domingo, 14 de abril de 2019

'Pacheco', de Christian Santana Hernández

Hace poco se publicó una noticia en la que se informaba que una escuela de Barcelona había decidido retirar de su biblioteca destinada al parvulario unos 200 libros, muchos de ellos cuentos populares que casi todos/as hemos leído en alguna ocasión, como Caperucita Roja, Blancanieves, etc. Como era de esperar, numerosas voces justamente indignadas se alzaron en contra de esa decisión, porque, como todos sabemos, la dirección de un colegio público, con el apoyo de los padres/madres de los niños, no puede tomar iniciativas de este tipo sin contar con el beneplácito de los columnistas de los periódicos, de los tertulianos de las radios o de los responsables de las editoriales. También es una característica universal de los progenitores dejar que los niños lean o vean cualquier cosa que caiga ante sus ojos sin reparo alguno. Si lo hicieran, serían dignos de reproche por ejercer control ideológico, cosa que, como sabemos, solo se perpetra en regímenes democráticos, en especial cuando están gobernados por partidos de izquierdas.

Es de sentido común, además, que toda biblioteca, incluyendo las de parvularios, debe contar de manera obligatoria con un canon de libros dictados por la tradición, libros que alguien consideró alguna vez que se les denominaría clásicos. Que estos clásicos prosperaran y se publicaran una y otra vez bajo el régimen dictatorial de Franco y que solo se hayan problematizado hoy no hace más que reforzar la idea de que su calidad y sus valores son a prueba de cualquier reflexión argumentada sobre ellos. Ponerlos en cuestión sería, como no dejan de evidenciar muchas opiniones sobre la decisión de la escuela, la antesala de un escenario bradburiano con hoguera nazi o, más bien, estalinista, incluida.

Así pues, la derecha del espectro político, que, como bien sabemos, siempre vela por la pureza desideologizada de los libros de texto y la prensa de izquierda de los días alternos ha llegado a un consenso al respecto: los libros infantiles clásicos carecen de ideología alguna y sólo es ideológico pretender que sí la tienen. Por tanto, el culmen de la falta de ideología y, por tanto, de la normalidad democrática es dejar las cosas tal como están, porque, por si no lo sabían, estamos actualmente en la zona cero de la ideología. ¿Se lo creen? Yo tampoco.

En fin, una vez proclamada la neutralidad axiológica de este blog, pasemos a una novela que, según me han dicho fuentes bien informadas, ha disfrutado de cierto éxito local gracias al boca en boca.




Pacheco, novela del escritor grancanario Christian Santana Hernández, es un thriller policíaco-familiar condensado en una línea temporal que no llega a las 24 horas. Una muchacha aparece muerta en un pequeño pueblo andaluz, descubierta por el protagonista, Pacheco, un maduro guardia civil, viudo y a cargo de un hijo, Colacho. Para añadirle interés al asunto, ya que la novelística está llena de cadáveres encontrados de mala manera, Pacheco sospecha que es su hijo el asesino.

Los breves capítulos de esta novela (182 páginas) están titulados cada una por la hora en que se narran los acontecimientos. Narrador, por cierto, observador, con ramalazos de estilo indirecto libre, que se encarga de revelarnos cada uno de los pensamientos y sensaciones de la ordalía que sufre Pacheco y de su hijo, el sospechoso. Además, al asesinato se añade otra muerte por ahorcamiento de otro vecino del pueblo. A este escenario tremebundo le corresponde una narración acorde: ritmo rápido, creado a base de frases cortas y diálogos de frases breves; vocabulario sencillo y una estructura simple: las escenas se suceden una después de la otra en el tiempo, salvo en alguna ocasión en la que se intenta mezclar dos escenas espaciales diferentes con sus diálogos mezclados. O cuando a unos hechos del presente, sin ninguna marca que lo atestigüe, les sucede alguna corta retrospección. 

A decir verdad, el autor le va mejor cuando no se complica. Es decir, cuando narra yendo al grano sin desviarse ni gustarse. Entonces es cuando la historia tiene sus mejores momentos y la lectura se desliza fácil y con cierto interés. Lo malo ocurre cuando el autor se da cuenta y pretende adornarse con alguna elucubración sobre el mundo interior de los personajes o con alguna complicación técnica. También incurre en los típicos defectos de la frase hecha, de la escena típica o del sentimentalismo empalagoso, tan apreciados por nuestros talentos locales.


-Pacheco, ¿puede venir? -le pidió Sergio Villegas, de la Policía Judicial. 
-Dígame, Villegas. 
-Hemos encontrado estas latas de cerveza. Seguro que hay ADN. 
-Sin duda, pero es como buscar una aguja en un pajar, porque aquí vienen todos los jóvenes de la zona cada fin de semana, y lo más normal es que quien haya bebido en ellas no tenga nada que ver con el crimen. 
-Quizá, pero ha estado en un lugar que ahora es el escenario de un salvaje asesinato. 
-Cierto, pero entonces tendremos que detener a media comarca.-Posiblemente. (Pág. 42)


Más de un habitante de Almanzor era fruto de aquellos encuentros a la luz de la luna, tanto que los vecinos habían rebautizado el monte como el Materno. Para Pacheco y Julia era su paraíso. Habían pasado allí horas y horas charlando, escuchando música o simplemente contemplando el cielo con las manos entrelazadas y una sonrisa tonta. Tal vez por eso, él no había reunido fuerzas para regresar desde el accidente. (Pág. 92)

Era una bomba de relojería a punto de estallar. El más mínimo movimiento y todo volaría por los aires. Se convertiría en añicos, en pequeñas moléculas, átomos que pululan por la galaxia. Abandonó la cocina, sin preocuparse por cerrar el frigorífico, y volvió a por la pala. La cargó sobre su espalda y la dejó donde la había encontrado. (Pág. 102).

En realidad, se ocupaba de los dos Pacheco. Adoraba a su suegro. Jamás iba a olvidar que la cuidó como a una hija cuando su madre falleció. No tenía noticia alguna de su padre biológico, aunque no le importaba, porque quien la abandonó siendo bebé no merecía su interés, ni siquiera que llevara su apellido. Era, simplemente, Ana Belén Caballero, y nunca se sintió diferente. Tuvo en su madre el ejemplo de mujer coraje, una buena persona que se las valía de sobra por sí misma para cuidar de su hija. Hasta que una fría mañana de noviembre desapareció por culpa de una enfermedad que ocultó y por la que transitó con la misma dignidad y valentía con la que había afrontado toda su vida. (Pág. 133)


Por otro lado, la psicología de los personajes es torpe, por ser benévolo: no acabo de entender bien, por mucho que la describa, el desdén y el odio de Colacho respecto de su padre, Pacheco, por ser este el conductor en un accidente de coche que acabó con la muerte de su mujer y de otro hijo (madre y hermano de Colacho). De la lectura de la novela no se deduce tal responsabilidad, al menos hasta ese punto, y menos con lo que se nos informa más adelante.

En esta línea, la actitud de Pacheco resulta no solo ilógica a ratos, sino de profunda irracionalidad en su manera de enfrentarse a los hechos y de procesar los conocimientos que va adquiriendo a medida que se suceden los acontecimientos. Existen contradicciones en ambos personajes que no pueden excusarse o justificarse con la afirmación de que los seres humanos somos contradictorios: lo somos, pero los personajes de las novelas, de ser contradictorios, tendrían que serlo, valga la paradoja, coherentemente. Si no, caeríamos en la arbitrariedad, que no suele ser la mejor característica en una obra literaria. Hay alguna escena que roza lo inverosímil. Son defectos que se van pronunciando a medida que avanza la obra.

Así pues, además del perfilado deficiente de los personajes principales, tengo la sensación, quizá por ello, de ser una novela forzada a concluir con un desenlace que el lector es capaz de anticipar con facilidad. Una fatalidad anunciada profundamente insatisfactoria, amén de una suerte de Deus ex Machina final que tampoco añade nada a la trama por mucho que el autor pretenda de este modo cerrar el círculo de la historia. 

Es Pacheco, en definitiva, una novela lineal, con fallos en la construcción psicológica de los personajes y con una trama simple que sufre del defecto capital de la arbitrariedad. Asimismo, hay ciertos intentos fallidos en algunos capítulos que nos hace pensar en una serie cualquiera de televisión, como si hubiera querido trasplantar una narración visual a la novela. No obstante, se lee bien y entretiene lo suficiente para no detestarla por completo. En cambio, carece de trascendencia moral alguna que nos incite a reflexionar acerca de su contenido o de nosotros mismos.  Una novela, pues, insuficiente.







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