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sábado, 18 de mayo de 2019

'Caídos del suelo', de Ramón Betancor

El otro día descubrí por qué eran tan buenos los cuentos de George Saunders. Era algo tan simple que tenía que ser verdad. A su vez, explicaba por qué cierta prosa resulta tan banal y aburrida, como mucha que hemos comentado aquí. Pues bien, me di cuenta no de que cada palabra o frase fuese necesaria, como suele decirse, no. Bien podría el autor haber elegido otras, otras expresiones, otros giros. De lo que me di cuenta fue que nada de lo que escribía era previsible, lo que no significa que fuera imprevisible.

Sigo abundando en el asunto: las novelas que he vituperado aquí tienen como característica no solo el tópico, la frase hecha, tipo "la amaba con locura", "era una caja de sorpresas", "el café sabía horrible", "tenía los ojos de color miel", "la natación es un deporte muy completo", "caen tres gotas y se pone todo verde", etc, sino la previsibilidad de las acciones y de los sentimientos que transmite el autor/a, por un lado; y la anticipación por parte del lector de la palabra, de la frase e incluso de la reflexión siguiente, por otro. Funesta conjunción de forma y contenido. Conclusión: el tedio.

Más allá de la supuesta experimentación con el lenguaje de Saunders y de tantos otros, la revelación que experimenté al leer por segunda vez sus cuentos estaba en concordancia además con esa máxima cognitiva que hemos apuntado durante toda la vida de este blog: una buena novela nos enseña aspectos nuevos del ser humano, ilumina áreas apenas vislumbradas, nos conduce por túneles excavados sobre la marcha hacia quién sabe qué nuevas zonas de nosotros mismos. Es el resplandor del rayo en la noche oscura. Esa es una de las características fundamentales del buen novelista (y del buen poeta, por descontado). 

Esto viene a cuento por la siguiente novela:







Caídos del suelo, de Ramón Betancor, me fue sugerida por un seguidor de Twitter, quien, con cierto tono indignado, se preguntaba y me preguntaba que cómo era posible que se me hubiera "escapado" (que no la hubiera reseñado, entiendo), dado que pertenecía a la "famosa trilogía Reino del Suelo", "y encima editada por Baile del Sol". Dado que no revelo su identidad, espero que no le molesten las citas literales. Saben quienes se atreven a pasar por el Facebook o el Twitter del Polillas que soy proclive a solicitar consejos y sugerencias. Pues bien, de aquellos polvos, estos lodos

En cualquier caso, ignoraba que esta trilogía fuera tan famosa ni que la editorial gozara de tanto prestigio. Aunque dado el nivel de la crítica literaria en estas tierras, en la que todo es "necesario", "maravilloso", "excelente" y "prestigioso", no es de extrañar que, entre tanto deslumbramiento, este libro, esta trilogía y esta editorial no figurasen en el primer lugar de mis desvelos. Aun así hay que señalar que todo un Juan Cruz (alias el omnipresente) fue el encargado de presentar esta novela en la capital del Reino y el no menos ubicuo Santiago Gil, en Las Palmas de Gran Canaria.

Caídos del suelo es pues la primera novela de la trilogía mencionada, publicada en 2013. Según leo, comenzó siendo un relato interactivo por Internet y parece ser que después Ramón Betancor se animó a escribir la novela (o era un truco publicitario para venderla que le salió bien), y de ahí para arriba, lo que se ha sustanciado en dos obras más, como se ha dicho, y le ha granjeado el status de escritor en el mundillo literario. Pretende ser esta novela un relato mefistofélico sobre el ascenso a estrella literaria nacional y parte del extranjero de un joven, Mario Rojas, el Fausto local, que bien podría imaginarse sin mucho esfuerzo como el trasunto del autor. Y si no lo es, carece de importancia. 

Para ir al grano: esta novela tiene un gran problema (y a eso se debe el excurso de hoy): la superfluosidad. Le sobran páginas, le sobran palabras, le sobran tópicos y frases hechas. Le sobra, en definitiva, la mentada previsibilidad. Se podría hacer una lista inmensa de lo anterior si me poseyera el ánimo exhaustivo, pero a estas alturas del Polillas ya pueden hacerse una idea. Vayamos entonces solo con una pequeña muestra:


a) Frases hechas y topicazos:

"Jugar con las cartas marcadas", pág. 13; "brillar por su ausencia", "puñado de sensaciones encontradas", "guardaban celosamente" "por encima del bien y del mal", pág. 17; "contados con los dedos de una mano", "sumaba puntos", pág. 18; "imagen cuidadosamente desaliñada", "perfectamente despeinado", pág. 22, "magnetismo irresistible", pág. 24; "devorar mi novela", pág. 53, "nos fundimos en un abrazo", pág. 90 etc., etc.

b) Las descripciones de los personajes son en variada proporción manidas, rebuscadas y cursis, tipo:


Su dueño era un hombre tranquilo, amable e irónico, oculto detrás de una barriga orgullosa y una frente despoblada de todo menos de ideas. Tendría unos cincuenta años. Tras su oscuro bigote vikingo se escondía una boca capaz de sorprender al más ingenioso y, sobre todo, al más presuntamente ingenioso. Era lo que se dice, un tipo grande, listo y feliz. (Pág. 17)


Nuestra chica se llamaba Lucía Oliver y era preciosa por dentro y por fuera. Estilizada, elegante y con los ojos de un color sorprendentemente indefinido a medio camino entre el verde y el azul. Su piel, transparente durante el largo invierno de La Laguna, se teñía esos primeros días estivales de un leve bronceado que embellecía las suaves formas de su rostro, resaltando una melena rubia que casi siempre llevaba amordazada en una coleta a medio hacer. (Pág. 21)


El tercer vértice de ese triángulo era yo: Mario Rojas. Un tipo normal, de una estatura normal y con un color de ojos normal. De esos que ves y no miras o que miras y no ves. Ni alto ni bajo ni gordo ni flaco ni triste ni entero... Lo más característico de mi físico era una eterna barba de tres días que achacaba a la pereza que me producía afeitarme, pero que en realidad formaba parte de una imagen cuidadosamente desaliñada que, junto a mi pelo perfectamente despeinado, buscaba tener esa pinta de escritor progre y maldito que me encantaba aparentar. (Pág. 22)


Miguel era sólo un par de años más joven que yo. Aunque nos parecíamos físicamente, él era un poco más bajo de estatura e infinitamente más alto de energía. Además, poseía ese magnetismo irresistible que sólo tienen quienes saben tenerlo... y mantenerlo. Por esa época, mi hermano menor había desarrollado una inagotable habilidad para viajar en el tiempo sin apenas despeinarse. Compaginaba sus estudios con un trabajo de media jornada en una pequeña agencia de viajes del centro de la ciudad. Durante mi estancia en Tenerife, ayudaba a mi madre con la casa y la comida. Y, por si fuera poco, aún tenía tiempo para refrescarse, buceando habitualmente bajo las faldas de sus innumerables novias de media noche y media cama. (Pág. 25).

Irene era desconexión y paz, pero también deseo e intriga. Morena y dueña de un cuerpo pequeño en el que cabían todas las curvas en las que deseaba estrellarme cada noche, tenía el pelo largo, lacio y tan negro como el alquitrán recién vertido en una nueva autopista. Una melena que le partía la frente en dos en la frontera del flequillo más simétrico que he visto en mi vida y que, al mismo tiempo, se escurría a cada lado de una cara tan redonda como el mundo. Un rostro seductor iluminado por unos ojos verdes en los que podría haberme pasado siglos buceando para encontrar la fuente de tanta vida. (Pág. 26)


Ella, por su parte, recopilaba en su imagen sobriedad, distinción y sexualidad a partes iguales. Llevaba una americana negra por debajo de la cintura y una minifalda ajustada, del mismo color, que te invitaba a soñar con unas piernas perfectas e interminables. Kilométricas. Unas extremidades inferiores muy superiores a la media. Sugerentes. Seductoras. Unas piernas infinitas que cruzaba y descruzaba con la desenvoltura de quien sabe que camina sobre dos armas de destrucción masiva. Dos reclamos para el amor y la guerra capaces de hipnotizar a un ejército entero y hacerle saltar desde un precipicio con sólo insinuarle que ése es el precio que hay que pagar para llegar hasta ella. Transmitía tanta seguridad como certidumbre. Tanta intriga como deseo. Lo curioso, es que me resultaba extrañamente familiar. (Págs. 76-77)


c) Diálogos impostados, sin naturalidad alguna, con frecuencia demasiado explicados, y con esa manía de citar el nombre del interlocutor, como en la ficción anglosajona:


-¿Qué ha pasado antes, Ray? -le pregunté de repente mirándolo a los ojos, sin preámbulos-. ¿Qué coño ha pasado antes y quién cojones era ese tipo? 
-No quieras saberlo, Mario. En serio. Son cosas mías. Nada importante o que no pueda arreglar yo solo -lo dijo en un tono tan neutro que lo único que logró fue incrementar mi curiosidad.
-¿En serio? -insistí-. ¿Estás seguro de que es algo que puedas arreglar tú solo? Porque a mí no me ha dado esa impresión. Que yo sepa, ese viejo amigo, como tú lo llamas, no es de los que suelen pasar por El Traste. 
-Escucha, Mario. Lamento la escena y lamento que te pudieras llevar una impresión extraña o equivocada de la situación... -me dijo con la voz apagada. 
-No me he llevado ninguna impresión, Ray -lo interrumpí-. Ni equivocada ni cierta. De hecho, estoy esperando a que me expliques lo que ha pasado antes para saber de qué coño va todo esto. Llámame entrometido, pero tengo la mala costumbre de preocuparme por mis amigos. 
-Entiendo que te preocupes porque eres escritor y en tu cabeza se permiten ciertas paranoias e irrealidades -me dijo en tono de burla, sonriendo de una forma en la que dejaba claro que ni a él mismo le parecía gracioso ese comentario-. Pero olvida lo que viste y no les des más vueltas. Sólo era una persona a la que hacía una vida que no veía. Nada más. (Págs 32-33)

-Bueno, pues eso -continuó-. Resulta que esta mañana, mientras desayunaba, no me podía creer lo que estaba leyendo en el maldito periódico. El cabrón de Mario está en Madrid... 
-Vivo en Madrid, Jotas -interrumpí-. Nos hemos escrito al menos veinte o treinta cartas estos últimos años. 
-Lo sé, Mario -pareció molestarse-. Pero sólo tenía el número de un apartado postal que me facilitó tu madre después de que la pobre mujer se rindiera tras mi insistencia enfermiza. No sé si sabes que estuve dándole el coñazo durante un año entero, día sí y día también. Antes, lo recordarás, cuando estuviste viviendo en París y en no sé cuántos sitios más, para escribirte tenía que darle las cartas a ella. Creo que ni los presos políticos pasan tantos trámites y filtros para recibir su correspondencia. 
-No estoy orgulloso de eso, Jotas -le dije resignado-. Pero créeme, tenía mis motivos. 
-Bueno, eso ahora da igual -volvió a cambiar el tono como por arte de magia, restándole importancia a los reproches guardados durante tanto tiempo en los bolsillos de su memoria-. El caso es que esta ciudad es demasiado grande como para buscarte puerta por puerta. Además, tú tampoco querías que lo hiciéramos, ¿no es así? Me refiero a Lucía y a mí. Y lo hemos respetado. 
-Y yo lo agradezco -le confesé-. Ya te he dicho que tenía mis razones. Quizá algún día pueda contártelas. Sólo te digo que sé que me entenderías. 
-Entre amigos, las explicaciones sobran -me dijo como con ganas de cerrar ese capitulo-. Ni yo te las he pedido ni pretendo que tú me las des. No te he llamado por eso. (Pág. 87).

El estilo en general es plano, una prosa verborreica, que cuando aspira a ser sentimental se vuelve cursi y relamida, y cuando quiere ser filosófica no es sino pretenciosa y banal. Se empeña Betancor en explicar cuando solo debería mostrar, y en ocultar todo lo que valdría la pena leer. Uno se aburre y se vuelve a aburrir cuando la historia pretende estar llena de sueños, ambiciones, misterios y peligros. No hay mundo tras las frases y los párrafos, no hay vida ni color. No hay, triste es escribirlo, literatura con sentido artístico.

Con ánimo generoso, se la puede considerar una novela de principiante, que quizá case bien con lo que es, una primera novela. Es de desear (y de esperar) que el autor haya enmendado sus numerosos errores y, sobre todo, su enfoque en las otras dos novelas de "la famosa trilogía". Yo, en esta, me he rendido en la página 107 porque la vida se escapa y a estas alturas hay que saber administrar los esfuerzos. Mejores novelas aguardan sobre la mesa, sin duda.



P.D. He encontrado estas dos reseñas, por si quieren leer otros puntos de vista: Aquí, aquí. Y la presentación de Santiago Gil, aquí.















miércoles, 13 de diciembre de 2017

'Diez de diciembre', de George Saunders

Aquí estamos de nuevo, cuando aún no se han apagado los ecos de mi última reseña y los tambores de guerra resuenan, amenazadores, a ambos lados del río de aguas turbulentas por el que navegamos. El río de la vida. El mundo perdido. La atlanticidad era esto.

Quizá no sea para tanto.

Por unos pocos días, por cierto, no ha coincidido la publicación de esta reseña con el título del libro, del conjunto de cuentos de un estadounidense con aspecto muy wasp. Es una pista, mejor dos, por si no se habían dado cuenta y pasado por el alto el encabezamiento. Me gusta pensar que los lectores son casi tan inteligentes como yo. En algunos raros momentos, incluso, que más. Así, si este blog resulta de su agrado, será que está escrito para gente con luces. De hecho, hay gente inteligente (y otra no tanto) que lee este blog, pero no lo reconoce. Eso es gracioso por sí mismo. De hecho, yo leo blogs, columnas de opinión y artículos de personas que no parecen demasiado inteligentes, y que, en ocasiones, sencillamente detesto (me refiero a lo que escriben). Algunos de estos reseñadores saldrán en el próximo post, el del resumen del año, una excusa no solo para volver a molestar, sino también para recomendar. El caso es que no oculto que los/las leo, a esos/as columnistas de tercera, aunque me disgusten en forma y fondo, y a veces incluso cuelgo sus cosas publicadas por ahí, ya sea por el mero efecto contraste.





Pues sí, la reseña de hoy es de Diez de diciembre, de George Saunders. Este conjunto de relatos se publicó en 2013, lo que resulta tremendamente importante para Vds. y para mí. Uno a veces olvida cómo llega a ciertos autores. Con Saunders, recuerdo con no demasiada claridad que una pequeña investigación respecto de Jonathan Franzen y de David Foster Wallace me llevó a un grupo de novelistas de EE.UU. que, al parecer, eran muy modernos hace poco. Saunders estaba entre ellos. He de reconocer, además, que lo que he leído tanto de Wallace como de Franzen me ha parecido sensacional. También me ha llegado hace poco otra colección de relatos de Tom Franklin. Correos aún existe.

Volviendo a lo nuestro, en los relatos que nos ocupan, destacaría, por empezar, la destreza en la elaboración de los monólogos interiores. Cómo conseguir que el habla coloquial resulte literariamente válida es una tarea en la que, por ejemplo, nuestros escritores/as locales suelen fracasar de  un modo para el que el adjetivo "estrepitoso" es demasiado sobrio. No es cuestión de transcribir el mero pensamiento repetitivo, las frases hechas o los lugares comunes que infestan la charla cotidiana; es reelaborar el material coloquial, el habla tantas veces fática, y hacerla encajar en una estructura tan planeada como es la novela o el cuento. Es literatura, es arte, no una grabadora de antropólogo herderiano. Hay mucho escrito y estudiado sobre el monólogo interior y la corriente del pensamiento, el estilo indirecto libre, etc., claro, pero la literatura es un Sísifo desmemoriado, y hay que volver a aprenderlo todo una y otra vez. Ya puestos a aprender, Diez de diciembre es un magnífico ejemplo para ello.


Pero, en lo referente a la idea del arcoíris, ella estaba convencida. La gente era increíble. Mamá era alucinante, Papá era alucinante, sus profesores trabajaban tanto y tenían, además, sus propios hijos, y algunos se estaban divorciando, como la Sra. Dees, pero, con todo, siempre sacaban tiempo para sus alumnos. Lo que le resultaba especialmente inspirador de la Sra. Dees era que, a pesar de que el Sr. Dees engañaba a la Sra. Dees con la encargada de la bolera, la Sra. Dees seguía impartiendo la mejor clase de Ética al plantear cuestiones como: "¿Puede el bien triunfar o, más bien, son las personas buenas la que siempre acaban puteadas, siendo el mal mucho más temerario?" Esa última parte parecía un golpe bajo que la Sra. Dees le lanzaba a la muchacha de la bolera. (...) (Págs 18-19)

Aquella vez, con los gatitos, Brianna y Jessi lo habían llamado asesino, lo que había alterado a Bo, y Jimmy les había gritado: "Mira, niños, yo me crié en un granja y uno tiene que hacer lo que tiene que hacer!". Y después había llorado en la cama, contando cómo habían maullado los gatitos en la bolsa durante todo el trayecto hasta el estanque, y cómo había deseado no haber crecido en una granja, y ella casi había dicho: "Querrás decir cerca de una granja" (su padre había tenido un lavadero de coches a las afueras de Cortland), pero, a veces, cuando ella se pasaba de lista él le daba como un pellizco fuerte en el brazo y bailoteaba sin soltarla por la habitación, como si la tuviera sujeta por una especie de asa, y decía: "¿Qué dijistes? Creo que no te he oído bien" (Pág. 47)

Poco después estaba caminando por Teallback Road como una de esas personas que andan cada noche para estar delgadas, salvo que ella estaba muy lejos de estar delgada, lo sabía, y también sabía que cuando andabas para hacer deporte no te ponías vaqueros ni botas de montaña sin cordones. Ja ja. No era estúpida. Lo que pasaba es que tomaba malas decisiones. Se acordaba de Sor Lynette, cuando le decía: "Callie, lista eres, pero tiendes hacia aquello que no te beneficia". Sí, hermana, ahí lo has clavado, le dijo a la monja en su cabeza. Pero qué demonios. Qué carajo. Cuando las cosas se pusieran mejor, cuando tuviera más dinero, se compraría unas zapatillas decentes y saldría a andar y adelgazaría. Y se apuntaría a la escuela nocturna. Más delgada. Quizá tecnología médica. Nunca estaría realmente delgada. Pero a Jimmy le gustaba tal y como era. Y a ella le gustaba él tal y como era. Quizá era eso el amor: querer a alguien tal y como es y hacer cosas para ayudarle a ser aún mejor. (Pág. 54)

Ahora que le había dado una paliza a Donfrey, empezó a sentir hacia él cierto afecto. El bueno de Donfrey. Donfrey y él eran los dos pilares gemelos de la vida empresarial local. No conocía bien a Donfrey. Solo lo admiraba desde la distancia, de la misma forma que Donfrey lo admiraba a él desde la distancia. Hubo un día que todo el clan Donfrey entró en su tienda, Tiempos Pasados. La mujer de Donfrey estaba guapísima: piernas bonitas, cintura delgada, pelo largo. La mirabas y no podías desviar la mirada. Los hijos de Donfrey también habían sido estupendos; dos andróginos algo élficos debatían con calma sobre algo, ¿quizá sobre la historia del Tribunal Supremo? (Pág. 105)

Son al mismo tiempo, relatos sobre la mezquindad y la generosidad, el egoísmo y el altruismo de personajes, normalmente de clase media-baja o baja, a veces de capa caída, pero nunca abandonados del todo a su suerte. Siempre hay margen para la acción personal, a pesar de un mundo, de una sociedad inamovible e implacable. Quizá por eso ese asomo de libertad no sea más que una ilusión. Personajes que crecen a partir, normalmente, de sus propias palabras, de su pensamiento ovillado en torno a la cotidianidad, aun singular, ubicada en algunos relatos en un futuro cercano, con ribetes de cercana y tenebrosa ciencia ficción. Sí, no son cuentos de reinas o príncipes, ni versan sobre los problemas de autoestima de un ejecutivo con añoranza de fusta o de la imposibilidad del amor de una treintañera, etc.

Y los diálogos. Aquí, al igual que con los cuentos de Askildsen o de Wolff, por no salirme del marco de este blog, hay ejemplos con los que nuestros queridos/as autores/as podrían aprender algo, si quisieran. Si no estuvieran convencidos de que la naturalidad de estos grandes escritores pueden emularla con la suya propia. No se dan cuenta de que la primera está trabajada, pulida y machacada sobre el yunque de la autoexigencia ; la segunda, la suya, no es más que verborrea que emana como si nada y que suele confundirse con inspiración. "Hay que desconfiar de lo que se escribe fácil", leí algo así una vez: no son más que errores encadenados, añadiría yo.

Por poner un ejemplo:


Ma cantaba en la cocina. 
"Espero que al menos hayas sacado algo de panceta!", gritó Harris. "Un muchacho que vuelve a casa se merece comer panceta, joder". 
"¿Por qué te metes?", gritó Ma desde la cocina. "Acabas de conocerle". 
"Le quiero como si fuera mi hijo", dijo Harris. 
"¡Qué afirmación más ridícula", dijo Ma. "Odias a tu hijo". 
"Odio a mis dos hijos", dijo Harris. 
"Y odiarías a tu hija si alguna vez llegaras a conocerla", dijo Ma. 
Harris se sonrió, como si le conmoviera que Ma lo conociera lo bastante bien como para saber que sería inevitable que odiara a cualquier hijo que concibiera. (Pág. 189)

Como dice la nota previa del traductor, en estos cuentos "el lenguaje tiene la misma importancia que la trama o más". Como decíamos antes, el tono coloquial, los solecismos, la defectuosa conjugación de los verbos y las frases hechas son escogidos y creados por el autor para producir el efecto que buscaba. Lo que no es incompatible ni con el preciso manejo de la acción ni con la pertinencia de las descripciones. Cierto es, también, que cuando hablamos del estilo del autor, de la elección de las palabras y del ritmo de las frases, tendemos a olvidar al traductor, en este caso, Ben Clark. Debería ser obligatoria en todas las obras traducidas una introducción a cargo del traductor explicándonos los problemas que encaró y sus soluciones. Yo he disfrutado cuando he tenido la rara oportunidad de leerlas.

En fin, una obra artística de verdad que le reconcilia a uno (de nuevo) con la literatura, que ya está bien de obras mediocres y, lo peor, pretenciosas. Es posible, no obstante, que cuando selecciono obras extranjeras afine mucho más el tiro que con el producto local, que me aparece de sopetón y sin refinar en la prensa local y en las redes sociales, salvo alguna sugerencia personal (siempre bienvenida). No es un fácil equilibrio este entre lo local y lo internacional, entre la novedad y lo (más o menos) canonizado. Pero peor aún es la tensión que deben soportar unas cuantas lumbreras entre su rol de hombre/mujer de letras o de intelectual y la íntima comprensión de su mentecatez.