miércoles, 19 de abril de 2023

'Centuria', de Giorgio Manganelli

La semana pasada, Javier Hernández Fernández, crítico literario especializado en poesía, y poeta él mismo, tuvo a bien desmenuzar una reseña lamentable de una "lectora voraz y apasionada", según las propias palabras de la articulista, en el cuadernillo cultural El perseguidor, del periódico local El Diario de Avisos, de hace dos años justos. La reseñadora, cuyo nombre omito por no ser una persona que se prodigue en estas tareas encomiásticas, perpetró una reseña basándose, al parecer, en la contraportada del libro y en unas cartas privadas del autor del poemario, Antonio Arroyo Silva, con el conocido crítico literario Jorge Rodríguez Padrón. Como colofón, admitía que carecía "de la formación necesaria para el ejercicio de la crítica literaria" pero que compartía la opinión de Rodríguez Padrón de que el poemario de marras era un libro de "verdadera madurez poética".

Como ya escribí entonces, la culpa de que en su momento se publicara este desatino no es atribuible al poeta, que como mucho podría ser sospechoso de cómplice o de colaborador necesario, sino de quien estuviera al mando (salvo que estuviera organizado sin jerarquías, digamos democráticamente, que no creo que fuera el caso) del suplemento, que ha permitido que se publicara. Entiendo que, como me ha señalado con cierto desaliento un amigo, sacar semana tras semana este cuadernillo cultural (o el de Prensa Ibérica, o cualquier otro) no es nada fácil, sobre todo en estos tiempos en los que no se paga a (casi) ningún colaborador o colaboradora. Tienen que sobrevivir, como consecuencia, y esto lo digo yo, a base de retales: aportaciones interesadas, viejas glorias jubiladas o amateurs entusiastas con ganas de ver su nombre en algún sitio aparte del recibo de la luz.

Creo, además, aunque parezca contraintuitivo, que estas reseñas ditirámbicas, estos comentarios más que cordiales, no le hacen ningún favor al escritor o escritora cuya obra ha sido objeto del artículo, porque si disfrutaban de algún prestigio, ahora entrarían en el terreno de las suspicacia; y si carecían de él, este tipo de reseñas no los encumbrarán a ningún Parnaso. Quiero pensar que el público lector, a base de continuos desengaños y de un historial de falsas promesas de obras maestras, antes y despueses, hitos literarios y otras denominaciones por el estilo, comienza a discernir el valor de las reseñas o, al menos, a intuir su honradez. Harían bien los/as encargados de estos suplementos culturales en hacerse responsables de lo que permiten que se publique. Llámenlo tamiz, llámenlo filtro, llámenlo sentido del gusto o, al menos, del ridículo.

No obstante, la práctica habitual, como bien saben, sigue siendo el elogio desmesurado y el halago empalagoso en los medios de comunicación: la desfachatez normalizada. Deberíamos preguntarnos, deberíamos comprobar, si el panorama mediático cultural perdería con la desaparición de estas secciones culturales. Si a los editores les ha importado un bledo prescindir de los/as colaboradores valiosos y pagados, y se han quedado con la morralla (con las debidas excepciones) gratis, por qué deberíamos creer que nos están haciendo un favor con dichos cuadernillos. 

Es posible, me ha dado por pensar, que nos estemos aferrando a soportes obsoletos y a contenidos que se presumen culturales, pero que tal vez no sean sino un remedo, una pantomima, un simulacro kitsch de lo que podría representar verdadero contenido cultural: "Lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer", frase gramsciana tan sobada en otro contexto, tal vez sea de aplicación aquí. Podría modificarse un poco: "Mientras lo viejo no muera, lo nuevo no puede nacer". Al menos, el nacimiento de una revista (o cualquier otra estructura) a salvo de "amantes apasionados/as de la cultura" y de los mismos autores o autoras, quienes no dudan en calificar sin rubor de malos a los reseñadores que los critican negativamente y de buenos a quienes los alaban. Como podrán suponer, Canarias está llena de magníficos reseñadores/as.

Otro tanto podría decirse, quizá incluso en grado superlativo, de muchos de los programas de pretendido enfoque cultural que asuelan la televisión pública canaria, empeñadas las productoras proveedoras en ofrecer programas que sean "escaparates" o "divulgadores" sin el menor matiz crítico o, al menos, analítico: el talento local, es sabido, florece por doquier: Canarias es un vergel artístico. Por tanto, la satisfacción del público va de suyo (por ser lo único que se espera de él); y la adulación se exhibe con desparpajo, si no con impudicia: un mundo feliz, tal vez, pero que a mí me parece mero "estruendo consuetudinario". 

Para pegarse un tiro.




Para rebajar los niveles de cortisol, repito con Giorgio Manganelli, y como respuesta a una recomendación de dos fuentes distintas, he escogido Centuria.

A estas alturas, deberían saber que soy enemigo a muerte de los libros de aforismos, solución tan a mano para autores/as que han sentido la llamada, pero no saben para qué, y más o menos lo mismo de ese género llamado microrrelatos, atractor de lo peor que puede dar la literatura, salvo, tal vez, los libros que narran triángulos amorosos de empleados de banca o los relatos distópicos de zombis contra vampiros o Alien vs. Predator, trasunto de aquellos partidos de solteros contra casados. Sin embargo, en este libro, Manganelli ofrece cien relatos muy cortos, cada uno de página y media, casi dos en algunos casos, y no solo los he soportado sino que me han complacido, y de manera creciente, lo que me lleva a reflexionar sobre la firmeza de mis convicciones y la solidez de mis gustos.

Es curioso observar que hay una gran diferencia en el lenguaje de Manganelli de este Centuria respecto de La ciénaga definitiva, novela publicada póstumamente. Aquí el vocabulario es mucho menos vestido con los ropajes de lo arcaico, además de que las frases y los párrafos son más cortos. El ritmo de lectura es, pues, más rápido y, como digo, la consumación de cada capítulo o "breve novela-río" no se demora más allá de las dos páginas y poco. Es decir, en general, se entienda el sentido mejor o peor, resulta más accesible para el público lector medio. 

Por otro lado, Manganelli no duda en adjetivar, constante, metódicamente. Ya saben que periódicamente parece que es síntoma de literariedad, de exquisitez, la prosa pelada, el ofuscamiento en narrar por encima de todo, la atención exclusiva a la trama, el rechazo a la denominada "prosa sonajero". En Centuria, el escritor cuenta, y también adjetiva, y adverbia. Claro que con esa adjetivación inesperada, que guarniciona, adoba y especia a los sustantivos. A veces, de esa forma paradójica que lleva a expansiones de la propia cognición, a la extensión del contenido semántico del sustantivo. Que para eso están los adjetivos, claro, no para decir lo que ya se sabe o ya se ha escrito antes. Lo mismo puede decirse con los adverbios con respecto a los adjetivos, aquellos dejan de ser simples ancilares y metamorfosean a estos. No obstante, no es una prosa campanuda o pretenciosa. Hay un control sobresaliente de las posibilidades del lenguaje (y aquí, claro, traemos a colación al autor de la versión en castellano, Joaquín Jordá).


Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Alguna de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empuja a utilizar el teléfono. (Pág. 17)


El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y le alegraría un "no" dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un "sí" inmediato. (Pág. 33)


Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. (Pág. 51)


Puestos a ser sinceros, este hombre no está haciendo absolutamente nada. Está ocioso. Yace tendido en la cama, se despereza, cambia de posición. Pasea por la casa. Se prepara un café. No, no se prepara un café. No, no pasea por la casa. Piensa en las cosas maravillosas que podría hacer, y siente un ligero malestar, que, sin embargo, resultaría exagerado llamar remordimiento. Simplemente, no hacer es un tipo de hacer al que no está en absoluto acostumbrado. De ser un militar, piensa, uno de esos militares que sólo se sienten hombres cuando retumba el cañón y hay una razonable probabilidad de morir o quedar mutilado, y en cualquier caso de metamorfosearse en monumento, debiera decir que no sólo me comporto como si el cañón retumbara, sino casi como si se hubiera declarado la paz universal, consuntamente con la destrucción de los monumentos. (Pág. 67)

 

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que  ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás (...) (Pág. 145)


Son asimismo relatos sin moraleja evidente o evidentemente oculta: una manía de taller literario que también parece adherida a la obra de muchos/as poetas de gran prestigio. Las cosas son como son, o mejor, como digo que son, pienso que ha pensado el autor italiano al escribirlo. Hay mucho de paradoja, de inadecuación, de sorpresa, de acontecimiento insólito, si no absurdo, pero no a la manera rutinaria de un, digamos, Juan José Millás, escritor dominical, sino, a mi parecer, con la convicción de quien domina el lenguaje y se complace en sus juegos, así como los del pensamiento, con tendencia a llevar al extremo ciertas lógicas que, por lo mismo, se vuelven irracionales o fatídicas.

Eso no obsta para que no podamos considerar que existen relaciones de intertextualidad o alusiones en la mente del autor y que otros lectores más versados que yo podrán reconocer o explicar. En todo caso, ni siquiera hace falta develar el simbolismo para gozar de la expresión literaria que aquí se muestra. No lean atropelladamente estos relatos, merecen su atención. Tampoco lean más de tres o cuatro de corrido: cinco debería ser el límite.

Quizá apurando demasiado las impresiones de la lectura de Centuria, percibo una melancolía de ser, o una melancolía de lo que no es o no se ha sido: un anhelo de traspasar ciertas fronteras interiores que podrían explicarse, tal vez, como una transgresión, o, como el contrabando de unas nociones a regiones que no les son, en principio, propias, y cuyo comprador final, el lector o lectora, recibe con alborozo teñido con cautela. Es, pues, una exploración insólita de los mundos humanos posibles, al menos los concebibles por la imaginación.

En fin, con La ciénaga definitiva y, ahora, con Centuria, temo que prenda en mí ese espíritu fetichista, típico de lectores minuciosos y reconcentrados, totalizadores con respecto a la obra de un autor determinado, en este caso Giorgio Manganelli. Menos mal que me queda esa tendencia a la dispersión, no solo lectora, que impregna hasta los actos más banales de mi vida cotidiana, pero que no es, al fin y al cabo, más que un gesto -o aspaviento- ácrata. Pero no estamos aquí para hablar de mí.



lunes, 10 de abril de 2023

'El epitafio de los perdedores', de Andrew Szepessy

Tras la etapa radiofónica, confieso que ando más ocioso, con más tiempo para leer y para darles vueltas a las cosas, que no solo consisten en la aniquilación de los dueños/as de perros ladradores. Por un lado, echo de menos la emoción del directo, como suele decirse, y la colaboración de los compañeros, así como la posibilidad, por fantasiosa que fuera, de que de un programa de crítica literaria y cultural de esas características como era Polillas al anochecer germinara algo más grande en el futuro, independientemente de la audiencia que tuviéramos: no solo quienes bajaban los archivos de audio, sino también quiénes lo oían en casa o en el coche... He descubierto a posteriori quiénes eran algunos/as de esos oidores/as, y ha sido sorprendente.

 En cualquier caso, supongo que mi planteamiento, un tanto polémico, que no quiere ser "escaparate del talento" ni nada parecido, sino crítico, solo puede ser viable en radios o televisiones, digamos, alternativas y que por su poca capacidad de influencia no importen a nadie lo bastante como para que llamen para pedir el cese del programa o la expulsión del responsable.

Y aún así...

Lo que sí me resulta evidente ahora es que a mayor implicación en la radio, menos tiempo y energía me quedaban para escribir reseñas en el blog. Y viceversa: ahora que no tengo la atención dividida, más tiempo y ganas dispongo para leer y escribir. Quien no se conforma es porque no quiere.

En otro orden de cosas: a raíz del último libro de poemas de Pedro Flores (no se preocupen, pronto se convertirá en el penúltimo, si no lo es ya), también, cómo no, premiado (porque el mundo comenzará a venirse abajo si Flores no recibe al menos un premio al año), salieron en prensa las habituales reseñas elogiosas en las que su objeto, como siempre, es materia inmaculada, pura, perfecta sin el menor átomo de corrupción, poemario-serafín que vuela con gracia infinita arrojando saetas de sabiduría hacia nuestras almas ansiosas de trascendencia.

Como ya conocen mi opinión sobre estas reseñas, añado nada más que considero importante éticamente que el reseñador o reseñadora, sea cual sea la valoración final, aclaren el vínculo que les une al escritor: en caso contrario, si después uno descubre que, efectivamente, disfrutan o padecen de algún tipo de relación más allá de la del reseñador/a que lee poesía, podría darnos por pensar que dicha reseña estaba sesgada desde el principio, ya sea por interés, ya por amistad o animosidad. Por ejemplo, que el escritor o la escritora cuya obra se reseña sea amigo íntimo, pareja sentimental, compañera de la misma editorial/asociación, jefa en el curro, contacto en Darknet, etc.; o bien, némesis vital, enemigo desde el colegio, persona ofendida gravemente por algo que dijera o hiciese, y lo que se les ocurra. El público tiene derecho a saberlo.

A veces, me parece, y creo que a algunos/as de Vds.  también se lo parece, que pido lo impensable. De verdad: sólo creo pedir lo justo.




El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy (y, en la versión al castellano, de Esther Cruz Santaella) consiste, grosso modo, en 21 escenas del confinamiento en prisión del protagonista. La particularidad del asunto es que el libro (¿novela?) fue escrito sobre hechos ocurridos, según se lee al principio, "a mediados de la década de los 60", en una prisión de la República Popular de Hungría. A la sazón, en aquellas fechas, Hungría ya había pasado por su propia revolución antisoviética, había sido invadida por la URSS y seguía perteneciendo al Pacto de Varsovia (esta nota va dirigida al público lector joven, digamos nacido después de 2000, sólo por si acaso y no implica prejuicio).

Aunque jamás se devela la razón por la que el cronista se encuentra en aquella prisión, una de esas instituciones totales, cómo las denomina Erving Gofman, ni se nos proporcionan datos de sus circunstancias vitales, sabemos por alusiones que vivió (si no es que nació) en Inglaterra, en "el Occidente Capitalista". Para lo que nos interesa, el narrador cuenta sus experiencias en primera persona a lo largo de estos 21 capítulos, tanto sus reflexiones sobre acerca del modo en que afrontó ese periodo como los personajes, más o menos pintorescos, más o menos entrañables o sabios, con los que compartió presidio.

Ignorante este que les escribe de las vicisitudes de cualquier tipo de cárcel o encierro, uno no puede por menos de pensar si las circunstancias del encierro del protagonista-narrador se han idealizado, a pesar de alguna alusión a la violencia física de los guardias. Lo que más se pone de relieve es la inconsistencia de la propaganda comunista en relación con la vida de las personas, en general, y de los presos, en particular, así como el absurdo en que incurre, una y otra vez, la justicia socialista húngara, que nos tienta (no cae en esa tentación el narrador) para que le apliquemos, con razón, el sobado adjetivo de kafkiano. También, y quizá sobre todo, el aburrimiento, el tedio, que induce a que cualquier novedad sea saboreada y recreada con una intensidad inusitada.

Así y todo, la novela, por llamarla así, ofrece grandes momentos de intensidad narrativa, con una prosa eficiente, con brillantes metáforas o símiles que muestran, por momentos, a un escritor más que notable. Asimismo, hay descripciones, como la escena del girasol, que son bellas en grado sumo. También, como señalé, los personajes que ofrece a la vista del público lector es variopinta, y cada uno de ellos ofrece algo valioso que nos induce a meditar sobre el sentido de la vida y de la libertad y de la capacidad de resistencia ante situaciones adversas.


Era alto, un poco más de la media, delgado, sumamente bien proporcionado y estaba hecho un pimpollo. Tenía una tez clara e impecable, con ese tono cálido del albaricoque suele ser resultado de una vida entera pasada al aire libre. Lucía unos ojos azules danzantes y una mata espléndida de pelo blanco que encajaba tan bien en la bonita forma de su cabeza que siempre le resultaba favorecedora, daba igual lo sucia, despeinada o mal cortada que estuviese. Fuera, eso debía representar un auténtico golpe bajo para más de un joven varón que quisiera impresionar a un posible ligue con sus bucles modernos. Allí dentro, a todos nos flipaba ver cómo la melena natural de Mihály superaba la astucia incluso del más diabólico de los barberos de la cárcel. 

No importaba lo salvajemente que le asaltaran el pelo: la cabeza de Mihály siempre parecía como pintada; si le hacían trasquilones aquí y allá con una brutalidad arbitraria, el viejo acababa siendo el epítome de un peluquero de vanguardia; si le cortaban la cabellera, salía pareciendo el modelo de una masculinidad rapada; si pasaban de él, se convertía en el apogeo del tupido encanto bohemio. Su inmunidad al corte de pelo institucional nos permitía a todos echarnos más de unas risas (Pág. 42)


Karesz era un muchacho de campo que había aprendido a manejar buldóceres en el Ejército y se había superado a sí mismo al regresar a la vida civil y conseguir trabajo construyendo carreteras y derribando edificios. Tenía treinta y tantos años y era fuerte y fibroso, con las manos ásperas, poderosas y callosas de quien hace un trabajo manual duro y con los pómulos anchos y pronunciados de quien lleva la sangre de muchas generaciones de campesinos magiares.

Su familia, pese a que había trabajado la tierra durante siglos, nunca había sido propietaria de ningún terreno. Un pasado así se consideraba muy próximo al ideal en la Dictadura del Proletariado. Por tanto, Karesz había vivido, sin duda, mejor bajo el Comunismo o el Imperialismo Soviético, o como quiera que al final terminara llamándose, que bajo ningún otro régimen anterior.

Pese a que su pedigrí fuese el ideal, era evidente que su personalidad dejaba bastante que desear. Por naturaleza, tendía a dejar que fueran los demás quienes se preocupasen de abstracciones como el Socialismo Internacional, la Dialéctica Marxista, el Marxismo-Leninismo, la Inevitabilidad Histórica, el Glorioso Ejemplo de la Unión Soviética y demás. El prefería ponerse a hacer el trabajo que tuviese entre manos. Eso lo convertía en un buen ejemplo de Hombre de Clase Obrera, pero también lo dejaba en el último peldaño de la escalera del Partido; posición no carente de ventajas, claro, dado que le garantizaba una vida que, aun estando repleta de trabajo, por suerte, estaba al mismo tiempo exenta de incidentes y razonablemente libre de competidores envidiosos (Pág. 86)

 

Allí, alzándose sobre el follaje y las rocas, estaba el girasol más gigante que yo hubiese visto nunca. Su poderoso tallo subía y subía hasta que la cabeza sobrepasaba incluso el alto muro exterior de la prisión que tenía detrás. Su rostro colosal y amarillo relucía sobre la dolorosa claridad del cielo más azul de la más hermosa de las hermosas mañanas de verano. 

Peter presionaba suavemente hacia abajo. Yo empujaba con terquedad hacia arriba. Incapaz de mover un solo párpado entre ambos, los dos nos quedamos mirando la espléndida inmensidad del girasol. El guarda estaba fuera de nuestra vista y de nuestra mente. Pese a todas las ventajas de su rango, aquel pobre diablo nunca habría podido entender en lo más mínimo lo que estábamos haciendo nosotros en aquel momento. Ni aunque la rueda de la fortuna girase alguna vez lo bastante para permitirle ver el mundo desde nuestro punto de vista. Y es que ¿dónde iba a estar para entonces aquel girasol, el más precioso de todos los girasoles? 

Mientras tanto, sorbimos la vista de aquella flor celestial como colibríes que extraen néctar. Qué enorme, qué amarillo. Qué alto en mitad del cielo. Qué claro con el fondo azul. El más amarillo de los amarillos bañados por el sol. Rebosante de flores botón de oro, maizales y señoritas de extremidades morenas que apilaban heno secado al sol. Repleto de albaricoques casi maduros, maíz erquido y caballos relucientes, castaños, negros y alazanes. Saludándonos con las bendiciones del verano, el terreno fértil y la tierra inocente. (Pág. 209)

 

Los diálogos, además, están bien construidos, contribuyendo a perfilar a los personajes. Normalmente, a base de frases cortas, atinadas, nunca banales, con tomas y dacas dinámicos. Un arte este el de escribir diálogos que es más complicado de lo que parece.

Así pues, a pesar de un estilo engañosamente simple, la prosa de Szepessy en El epitafio de los perdedores no carece de hondura, precisamente, y las reflexiones de los personajes-convictos están muy lejos de ser majaderías o autoafirmación de masculinidad anabolizada como solemos ver en las películas norteamericanas o en cierta literatura negra, impregnada siempre de violencia explícita. Los vínculos de la camaradería, de la comprensión del sufrimiento de los compañeros de fatigas de esa prisión húngara, de la valoración por algunos personajes del momento vital que supone, a pesar de todo, la posibilidad de poner en orden sus pensamientos y su papel en este mundo no son irrelevantes para un/a lector/a de esta época en los que los fantasmas autoritarios tienen otro signo y otras excusas.

En definitiva, un libro recomendable, con momentos de intenso lirismo o de emoción, aderezados aquí y allá por acertados toques de humor, a pesar del sombrío contexto carcelario.


lunes, 3 de abril de 2023

'Vivir abajo', de Gustavo Faverón Patriau

La semana pasada, Samuel Rodríguez nos alegró el día en Facebook a cuenta de la presentación de la reedición de una biografía del fallecido poeta Leopoldo María Panero (El contorno del abismo, de Benito Fernández). Según cuenta Samuel, de repente, un asistente entre el público intervino a voz en grito, reprochando al Sr. Fernández la omisión de la importancia que tuvo él (esta persona del público) en la vida de Panero durante los dos últimos años. Acto seguido, se dirigió a él fuera de sí con la intención de agredirlo. Varias personas, empero, estorbaron su propósito y finalmente lograron expulsarlo del lugar. 

Entiéndanme bien: mi alegría no se suscitó por el deplorable intento de agresión por un sujeto que atravesaría algún momento de desquiciamiento. Nada más lejos de mi sentido moral. Más bien, mi gozo en abstracto venía motivado porque había ocurrido algo. Por el recuerdo de ya lejanas presentaciones en librerías, bibliotecas o cosas así, o las más recientes de la Feria del Libro, me siento inclinado a afirmar que no hay presentación buena de libros si no surgen disrupciones y trastornos en ella. Esto tampoco quiere decir que avale yo la intención de esas personas que acuden a este tipo de actos (o a cualquier asamblea o reunión, desde la de comunidad de vecinos hasta la de un partido político) no para preguntar, informarse o proponer sino para hablar de sí mismos hasta el asco y el hastío de las demás personas, tomadas como rehenes, ("No quería hacer una pregunta, sino un comentario...") o, como en la anécdota de Panero, para ejercer la violencia física o verbal o ensayar el abucheo.

Tal y como me las imagino, estas presentaciones mejorarían mucho, servirían para algo, si se planteara algún tipo de polémica o interrogante; que hubiese, digámoslo así, picante intelectual, algún forma de crisis. Por lo general, no sé si estarán de acuerdo, estas reuniones promocionales suelen caracterizarse, con las puntuales excepciones, por los casi infinitos matices de lo plúmbeo y de lo empalagoso, de lo banal y de lo pretencioso. No hay paseo más tranquilo que el que conduce a los lugares comunes. Es evidente, creo yo, que habría que establecer normas de cortesía en la discusión, en el diálogo, para evitar que alguien incurra en el boicoteo señalado en el párrafo anterior. Supongo que no es tan sencillo como parece.

Muchas veces, aclaro, la culpa no es del escritor o escritora que, ya ufanos, ya resignadas, deben velar por la promoción de su obra, que tanto trabajo les ha costado, sino de la persona encargada de presentar a las anteriores. Hay auténticos especialistas del arte de no decir nada y que, en demasiadas ocasiones, lo digo ya, son los mismos almibarados reseñadores que tanto he criticado en este blog. Llámenlo casualidad, llámenlo destino, llámenlo X. Llámenlo tal vez, mundillo literario rancio. 

Tampoco me olvido de Vds., público asiduo a esos eventos, a esas puestas de largo: reconozcan que van condicionados al asentimiento, que son un público predispuesto a la sonrisa, al aplauso, a la empatía contra toda crítica. Público, casi siempre, sumiso y conforme que tampoco se merece nada original porque de él tampoco surge nada que incite a ello. No son capaces de sacar lo mejor del artista que tienen delante, que posiblemente tampoco los tenga en gran aprecio. Al final, son dos expectativas rutinariamente satisfechas que dejan a todos y todas igual que antes de la experiencia. Prefiero un estanque turbado por las ondas que producen las ranas y los insectos que por ahí pululan o por las piedras saltarinas que arrojamos que otro plácido, quieto, sereno: servil espejo del cielo.

Por eso, todas aquellas personas a las que, al parecer, se invitó a la presentación del libro sobre Panero, confirmaron su asistencia y, al final, les surgieron mejores cosas que hacer perdieron la oportunidad de asistir a un evento, a fin de cuentas, emocionante. Me ha dado por pensar que los/as mismos/as ciudadanos/as de la República de las letras que acuden a la presentación más banal, más institucional o más pintoresca del autor amigo/conocido/conocido del conocido, etc. no son capaces de soportar los libros de autores/as realmente importantes, verdaderamente significativos y cuya obra forma parte de la historia de la literatura que perdurará. Quizá no sea paradoja, ni mucho menos, sino mezquindad,  que de eso sabemos mucho en esta tierra.

Tras lo anterior y consiguiente epatamiento de Vds., público lector, pasemos a la novela de hoy: Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau, publicada por Candaya.

Para mí, al menos, es mucho más difícil explicar por qué una novela me parece magnífica que una llena de defectos. Es curioso, los autores y los fans-hardcore parecen pensar al revés, y siempre piden explicaciones al reseñador cuando a este una novela le parece deplorable, pero nunca cuando la considera fantástica y a su autor/a un maestro, etc. Es más, hay reseñadores que aseguran que cuando se hable de tal o cual escritor sobran las reseñas y debemos salir corriendo, cualesquiera que sea la indumentaria que vista uno en ese momento de revelación pabliana, a adquirirla en la librería más próxima.

Vivir abajo me ha parecido, sencillamente, una novela sensacional. Una novela en la que se comprueba el dominio del arte de narrar, que hurta al lector el descanso cognitivo que proporciona la previsibilidad de la trama y las acciones de los personajes y lo hace asomarse al abismo. Efectivamente, el abismo de esta ficción le devuelve la mirada a uno.

 La historia gira en torno a la reconstrucción biográfica del personaje principal, George Bennet hijo a cargo de un mero conocido, periodista por más señas que, a raíz de la muerte de un hombre, se obsesiona con él. No obstante, a lo largo de la novela se intercalarán otros puntos de vista, otras miradas, otros ángulos desde los cuales espiaremos las motivaciones, angustias y resoluciones de George, que desde su Norteamérica natal emprenderá un viaje al sur del continente, cuyo objetivo iremos descubriendo poco a poco.

Un mosaico de personajes cómicos, trágicos, risibles, amenazadores, sombríos o esperpénticos aparecerán como hitos de una geografía y una historia hispanoamericanas acuchilladas por los regímenes dictatoriales y el consiguiente aparato represivo y torturador, cuando no asesino. Aparato metódico y sistemático que en la novela se desarrolla sobre todo en Paraguay, Bolivia, Perú y Chile y su irradiación desde los Estados Unidos y que se remonta al menos tras la II Guerra Mundial, con el comienzo de la Guerra Fría.

 Es una historia en absoluto panfletaria, más bien de tono detectivesco, también de documental, que sabe demorarse en las situaciones, trágicas y terribles, y en los personajes, profundamente humanizados (algunos, verosímiles en su inverosimilitud), sin duda, pero, sobre todo descansa en un uso del lenguaje que me parece sobresaliente, que conforma el estilo de un autor único, y en un semillero de alusiones y citas tan bien encajadas que jamás sospecharíamos pedantería sino erudición literaria y filosófica. De hecho, podríamos sacar una bibliografía extensa de los autores, obras y alusiones presentes en las 653 páginas de la novela. El estilo se caracteriza por párrafos extensos, disgusto por el punto y aparte, ejercicio de la hipotaxis, enumeraciones atinadas: una prosa en la que aprecio precisión y regodeo, exactitud y complejidad al mismo tiempo.


Yo solamente soñaba los jueves y durante nueve semanas seguidas todos mis sueños fueron sobre las novelas incesantes, cada jueves una novela distinta. Eran sueños raros porque en ellos una voz, que era mi voz, hablaba como un crítico literario posmoderno. También eran raros porque no los soñaba dormida, sino despierta y caminando por las rotondas de piedra y entre los mausoleos y las tumbas del cementerio. El primer jueves la voz habló sobre la novela del bibliotecario que vive en una isla frente a Valparaíso. Dijo (la voz) que detectaba en la novela la influencia de Bioy Casares y de La Eva futura de Auguste Villiers de l'Isle -Adam, cosa natural, dijo, por que La Eva futura es una de las fuentes de Bioy. También dijo que parecía un libro argentino ("Trasunta argentinidad", dijo, o quizás dijo: "Tiene un Zeitgeist o un je ne sais quoi rioplatense") pero que un escritor argentino jamás escribiría sobre Chile, de modo que quedaba descartada la posibilidad de que fuera argentino. Más factible era que se tratara de un chileno argentinizado, es decir, un chileno que deviene argentino, o de un uruguayo de pathos bondadoso y psique deteriorada, o sea, cualquier escritor argentino. (Pág. 123)

 

De pronto la perdió de vista. Aguzó la mirada y fue como si hubiera aguzado las orejas, porque no vio nada pero escuchó pasos (crujidos) y palabras (gruñidos) y entonces ya fue tarde para volver al carro porque la sombra, que ya no era una silueta sino una sombra, porque ya no era un contorno sino un cuerpo opaco, se encontraba demasiado cerca y además porque no era la sombra de un hombre sino la sombra de un oso, lo cual resultaba preocupante, sobre todo porque el carro estaba a unos ¿ocho, diez metros detrás de George?, mientras que el oso estaba justo en frente de él, a ¿dos, tres metros?, de manera que si George intentaba volver al carro la cosa se iba a poner peluda, siguiendo el ejemplo de la sombra, que se había puesto peluda en un santiamén. En ese estado de la cuestión, George se preguntó, como Lenin, qué hacer. Miró al oso un rato y tuvo la impresión de que el oso lo miraba a él y que ambos guardaban una similar actitud, digamos, ajedrecística, de observación cautelosa y pánico tras bambalinas, es decir, de la cara hacia atrás. George recordó que, para encuentros de esa naturaleza, la recomendación popular es alzar las manos como un cajero asaltado en una agencia bancaria, para lucir más alto que el animal. Vio que al subir las manos era, en efecto, quizás un par de pulgadas más alto que el oso pero también se dijo que el presente oso no caería nunca en una trampa tan tonta y bajó las manos ipso facto. El oso sonrió. Alzó las manos y las bajó ipso facto (el oso) y después miró hacia el norte y hacia el noreste y luego en dirección al sudeste y George creyó percibir que el animal estaba perdido en el bosque y le preguntó: 

-¿Quieres ir a alguna parte? -señalándole el carro. (Pág. 206) 


Una vez, dice Orpo, llegó a la cárcel un estudiante universitario. Nadie sabía de qué estaba acusado. En verdad no estaba acusado de nada. Había formado parte de una protesta laboral cualquiera, ni siquiera eso, estaba implicado en el planeamiento de una protesta en contra de algo, no sabíamos qué. No teníamos nada que preguntarle, él no tenía nada que esconder. Sonreía durante los primeros interrogatorios, el primer día, el segundo. Recuperaba la conciencia y sonreía. Al tercer día Egon Schiele me pidió que le preguntara al chico cualquier cosa al azar. Imagínate que es un activista de la oposición y que tiene lazos con el comunismo internacional, lazos con Moscú, dijo Egon Schiele. Yo pensé un rato y le pregunté al muchacho dónde estaba Ulianov. El muchacho me miró sorprendido, no sabía de qué hablaba. Todos nos miramos con placer y con humor. La pregunta era absurda: trabajamos sobre ella. Egon Schiele se ocultó detrás del biombo, nosotros seguimos interrogando al muchacho. Si no recuerdo mal, le clavamos agujas bajo las uñas, usamos las picanas argentinas y el procedimiento del teléfono, ya después te contaré qué es eso. Hicimos todo sin saber para qué, lo atormentamos por horas, después le pregunté nuevamente por Ulianov. El chico dijo que nunca había escuchado ese nombre. Lo seguimos trabajando y le volvimos a preguntar y entonces dijo que sí, que sí sabía quién era Ulianov. Le pregunté quién era y en qué contexto lo conocía. Dijo que Ulianov era el nombre en clave de un agente boliviano, el alias de un doble agente boliviano, un espía boliviano o ruso que venía de Bolivia, o algo así. Le pregunté cómo había conocido a Ulianov. Dijo que no lo conocía en persona. Egon Schiele regresó de atrás del biombo horas más tarde. El estudiante parecía un escarabajo rojo sobre una sábana blanca. Egon Schiele le recitó un poema y le cogió el sexo con ambas manos y después se fue y nosotros seguimos con lo mismo. Después Egon Schiele volvió y otra vez le cogió el sexo al muchacho, y empezó a masturbarlo, y después de eyacular el muchacho dijo que en verdad sí conocía a Ulianov. Dijo que Ulianov se llamaba Luis Novia y que no era boliviano, sino paraguayo, pero que estaba medio loco y decía ser un famoso poeta boliviano. (Págs. 324-325)


(...) ¿Cómo te llamas?, pregunta George. Me llamo Atanasio Fuentes, dice el guitarrista. Me dicen el Murciélago o el Hombre Murciélago, a veces Batman, por el tatuaje, se abre la casaca. Pero me llamo Atanasio Fuentes. Lo que pasa es que Atanasio Fuentes no es nombre de rockero, sonríe, más parece nombre de escritor costumbrista, refunfuña, por eso me puse Chuck Atanasio, abre la boca, como homenaje a un gran guitarrista, mueve los dedos. ¿Chuck Atanasio?, pregunta George. Ya te dije que ese es el nombre que me puse, repite el Murciélago. Me lo puse en honor de mi héroe, abre los ojos, un famoso guitarrista americano, mira al techo, alza las manos. George cada vez entiende menos pero entonces el Murciélago le dice me puse Chuck Atanasio en homenaje a Chuck Berry. Me iba a poner Chuck Fuentes, guiña un ojo, pero eso suena más como a pandillero californiano o a coyote del desierto de Arizona o a jefe distrital del Partido republicano en algún suburbio de Miami, se rasca la barriga, así que me puse Chuck Atanasio, por Chuck Berry, que es mi guitarrista favorito, se muerde los labios, porque en sus canciones todo es guitarra pero no parece que hubiera una guitarra, lo que uno escucha es como el roce de un rayo de luz que toca la superficie de un planeta en un solo punto y, sin embargo, con ese solo roce, saca al planeta de su órbita y lo deja danzando en el éter, en el éter errante, vagabundo: vagaroso en el éter va el planeta. Así suena la guitarra de Chuck Berry, como la luna entre los árboles, como una estrella fugaz, como una aurora boreal, como el aleteo de un arcángel. (Págs.449-450)


También podría escribir que la novela va de vidas devastadas, de cuerpos torturados, de psiques deterioradas y enfermas, de inteligencias demasiado agudas, de planes demasiado perfectos y del universo, que si para algo conspira es para hacernos desgraciados e infelices, si no torturados en alguna cárcel subterránea, arrojados desde un avión militar o arrojados a la cuneta con un tiro en la cabeza, enterrados como basura en cualquier fosa común, escombros de humanidad.

También, repito, el autor hila una trama en la que las andanzas del personaje central se mezclan con la de los otros personajes que pueblan la novela. Personajes necesarios, podríamos decir, que cambian cada uno a su modo la perspectiva de George sobre el mundo y sobre sí mismo, que deslizan consciente o inconscientemente conceptos en su mente y que le impulsan a tomar determinadas decisiones. En cierta manera, también es Vivir abajo una novela de formación, una bildungsroman a ratos trágica, a ratos atrabiliaria, a ratos cómica, a pesar de todo.

La novela, con ese telón de fondo de meticulosa inhumanidad no puede sino volverse cada ve más oscura y fatídica, aunque al final hay una suerte de reconciliación que no deja de parecer frágil y provisional. Recordando lo que uno, miembro de la clase media española y canaria, feliz en su anonimato político y social, ha leído sobre los muertos y represaliados de la Guerra Civil, de los torturados y asesinados de Argentina, de Chile, de Brasil, de Paraguay, de México, de todos estos países africanos, de Malasia y la matanza de los comunistas en los años 60, de Camboya y los jemeres rojos, y de los hutus y tutsis, y de tantos países, y de tantos regímenes, de tanto genocidio y de tanta masacre, una lista que se hace interminable e inabarcable, que sigue siendo interminable e inabarcable, que tiene trazas de no acabar nunca, uno, repito, no puede evitar pensar que tal vez, como señala un personaje: "La mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo". 

Una reflexión desesperanzadora, una perspectiva pavorosa.