miércoles, 24 de mayo de 2017

'La pluma del arcángel', de Carlos Álvarez

Después de tanto cuento, real y figurado, buenos y no tan buenos, llegaba el momento y el ánimo para una novela. A falta de algo en principio más atractivo, comencé a leer La pluma del arcángel, del guionista, documentalista y novelista y Dios sabe qué cosas más, Carlos Álvarez.

Ignoro si nuestro novelista es de los que se lo pasan de puta madre con autores de éxito de público y crítica o es de esos que nos miran con sonrisa sarcástica (pero que pretende ser irónica). Al menos, lo que sí sé es que su prosa y su inteligencia narrativa rayan a buena altura, y sin tanto aspaviento y ubicuidad, aunque bien es cierto que tampoco es un desconocido, ni mucho menos, en los medios de comunicación.

Tengo, lo reconozco, el defecto de haber idealizado la figura del/la artista-escritor/a: la de una persona entregada a su tarea creativa con pasión y obsesión, empeñada en decir algo nuevo, profundo y revelador sobre nosotros mismos, con voluntad de estilo, con voluntad de cognición y de sensibilidad. Sin dejarse seducir por sinecuras, pesebres, charlas-coloquio en algún país sudamericano a cuenta del erario ni talleres de escritura organizados por instituciones públicas. Alguien  a quien toda promoción de su obra debe de parecerle redundante, pues ya vale por sí misma. Alguien, en definitiva, que desdeña todo juicio de valor literario anclado en toponimias, etnias, clanes o filias partidistas. Que solo se remite a su obra y a nada más. En definitiva, que no estaría todo el día dándonos la brasa. 

Quizá es mucho pedir.




Así las cosas, como digo, abordé la lectura de la novela que nos ocupa con cierta prevención, pues, salvo excepciones, como Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, no me siento proclive a entusiasme con la novelización de la Historia. Lo cierto es que cuando quiero saber de Historia, leo un libro de Historia. Pero, bueno, de todo tiene que haber, incluso "dragones en los bastidores del mundo", que diría Cormac McCarthy. 

En este caso, Álvarez sitúa su obra en 1599, en el Real de las palmas: vamos, en lo que ahora es Las Palmas de Gran Canaria. La trama no es que sea de una complejidad catedralicia, ni sus reflexiones, de honduras abisales, pero la lucha de poder entre el inquisidor Ximénez y el gobernador Herrera, y el desarrollo de las subtramas paralelas interesan y divierten. Yo, que soy de natural pesado y con tendencia casi cabalística a querer interpretar y reinterpretar cosas y sucesos, echo de menos una reflexión más profunda y matizada del significado del poder en estas dos vertientes: religiosa y civil. No olvidemos, además, que si bien la Inquisición era una institución religiosa y de cometidos antiheréticos, era también, y quizás sobre todo, un arma que la monarquía utilizaba para reprimir y suprimir la disidencia política, primero contra las veleidades de autonomía de los reinos y ciudades, y más adelante contra el incipiente liberalismo que cuestionaría el poder real.

Aunque la muerte y la esclavitud están presentes, aprecio cierta idealización de la sociedad de aquella época: resulta agradable pensar que los habitantes eran hasta cierto punto felices, o que vivían unos y otras con armonía hasta la llegada del inquisidor. Imagino, sin embargo, que la realidad sería bastante diferente: la pobreza, la dominación, la esclavitud, etc., desempeñarían un papel bastante más protagonista, quizá asfixiante, sobre todo en lugares pequeños. Los personajes, están, en general, bien delineados, distinguibles tanto por su lenguaje como por sus acciones. Por otro lado, es tal vez la focalización en la concupiscencia y en el enredo lo que nos divierte, pero es también lo que priva a la novela de mayor riqueza psicológica. Sin embargo, Álvarez dibuja un mundo ficticio bastante coherente, aunque la trama se cierre de modo un tanto apresurado y haya alguna subtrama de corto recorrido que no termina de insertarse en el conjunto de modo completamente satisfactorio. 

Por otro lado, el lenguaje es natural y el autor no hace hablar a sus personajes como si fueran Góngora, ni dicen "vuesa merced" todo el rato, como esas películas españolas de espadachines con las que dan ganas de morirse varias veces. En ese sentido, y sin querer ni siquiera conocer el grado de precisión lingüística y etimológica, Álvarez nos sitúa de manera convincente en una atmósfera histórica bien distinta a la nuestra y que damos por buena.

Y allí mismo, en mitad del camino y mientras se iba juntando la gente, Nemesio resumió el pregón y confió en que pronto todos los vecinos se dieran por enterados, para  retomar su rumbo camino de Texeda, donde nadie sabía aún nada de la aparición del arcángel y mucho se guardó Nemesio de dar noticia alguna, no fuera a ser todo una fantasía y después anduviera su nombre en bocas por propagar falsas apariciones. De allí salió con buena luz aún para enfilar los ásperos riscos que debía cruzar antes de llegar a Tirahana, en lo hondo de una caldera bien profunda donde todos viven en cuevas y tampoco se han enterado de la aparición, mayormente, porque casi todos son canarios, cuando no negros, y muchos aún no entienden otra lengua que la suya y pocas veces hacen caso alguno de cualquiera de sus pregones.


La víspera de la lectura del Edicto de la Fe, la mancebía es un trajín. Son muchos los hombres que ya han llegado del campo para la misa mayor del domingo, la única misa ese día en la isla, y la Farfana merodea por los alrededores de la mancebía; sabe que no hay mujeres suficientes para satisfacer a tanto macho caliente y que el rato que tienen que esperar hasta que quede una hembra desocupada es su mina; y a pesar de su edad, a veces, aún encuentra algún filón, si no de oro de cobre acuñado en Castilla o Portugal que tanto le da. Cierto es que su aspecto no invita a la lujuria, casi sin carnes y sin tetas y ni un solo diente en las encía -aunque esto último es lo que mejor la faculta para ofrecer algunos servicios especiales por los que comienza a tener reputación-, le quedan tres muelas atrás y ninguna es del juicio. Sólo la ansiedad y desesperación que la espera de hembra les produce y unas cuantas palabras bien dichas sobre las formas de aplacar la hombría, los vuelve ciegos o visionarios y ven en ella a la joven, o al mozo, que de todo hay, que cada cual quiere ver.

Así pues, una historia sencilla, entretenida, con dos bandos claramente delineados (desnivelado hacia los que se resisten al poder inquisitorial), en el que triunfan los que nos caen bien y así se cumple, una vez más, esa justicia poética que tanto gustirrinín proporciona. No es poco. Un tratamiento más pausado y matizado habría dado para más, insisto. No sabemos, pues, dado que ha demostrado que sabe contar una historia, si fue falta de ganas o de capacidad lo que ha evitado que el autor escribiera una novela con mayor densidad y complejidad; una novela, en definitiva, con mayores aspiraciones. 




jueves, 18 de mayo de 2017

'El letargo', de Rafael-José Díaz

Si uno fuera neófito en la práctica de las normas de etiqueta en el mundillo literario canario, no tendría más remedio que pensar que los escritores habían hecho suyos los mandamientos de Jesús, sobre todo aquel que reza: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado". Esto es así porque, atendiendo a las reseñas y comentarios en los medios de comunicación, no se ha publicado una novela mediocre, una colección de cuentos tediosos o un poemario despreciable en Canarias desde hace décadas. Habría que remontarse, quizá, a la fase de la conquista castellana o, sin exagerar tanto, al momento en que Franco cogió el avión desde Gran Canaria. 

Así pues, todo un reguero de obras maestras caleidoscópicas, muchas de ellas con rasgos metaliterarios, algunas con compromiso social y todo, han ido jalonando la historia de la cultura canaria (cultura mixta, híbrida, tricontinental, macaronésica, europeo-africana, mestiza, anglófila, anglofóbica, atlántica, independentista o todo lo contrario, etc.) hasta llegar a nuestro actual y grandioso momento en que todo apogeo es poco. Es el maravillosismo (neologismo acuñado por Javier Moreno). Que esa cultura tan extraordinaria, irradiadora de energía positiva y estimuladora de corazones henchidos de gozo y levitaciones místicas, sea compatible con niveles de pobreza, desigualdad, marginación, abandono escolar y violencia muy por encima de la media española y europea es una circunstancia que nunca deberíamos olvidar, y que yo al menos no me cansaré de repetir.

En el mundillo literario canario (o más bien isleño, ¡oh, siete islas sobre el mismo maaar!), en realidad todo es cuestión de buenas maneras, de normas no escritas, pero no por ello menos vigentes. Se trata de etiqueta y de su contraparte de velada amenaza; de amistad, real o fingida, y de una latente promesa de venganza. Es la ley del buen rollo y del compadreo porque, en definitiva, todos se dedican a lo mismo, y más te vale que si no.

Es por eso por lo que cuando un escritor y crítico literario como Rafael-José Díaz , en principio independiente gracias a su propio trabajo en la enseñanza, irrumpe en la esfera pública y afirma que se publica mucha "basurilla" y que le preocupa "la endogamia y el provincianismo" por el que "unos autores reseñan a otros e incluso algunos se llegan a autorreseñar a sí mismos bajo pseudónimo" no puedo por menos que sentir una fuerte simpatía por él, a pesar de la redundancia. Algo, a mi juicio, llamativo es que, salvo una pataleta facebookiana de Alexis Ravelo (que suscitó, cómo si no, gran entusiasmo entre sus fans) y una intervención de Javier Moreno en un programa radiofónico, nadie ha salido al paso, y me refiero en los medios de comunicación, para negar aquellas acusaciones o, aprovechando la ola, para sumarse a ellas. Al menos, habría sido interesante la reflexión de esos artistas, intelectuales o periodistas culturales al respecto, teniendo como tienen fácil acceso a plataformas mediáticas de gran repercusión. Silencio en el desierto.

Así pues, y dado que la entrevista era, sobre todo, un medio para promocionar su última obra, una colección de relatos titulada El letargo, consideré que podría ser de interés leerla y reseñarla. Me dije: "Piquemos el anzuelo, a ver qué tal..."







Asimismo, en la vida, uno a veces tiene la sensación de que hay cosas o sucesos de la misma naturaleza que ocurren de manera seguida. Quizá sea solo un problema de percepción, de naturaleza psicológica, o, tal vez, efectivamente sea así, sin más. Últimamente, por ejemplo, leo cuentos. Véase, sin ir más lejos, la reseña de los Cuentos de Kjell Askildsen, cuya lectura provino de una indagación respecto de un relato que terminaba algo así como "Y su padre trabajaba en Hamburgo y tenía dos secretarias". Aún no he averiguado ni cuál es ni quién lo escribió (escríbanme si lo descubren o lo recuerdan).

Y ya ven, aquí estamos, con más cuentos.

Sin embargo, tras la lectura de El letargo, me resisto a calificar los cuentos que lo componen de cuentos. Puede que sean otra cosa: extrapolaciones, desarrollos, transformaciones, mistificaciones de sucesos cotidianos en unos casos, de anécdotas en otros, escenas, en definitiva, que tienen como centro al autor. Un autor que, quizá sea un defecto, no se transmuta en otro: el narrador, cuando es en primera persona; el protagonista, cuando es en tercera. Nada tengo, en todo caso, contra los relatos autobiográficos. Podríamos denominarlos de otra manera, como esfuerzos expresivistas por el que Rafael-José Díaz que en ocasiones obtiene réditos en cuanto al acabado, pero que, en la mayoría, resulta banal, cuando no tedioso en esas 2-4 páginas en las que se sustancia cada cuento, pasaje o lo que sea. Como dice él mismo: "No son relatos al uso". Hay cierta nostalgia que convive con la insatisfacción de una sociedad extraña, de tintes, en ocasiones, fantasmagóricos. También el erotismo impregna muchos de los relatos. 

El autor adolece (esto es una manía mía, lo reconozco) de ese polifacetismo tan propio de los literatos de las islas. Me preguntó si habrá algún poeta que no sea también cuentista o novelista. Debe de ser que el ansia creadora devora todo freno o contención, que el deseo de expresión busca, como si de agua se tratase, vías por las que escapar, a toda costa. También podría denominarse pluriempleo. Lo señalo porque hay ocasiones en las que me parece apreciar cierto lirismo, cierto deleite por la imagen poética que no encaja bien en el relato. Tampoco es que encuentre evidente una decidida voluntad de estilo que lo explicara. Los textos no son preciosistas, ni difíciles. El vocabulario es accesible. Sin embargo, repito, lo que nos cuenta el autor no logra interesarme, tanto por el fondo, que no evoca nada especialmente sugerente, que me haga reflexionar sobre las limitaciones o posibilidades, sobre mis virtudes o defectos, o sobre el mundo, tanta veces espantoso, como, sencillamente, por la forma:



Van siendo demasiadas palabras para tan pocas frases, me temo, pues o bien estoy intentando comprimirlo todo sin atreverme todavía a decir nada de lo que ocurrió entre el comienzo y el final de la historia o bien todo es tan indefinidamente desplegable como esos instantes que, se diría, no acaban nunca de empezar y no terminan nunca de acabar. Esta cuarta frase que ahora comienza abordará, ya inevitablemente, la continuación del comienzo, pretenderá demostrar que no fueron pura fantasmagoría los despendolados arrumacos que nos dimos en uno de los garajes de la calle General O'Donnell, esa travesía de reminiscencias irlandesas y de decrépita elegancia chicharrera a la que habíamos ido en busca de un nuevo pub que, según el uruguayo -y disculpen si no lo presento, pues su nombre es uno de los datos que se quedaron por el camino en esta historia-, habían abierto unos amigos suyos (...).



Amenazantes, solemnes, incansables, las once o doce moscas que desde el principio de la tarde ocupan el salón de mi vivienda parecen sentirse a gusto trazando conexiones invisibles entre puntos indeterminados, ángulos esquivos en las coordenadas más comunes, abismos de milímetros entre unos cuerpos y otros. Yo leo tranquilamente una colección de relatos sobre patologías cotidianas. No hace frío ni calor, no se nota ni sequedad ni humedad en el ambiente, no es temprano ni tarde (es media tarde), no estoy triste ni feliz, no tenga ganas ni dejo de tenerlas de proseguir con lo que hago o de pasar a otra cosa.


Lo que se apodera de nosotros, a veces, en las partes traseras de las guaguas, mientras un atardecer aminorado por todas las gradaciones de un gris polvoriento, o incluso del polvo en su más sólida presencia, es decir, como humo, como polución engastada en las fosas nasales, como toxicidad propulsada por motores que arrancan, aceleran, frenan, se detienen e inoculan directamente en los pulmones la malsana raíz de todos los venenos; lo que se apodera de nosotros, protegidos por un tiempo en las partes traseras de las guaguas, defendidos por los altos, rotundos ventanales que nos brindan la contemplación de la promiscuidad del gentío es una especie de sórdida desmesura de nuestra visión agazapada. 


Es una prosa insatisfactoria: ni aguda ni clarividente ni bella. Todo esto lleva a plantearme cuál era la intención de Rafael-José Díaz al publicar El letargo. Quizá pretendía que cualquier crítico quedara retratado si se atreviera a hacer un juego de palabras con el título. Tal vez, quería publicar los cuentos, pero no estoy seguro de que, a tenor de lo que declara en la famosa entrevista, quisiera que se leyeranLo que parece un contrasentido, en principio, pero quién puede elaborar una teoría de la mente infalible. Dice:


Era un libro que necesitaba exteriorizar. Quería pasar a otra fase de la escritura y los textos estaban molestando.


Entiendo que los textos le "molestaran". Incluso que le aburriera escribirlos, y, todavía más, leerlos. Me atrevo a dudar de que su publicación constituya esa experiencia catártica que le permita seguir desarrollándose como literato. A mí, como lector, no me gustaría que me utilizaran más como un medio que como un fin. 

En definitiva, un ejercicio de solipsismo al que no sé si estábamos invitados sino por compromiso.















miércoles, 10 de mayo de 2017

'Cuentos', de Kjell Askildsen

Aunque soy del gusto de títulos chocantes tales como "Fluyan mis lágrimas, dijo el policía", "Si una noche de invierno un viajero" o "La insoportable levedad del ser", a veces la sencillez cautiva. Así, "Cuentos", que es como la editorial Lengua de Trapo decidió titular una colección de relatos de Kjell Askildsen, contiene todo lo que debe. Para qué más. Aunque admiro el barroco, me sigue impresionando la solemne sencillez del románico, aunque tardío. Qué le vamos a hacer.

Por otro lado, parece ni más ni menos que de pésimo gusto que la colección en la que se insertan dichos Cuentos se denomine Serie Business Class. ¡Business Class! ¿A qué mente se le ocurrió que podría ser una buena idea? ¿El glamour de la clase de los negocios, del business, que atraería a lectores con aspiraciones a elevarse por encima de la clase media a dejar sus dineros? Business y Class, Business Class: los que pueden pagar por no hacer cola, los que se pueden permitir los asientos cómodos y la comida en el avión o en el tren, los que reservan los mejores camarotes en los cruceros por el Egeo o el Báltico, que lo mismo da. En cambio, a todos aquellos que profesamos cierta devoción por teorías democráticas igualitaristas y redistributivas nos da mucho por saco. Diría, incluso, que nos irrita hasta el punto de la indignación. En fin, ahora como siempre, a muchos, sin duda, les seduce la idea de la distinción, aunque sea una distinción low class

Muy rojos no deben de ser, los de Lengua de Trapo, salvo que sea ironía de la fina, que todo es posible.

Dicho lo anterior, centrémonos en los Cuentos.




Askilden (me) gusta porque tiene muy mala leche. De la que molesta: una retranca venenosa a la par que cómica. Con un lenguaje seco y simple, es capaz de penetrar todo ese denso follaje exculpatorio que cada uno cultiva como refugio para hacerse con la savia de nuestra miseria moral y echárnosla por encima. No nos vayamos a creer que somos personas sin mácula.

A este respecto, sus personajes predilectos son los ancianos, los viejos, como él mismo. Cuentos en que  los personajes se intercambian frases cortas y contundentes que nos mueven tanto al desprecio como a la compasión: mezcla difícil. Oh, esos diálogos. Al mismo tiempo, y quizás solo deba referirme a la versión ofrecida por el traductor, se aprecia en algunos de los relatos un ritmo singular sin el cual lo narrado no tendría el mismo sentido. En la literatura lograda, continente y  contenido, como se sabe, son indisolubles, y tanto expresan uno como otro. Abundando en el estilo, podríamos decir que la (aparente) sencillez de la prosa nos desarma, en el sentido de que no da excusas a la pretenciosidad ni a discursos pseudofilosófico-panteístas que tanto mortifican al lector desprevenido. Los Cuentos son la obra de un señor que parece más allá de la vanidad, de alguien que ha dejado atrás la ilusión por el devenir, pues todo lo importante, todo lo que tenía algún valor, ha ocurrido ya. El amor marchito, la convivencia rutinizada, el infantilismo de personajes maduros, la promesa falsificada de la pasión sexual, el odio entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos, entre todo lo que tenga consciencia de sí, en definitiva, son varios de los temas que cruzan esta colección. Sin embargo, conviven con la picardía casi senil, el mal humor que conjura el fatalismo, la chispa de la resistencia a la muerte pese a todo. Una enmienda casi a la totalidad de las relaciones familiares.

Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, me pregunto dónde lo habrá aprendido.


Estaba bajando por la escalera de un bloque de cinco plantas al este de la ciudad; acababa de hacer una visita a mi hermana y no había sido una visita agradable, pues ella tenía muchos problemas, la mayor parte imaginarios, lo que no mejoraba en modo alguno la situación. Nunca la he querido mucho, ella nunca me ha tenido en tanta estima como debiera.


Pues bien, allí estaba yo sentado, sin nada pendiente conmigo mismo, cuando de pronto divisé a mi hermano gemelo, Johannes, que se acercaba renqueando por la acera. Tuve la ardiente esperanza de que no me hubiera visto, pero en ese momento oí su voz:-Ajá, Paul, finges no haberme visto.Así ha sido siempre, brusco e indiscreto.

Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa suya, lo había heredado de su madre. "María -dije-, eres realmente tú, tienes buen aspecto". "Sí, bebo orina y soy vegetariana", contestó. Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno no consiga quitarse las ilusiones de encima.

Hay que reconocer, no obstante, que un par de relatos desentonan. Los admiradores de Askildsen se me echarán encima: "¡Y qué sabrá este!", "¡Sólo se habrá leído las solapas del libro!", "¡Uno no debe hacer reseñas negativas!", "¡Hay que respetar al autor y a su obra!", "¡Ha leído en profundidad el libro atento a cada detalle!", "¡Escritor frustrado!", "¡Busca una tribuna para que le reconozcan!", "¡Es apenas humano!" y lindezas así. Ese suele ser el nivel. 

Bueno, prosigamos con los dos cuentos. Uno de ellos se titula Encuentro, y, Dios me perdone, el autor me pareció desconcentrado. Un relato con el que, para que lo entiendan, Santiago Gil podría haberse inspirado para escribir otro libro, que podría titular, por ejemplo, Los recuerdos atroces, Las derrotas de la vida, El llanto infinito o, quizá, Mundo, por qué me maltratas, etc. El otro es La noche de Mardon, con la misma característica de escritura desenfocada. Siempre hay un riesgo en la escritura reconcentrada. Ya me contarán: es probable que me saquen de este doble error de apreciación. Da la sensación de que el autor no ha logrado transubstanciar una vivencia personal en un relato literario aceptable. En todo caso, soy poco partidario del derrotismo sin matices.

En sus relatos sobre parejas, nos recuerda, en ciertos momentos, a Cheever y la vida familiar en los suburbios, con sus niños y sus jardines, solo que sin tantos niños, pero con huertos. Digan lo que quieran, pero a Cheever nunca he logrado quitármelo de la cabeza: la angustia vital de la clase media norteamericana de aquellas décadas. Y La excursión de Martin Hansen, sin ir más lejos, nos lo recuerda. En otros, como en Elizabeth, el que surge ante nosotros es un Carver. Quizá menos juguetón, más vitriólico, eso sí. Es probable, sin embargo, que este aire de familia se deba a que todos los grandes escritores sean unos magníficos pesimistas o que, simplemente, ya no se hacen muchas ilusiones respecto de los seres humanos, hechos de esa madera tan retorcida con la que, ya se sabe, nada demasiado bueno puede construirse. Es posible que Askildsen sea un crítico de la sociedad noruega, y enseguida nos sobrevienen esas características con las que parecen relamerse en los reportajes de periódico dominical: Estado del Bienestar: soledad, incomunicación, alcoholismo, violencia soterrada, etc. Debe de ser que en las alegres, bulliciosas y buenrollistas sociedades meridionales lo pasamos de cine con un cuarto de la población en paro, un índice de desigualdad grande y creciente, una población carcelaria cada vez mayor, violencia de género a espuertas y corrupción político-empresarial toda la que quieran y más. No digo yo que no lo pasemos bien, pero tampoco que sí. Puede ser que, sencillamente, Askildsen escriba de los tipos humanos que conoce. Perspicaz es de sobra. Es posible que, en clave canaria, fuera interesante hablar no tanto de tipos ideales extremos: los perdedores y los corruptos, como de esos personajes de clase media que asisten impasibles tanto a la miseria de unos como al latrocinio de otros, mientras ellos tengan asegurado el sustento. De la miseria moral y de la mediocridad existencial.

En todo caso, aprecio más, y donde creo que es donde la prosa de nuestro autor se despliega con mayor intensidad, los relatos que no están demasiado dirigidos a contarnos grandes verdades. Expresan más aquellos en que una anécdota trivial o un incidente menor nos revelan las miserias de los protagonistas y, por ende, de nosotros mismo. A veces, con desenlaces impensables.


Era un caluroso día de verano. Fui hasta el jardín próximo al ya desaparecido parque de bomberos, donde suelo poder sentarme en paz. Pero apenas me hube sentado, apareció un vejestorio de mi edad. Se sentó a mi lado, aunque había muchos bancos libres. Bien es cierto que había salido a la calle porque me sentía solo, pero no con la intención de hablar, sino sólo para cambiar de ambiente. Estaba cada vez más nervioso por si me decía algo, incluso pensé en levantarme y marcharme, pero adónde iba a ir, si era ese el lugar al que me había dirigido. Sin embargo el hombre no dijo nada, lo cual me pareció tan amable de su parte que sentí una predisposición positiva hacia él. Intenté incluso mirarlo, sin que se diera cuenta, claro. Pero se dio cuenta, porque dijo: 
-Tiene que perdonarme por decírselo, pero me senté aquí porque creí que me iba a dejar en paz. Si usted lo desea, puedo cambiarme de sitio. 
-Quédese -contesté, bastante perplejo. Obviamente no hice más intentos de mirarlo, me asaltó un profundísimo respeto por él. Y aún más respeto por mí mismo. No le hablé. Sentía algo raro por dentro, como una no-soledad, una especie de bienestar.

Qué quieren que les diga. A mí estas cosas me hacen gracia y me hacen pensar. A veces, de manera simultánea. Es lo que hace a Askildsen especial.











martes, 2 de mayo de 2017

'Gracias por el tiempo', de Santiago Gil

Tras una corta, pero intensa campaña de promoción, que incluyó, al menos, una entrevista al autor y una reseña empalagosa antes de su publicación en Dragaria (revista literaria digital de reciente creación que amenaza con seguir fomentando el buenrollismo literario y con dejar la crítica para otro día, gracias), un panegírico del director del periódico local Canarias 7, una transcripción de las primeras páginas y una entrevista en el suplemento cultural del mismo periódico, parecía que había llegado, por fin, la novela que iba a poner patas arriba y manos en la cintura el panorama literario canario (no diré que universal) y que supondría la consagración definitiva y caleidoscópica de Santiago Gil. 

Sinceramente, le deseamos lo mejor, aunque, a nuestro parecer, no cumple con las expectativas. Es lo que ocurre con las promociones literarias, que no pueden ser sino desmedidas, pues su función no es la ofrecer una valoración crítica de la novela, sino conseguir que se haga conocida entre el gran público para que se venda. Conclusión: no hagan nunca ni puto caso.

En fin, volviendo a lo que nos ocupa, es bastante probable que incurramos en una exageración si calificamos al autor de Gracias por el tiempo como un escritor optimista. Llegamos a esa conclusión sin habernos leído otra novela que la presente y por los títulos de algunas de sus anteriores obras: Los años baldíos, Por si amanece y no me encuentras, Un hombre solo y sin sombra, Las derrotas cotidianas, Yo debería estar muerto o, el peor de todos, Cómo ganarse la vida con la literatura. Provocan escalofríos. Incluso sin conocimientos previos, parece que no son las lecturas adecuadas para personas aquejadas de depresión, de tristeza perenne o de dudas existenciales graves.

Con Gracias por el tiempo, Santiago Gil no hace una excepción.






Dos personajes, padre e hijo, nos narran su vida de forma introspectiva. Es una historia de esas que se suele decir con cierto tonillo melancólico de importación que son de perdedores. Sin embargo, uno pierde algo cuando antes lo tenía. En cambio, en Gracias por el tiempo, nos asalta la sensación de que estos personajes ya nacieron con un estigma funesto y el transcurso de la vida no ha hecho sino empeorar su desgracia. Quizá no seamos justos del todo: tuvieron breves destellos de felicidad, al menos el padre, que conoció el amor aunque de manera breve.

En la novela, dejémoslo claro desde el principio, se vierten muchas lágrimas. Los protagonistas nos cuentan que se han pasado la vida llorando y no tienen la menor intención de dejar de hacerlo. Llora que te llora. Y cuando acaban, hala, vuelta a llorar:


Lo vi llorar cuando abrió la puerta de la casa cueva. (pág. 26)


Mi padre nunca me ha contado lo que sueña. Algunas noches llora mientras duerme, pero nunca le digo nada cuando despierta. (pág. 28)


Jamás hemos hablado de las ausencias. Realmente nunca hemos hablado de casi nada. Cuando murió mi madre seguro que tuvo que llorar mucho. Yo no hubiera parado de llorar si hubiera estado en su lugar. (pág. 31)


Aquí no lloro. Durante casi toda mi vida me levanté llorando por la mañana. Maldecía mi soledad. Ni siquiera la presencia de mi hijo ahuyentaba aquellas lágrimas. Creo que él no me vio llorar, aunque a lo mejor me escuchaba sin que yo me diera cuenta. Echaba de menos a mi esposa. Todos los argumentos de mi vida futura estaban unidos a ella.(...) A lo mejor él también lloraba cuando yo no lo veía. (pág. 47)

Y hay más, pero para qué aburrirlos.

Aparte de llorar, los personajes principales, el padre y el hijo o viceversa, se pasan el día recordando y lamentándose. Cuando no lo hacen, ya saben, lloran; y cuando lo hacen, pues... también lloran. ¿Y el lector? No sé si llorarán Vds., pero no este que les escribe. Ese esfuerzo por lograr patetismo, que roza lo sensiblero, no consigue, al menos en mi caso, conmoverme. Tanto lo intenta el autor que corre el riesgo de saturar al lector con tanta tristeza y derrotismo sin solución, de tanto sentimiento de soledad sin esperanza. No es que la suerte de los protagonistas nos sea indiferente del todo, pero hay una distancia que no logra cerrarse.

La novela, corta como suele ser costumbre por estos pagos (99 páginas), está contada alternativamente por el hijo y por el padre. Aunque estos dos puntos de vista bien podrían ser uno porque se caracterizan ambos por la nostalgia, la soledad, la tristeza y, claro, el llanto por la madre/esposa muerta y su ausencia. El lenguaje es sencillo, a base de frases cortas, y, la mayor parte del tiempo, en un registro coloquial, que no vulgar.  Aunque no abunde en ellas, hay frases hechas, expresiones algo manidas y pensamiento corriente que no contribuyen a dar lustre a la prosa, tales como "pensión casi ridícula" (pág. 9), "mi ex mujer se había quedado con todo" (pág. 10), "no tengo ni idea de ordenadores", pág. 21), "fueron cayendo casi todos en la droga" (pág. 27), "una escritora de la que me hubiera enamorado perdidamente si hubiera tenido veinte años" (pág. 35), "se agarraban a un clavo ardiendo" (pág. 43), "Estaba perdidamente enamorado de la profesora del taller de escritura" (pág. 45), etc.

A veces, sin embargo, el autor no puede reprimir el poner en boca (o mente) de sus personajes cierto lirismo que pretende, suponemos, llegar a una sima más honda en las reflexiones. Padre e hijo reflexionan. Todo el tiempo. No hay una sola línea de diálogo: todo es rememoración, con algún momento de narración en presente. Sin embargo, dichas frases tienen algo de sentencioso, de conclusión definitiva que no satisface, más cercanas a aforismos no pedidos: "Casi todos terminamos buscando a nuestros ausentes en estrellas lejanas" (pág. 50), "Toda luz lejana es motivo de esperanza" (pág. 51), "Casi todos miramos al cielo buscando a nuestros muertos" (pág. 59), "Todos terminamos siendo imágenes al fondo de alguna pantalla", "Todos los que se suicidan se siguen cayendo eternamente al vacío" (pág. 69), "Tuve una caída tonta. Todas las caídas son tontas. También las del alma" (pág. 97) o "Casi siempre huimos de un desamor que luego el tiempo va disfrazando de literatura" (pág. 99). Afirmaciones discutibles, sin duda. Pero no solo eso; están en boca de personajes que carecen de autoridad alguna para dar rienda suelta a esas certezas.

En todo caso, el estilo sencillo, que no plantea grandes exigencias de concentración ni de vocabulario al lector, es adecuado a la historia. Los pensamientos de los personajes se develan en melancólica y angustiada simplicidad. Cierta uniformidad en la expresión en ambos podría haber provocado confusión, pero el uso de la cursiva en las partes correspondientes al padre lo conjura: un acierto que es a la vez síntoma de un defecto.

Respecto a la lectura moral, uno se pregunta cuál es la enseñanza, si es que hay alguna, o a qué conclusión pretende llegar el autor tras narrarnos las desgraciadas vidas de los personajes. El abuso, el desprecio, la pobreza y la muerte pululan a su alrededor cuando no los golpean o asfixian directamente. Son seres castigados y, lo peor, sometidos. Sólo la escritura logra, si no redimirlos, al menos ejercer de momentáneo paliativo a su desdicha. Sin embargo, como crítica social no logra cuajar, pues los mismos personajes acaban culpándose a sí mismos aun cuando el entorno haya sido cruel e implacable con ellos. Impregna su vida y sus acciones un fatalismo vital que es el reverso del conformismo. Son dos seres tan maltratados que su recorrido y aprendizaje vitales no logran dar lumbre a la rebeldía y al desafío social o político. Parecen predestinados a no dejar más huella que el rastro húmedo de un gusano sobre una hoja. Uno llega a preguntarse si Santiago Gil disfruta al machacar a sus personajes, si cierto sadismo no se esconde tras tanta melancolía y tanta lágrima. Si tras las peripecias de los personajes y sus andanzas, tras sus mudanzas y reflexiones no oculta un oscuro deseo de aniquilarlos. Puede ser que, en realidad, los deteste, y como un dios vengativo los obligue a peregrinar por un desierto infinito, sin posibilidad de redención. Puede que, dicho de otro modo, para Santiago Gil la vida no sea más que un valle de lágrimas, y solo eso.