. Tiene unos bonitos ojos azules. Lástima que sean tan duros al mirar. 
-¿No te interesa quién era ese hombre, su historia? 
Ibarra se rasca el mentón con la uña del pulgar, observando las imágenes del televisor como algo ajeno a él. 
-Todos tenemos nuestra historia, pero esencialmente me ciño a lo más razonable para resolver el caso. Luego procuro olvidarme. 
Ella sonríe como lo hacen ciertos animales nocturnos, con cautela. 
-"Razonable"; una palabra que no implica demasiado compromiso. 
-Pero implica experiencia -dice Ibarra. -Le han disparado y está muerto. Eso es lo que cuenta -afirma con la lógica incompleta de la causa y el efecto. Aunque no es su intención, resulta desagradablemente cínico. Ave del Paraíso lo escruta con un punto de suspicacia. 
-No te cae muy bien la especie humana, ¿verdad? 
Ibarra se encoge de hombros. Piensa en Carmela y en sus clases de yoga. 
-Oye, seguro que hay alguien esperando a que vayas a cogerle la mano y le des consuelo.

Aparte de la manía tan común de no dejar nada a la imaginación al lector ("lo escruta con suspicacia", "resulta desagradablemente cínico") y de las comparaciones confusas ("sonríe como lo hacen ciertos animales nocturnos"), el diálogo resulta poco creíble, impostado, mero intercambio de palabras sin hálito vital. Germinal Ibarra igual podría haber estado hablando con una monja o con el cartero. En todo caso, personajes sin sustancia. 

Pero casi una cumbre en el género del diálogo increíble es el de la pág. 65. Una de las protagonistas aparece en el hospital en muy mal estado, como si le hubieran dado una paliza. Cuando recupera la consciencia pide ver a Germinal. 

-¿Qué te ha pasado? -le pregunta, tratando de apartar de su cabeza aquella mañana de hace tres años, que lo atormenta desde entonces. Eva Malher inspira con fuerza y parpadea; al hacerlo, atrapa un instante que flotaba en su pupila. 
-Durante un tiempo soñé que podría ser otra, que podría empezar de nuevo. Conduje hasta donde el mundo termina, cambié de nombre y de color de pelo. Pero no valió de nada. Daba igual llamarse Eva, Elvira o Paola, o tener el pelo rojizo o negro. Mi naturaleza se había agazapado dentro de esa invención mía esperando el momento de volver. Y mi sueño se acabó. 
Ibarra la contempla detenidamente. 
-Los sueños solo sirven para despertar de ellos -le dice finalmente. 
Eva asiente y le estrecha débilmente la mano. Se mueve en la cama. Quiere incorporarse y él la ayuda. Coloca los almohadones en su nuca. Le aparta un mechón de cabello en la frente. 
-Tratamos de huir de nuestro destino sin darnos cuenta de que nos dirigimos hacia él -concluye ella.


De verdad, la filosofía de baratillo es algo que debería estar prohibido, pero no por los talleres de escritura que abundan por ahí y con el que se ganan un honrado dinero escritores de segunda fila, sino por el Ministerio de Sanidad. Lo que deberían saber todos estos novelistas que creen escribir cuando no hacen más que repetir lo ya repetido es que salvo que quieran dar a entender que un personaje es un mentecato o un simple, el poner en su boca topicazos o, lo que es lo mismo, sentencias grandilocuentes no hace más que hacerlos poco creíbles, huecos, vacíos, meras sombras y desesperar, por ende, al lector. Y no hablemos de esos ramalazos de soy escritor y que se note, como el "atrapa un instante que flotaba en su pupila". Dios mío. 

Más adelante, página 91, se entabla este diálogo entre dos jóvenes de Costa da Morte:


Con una pereza inventada -pues, en el fondo, verla era como recuperar una mitad de sí mismo-, Daniel abrió el pestillo. 
-¿Cuánto tiempo llevas ahí? 
Ella puso teatralmente los ojos en blanco. 
-Desde que Noé empezó a construir el arca. Pensé que nunca aparecerías. 
-No me encuentro muy bien. 
-No te veo a las puertas de la muerte -se burló Martina. Ella era la única que lo trataba como alguien normal. Tanto, que a veces Daniel tenía que recordarle que no lo era. 
-Hace una semana que no duermo. -Tuvo que abrir un poco más la ventana para que ella lo observara bien. 
Martina le dedicó una mirada despectiva. 
-En la antigua Esparta te hubiesen abandonado a la intemperie nada más nacer. 
Normalmente, la ferocidad de Martina no impresionaba a Daniel. Pero, a veces, incluso él se asustaba de su desprecio hacia todo y hacia todos. 
-Por suerte para mí, ya no estamos en la vieja Esparta.

Es difícil encontrar diálogos más tediosos. Hay otros, como entre estos mismos ¿personajes? en las páginas 105 y 106, o el de Germinal con una doctora, páginas 126-129. Pero ya creo que les habrá quedado claro que de estos diálogos no sale uno indemne.



El estilo, tal y como el autor lo entiende

En esta novela, Víctor del Árbol, como ya he apuntado, no hace más que soltarnos perlas estilísticas, escenas-tópico, diálogos-tópico, todo falso y vacuo, y sin descanso. Hay momentos en que hace rechinar los dientes de la cursilería o del empalago. Y eso que estamos ante una novela que comienza con una muerte (más bien, dos). Una novela "negra como la tinta", que diría David Llorente. Es difícil mantener la compostura como lector y aún menos como reseñador. Parafraseando a Benjamin, uno se encuentra en "un lugar imposible".


Página 42: 


La boca era hermosa cuando permanecía estática, pero perturbadora cuando gesticulaba, al borde de un chasquido triste. Los pómulos, pronunciados y arrogantes, casi masculinos, contribuían a la dureza de sus ojos, ni muy grandes ni muy pequeños, de un color oscuro que se acercaba al de los botones de un peluche y que, a veces, no muy a menudo, brillaban como el cuarzo. En esos ojos cabían todas las metáforas pero ninguna se les acercaba; eran laberínticos, una red de trampas que impedía a los demás saber qué pensaba.

Así que Vds. sabrán si hemos ganado en claridad (es una descripción de un personaje central) con lo de "al borde de un chasquido triste", los ojos "ni muy grandes ni muy pequeños", o sea, medianos o normales, en los que "cabían todas las metáforas": es decir, metáforas profundas y superficiales, poéticas y prosaicas, espirituales y groseras, inteligentes y simplonas. Todas las metáforas, PERO TODAS. Además, "Una red de trampas". Tanta palabra, tanta metáfora y nos quedamos, nosotros sí, en medio de un laberinto banal hecho a base de verborrea mediocre y lirismo de rebajas de verano.

Venga, más de ojos, página 59:

-Y ¿qué fotografía? -preguntó Daniel, interviniendo de repente en la conversación. Sus ojos eran como las bolas de un adivino que conoce el pasado, el presente y el futuro. Aquella mirada crujió como una caña que se quiebra en la mente de Paola que, incomodada, apartó la vista.

No sé qué deja más perplejo, esos ojos omniscientes de adivino a tiempo completo o "la caña que se quiebra en la mente". Es que uno se queda transido de impotencia, entre frustrado y desalentado, por ser incapaz de imaginarse, qué digo, por ser incapaz de comprender qué pretende el escritor transmitirnos con sus arabescos verbales, que vedan, ese es el problema, cualquier representación humana.

Sigo un poco más, pero me limito a poner en cursiva lo que me ha desagradado, en ocasiones profundamente.

Página 70, descripción de la hija de Paola/Eva Malher:


Amanda hacía pensar al hombrecillo en cierta fotografía de Audrey Hepburn que llevaba encima el día que Ibarra lo detuvo. Una fotografía de Dennis Stock para Magnum Photos en la que ella aparece dentro de un vehículo, con el antebrazo apoyado en la ventanilla y la cabeza recostada, contemplando algo hacia abajo. Amanda era una niña llena de sueños, en cierto modo un anticipo de la Hepburn que hubiera podido llegar a ser un día. Esos sueños aleteaban entre sus pestañas, atrapados e impacientes por hacerse realidad. La niña hablaba moviendo las manos como aspas de un molino mientras su madre asentía un poco ruborizada, como si el entusiasmo de su hija la incomodase, tanto como la entusiasmaba.

Página 99:


La marcha de Oliverio supuso muchas otras cosas. La Pecosa redobló los esfuerzos, abusaba de ella misma de un modo temerario, cumplía horas extras y dobles turnos, y seguía gastando el dinero que, apenas entraba, se iba en cordones de soldadura que no soldaban más que su propio infierno. A veces, se encerraba en el cuartucho del sótano que hacía las veces de dormitorio, y Mauricio la oía llorar. El llanto de la Pecosa era tenaz, gris, hermoso y temible. Invencible.

Página 110: 

-¿En qué puedo ayudarle? -Su voz era limpia, digna pero ya en desuso, una voz impostada en la que seguramente nadie creería cuando contase las historias que, sin duda, había vivido la dama. A pesar de ello, algo en su expresión hablaba de un sufrimiento que no había sido vencido, que seguía ahí, detrás de su bonita blusa floreada, de sus labios levemente pintados, de su permanente, conservadoramente elegante. Pero, de alguna manera, ese sufrimiento no la había destruido. 
Mauricio se descubrió la cabeza y le tendió la mano. Ella la estrechó sin emoción ni disgusto. 
-Me llamo Mauricio Luján. Llamé hace un rato para anunciarle mi visita. Quería hablar con don Horacio. 
A la mujer no le pasó por el alto el cuidado del anciano al dejar las palabras dobladas y cuidadosamente depositadas en el aire, con un respeto litúrgico.

Página 117:


 El anciano pagó el ramo sin aceptar el cambio de vuelta. Ella le dio las gracias y aún retocó un poco el papel que lo envolvía con expresión de niña insatisfecha. Debía de ser perfeccionista.

Y no crean que he tenido que rebuscar. Las tonterías como las anteriores no solo abundan, es que saltan al encuentro de uno como avispas enloquecidas, una vez tras otra: un desastre estilístico, un naufragio artístico. Disculparán, en todo caso, la profusión de citas, pero creo que venían al caso. Explican, en gran medida mi renuncia a seguir leyendo.

En fin, supongo que detrás de todo este palabrerío insano hay una historia. En algún momento, es de esperar, la multiplicidad de personajes y de narraciones quedará ensamblada, piezas de un puzzle ya tal, nos sorprenderá un final inesperado o truculento y, pimpampum, a otra cosa. El caso es que, sin estilo, o con ese estilo, digamos, de cartón piedra y aglomerado, no hay historia que se sostenga, no hay proyecto literario válido. En definitiva, un gran fracaso. 














miércoles, 23 de agosto de 2017

'Madrid: frontera', de David Llorente

De vuelta el Polillas, tras el impacto de los atentados en Barcelona, con ese reguero de víctimas que solo pasaban por ahí, carne de cañón de intereses que ni sospechamos y de fanatismos de apariencia medieval, y con la constatación de que la miseria moral de ciertos periodistas y políticos no tiene límites, por mucho que creyésemos que los teníamos calados.

Tras las vacaciones veraniegas (siempre pienso que bien pueden ser las últimas al ritmo del implacable cambio socioeconómico que estamos experimentado), tengo algunas lecturas a cuestas que no reseñaré aquí y otras que sí. Entre las que no reseñaré, por salirse del ámbito de este blog, me permito recomendarles una excelente (en mi opinión) monografía sobre arte y política: El lugar de los poetas, de Jesús Alegre Zahonero, que se desarrolla sobre la lectura de la Crítica del Juicio, de Kant. A este respecto, a veces se puede tener la impresión de que hay libros tan glosados que no vale la pena leerlos. Error. Siempre se gana algo con la lectura directa, y aprovecharemos después mejor a los comentadores y a sus hermeneutas.

Y sí, ya sé que mucho se ha escrito sobre arte después de Kant.

En fin, acometo la segunda reseña de la temporada 2017-2018. 




Madrid: frontera, de David Llorente, es una novela difícil de clasificar: ganó el premio Dashiell Hammett, de la Semana Negra de Gijón (algo de lo que también puede ufanarse Alexis Ravelo, entre otros), por lo que a priori es lícito pensar que se trata de una novela negra. Por otro lado, la trama se despliega en un Madrid futuro, al borde del mar, en unas condiciones políticas, sociales y económicas tales que nos hace llegar a la fácil conclusión de que es una novela distópica. Podrían pensar también que, en tal caso, no hay contradicción alguna: es una novela negra y distópica, o distópica-negra, con ribetes de ciencia ficción y, ¿por qué no?, de fantasía mitológica. Ah, y con crítica social explícita y todo.

Todo lo anterior es aceptable en diverso grado.

Sin embargo, el dilema que me ha atormentado durante toda la lectura no se centra en la circunscripción a un género. Más bien es que no termino de decidirme si la novela me lleva a la exasperación por el tedio o si la es la exasperación permanente la me conduce por pura insensibilización al tedio.

Me explico: 

La novela está narrada por el protagonista. Hasta ahí, normal, pero durante bastantes páginas, esto no parece tan claro, porque el personaje no se limita a contarnos sus correrías en primera persona, sino que se habla a sí mismo en segunda, y en presente. Solo al rato, disculparán mi inteligencia, no demasiado rápida, me percato de que no hay un yo que se dirige a un , o un narrador al lector, sino un yo al mismo yo. Como excusa, puedo argüir que la dificultad en reconocer esto puede deberse a que el personaje no sólo describe o narra lo que hace, sino que a veces imprime un tono imperativo (Por ejemplo: "Te aseguro que es mejor que salgas corriendo", pág. 87), lo que hace más complicado caer en la cuenta de que no hay un diálogo, sino un monólogo interior o diálogo consigo mismo. Aparte del problema inherente a que, dado el empleo de esta voz, nos preguntamos cómo puede el personaje contarse cosas que no ha visto o acciones en las que no ha estado presente. Quizá pueda pensarse que es un monólogo interior omnisciente, que también puede ser si nos ponemos imaginativos.

Monólogo interior que destaca sobre todo lo demás por ser repetitivo hasta la extenuación, supongo que por voluntad de estilo y a modo de impronta literaria, pero que, en mi caso, me arroja, perdónenme la licencia, a los asfixiantes brazos del hastío por su rampante banalidad:


Te llamas Igi W. Manchester. Tienes treinta y tres años y te has acostumbrado a cambiar de piso cada dos semanas. 
¿Dónde vivo ahora? 
Las calles de Madrid siguen sin tener nombre. Puedes bautizarlas de la manera que más (o menos) te guste. 
Vale. 
Enfrente de tu casa hay un banco. A veces te quedas mirando la publicidad de sus hipotecas: Mujeres semidesnudas que juegan a la pelota en una playa tropical. 
Me deslumbran los tubos de neón. 
Asomas los ojos por la ventana del sótano y compruebas que los agentes del Cubo no os han encontrado. 
¿No estoy solo? 
No. 
Eufride está tumbada en el colchón. Echa un vistazo a sus últimas fotografías 
Hace frío aquí dentro. 
Sí. (pág.31)

Es así todo el rato, pero TODO. Algunos le llamarán a eso estilo propio, pero estoy seguro de que habría sido mejor carecer de él. A mí, en particular, me suscita ardientes deseos de aniquilación y fantasías de hecatombes. 

Hablemos de las susodichas repeticiones. Por ejemplo, hay un personaje fugaz cuya importancia se me escapa llamado Samuel. A David Llorente, Samuel le parece un nombre sin la suficiente carga semántica, así que decide remediar esta tara. Desde su presentación, casi siempre es "el pequeño Samuel". Entonces, tenemos que "el pequeño Samuel se levanta de la cama" o "el pequeño Samuel solo tiene miedo cuando pasa cerca de la carretera", o "el pequeño Samuel (cuando pasa cerca de la carretera) se pone los cascos" o "el pequeño Samuel llega al instituto" o "el pequeño Samuel empieza a sentirse mal" todo esto en apenas algo más de una página (final de la pág. 105 y pág. 106). Cinco veces en la página 135, donde mantiene un bonito duelo con "Librado Cornellá (inspector de Educación)", que nos atormenta de la pág. 133 a la 136 en seis ocasiones. Seguimos con el "pequeño Samuel": tres veces en la página (media) 138, cuatro en la página 147 y algunas más que me habré saltado en medio. En mis pulcras anotaciones en las páginas en blanco que suele haber al final de los libros (malditos los que carezcan de ellas), he anotado: "Hasta las narices del pequeño Samuel". 

También, a modo de pintura impresionista, el mar que baña Madrid tiene el color de la tinta. Bien. El autor lo repite cada vez que puede, como ese niño que acaba de dibujar un palote, recibe la aprobación del tío sinvergüenza y entonces se dedica a pintar palotes en su cuaderno, en las paredes de la casa, en las sábanas, en el perro y hasta en la cara de sus padres mientras duermen. Vivan los palotes, viva la tinta. Viva la repetición porque soy ESCRITOR. Véanse los siguientes ejemplos con todo lo comentado:


Detrás de las ruinas de la antigua estación de Atocha se encuentra el mar de Madrid. El agua del mar de Madrid es oscura como la tinta. Las olas revientan contra las piedras de los acantilados y la espuma salta muy alto, tan alto que a veces (según se dice) llega a mojar las estrellas. 
¿Y la luna? 
También. (págs 42-43)


El doctor Argüelles escucha el sonido de un cuerpo que cae al agua. Se asoma por la borda y observa el mar, oscuro como la tinta. (pág. 146)

La vista desde la planta petrolífera es mucho mejor que la vista desde el faro. Miras a través de los ventanales. Te gusta la sensación de estar dentro del mar de Madrid. 
Oscuro como la tinta. 
Sí. (pág. 151)

El mar de Madrid es oscuro como la tinta. (pág. 161)

(...) Ven cómo la ciudad de Madrid se va quedando pequeña y dejan de distinguirse los edificios vacíos y las pantallas de plasma de Ezequiel Caballo y (durante unos minutos) solamente se ve el paisaje de cartones y la piel del mar, oscura y fría como la tinta. (pág. 172)


En la calle huele a mar. En la calle (por encima del murmullo de la lluvia) se oye el rumor del mar y sus olas reventando contra las piedras de los acantilados. El mar de Madrid (ya lo sabemos) es oscuro como la tinta. (pág. 197)


Os quedáis en cubierta y camináis a proa. El madr de Madrid es frío y es oscuro como la tinta. (pág. 235)


Atención, lectores: ¿Soy yo hipersensible o el autor se burla de nosotros en la penúltima cita? En fin, hay más perlas repetitivas de esas, pero dejo que las descubran Vds., que ya bastante he sufrido con esta machaconería de taladro dominguero.

Otra característica del estilo de David Llorente, al menos en Madrid: frontera, es el uso de los paréntesis, como ya habrán podido degustar en las citas anteriores. Que no se diga que yo estoy en contra de su uso (igual sí), pero que en este caso es (parece) tan arbitrario que da la impresión de que hubiera dado igual que hubiese rodeado con ellas cualquier otra palabra, muchas veces (demasiadas) incidiendo en la obviedad o en la repetición, que parece ser la marca personal del autor.


Nicanor Julepe echa abajo la puerta del faro y al cabo de unos segundos aparece en la puerta de arriba. Parece desconcertado. Estaba seguro de que te encontraría allí. Olfatea otra vez el aire y (entonces) vuelve la cabeza hacia el bosque de pinos y mira exactamente al punto en el que te encuentras tú. Estás empapado (más que de lluvia) de sudor. Das media vuelta y echas a correr. (pág. 88)

Los policías (hombres de acción) se aburren en las comisarías. A los policías (almas temerarias y justicieras) les hastía el trabajo en la oficina, el timbrazo del teléfono, el zumbido de la máquina de café, el siseo de la impresora. Por eso agradecen que (de vez en cuando) sus compañeros les traigan a unos cuantos detenidos. (pág. 93)


El Cifra II remonta una ola y aparece (de pronto) la planta petrolífera. El doctor Argüelles jamás imaginó que (de cerca) pudiera ser tan grande. El Cifra II pasa entre los grandes pilares de acero que se hunden en el mar. 
¿Está buscando la entrada? 
Sí. (pág. 146)


También, así, es toda la novela, hasta la maldita última página.

Y esto quedándonos en el plano estilístico. En el plano argumental, entiendo que situarnos la acción en un Madrid aciago bajo un régimen despótico con el desarrollo de características que ya padecemos de manera germinal en el presente le sirve al autor (residente en Praga) para ejercer una crítica supuestamente feroz a la situación política y social de nuestros días: desahucios, brutalidad policial, deshumanización, violencia, desmantelamiento de la Educación y de la Sanidad, etc. Sin embargo, hay incoherencias lógicas que bien podrían haberse detectado con un mínimo esfuerzo. Es decir, si hubieran ejercido su labor esas figuras tan insólitas en el mundo literario como un editor competente o un corrector sin miedo. Por no hablar de un escritor que hubiera revisado una y otra vez su novela.

Por ejemplo, si es bajo un régimen tiránico en el que la policía detiene, golpea y mata sin escrúpulos ni castigo, es una tontería señalar (al menos dos veces, ya sabemos qué le gusta a David Llorente repetirnos las cosas) que los chalecos antibalas de la policía impiden ver el número de identificación, o que en cierto momento los altos cargos del régimen teman la aparición de la prensa en el lugar de un asesinato, cuando hasta ese momento la descripción que se ha hecho de Madrid es la de un lugar en estado de excepción permanente. O que a los jóvenes universitarios se les regala el billete de avión para que puedan marcharse de Madrid. Y gratis, lo que a esas alturas de la novela es absolutamente inconcebible. O que haya socorristas en una playa a donde va a parar un torrente incontenible de suicidas previamente desahuciados y cuya vida no le ha importado a nadie. Suicidas atraídos, no se lo van a creer, por cantos de sirenas. Asimismo, aunque cualquiera sabe qué nos deparará el futuro, parece un poco anticuado que la Iglesia Católica sea, de nuevo, el soporte ideológico de ese futuro Estado policial. Vamos, que podría haberse inventado otra cosa menos rancia. Hay más, muchos más, elementos introducidos por el autor que o bien parecen absurdos o innecesarios: no insistiré en ellos.

Por otro lado, los personajes son cromos, estampitas, meramente funcionales y sin personalidad. Representaciones manidas de tipos sociales que se encarnan de modo deficiente y cuyo destino no produce más que indiferencia, a pesar del empeño del autor en que padezcan un destino brutal. Hasta el mismo narrador adolece de falta de personalidad, y su evolución, o lo que sea, desemboca en un clímax mustio y previsible. Supongo que la novela en su conjunto y cada uno de sus elementos son, o aspiran a ser, metáforas. Por no hablar de sus alusiones y referencias literario-cinematográficas, tan del gusto de los lectores de crucigramas y jugadores resabiados de Trivial. Con estas novelas y estas metáforas siempre me pasa lo mismo: albergo la sospecha de que el autor se está riendo a carcajadas en cualquier rincón con sus amiguetes por haber conseguido que lo hayamos tomado en serio.

Mi impresión, en definitiva, es que es una novela estilísticamente irritante, con ínfulas y fallida, con un argumento pobre, hecho a base de escenas que se pretenden duras e impactantes y se quedan en un ejercicio pretencioso de no se sabe bien qué, a medio camino entre una alegoría simplona y desganada y un fresco futurista hecho a brochazos despelusados y sin talento alguno.

Lo peor que le ha podido pasar a David Llorente es que le hayan dado un premio. Es de suponer que se convertirá en (peligroso) reincidente.




P.D. De otras reseñas: aquí: "(...) distopía desasosegante, un grito de denuncia de la miseria que corroe nuestra sociedad actual, una novela inquietante y radical en su planteamiento"; aquí: "La lectura de Madrid:frontera tiene la voluntad de remover tu mundo mientras te propone un relato repleto de (buena, por cierto) literatura. Por cada una de sus hojas circulan referencias literarias que engrandecen el universo de la novela, si estás ojo avizor, produciendo un efecto megáfono para que las palabras resuenen con más fuerza", aquí: "
David Llorente construye una novela negra diferente, con una estructura muy particular donde el género asume elementos de lo fantástico y ese subgénero en sí mismo que son las distopías en un mayor o menor grado de futuro ennegrecido" o, finalmente, aquí: "Así ese Cormac MacCarthy español llamado David Llorente en su novela negra, distópica e hipnótica Madrid:frontera (Ed. Alrevés)."

Por lo que se ve, Canarias no tiene el monopolio de las reseñas cachondas.