viernes, 28 de junio de 2019

La revista literaria (y de arte)

Quizá les resulte inverosímil, pero es posible que exista una masa crítica lectora lo bastante numerosa en Canarias para sostener una revista literaria (y de arte). Cuando digo sostener, me entenderán, no me refiero a que dicha revista fuera capaz de financiarse con suscripciones o con la publicidad derivada de la certeza de un enorme número de lectores/as. Lo veo dudoso, en principio, salvo que peque de exceso de pesimismo. Lo que quiero decir es que sería una revista leída, y no solo ojeada; que se leería con expectación y quizá algo de asombro, y no como mero reflejo de vanidades varias.

El fracaso de Dragaria como revista literaria es un ejemplo excelente. Hace algo más de un par de años, se presentaba a bombo y platillo en la Casa Museo Benito Pérez Galdós, con amplio tratamiento en los medios de información. Casi todo el/la que era, estuvo. Durante un tiempo, creo que siempre de modo altruista, escritores y escritoras de cierto relumbre se aprestaron a colaborar con ella. Las plumas más destacadas (por decir algo) del mundillo literario local publicaron o se dejaron publicar en Dragaria. Hoy, aunque la revista no renueve sus contenidos salvo la lista mensual de (aproximadamente) los libros más vendidos en Canarias, sigue contando con más de 3000 seguidores en Facebook. No sé si son muchos o muy pocos.

Considero que el principal problema de Dragaria ha consistido, desde el principio, en que no ha ofrecido nada que pudiera interesar al lector de literatura. En realidad, da toda la impresión de que ha pretendido ser, quizá no de forma consciente, una revista para que unos escritores se leyesen a sí mismos y, quizá, a otros. 

Así, una parte fundamental de una revista literaria como las reseñas de cuentos, novelas o poemarios solo tuvo mereció una atención marginal en comparación con las noticias literarias o la agenda de actos. Además, estas reseñas merecían haberse agrupado, en líneas generales, dentro del concepto de panegírico. Salvo una de tono ecuánime-indiferente (que suscitó de inmediato una indignada protesta por el autor y allegados), el resto se ha caracterizado por el elogio en diverso grado de desmesura. Es evidente que el lector ingenuo o ignorante no iba a encontrar guía alguna para la lectura (y presumible compra). Sin conocer el grado de sinceridad de aquellas, es llamativo su tono general encomiástico. Como anécdota, en una ocasión, la encargada de escribirla fue la propia editorial que publicaba la obra.

¿Qué interés, además, pueden tener para las lectoras/es las entrevistas amables a autoras y autores? ¿Cuál el de artículos que, en muchos casos, no han sido sino otra manera de elogiar de manera más o menos encubierta al autor de turno? En definitiva, ¿para qué sirve el buenrollismo a ultranza sino para fomentar el aburrimiento, cuando no el tedio? Da la impresión de que incluso los mismos organizadores de la revista (que tuvieron buen cuidado, asimismo, de incluir reseñas positivísimas de sus propias novelas) han perdido el interés por continuar con un proyecto que nació inane y cuya larga agonía no ha suscitado la compasión de nadie.

Otro ejemplo es el de ACL (Revista literaria de la Academia Canaria de la Lengua) cuyo contenido se basa, de manera principal, en ensayos de variada densidad filológica y reseñas amables. A veces incluye alguna obra, como un poemario o un relato, e incluso (los alardes de la técnica) un vídeo de una representación teatral. Con su evidente aura institucional, su exigua periodicidad (tres números al año) y su escasa mordiente crítica, tampoco parece que se haya erigido como la revista literaria de referencia en Canarias.

En mi opinión, una revista literaria debe hacer, en su propio radio de acción y con sus propias características, lo que toda buena novela o poemario: remover conciencias, reflexionar acerca de uno mismo y de los demás, preguntarse por el lenguaje, ampliar nuestra visión del mundo, suponer un desafío cognitivo, criticar la moralidad y el sentido común reinantes. ¿Que es mucho trabajo? Sin duda, como toda buena labor crítica.

En este punto podemos plantearnos que, sin profesionalización, sin dedicación a tiempo completo, cualquier revista de este tipo parece abocada, superado el entusiasmo de los primeros meses, a una decadencia más o menos rápida, y más en el caso de las páginas digitales, que envejecen, dicho sea de paso, muy mal. Dicha profesionalización tiene su lado negativo: la dependencia de generar ingresos vía publicidad o subvención ocasiona, tarde o temprano, solapada o indisimuladamente, la posibilidad de una influencia indebida del anunciante o de la institución. Por el contrario, el amateurismo en la gestión de la revista, la falta de un horizonte de expectativas pecuaniarias, ofrece como aspecto positivo la independencia de juicio y la libertad de expresión. Quien no tiene miedo a perder, puede permitirse la libertad de juzgar.

 Lo ideal, como se deduce, sería unir ambos mundos, profesionalización e independencia, pero eso solo se lograría con un número lo bastante alto de suscriptores, lo que a su vez podría generar interés publicitario (en un horizonte optimista, a escala reducida para que no conduzca a la mentada dependencia). Ese es el camino que han tomado algunos diarios digitales generalistas. La duda que salta a la vista es si una revista literario-artística alcanzaría esa masa crítica de suscriptores/as suficiente para emprender y mantener un proyecto independiente que contara con el número suficiente de autoras/redactores/reseñadoras/creadores de contenidos de calidad de manera periódica. 

Por último, si esa revista lograra transformar, como cifra de partida, los tres mil seguidores de Dragaria en Facebook en suscriptores de 5€/mes, la cifra recaudada sería de 15.000€, lo que en principio sería un poderoso incentivo para gestionar la revista y recompensar a los colaboradores, algo casi insólito hoy en día en el mundillo de los medios de información. ¿Tenemos esas 3.000 personas?





sábado, 15 de junio de 2019

Siete lecturas para el disenso

Cada cierto tiempo, ya saben, me gusta colgar una entrada en el blog referente a lecturas de no ficción. Ensayos, por decirlo más corto, sobre materias de todo tipo: historia, economía, sociología, antropología y lo que surja. Digo yo que por qué solo hay que saber un poco de algo, cuando podemos aprender más de mucho, se dedique a uno a lo que se dedique. Además, se me ha ocurrido que, metáfora mediante, el blog (y quizá Vds.) se oxigenan. También yo, para qué negarlo.

Además, parece que la temporada de novedades literarias ha ralentizado su ritmo y ha entrado en una fase de remanso, a la espera de nuevos lanzamientos de lectura "necesaria" y "fundamental". Por ahora, lo único que ha agitado un poco las aguas de la literatura canaria ha sido el lanzamiento por una editorial canaria de una antología poética  de literatura escrita por mujeres en la que no figuraba ninguna poeta canaria. Ya le darán Vds. la importancia o la trascendencia que les merezca. En lo que a mí respecta, una rápida mirada al submundo poético, dentro del submundillo literario, me ha hecho estremecer, como poco. En comparación, el submundo de la novelística local me parece un escena bucólico-pastoril con sonido de caramillos de fondo. 

Así pues, y para no demorar más el asunto principal de este post, aquí les presento una lista de mis lecturas que considero más interesantes de los últimos meses y que, tal vez, puedan contribuir a ampliar su horizonte cognoscitivo, como en mi caso.


Democratic reason, de Hélène Landemore.


Si después del ascenso, estancamiento y declive vertiginosos de Podemos, partido que falsificó y maltrató los conceptos de democracia participativa y democracia deliberativa, aun tiene Vd. ánimos para apostar por ellos, este excelente ensayo será un gran punto de apoyo. La autora hace un recorrido histórico sobre la deliberación, desde la Atenas clásica hasta el día de hoy, contrastando sus puntos fuertes con los débiles. Asimismo, subraya su estrecha conexión con la democracia y lleva a cabo una convincente refutación de las críticas que apuestan por un sistema tecnocrático o un gobierno de expertos. Democracia y optimización epistémica no friccionan entre sí, sino más bien se complementan. En estos momentos de reflujo de la izquierda en España, la esperanza no debe perderse, y si es con buenos argumentos, mejor aún.


Prefacio a Platón, de Erick A. Havelock.

Platón no odiaba a los poetas porque escribían en verso, tampoco porque su lirismo le empalaba. No, Havelock nos enseña que Platón, en un tiempo en que la transmisión cultural escrita era todavía débil, sabía que frente al filósofo y al uso de la razón se encontraba el poeta y el mito. En la Atenas de la época, el método de adoctrinamiento cultural estaba basado en la memorización de los relatos épicos como la Ilíada o la Odisea, auténticos manuales de conducta, valores e historia para los ciudadanos de la polis, y el poeta era el transmisor por excelencia de esos valores, sobre todo por su capacidad mnemotécnica. Es por ello por lo que Platón, en su república ideal, expulsaría a los poetas y con ellos el mito y el dogma. Interesante y erudito a la vez, este Prefacio a Platón.


Igualdad, de Richard Wilkinson y Kate Pickett.

Continuación, si no lógica quizá consecuente, de su anterior libro Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva, Wilkinson y Pickett dan una vuelta de tuerca más apretada para demostrar ya no la correlación sino la relación de causalidad entre desigualdad económica y criminalidad, falta de salud mental, ansiedad, estrés, depresión y enfermedades varias. Es decir, a mayor desigualdad económica en una región o país, mayor de lo siguiente. A la inversa, las sociedades más igualitarias sufren menos estas patologías sociales y personales y son, en general, más felices. La preocupación por el estatus como inevitable lacra de la desigualdad. Al parecer, toda esa ideología neoliberal de la competencia exacerbada y la meritocracia como camino al éxito medido en riqueza no le viene demasiado bien a los seres humanos ni a las sociedades que construyen.


Estética de la crueldad, de Fernando Castro Flórez.


Es posible que no quede títere con cabeza en este libro sobre el arte, el mundo del arte, los artistas, el público de arte y el capitalismo. Es realmente asombrosa la erudición del autor, con una bibliografía realmente interesante y sugerente. Castro Flórez analiza la evolución del arte moderno a partir de Duchamp, con especial hincapié en el pop y su máximo sacerdote, Andy Warhol, hasta el Nuevo Realismo y el neodadaísmo para criticar con furia lo que en su opinión es su deriva: pretenciosidad, exhibicionismo, fetichismo y falsificación. Una reflexión sombría contra un fondo de capitalismo atroz y deshumanizador. Sólo aviso que recorrer las referencias puede dar para varios meses de lectura y quizá un escepticismo saludable respecto de las nuevas luminarias artísticas que periódicamente salen en los medios de información.


Crítica de la razón precaria, de Javier López Alós.

En los últimos años se suceden los ensayos sobre el precariado como clase social (o sector social) y el tipo de economía que fomenta, por necesitarlos estructuralmente, los empleos precarios. En este ensayo, López Alós centra su análisis en ese subsector que es el académico en sus diversos grados de precariedad: becario, ayudante doctor, doctor, etc., sin plaza en la universidad y eternamente haciendo méritos en forma de artículos y ensayos mientras trabaja ya sea de profesor, ya sea de cualquier otra cosa. La mercantilización del trabajo intelectual, la perversión de las revistas donde eventualmente se publican sus artículos y la transformación de la misma universidad, por una visión político economicista, para que se adapta a las supuestas necesidades del mercado y de las empresas.


Crítica de la victima, de Danielle Giglioli.


Estamos en una época en la que desde hace tiempo las víctimas, y sobre todo el papel de las víctimas, ocupan un papel preponderante en la conformación de lo político. Un status en el que no se las puede someter a contradicción ni cuestionarlas. Algo que en España conocemos de primera mano, sobre todo, por la utilización de las víctimas del terrorismo de ETA y la ocupación de la escena informativa por algunos de ellos como conciencia de la nación. Esto es lo que somete a análisis y crítica el autor, que escribe de manera ácida, por no decir virulenta, respecto de la conformación de este escenario victimista y victimizador que, en su opinión, es profundamente reaccionario e inmovilista, y que impide una reflexión profunda sobre las causas que motivaron la existencia de ambos, verdugo y víctima, y de la tragedia en sí: una moralización muchas veces interesada que impide la cauterización de las heridas.


Democracy and Knowledge, de Josiah Ober



Para cerrar el círculo, o el rectángulo, una obra magnífica que estudia el ascenso de Atenas a su posición de liderazgo en la Grecia antigua en un entorno hipercompetitivo y con la amenaza cercana del Imperio Persa. Su éxito durante unas cuantas centurias se debió, según Ober, a la capacidad que tuvo esta polis de recoger el conocimiento de sus ciudadanos, extenderlo entre ellos y utilizarlo para tomar las mejores decisiones. O, al menos, mejores decisiones que las de sus vecinos y rivales. El abandono de los clanes por la división geográfica en demes y tribus, el fomento del conocimiento personal entre ciudadanos y la circulación de saberes entre ellos, la participación en el funcionamiento de las instituciones y la toma de decisiones de ciudadanos corrientes contribuyeron, entre otras razones, a este predominio. Esto era compatible, asimismo, y a diferencia de Esparta, por ejemplo, con un grado amplio de autonomía personal. La lectura de este ensayo, antes o después, de Democratic Reason, con el que se complementa de manera óptima, proporciona lustre y esplendor a los argumentos histórico-democráticos que uno pretenda blandir ante la caterva de impresentables de la extrema derecha que prolifera en los últimos tiempos.


sábado, 8 de junio de 2019

'El santo al cielo', de Carlos Ortega Vilas

Muchos de nosotros conocemos a aquellas personas con alma de artistas, pero con poca predisposición a convertirse en uno/a de ellos. Estas personas consideran que lo tienen todo para serlo, lo único que les molesta, lo que les irrita de verdad, es la necesidad del trabajo previo. Así, en nuestro ámbito literario, no es extraño que muchos aspiren a disfrutar del status de escritor convenciendo a la gente a su alrededor de que lo son. Es posible que no haya una obra convincente detrás, incluso que no haya ninguna. Porque ser escritor (o hacerse pasar por uno), aun en nuestros días, proporciona brillo, glamour y da oportunidades para convertirse en una figura pública. Esto se agrava cuando, además, se tiene acceso de manera regular a un medio de información. En cambio, escribir en la soledad del cuarto, romper y tirar papeles a la basura (o a la papelera de reciclaje de la computadora) y cargar con una grave y casi permanente sensación de incompetencia carece de todo lo anterior. A grandes rasgos, los que quieren ser sin los penosos prolegómenos del esfuerzo y de la reflexión (y añadamos algo de talento) son o unos farsantes o viven el efecto Dunning-Kruger; mientras que los que quizá no son (y probablemente no lo sean nunca) escritores, pero quieren escribir suelen estar afectados por el síndrome del impostor. 

Una derivación de este aparentar para ser, reflexiono, es la obsesión que tienen algunos por formar parte de un museo, aun metafórico. Quieren ser inmortalizados antes de tiempo: quieren toda la gloria en vida, y se multiplican por todo tipo de actos -presentaciones, entrevistas, tertulias radiofónicas-televisivas, pregones, conferencias y lo que haga falta, incluso compilan sus ocurrencias y las venden como libro, mientras que su escritura no es que se resienta sino que nunca ha sido nada del otro mundo, nada de la que pudiera deducirse que se convertirá en algo valioso literariamente. No desdeño la posibilidad de que una vez un/a autor/a de calidad consiga esas migajas de fama y transija con las imposiciones de la promoción publicitaria le resulte complicado salirse de esos raíles.

Tampoco nos sumamos en la tristeza o en la desesperación. Existe un amplio número de escritoras y escritores excelentes cuyas obras nos regocijarán en grado sumo, por un lado, y contribuirán a ampliar nuestra visión del mundo de maneras imprevistas, por otro. Tantos y tantas que, en realidad, no tendríamos tiempo para perderlo con todos esos postulantes a la fama y al reconocimiento que no tienen nada valioso que ofrecer. Pero si no queremos leer solo a los clásicos, si queremos leer también a los modernos y a los coetáneos, ¿como adentrarnos en la terra incognita de las novedades editoriales? 

La respuesta inmediata es la de buscar la opinión ajena y confrontarla con la propia: es aquí cuando entra en escena el crítico o el reseñador. El problema es encontrarlo con a) conocimientos suficientes; y que sea, además, b) independiente y c) honrado. Lo más sencillo es averiguar a): la lectura de sus textos nos indicará si sus opiniones nos resultan esclarecedoras, si de algún modo ofrece una imprevista y convincente apertura a la obra en cuestión y a la literatura, en general, etc. En cambio, descubrir b) y c) es algo más difícil. Aquí casi siempre se tratará de una cuestión de confianza, que no solo puede venir dada por a) y que, además, tiene una cualidad inconmensurable, que varía según la persona (la opción de concederla o retirarla). 





Para evitar circunloquios, les declaro ya cuál es mi opinión general sobre la novela de hoy, El santo al cielo: está muy por encima de la mayoría de las obras de los autores locales (y españoles) que he leído y reseñado en este blog. Sé que la nómina de escritores canarios que aprecio es bien reducida, pero existe. 

El santo al cielo, publicada en 2016, narra la investigación, en primer lugar, de una muerte que no llega a ser misteriosa. En efecto, en pocas páginas sabremos quién es el muerto y quién lo ha matado. Después, claro, el asunto se complica, como es de esperar. Así pues, esta novela detectivesca, con ribetes de negritud, no juega a la habitual diseminación de pistas y sospechosos/as para la resolución sorprendente final. Algo de sorpresa hay, pero no consiste en la averiguación del causante del primer óbito. A lo largo de sus más de 550 páginas, el autor, tras un narrador cuasi omnisciente con detalles de estilo indirecto libre nos relata los avatares y pormenores de la investigación a cargo de un inspector del cuerpo nacional de policía, Aldo Monteiro, y de un teniente de la guardia civil, Julio Mataró, quienes, junto con la sospechosa, Silvia Manzanares, serán los personajes principales a través de los cuales se vehicule la historia. 

Debo reseñar que, gracias a Dios o a cualquiera de sus sucedáneos, no encuentro en la novela (más allá de algunos ejemplos aislados) esos tópicos, esa pretenciosidad, esa impostura en el tono, ese reguero de frases hechas y de pensamiento común de desguace tan lamentablemente habituales en la producción literaria canaria y patria (si son lectores habituales del Polillas, ya se harán una idea), y no solo hablo de literatura negra. Es, por el contrario, una novela sólida, con un argumento bien estructurado, con personajes bien delimitados y diferenciados, que son sobre los que se construye una novela negra que se precie, y diálogos ágiles que contribuyen al desenvolvimiento de la trama. Aprecio una novela trabajada, en definitiva, lo que ya de por sí, y aunque solo sea por comparación, demuestra que Ortega Vilas es escritor, y no solo lo parece.


-Daniel Manzanares tenía quince años-explicó el inspector, tras darle un sorbo a su limonada-. No es que fuera el más popular del instituto, pero tampoco era un bicho excesivamente raro. Sus profesores le apreciaban, vagamente, porque era disciplinado, creo. Hoy en día lo que más valora un profesor en un alumno es que aguante sentado una hora seguida y, sobre todo, que no lo agreda. Por lo demás, debía de pasar bastante desapercibido: nadie tenía una opinión muy formada sobre él. Un buen chico, decían, como si estuvieran hablando del caniche del vecino. Sin embargo, en los meses anteriores a la desaparición su rendimiento escolar había caído en picado. Las últimas calificaciones no era como para tirar cohetes, precisamente... 
-Y lo llevaba mal -añadió Julio. 
-No sabemos cómo lo llevaba, teniente. En clase no hacía gran cosa por superarse, y en casa... En casa no creo que les importase demasiado que el niño no fuera una lumbrera. Papá tenía dinero de sobra como para ver un hándicap en eso. Que yo sepa, a los ricos y a los bellos no se les exige que encima saquen buenas notas. 
-No empiece a divagar o nos cierran el garito antes de que diga algo importante. 
-Importante lo es todo, Julio, porque solo disponemos de ese material: divagaciones y conjeturas (...). (Pág. 62)



-¿Lo huele? -dijo Julio cuando salieron a la calle. 
-¿Qué cosa, teniente? -contestó Aldo, con aire distraído. 
-Va a caer una buena nevada. Se respira en el aire. 
-Vaya... Es usted todo un sabueso. Y eso que fuma. 
-Fumo ocasionalmente. ¿Qué le dijo Linares? 
-Nada. Solo que Marcos quería verme. Parece que hay novedades. ¿Dónde dejó esa reliquia de coche? 
Julio hizo un mohín de disgusto. 
-¿Qué soy ahora? ¿Su chofer? 
-Detecto cierta animadversión en su tono, teniente. Si le molesto, puedo ir por mi cuenta. 
-No, no es eso. -Julio suspiró -.Es esa subinspectora... Me hace luz de gas. 
-¿Luz de gas? ¿A qué se refiere? -preguntó Monteiro, sorprendido. 
 -Actúa como si yo no existiera. 
-Entonces le hace vacío, teniente. Ande, abra el coche de una vez. -Aldo se detuvo ante la portezuela del cupé amarillo-. Se me están congelando las neuronas. Y creo que a usted también. (Pág. 79)


El Parador Nacional de Santa Marina ocupaba el solar de un palacio del siglo XVI en el que, según los cronistas, Carlos I había pernoctado al menos en una ocasión, allá por la revuelta de las comunidades. Desde el vestíbulo principal -decorado con armaduras y tapices que mostraban escenas de cetrería- se accedía a un patio interior, y desde allí, al restaurante, construido en las antiguas caballerizas. Julio se tranquilizó tras encontrar una máquina de tabaco y comprobar que había zona de fumadores. El comedor, abovedado en piedra vista, olía a leña y, tenía que reconocerlo, rezumaba encanto. Apenas quedaban clientes. El camarero le puso la carta delante de las narices, servicial y taxativo a partes iguales.  
-¿Qué desean beber los señores? -dijo con una sonrisa distante, las manos detrás de la espalda. Julio lo miró de reojo. No estaba mal. 
-¿Prefiere carne o pescado? -preguntó el inspector. 
-Carne -contestó, sonrojándose. Al leer la carta de vinos, el estómago se le encogió-. No quiero vino. Solo agua. 
-¿Agua? tonterías. Nos trae una botella de... ¿Le gustan los espumosos, Julio? (Pág. 255)


Habiendo despejado ya la incógnita respecto del primer nivel del análisis, el lenguaje (en el cual naufragan casi todos los escritores locales aquí reseñados) vayamos a lo que considero que son sus defectos. Defectos que, recuerdo, deben ser considerados a la luz de una exigencia respecto de una literatura que no solo se considere bien escrita, aspecto que El santo al cielo ha aprobado con nota, sino que aspire a la grandeza:

a) Echo en falta en esta novela más atmósfera. Salvo en escenas concretas, tengo la sensación de que falta, si me permiten el palabro, fisicidad. Como si el enfoque permanente en los pensamientos, sentimientos y sensaciones de los tres personajes principales coadyuvara al aligeramiento del entorno. No es que necesite la casa encantada, el callejón de la emboscada o el garito de la rubia que canta, pero sí que el entorno mueva, al menos, a cierta sensación, si no a un estado de ánimo concreto y no tan neutro, ya que no es esta, precisamente, una novela de ideas.

b) Los personajes arrancan muy bien, con unos caracteres principales con personalidad propia, así como algunos de los secundarios. Pero percibo que, ignoro si por incapacidad o por estar excesivamente absorto en el desarrollo de la acción, minuciosa, por otro lado, Ortega echa el freno de mano en la autonomización de los personajes, salvo, quizá, en el caso de la sospechosa. Esto se nota, sobre todo, en el caso del inspector Monteiro. Se vuelven, digamos, demasiado funcionales, demasiado subordinados a la trama.

c) Una novela perdurable de algún modo u otro nos presenta dilemas morales. No los resuelve, ¿porque quién puede resolverlos según qué situaciones? Algunos son insolubles. No estoy seguro de que los conflictos aquí expuestos (o tal vez la manera en que están planteados) le otorguen esa dimensión atemporal. 

d) Si bien, como he señalado, el narrador es cuasi omnisciente, es decir nos informa de la interioridad de los tres personajes señalados, me parece algo manipuladora la ocultación de datos, sobre todo en el caso de Silvia, la sospechosa, que solo a partir de cierto momento de la investigación (bien avanzada la novela) piensa con determinadas palabras. En este sentido, la sensación de trampa se evitaría con un narrador externo que nos indicara sus acciones, pero no que transcribiera sus pensamientos.

e) Una novela negra o detectivesca (en realidad, cualquier novela) no tiene por qué ajustarse a unas reglas determinadas, no tiene por qué seguir un canon, ya sea el inspirado por Hammett, Chandler o Thompson, o Poe, Christie, Conan Doyle o Highsmith, por citar los más conocidos por el gran público. Fíjense, si no, en Noir, de Coover, sin ir más lejos. La objeción que le planteo al autor es la de si no se ha preocupado en exceso por adecuarse al estándar del género, si no se circunscribió a lo conocido en su empeño por llevar a cabo un estreno sin mácula. En este sentido, y sé que es una exigencia quizá exagerada (una exigencia que, desde luego, sólo puede hacerse a quien ya ha demostrado un nivel notable), quizá habría hecho bien en sacudirse un poco las hechuras del oficio, en dar más cuerda a las posibilidades latentes en la historia y, cómo señalé antes, a los mismos personajes. Un poco de locura siempre viene bien, y más en nuestra modernidad, en la que en el Arte, al menos, ha saltado por los aires cualquier tipo de normatividad. En este sentido, la novela sí peca de convencional.

f) Lo mismo puede decirse del idiolecto. El estilo del autor es sobrio y correcto. El aspecto positivo es que así no se permite las cursilerías y memeces como las que he señalado mil veces en otras reseñas. En este sentido, no encuentro reproches. Sin embargo, y como en c), yo habría apreciado un estilo más personal, mayor exuberancia en el lenguaje; en definitiva, mayor riesgo. Descartando que nadie, y tampoco el autor, quiera ser Azorín, cualquier novela, incluso una de género, alberga posibilidades estilísticas inéditas que haría bien en desarrollar cualquiera con capacidades literarias, como parece ser el caso de Carlos Ortega Vilas.

EN DEFINITIVA, si es usted aficionado/a al género negro o al policíaco y también atento lector de las novedades, le señalaría que El santo al cielo está por encima de la producción habitual. Con toda la bazofia que habrá tenido que leer, esta novela le resultará pulcra, aseada y de calidad, si es que a estas alturas es capaz de apreciar esos rasgos, dado el nivel medio de la edición novelística canaria y española.