jueves, 23 de marzo de 2023

'Los árboles', de Percival Everett

Cualquiera, digamos que artista para lo que nos concierne, podría sentirse tentado de recibir un premio de una institución pública con la excusa de que, como su dirección está a cargo de políticos, que, a su vez, han resultado elegidos en unas elecciones democráticas, la misma institución representa, aun indirectamente, a la ciudadanía. Así, el/la artista que recibe el galardón podría pensar, quizá con algo de mala conciencia y calculando los beneficios, que el premio se lo concede aquella.

No obstante, hay que ser un poco ingenuo para creer en esa transferencia casi mística de voluntades, en tal suerte de sucesivas reencarnaciones. Una vez elegidas, y hablamos aquí sólo de las personas a cargo de las instituciones culturales o de las que se relacionen aunque sea episódicamente con el mundillo artístico-cultural, hacen y deshacen según su santo parecer, y rara vez, si es que alguna, consultan a la ciudadanía sobre futuras decisiones. El concepto de política cultural democrática les resulta ajeno, y si no lo fuera, es probable que les repugnara.

De aquí, que si a nuestro/a artista le comunican que ha recibido un premio, honor o distinción, debería plantearse la posibilidad de que en vez de recibir un reconocimiento ciudadano en realidad va a ser uno político-partidista, y también sospechar que quizá el premio no le premia a él, sino a la institución que se lo concede o, peor aún, al partido o al político al frente de ella: una manera de recibir publicidad o promoción mediante el prestigio del premiado/a. Ejemplos, mil, ¿verdad? Claro que el/la artista puede pensar que le importa un comino todo lo anterior y lo que quiere es la pasta y la posible sinecura, provenga de donde provenga el trofeo, la condecoración y el cheque a su nombre.

Por tanto, y mientras no vivamos en una democracia no solo representativa, sino imperfectamente representativa, y mientras no vivamos en una sociedad mucho más justa e igualitaria que la actual, sin sus agudas desigualdades, estoy convencido de que el deber de un/a artista que pretenda ser algo más que "productor de contenidos" y aspirar a algo más que el agasajo mediático es rechazar todo honor o premio institucional público, como muestra y recordatorio, como reproche, de que no hacemos todo lo posible por nuestros semejantes. Por no hablar de los galardones de las instituciones o fundaciones privadas más conspicuas, sobre todo cuando están patrocinadas o sufragadas por entidades de las que abominamos a diario. Lo propongo como ideal normativo, claro está, que sé que es de casi imposible cumplimiento: cada uno/a tiene sus propias necesidades y angustias; económicas, sin ir más lejos.

Lo que me resulta intolerable, en definitiva, es ver a estos/as artistas recibir este o aquel premio como si fueran cachorros jadeantes a la vista de la galleta. A veces, resulta profundamente entristecedor contemplar sus expresiones de alegría, el brillo lacrimoso, la sonrisa sardónica, como si solo entonces hubiesen alcanzado algún tipo de Parnaso, el definitivo hito en su carrera, la confirmación final de su talento. Después, serán capaces de conceder entrevistas hablando, sin rubor, de su compromiso crítico con la sociedad, su solidaridad con los más desfavorecidos, etc., o de ejercer de intelectual desde la columna de un periódico o de tertuliano en una emisora. Lo que tampoco es óbice para que desprecien a "las masas", "la pérdida de valores" o cosas semejantes: "Y qué me dicen", bramarán estos artistas devenidos en intelectuales, "del totalitarismo woke", etc.

Casi prefiero a los más cínicos/as, que se limitan a mascullar: "El mundo es así" y no nos espetan jeremiadas insensatas e hipócritas.




Los árboles, de Percival Everett (y traducida por Javier Calvo) es una novela engañosa. No porque sostenga mentiras o algo así, sino que el inicial tono ligero y humorístico va dejando paso, aun sin desvanecerse del todo, a una narración de los abusos y asesinatos raciales en el sur de los Estados Unidos durante más de un siglo. Esa excavación histórica, tal despliegue genealógico del racismo visceral de ese país se concreta y desarrolla a partir de la llegada de unos policías encargados de la investigación de varios asesinatos (acompañados de elementos sorprendentes) en el pueblo de Money, Mississippi.

Esa aparente ligereza (predominio de los diálogos, ágiles, a menudo con una sola oración, ausencia de descripciones, protagonistas pintorescos, frases cortas en los párrafos tampoco extensos, y capítulos de pocas páginas, a veces, una o dos) evita, por un lado, que la narración en tercera persona se convierta en un mero tópico de denuncia antirracista. Por otro, logra que el lector, que podría sentirse remiso a afrontar este tipo de asuntos, se implique con una trama que resulta, a medida que se avance en la lectura, cada vez más oscura. Asimismo, con esa facilidad va inserta un veneno que solo se experimenta después, con el libro ya abandonado sobre la mesa. Una pastilla dulce que se devela como amarga una vez ingerida.

No obstante, y a pesar de los méritos que para mí sin duda los tiene, me quedo con la molesta sensación de que el desenlace de la trama o la solución escogida por el novelista para concluir (si se puede aplicar este verbo) la obra me resulta insatisfactoria para un asunto cuya gravedad, progresivamente, se ha ido incrementando como la oscuridad de un eclipse social que amenaza con no marcharse jamás.

Como dice el nunca excesivamente agudo (perdonen la construcción sintáctica) Emilio González Déniz, resulta fácil achacarle defectos a cualquier obra. Creo ver allí esa perspectiva popular, siempre errada, de considerar sagrada la obra (literaria, artística) ya canonizada, como, por ejemplo, El Quijote, cuando hasta grandes críticos y admiradores y estudiosos no dudan en señalar sus errores y defectos (véase, por ejemplo, El escritor que compró su propio libro, de Juan Carlos Rodríguez). También, esa idea del autor como genio, o geniecillo, dedicado a una hercúlea, noble, casi divina, misión, la de escribir, por lo cual el respeto debido consiste, al parecer, en no hacer crítica de su obra. No obstante, si eso no forma parte también de la tarea, del deber del crítico/reseñador/recensor/comentarista literario, no sé qué lo será.


-Mierda. Si hay algo que odio, son los asesinatos -dijo el sheriff Red Jetty-. Te pueden estropear el día entero. 

-¿Porque son un desperdicio de vidas? -le preguntó el forense, el reverendo Cad Fondle. Acababa de declarar muertos a Junior Junior y al cadáver negro sin identificar sin siquiera tocarlos. 

-No, es porque son un marrón. 

-Dejan mucha sangre -dijo Fondle. 

-La sangre me importa un cuerno. El problema es el puñetero papeleo. -Jetty señaló el suelo-. ¿Qué vas a hacer con las pelotas de Milam? 

-Dile a tus hombres que las guarden en una bolsa. No le veo demasiada utilidad a volver a cosérselas. Pero lo puede decidir el tipo de la funeraria junto con la familia. 

El sheriff Jetty se agachó, con cuidado de no apoyar la rodilla en el suelo; examinó el cadáver negro y le ladeó la cabeza. 

-¿Qué ves, Red? -preguntó Fondle. 

-¿No te suena de algo? 

-No le puedo ver la cara. Tiene demasiadas lesiones. Además, a mí me parecen todos iguales. (Pág. 24)


 Ed y Jim entraron en la comisaría mal iluminada. Los recibió una mujer alta y de hombros estrechos que llevaba unas gafas de ojo de gato sujetas con cadenilla. 

-¿Los puedo ayudar en algo? -les preguntó. 

-Venimos a ver al sheriff Jetty -dijo Jim. 

-Voy a ver si está. -Caminó hasta la puerta abierta de la oficina del sheriff y dijo-: Han venido dos hombres a verte. ¿Estás? 

-Pues supongo que ahora tengo que estar, ¿no? -dijo Jetty. Se asomó por la puerta. Se quedó un momento sorprendido por el aspecto de los hombres, pero se recuperó enseguida-. ¿Venís de Hattiesburg? 

-Soy el detective especial Jim Davis y éste es el detective especial Ed Morgan. Somos del MBI. 

-Detectives especiales -repitió Jetty. 

-Y no es sólo porque seamos negros -dijo Jim-. Aunque es una de las razones. 

Aquello descolocó a Jetty. La recepcionista, que se llamaba realmente y de nacimiento Hattie Berg, soltó una risilla brusca. (Págs.45-46)

 

Siguieron a Mama Z por un pasillo corto con las paredes cubiertas de fotos familiares hasta otra habitación. Había archivadores de altura media por todas las paredes y otros más bajos debajo de la única ventana. 

-¿Qué es esto? -preguntó Ed. 

-Los archivos -dijo Mama Z-. Son los archivos. Cuéntaselo, niña -le dijo a Gertrude. 

-Es casi todo lo que se ha escrito sobre todos los lichamientos perpetrados en los Estados Unidos de América desde 1913, el año en que nació Mama Z. 

-Un momento, dijo Jim-. Eso quiere decir que tiene usted... 

-Ciento cinco años, dijo ella. 

-¿Todos los linchamientos? -preguntó Ed. 

-Pocos faltarán -dijo Mama Z-. Antes me dedicaba a recorrerme todas las bibliotecas del estado y a leerme todos los periódicos. Ahora uso Internet. Debéis saber que yo considero linchamiento a las muertes por disparos de la policía. Sin ánimo de ofender. 

-No nos ofendemos -dijo Jim. 

-¿Por qué hace esto? -preguntó Ed. 

-Porque alguien tiene que hacerlo. Cuando me muera y se conozca este sitio, confío en que se convierta en un monumento a los muertos. 

A Gertrude se le llenaron los ojos de lágrimas. 

Jim Davis y Ed Morgan, que lo habían visto casi todo, habían disparado a gente y habían recibido disparos, habían visto muerte y dolor y habían matado en acto de servicio, se quedaron callados. Permanecieron allí de pie mirando la faz gris de los archivadores. Jim contó mentalmente. Había veintitrés. Los cajones se parecían a los de una morgue. (Págs. 124-125)


Volviendo a Los árboles, es de reseñar que cuenta con personajes carismáticos, en especial la pareja de policías inicial más una tercera investigadora, que se sumará con posterioridad, y que parecen de vuelta de todo. También, como contraparte, los personajes sureños blancos (por hablar a la manera anglosajona: esa teoría, esa manera de ver el mundo que es el de la gota de sangre), esa white trash o red necks tan citados últimamente, resultan convincentes, aunque, tal vez, demasiado estúpidos (es posible que la labor de la traducción resultara problemática: es decir, más de lo normal). En los últimos capítulos, todo hay que decirlo, aparecen de forma súbita nuevos personajes, sin demasiado peso, lo que resulta por momentos un tanto confuso y distrae la atención: otros puntos de tensión añadidos a los iniciales, tanto topográficos como étnicos, no favorecen, en este caso, la coherencia ni el clímax de la novela.

Todo esto hace que a esta obra, en mi opinión, aun siendo interesante, a ratos conmovedora y, repito, muy amena, le falte un punto de cocción, un poco de paciencia para que hubiera resultado más espesa, más contundente y con mayor cuajo. Esto es como todo: lo que se añade por un lado a veces se detrae de otro.

Para terminar, y por lo escrito anteriormente, se deduce que Los árboles es una novela política y social, de denuncia, aunque no nos demos demasiado cuenta al principio por su hábil camuflaje. Puede ocurrir incluso que los lectores y lectoras no norteamericanos/as no se den por aludidos/as y no se planteen otra cosa que una lectura detectivesca, divertida, amena y con un final un tanto mágico-rocambolesco. 

En cualquier caso, una novela recomendable.


P.D. Una reseña anglosajona, aquí.

jueves, 16 de marzo de 2023

'La ciénaga definitiva', de Giorgio Manganelli

A veces, me quejo un poco (en plan susurro interior) de que no haya tantas novedades de literatura canaria como a mí me gustaría para actualizar el blog de manera más regular. Sin embargo, sé que me engaño: hay demasiados escritores/as a cuya obra ya no quiero acercarme después de un par de reveses. En algún caso, con uno solo ha bastado. Lo mismo digo con respecto a la literatura escrita por mujeres: sin tener yo ninguna obligación de establecer paridad alguna, sí que noto que la relación de mis reseñas está bastante desproporcionada, posiblemente sin relación con lo que se publica. Puntos ciegos, haberlos, haylos.

Aunque puedan no creerme, acometo periódicos ejercicios de reflexividad en que me pregunto por qué unas reseñas se leen más que otras, por qué reseño más obras de escritores que de escritoras, qué géneros son los preferidos del público lector del blog, cuáles son mis prejuicios a la hora de escoger unas obras u otras, cómo de sesgado está mi supuesto olfato intento calibrar cuál es el grado de morbo que experimentan lectoras y lectores cuando acometo críticas negativas de autores/as locales y su nivel de desinterés cuando son de autores allende los mares. En fin, es lo que tiene la ociosidad autoconsciente.

De todos modos, no dejo de pensar, tal vez inducido por la lectura de la novela que reseño hoy, que el panorama literario, por mucho homenaje casanovesco, por mucho Día de las Letras, por mucho premio literario de (más o menos) postín, por mucho ensalzamiento vacuo de cualquier escritor/a nuevo/a, está demasiado quieto, tal vez estancado, una quietud tal vez no de cementerio, pero igual un poco inquietante. Harían falta, tal vez, como suele decir Ricardo Pérez, reuniones, tertulias literarias, jornadas y debates, pero donde se reunieran críticos, escritores/as, público lector, tanto en el espacio público físico como en el de los medios de comunicación, pero con voluntad de trascender a la ciudadanía (al menos, la interesada), de generar algo parecido a un clima. Con su dosis inevitable de insultos, enfados y gestos airados, golpes en la mesa, pero, al fin y al cabo, que se manifestara, en definitiva, la vida (artística, literaria). Igual existe, pero yo no me he enterado.

No sé qué pensarán Vds.




No tengo en rubor en reconocer que a mí estos libros con este lenguaje a veces de regusto arcaico y si no difícil, sí exigente, me ganan desde el principio. Podrá decir misa Juan Marsé con su ya tópica frase de la "prosa sonajero" (que debe de ser la favorita de autores/as y lectoras/es de novela negra y best-sellers de variada temática), pero cuando uno se topa con palabras y frases que parecen creadas ex profeso para la obra percibe de inmediato que está leyendo algo diferente de la prosa habitual, más o menos comercial, y, en el caso de Canarias, muy alejado del estilo urraco de Andrea Abreu o Aida González Rossi, sin ir más lejos (basado en el habla popular, subrayando más la expresividad que la semántica). Por no hablar de la manifiesta falta de voluntad estética de gran parte de nuestra caterva literaria habitual, de lo que ya me he manifestado, con cierta frecuencia. 

Claro está, todos los discursos son posibles; todos los estilos, legítimos. Sin duda, si son eficaces, pero sigo siendo más de hipotaxis que de parataxis, más de Sánchez Ferlosio que de Azorín o, ya puestos a meternos con alguien, que de Nicolás Dorta.

No obstante, no hay que confundir la resonancia de la prosa de Manganelli (al menos, la vertida por el traductor de esta novela, Carlos Gumpert) con el tono a la vez campanudo y empalagoso de, digamos, un reseñador especializado en comentarios cordiales (y lamentablemente prolífico) como Victoriano Santana Sanjurjo (para que se hagan una idea y como ejemplo conspicuo, qué remedio). En la novela La ciénaga definitiva es evidente esa voluntad estilística transmitida tanto por la elección de determinados vocablos como por una prosa retorcida y reiterativa a base de oraciones largas con numerosas aposiciones, que recuerda en algún momento (y Dios me perdone), a Bernhard, pero sin su bilis. Un tono, al fin y al cabo, no solo apropiado, sino que parece el único posible. 

La ciénaga definitiva es una obra narrada en primera persona, el relato de un hombre que, huyendo de sus inquisidores y a lomos de un caballo, se adentra en la ciénaga, un territorio que le ha sido revelado por un anciano en una villa al margen de la ley. Allí morará en una casa misteriosa. Nada más. Sin embargo, nada menos: en 90 páginas, que no pueden leerse de corrido so pena de no apreciar las ironías, perplejidades, paradojas y aporías de la memoria del personaje, uno tiene la impresión fabulosa de sumergirse en un mundo legamoso y lacustre descrito a la perfección (si tal cosa es posible) y, sobre todo, en las variaciones anímicas y en las disquisiciones filosóficas del narrador, transcritas con impío detalle. 


Y después descubro, con tardío estupor, algo distinto: la luz. Puesto que sólo ahora salgo de una noche, apenas desfigurada por resinosas antorchas, he imaginado que esta claridad que envuelve el foso era un alba; pero no tardo en advertir que esta luz, inestable y a la vez inconsueta, una luz pobre pero ecua, no proviene del cielo, sino de una suerte de ciénaga boca abajo que cuelga por encima de esta desmesurada planicie de agua. No son nubes las que se ciernen sobre la ciénaga, sino una calidad para mí desconocida de cielo, si es cielo, una planicie irregular, como irregular es la ciénaga, colgada sobre mi cabeza. El tránsito del tiempo no escande los tiempos; como podré aprender más tarde, hay momentos nocturnos y momentos que llamaré diurnos, pero estos tiempos se alternan de manera discontinua, siguiendo leyes, si es que existen, que ignoro. Ahora veo esto, que el cielo, este cielo que cielo no es, ocupa todo el espacio por encima de mí, quizá se interponga entre la ciénaga y el cielo, un fingido telón de cielo que mantiene a raya un cielo ulterior, si existe. (Pág. 18)


Y lo reafirmo, toda la ciénaga, la ciénaga malsana, y la ciénaga de la condena, de los infiernos líquidos, la ciénaga cementerio y la ciénaga planeta extraño, luna exótica, todo se concluye aquí, en este lugar intrínseco, de una exhausta e imposible dulzura, pero también sin aire, sin sede, sin límite de roca, sólo barro, y en éste sumergirse descenderse, jamás precipitarse, hundirse, dejarse tragar. Pero, me pregunto, ¿qué habrá en el corazón de la ciénaga, habrá allí quizás un lugar central que gobierne el movimiento de las aguas, el deslizarse de las pozas y las metamorfosis de las dunas? ¿Existirá en el corazón íntimo de la ciénaga, bien abajo, donde estén las vísceras de la tierra putrefacta, existirá un corazón que lata, un corazón atroz al que no corresponda rostro alguno, mano alguna, genitales algunos, sino sólo esta sangre gris de agua legamosa? ¿O dará la casualidad de que exista una suerte de mente de la ciénaga -no se asemeja esta maraña a las irrigaciones del cerebro-, una mente retorcida y sentenciosa y punitiva y doliente que continuamente haga este espacio, la ciénaga? ¿Cuánto, me pregunto, cuánto hará falta descender para tocar ese centro en el cual la ciénaga se vuelva comprensible? O acaso ese centro no sea más que una fantasía de nuestras mentes pueriles, oh, sí, el centro existe, cómo podría no existir, pero la ciénaga no es otra cosa que la defensa, la protección, lo que hace inaccesible el centro que gobierna y explica. (Pág. 44)


Pero a fin de cuentas ¿no seré yo, justo yo, el tirano al que yo, precisamente yo, me propongo asesinar como conclusión de una larga vida de odio? ¿No encarnaré yo dos formas de odio, dos formas de desamor, esas por las que soy un tirano en virtud de mi odio genérico, abstracto, didascálico, docto, del veneno del que está hecha mi verde sangre, y, a la vez, como sicario, el odio específico, devoto, de coleccionista apasionado, meticuloso, paciente, especialista? Quizás en cuanto tirano y homicida del tirano pueda salir de las angustias de un monólogo riguroso, filológicamente exigente, y pueda transformar mi discurso, no ya en un coloquio amebeo, sino en una serie de monólogos paralelos; monólogos en los que se podría reconocer la fatigosa pero indudable fraternidad del odio, y por lo tanto también la subrepticia, cautivadora trama del amor. Así pues, ese papel que se me propone, que nerviosamente el apuntador me impone, es éste, que yo sea tirano, variante feroz, arcaica, vistosa del monarca. ¿Y será, pues, este papel el extremo, el conclusivo que me corresponderá en este terreno falaz por no pútrido, en esta recitación de compacidad térrea? (Págs. 72-73)


Uno tiene la impresión de que, como es obvio, el autor no sólo ha usado palabras para contar una historia, o unas memorias, o lo que sea, sino que las ha moldeado y reconstruido para adecuarlas a sus necesidades narrativo-filosóficas. Las combinaciones sujeto+adjetivo son siempre, o dan la apariencia de ser (ahí la técnica del escritor), necesarias y ajustadas, a veces ingeniosas e inesperadas. Hasta las enumeraciones, no escasas, que en otros autores no provocan sino hastío, aquí resultan adecuadas, como un clavo a su agujero. Estamos, como se puede colegir, ante un escritor que no solo tiene oficio, como suele decirse hasta del más basto tuerceteclas, que sabe contar, sino que es también un esteta, indudable poseedor de un sentido artístico al más alto nivel, que se ha enseñoreado de un vocabulario insólito.

Además, la novela, como su lenguaje, es exigente. Se requiere atención total: eliminen los ruidos ambientes, absténganse de comer o sorber o de tener descendencia; y acomódense, busquen un rincon, donde puedan leer sin interrupciones. La novela merece estos preparativos, este homenaje, ante este festín verbal. La sensación tras la lectura será la de haber asistido a algo grande, literariamente suntuoso. Nada tras la cual uno pueda pasar sin más a ver una serie de Netflix o quejarse del recibo de la luz. Da la impresión, como toda lectura excelente, como toda manifestación artística sobresaliente, de que hemos sido testigos y formado parte de algo importante.





miércoles, 8 de marzo de 2023

'Leche condensada', de Aida González Rossi

Un montón de cosas han ocurrido, alineado, conspirado y coaligado para mantenerme lejos de este blog (más de un mes), sin ir más lejos, la mudanza a una nueva vivienda. Como saben, este fenómeno migratorio (en este caso, intraterritorial) comporta un significativo aumento de la morosidad e inesperados picos de estrés. Por otro lado, tanto la preparación del programa de radio de periodicidad semanal como su abrupto cese de emisión no contribuyeron a apaciguar la mente de este que les escribe para una tarea como la lectura crítica de una novela, que, al fin y al cabo, exige concentración.

En otro orden de asuntos, digamos del mundillo, es digna de resaltar la entrevista-masaje que le dedicó el periodista cultural Victoriano Suárez en el Canarias7 al viceconsejero de Cultura del Gobierno de Canarias, Juan Márquez. El titular ponía de relieve que Márquez pensaba reintegrarse al trabajo que tenía antes de su nombramiento político. Como ven, una noticia de dimensiones planetarias que da cuenta de un rigorismo moral que hubiera perturbado al mismo Kant. La entrevista, para quien le pudiera interesar (que cosas más locas ocurren), consistía en que el viceconsejero subrayara que la ciudadanía había sido, es y será el centro de las políticas culturales y que la ley que el parlamento canario había aprobado sin oposición a iniciativa suya era un gran avance, etc.

Estarán conmigo en que una ley aprobada así debe de ser muy laxa, flexible y poco afilada para que grupos de variadas y encontradas ideologías políticas y cosmovisiones se hubiesen puesto de acuerdo en aprobarla. Porque si el triunfo consiste en que el presupuesto en Cultura se "blinda", el truco será determinar el contenido de esas políticas culturales, por no hablar del significado mismo de "cultura" para el próximo partido que se encargue de esa consejería. Se deduce de lo anterior que, para Márquez, y por extensión para Podemos, el significado de cultura no es problemático y que lo que él y su partido entienden (y creen que los demás, también) que es cultura se impone como valioso por sí mismo, sin precisar por qué y en qué medida.

Que digo yo, además, que puestos a blindar presupuestos, podríamos blindar otros que asegurasen el acceso a la vivienda, a reducir las listas de espera en Sanidad o a una educación de calidad para todos, con independencia de la riqueza familiar, o a condiciones dignas de trabajo, etc. Pero qué sabré yo de cultura o de gestión de los asuntos públicos, que no soy músico, ni político ni, mucho menos, periodista cultural.

En fin, la ignorancia de siempre en odres nuevos (que de modo vertiginoso se han vuelto viejos). 




Ya me gustaría sentir el entusiasmo de la editora Sabina Urraca por sus escritoras protegidas, notar en mí la mirada enfebrecida como la que Nora Navarro dirige a Andrea Abreu, vibrar con el adjetivo "salvaje" cuando pienso en Panza de burro o ser sacudido por las oleadas de placer que algunas/os reseñadoras/os parecen haber experimentado tras leer Leche condensada, de Aida González Rossi. Ya me gustaría.

Sin embargo, nada de eso me ocurre: hemos hablado ya en otras ocasiones de Panza de burro y, por desgracia, en alguna más de Nora Navarro. De ellas no hablaremos hoy, sino de la mentada Leche condensada y el fracaso en la literatura moderna (es decir, de hace ya unos siglos) que es la repetición por la repetición, cuando uno de los valores supremos sigue siendo el de la originalidad. Otro asunto es el de la fórmula, pero cuya dimensión es, por encima de todo, el beneficio empresarial, el éxito de ventas, como los best-sellers

¿Y qué repite Leche condensada?: el concepto utilizado con cierto éxito por Andrea Abreu (y Sabina Urraca) consistente en utilizar conscientemente un lenguaje infantil-costumbrista, es decir, la variante dialectal canaria en su uso popular/coloquial. Entendamos, claro, que no pretende ser una transcripción fiel o fidedigna de cómo los hablantes canarios hablan en realidad, sino que construye un lenguaje con características propias literarias. Sin embargo, lo que en la obra de Abreu sorprende y constituye un vehículo apropiado para la narración en primera persona de las escenas de la protagonista (por momentos, conmovedoras), en la de González Rossi el lenguaje empleado en la narración en tercera persona muy pegada a la protagonista (estilo indirecto libre), en otras ocasiones en segunda persona, salpicado de flujo de conciencia aquí y allá, resulta cargante y acaba provocando una sensación crecientemente desagradable que podemos denominar sin temor como tedio.

Además, me atrevo a decir que en Leche condensada se nota más la carga poética de su autora (que en el caso de Abreu), que se empeña en ametrallarnos a metáforas como si tuviera algo que demostrar, algunas de las cuales, concedamos, son certeras, pero cuya sucesión despiadada (por ejemplo, alrededor de cinco páginas, de la 52 a la 56) nos induce a buscar la escalera de incendios más próxima. Ese lenguaje demasiado saturado, tal vez demasiado autotélico, se emplea para narrar el mundo interior de la protagonista, Aída, y de sus traumatizantes vivencias, que parecen no tener fin, entremezcladas con alusiones al videojuego Pokémon, algo que se ha subrayado como un alarde de originalidad y descaro, vayan Vds. a saber por qué.


Si algo ha aprendido Aída estas semanas, es su poder: cerrar los ojos y no existir, cerrar los ojos e imaginarse un programa de monólogos de Paramount Comedy en el que es ella quien habla, ella quien cuenta cualquier cosa que se le ocurra, ruidos, chispas llenándole la cabeza y saliéndole, las patas largas y brillantes y latiendo, por la boca. Historias, burrada tras burrada, ella aplaudida por un montón de público que no se para a mirarle unos agujeros que en ese caso le darían exactamente igual. Aída, sí, sí, Aída, la mejor, Aída, la que sabe cuánto falta para llegar a La Cruz de Tea solo viendo qué riscos hay para arriba, Aída, la salvajita, un día se atreverá a tocar la uña podrida de la abuela, un día a hacer parkour en el skatepark aunque haya una barbaridad de gente y hasta adolescentes bebiendo y dándose besos de tornillo, aunque se caiga y se enjedionde y eso la haga estar feliz, completa, aunque no lo entienda nadie y se crean que ella también está mala y la lleven otra vez al ambulatorio, aunque se haya encontrado unos boquetes que la hacen sentir que ya no solo cambia todo: también su cuerpo. Su poder es cerrar los ojos y, existiendo tanto dentro, no existir. 
Hasta que el labio se le rompe contra una piedra y lo siente hinchado y caliente y salado y los gemelos se asustan. 
Hasta que se recuperan, después de charlar unos minutos, y le llenan los pelos de tierra y le pica la cabeza.

Hasta que le escupen en los ojos. 
Hasta que la llaman bombona de butano, camping gas, Snorlax y la más fea del cumpleaños, ¿por qué nadie más se estaba riendo de ti, gorda? (Págs 20-21)

No son iguales. 
Aída es el huevo del arroz a la cubana: una sorpresa entre todo lo conocido, la saliva saliendo a chorros porque hay una textura nueva, tocarla es necesario y urgente, es como revolcarse en el cuadrado de sol de la huerta que siempre está a punto de arder. 
Moco es el plátano frito: manchándolo todo, volviéndolo todo pegajoso, dejando en todo la marca de su cuerpo que suda, se baba, estornuda, una vez se rompió un hueso y, cuando la gente de alrededor pensó que iba a empezar a hiperventilar, se tocó lo que salía. Y dijo parece un diente. Mordiéndome para escaparse. 
Aída es una mata de hinojo. 
Moco es un árbol que, cuanto más crece, más taponazos dan sus ramas en una ventana. 
Aída es un perro precioso. 
Moco es un gato preciosísimo. 
Aída es la gota de pis, se partió tanto el culo que sintió que se derretía, se le fue tanto la pinza que acabó botada en el suelo y no pudo parar, y se mordió los dedos y los labios y la lengua y aun así no hubo forma, gritó como un cochino y tuvo que irse corriendo y se bajó las bragas y vio ese lago absorbido por la tela y susurró ay mi madre y en el fondo, donde solo verse y tocarse ella, encontró una gota de satisfacción: fue tanto que me cambió. 
Moco es la caspa de la herida, se la arranca y se la traga cuando se queda solo, el mando de la play vibrándole en los dedos y él escarbándose y sacando una escama y ablandándola con la lengua. (Págs. 30-31)

Es ahora, la vida, la magia-jedionda-mágica. Es el lol, juas, jajaja, jaja, lolol, es fingir que se desmayan y botarse de espaldas sobre la arena del merendero del Médano y sentirse, ahí con los ojos todos engurruñados por el sol, como si estuvieran delante del ordenador: el merendero es un sitio, pero no es un sitio. Y nunca hay nadie. Piso de mochilas y chaquetas y desperdiguera de paquetes de papas vacíos y ciscos de esas mismas papas y gotas de flax rojos y azules y uñas mordidas y las pelusas que traen siempre dentro de los calcetines y hojas de libretas sujetas con piedras para que no vuelen y botellas que, sin líquido dentro, lo comprueban cada vez que se terminan una, no tintinean igual. Sol jartándoles los antebrazos de pecas y no están en ningún lugar, los ojos cerrados, el chorro de ron que Marta reparte dando vueltas sobre sí misma en medio del círculo formado por las bocas abiertas de las otras tres haciéndolas regañarse, en el merendero se sienten como cuando enciendes el ordenador y empiezas a escribirte burradas con alguien y ya no estás, de repente, donde se supone que estás, tú ya no eres tú, tú eres una tú que teclea lol y juas y no siente picores. Ansiedad. Es Chaxi gritando lol, jajaja, juas y Aída explicándoles su teoría y las amigas, serias durante un segundo que parece durar toda la tarde, asintiendo. (Págs. 59-60)

 

Sábado, 16.05: Saliendo de casa de la abuela para ir a casa de Yaiza, Aída se encuentra con la tía que vuelve a buscar a Moco. Le dice oh, ¿tú comiste al final aquí con tu primo, no te vino tu madre a recoger cuando acabamos de comprar las cosas para mañana o qué? Sí, es que quedé con una amiga. Y no me daba tiempo de bajar al Médano y subir. E íbamos a jugar a la game boy hasta que fuera la hora.
Sábado, 16.13: Toca los picos de las pencas como cuando era pequeña.

Sábado, 21.25: Yaiza y Aída se pasan las oreos masticadas de una boca a otra en la parada de la guagua. Están tan borrachas que quieren fundirse. Se clavan las uñas en los antebrazos. Se chupan mechones de pelo. Se estiran la ropa hasta casi romperla. Hoy descubren que solo solas, antes de que las otras lleguen y cuando las otras se van, pueden hacer estas cosas sin tener que explicar lo que les pasa.

Sábado, 15.30: Te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te quiero.

Sábado, 21.30: Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te odio. (Pág. 77)


La consecuencia del aburrimiento, claro está, es que terminan por importarnos un pito los problemas y sufrimientos de los personajes, por no decir su mera existencia y las relaciones entre ellos. No por mucho utilizar canarismos como "jediondo", "jincar", "jalar", "jocico", "fisco" o coloquialismos como "partirse el culo" se logra que el discurso resulte más auténtico o sincero, ni impele a sentir algún tipo de empatía étnica, en el caso del público canario. Como ya he escrito en otras ocasiones, en la literatura no importa cuán importante, altruista, o ético sea el mensaje de fondo si la forma de expresarlo no termina de cuajar.

Me parece, en esta línea, que Aida González ha escrito una obra muy sentida, muy personal, sin que esto signifique necesariamente autobiográfica, con mucha energía, muy pegada a lo corporal, sin duda, pero que se ve lastrada tanto, repito, por un estilo atosigante como por una historia que no termina de interesar ni, por tanto, de conmover. Como suelo decir, uno le alaba el esfuerzo a la escritora, pero no el resultado.

Podríamos pensar que algo ha fallado en el taller de Urraca Sabina, o simplemente que su ojo comercial se ha vuelto birollo. Tal vez, lo de Panza de burro fue un churro. Churro exitoso, pero churro, al fin y al cabo, que no podía dejar tras de sí herederas. No obstante, solo falta una tercera escritora que se apunte a este carro para que alguien las califique de generación. ¿Quién se apunta?

Por mi parte, ya advertí en su momento que aquel estilo podía convertirse en un callejón sin salida: Leche condensada es su exacerbación.

Como dijo Robert Frost en su célebre poema:

Two roads diverged in a wood, and I
I took the less travelled by,
and that has made all the difference

Si Urraca y Abreu escogieron bien al internarse por el sendero menos transitado, ahora no sucede lo mismo con Aida González Rossi, porque ese sendero ya ha sido pisoteado hace relativamente poco. Es más, diría que todavía están húmedas las huellas del lenguaje de Abreu, cuyo estilo volvió loquísimo a parte del público peninsular español. Público que creyó descubrir literatura exótica en su propio país: ¿quizá reflejo de conciencia de metrópolis?

Es posible que me equivoque, pero creo que ese cartucho literario-comercial ya está quemado.

En definitiva, si quieren hacerme caso, no pierdan el tiempo con el realismo glandular-costumbrista de esta novela (yo mismo abandoné el intento allá por la página 80) y dense la oportunidad de leer buena literatura en cualquier otra parte. También puedo andar totalmente equivocado: elogiar no requiere explicaciones.
 


P.D. Otras reseñas, a cual más ditirámbica: 1, 2, 3. Una entrevista, entre otras, aquí. En RNE, aquí.
P.D. (2). Aquí, la de García Rojas (leída el 17/3/23).