jueves, 27 de abril de 2017

Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt

No es raro que, para quien no conoce el mundillo literario local (yo mismo), seguramente abducido por las fuerzas conspiratorias del canon literario mundial y español, se ignoren novelas y autores de Canarias que, para ciertas figuras de ese mundillo, resultan imprescindibles. Tampoco lo es que no nos haya marcado ninguna obra de autores/as canarios/as. Qué triste que hayamos tenido que conformarnos con Tolstói, Dickens o Conrad (sí, también Conan Doyle). Bueno, a Galdós lo incluimos, pero ¿quién, en serio, lo considera autor canario? Quizá la pregunta es errónea, quizá el topónimo sobra a la hora de juzgar la literatura que nos interesa. También es verdad, hasta cierto punto, que las obras dependen, para su inmortalidad e inclusión en un canon, tanto de su calidad literaria como, simplemente, de su distribución: que el público sepa que existe. Así, como todo el mundo sabe, siempre ha resultado más fácil no sólo publicar, sino llegar a una gran masa lectora y, sobre todo, caer dentro del campo de visión de los críticos literarios y de los suplementos de los grandes diarios, si uno residía en Madrid o Barcelona y no en Teror o en Yaiza. Nada nuevo.

En el caso que nos ocupa, resulta que no conocemos de nada al autor ni la novela. Además, por lo que sé, no ha habido promoción de esta, ni entrevista en La 2 ni en un programa buenrollito de la televisión o radio autonómica. O quizá sí que ha habido algo de eso, pero es entonces la estrategia promocional la que no ha dejado huella, (lo que íntimamente agradecemos). En todo caso, una reseña breve allí, otra de circunstancias por allá, pero nada serio, nada comprometedor

Uno, pues, antes de acometer la tarea de leer otras novelas (o lo que quieran hacer pasar por tal) que ya han sido reseñadas antes de publicarse o cuyos comentaristas la elogian hasta el empalago por razones extraliterarias (llámense ETA, llámense Guerra Civil, llámense Feminismo y Maneras de Campesino) prefiere adentrarse por caminos menos hollados y esperar, con la fe, no del creyente, sino del que duda, que algún tipo de providencia bienintencionada nos salga al encuentro y salve el día.

Así, metafóricamente hablando, fue como llegué a Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt.







Un hombre ya entrado en años vuelve a Gran Canaria con las cenizas de su esposa después de cinco años en el exilio en Barcelona. La isla estaba amenazada de radioactividad por una explosión en una central nuclear marroquí en el Sáhara y el Gobierno decidió evacuar las islas orientales manu militari. Por una serie de casualidades, aderezadas con una mentira sobre su estado de salud, el protagonista logra que le den los permisos extraordinarios necesarios para volver. En la isla solo queda una base militar. El capitán le confía que hay presos fugados por la isla y, no menos peligrosas, jaurías de perros asilvestrados.

Nada de eso amedrenta a nuestro protagonista, que con las maneras de un Robinson Crusoe de izquierdas, las hechuras de un personaje de Jack London y cierta complacencia espiritual en algunos momentos que nos recuerda al Walden de Thoreau, logra sobrevivir con no poca inteligencia y no menos valor en su antiguo hogar en Agüimes, donde también reposan los restos de su hija muerta. Así pues, la soledad y la muerte son sus primeros compañeros en esta nueva vida, aunque no serán los únicos.

No negaremos que haya amagos de vanidad en el escritor; que haya frases que hagan descender el tono de la narración, normalmente vigoroso, concentrado y adecuado a la trama; que deja constancia de cierto pensamiento que quiere ser reivindicativo, pero que se queda poco más que en frases hechas y pensamiento ecoizquierdista de vuelo raso (que contrasta con el respeto casi sagrado a la propiedad privada ajena); además de cierta manía por la repetición de palabras algo irritante, como "bulto mediano", "corazón palpitante" o la "sensación de ser vigilado". Hay también alguna errata y algún error gramatical que podrían haberse arreglado fácilmente con la figura de un corrector o de un lector amigo atento. Por otro lado, sus reflexiones sobre la dependencia energética o alimentaria del archipiélago las envuelve en un marco político geoestratégico cuando quizá debería añadir (o ser sustituidos por) la trama de relaciones capitalistas en el entorno de un mercado globalizado. También el autor concede demasiado a la ligera que los grupos organizados que luchan contra los poderes que él mismo tanto critica sean "terroristas". Al menos, se habría agradecido un punto de vista más polemizador. Si al Leviatán autoritario sólo se le oponen "terroristas" resulta difícil tomar partido o implicarse en la discusión. Si se hace una crítica política habría que afinar más con los términos. En caso contrario, acabaremos por llamar terrorista a cualquier opositor vehemente que no se limite a votar de vez en cuando. Quizá cierta consistencia filosófica habría ayudado a que la parábola resultase redonda.

No es una novela perfecta, claro que no.

SIN EMBARGO, Tramunt logra narrar una historia digna de ser leída. Un personaje principal cuya figura se agranda y se hace psicológica y moralmente más compleja a medida que se suceden los hechos.Es una novela de transformación espiritual de un hombre a punto de ser anciano: prudente, pero valiente; sensible y también rebelde. Quizá los personajes secundarios (el capitán, Mamadou, etc.) no estén a su altura, pero cumplen bien el papel de ser, al menos, catalizadores de experiencias catárticas para el protagonista.

La historia se inserta bien dentro de los tres planos que dibuja el autor: a) un contexto político mundial en franca regresión de las libertades que aún existen y donde se agudizan los conflictos por los recursos naturales y las fuentes de energía; b) el entorno de la isla, donde asistiremos a las peripecias del protagonista; y c) el mundo interior de éste, poblado de recuerdos y de donde saca la energía y la motivación para hacer frente a las dificultades.

En este sentido, la atmósfera casi postapocalíptica de una Gran Canaria casi desierta llega a fascinar y a acongojar en muchos momentos, así como los momentos de acción están bien sostenidos y resueltos. Es, asimismo, una historia lineal en su acción, pero apoyada por los recuerdos del protagonista, con un desenlace que, hasta cierto punto, podríamos cuestionar como incoherente con sus intenciones primeras. Sin embargo, esa evolución psicológica de la que hemos hablado conduce a unas decisiones que no tienen por qué ser ilógicas. En todo caso, la soberanía del fatum corresponde al autor.

Anturios en el salón, con sus defectos, es una novela seria (al igual que lo decíamos de Entrelazamientos, de Luis Junco). También, amena (que no es poco). No es un experimento literario, ni una muestra de creatividad desbordante meta-algo, ni un conjunto de relatos que tenía el buen hombre por ahí bien escondidos. Es una historia sólida, bien contada, a ratos emocionante y nunca aburrida. 

Qué más puedo decir.







miércoles, 19 de abril de 2017

'La Voz del Amo', de Stanislaw Lem

Como ya indiqué en la página del Polillas del Facebook, acometí la lectura de La Voz del Amo gracias a esta reseña. Entonces recordé también una entrevista que, como suele decirse, no tiene desperdicio: Lem se mete con todo Dios, lo que me parece muy bien. Sin embargo, me parece posible que haya leído otra, en la que destacaba del género de la ciencia ficción sólo a los hermanos Strugatski y despreciaba casi toda la norteamericana. Hace tiempo ya: el mundo de ayer.

Toda esta reconstrucción de mis acciones, que, por otro lado, no tendrían por qué importarles (aunque podrían reconocerme que he incrementado su repertorio cognitivo con los anteriores dos enlaces) sirve para resaltar una idea que me llevó a relacionar Picnic junto al camino con La Voz del Amo: la posibilidad de que el contacto entre dos civilizaciones sea de un desnivel tal (la terrícola es, evidentemente, la inferior) que, en realidad no corresponda a lo que el concepto contacto signifique para un ser humano, sino a otra cosa. En Picnic se da a entender que la zona de visita extraterrestre no es más que un espacio en el que los alienígenas se echaron unas risas y, con la despreocupación de turistas ricos, dejaron tiradas unas cuantas cosas. En La Voz del Amo, Lem no deja de insinuar que el supuesto mensaje no corresponda, repetimos, siquiera al concepto de mensaje. Todos los esfuerzos para desentrañarlo por parte del Departamento de Defensa de los Estados Unidos y la colaboración de miles de científicos de diferentes áreas se demuestran casi inútiles. ¿Quiénes son los Emisores?






Es curioso, por otro lado, que Tarkovski escogiera precisamente Picnic junto al camino para realizar su película Stalker, y otra obra de Lem, Solaris, para su película homónima. Precisamente lo que diferencia esta ciencia ficción de otra más convencional, de la que Lem abominaba, son las cuestiones de índole filosófica que suscitan. Cuestiones que van desde la mutua incomprensibilidad de civilizaciones alejadas en el tiempo y en el espacio y en la fase tecnológica, pasando por la responsabilidad que se adquiere con los nuevos conocimientos obtenidos que podrían acarrear la destrucción del planeta, la espeluznante ingeniería social que se acomete con las probables nuevas tecnologías, hasta la paradoja de que mientras unos sueñan con pisar otros planetas (e invierten todo tipo de recursos para ello), otros sólo sueñan con vivir hasta el día siguiente.

Al igual que mis predecesores, yo también concluí que el código era excesivamente lacónico. Se podía haber incluido, a mi parecer, una introducción que explicara de una manera sencilla cómo había que interpretarlo. Al menos eso era lo que creía yo. Pero también es cierto que el carácter lacónico de un código no constituye de ningún modo un rasgo objetivo del mismo, sino que más bien depende del volumen de conocimiento del emisor o, para ser más exactos, de la diferencia de conocimientos que posean el emisor y el receptor. (...) Las dificultades con las que nos topamos en el curso de nuestra investigación, de hecho, sugerían que el emisor debía de dirigirse a receptores más avanzados que los seres humanos en aquel preciso momento de su historia. 

Los autores de fábulas quasi científicas suelen ofrecer a los lectores lo que estos buscan: truismos, verdades trilladas, estereotipos... Todo ello lo suficientemente disfrazado y deformado como para que el lector pueda sumirse en un asombro sin riesgos y al mismo tiempo permanecer inalterable en su filosofía vital. Si en la cultura hay progreso, es ante todo un progreso conceptual, pero la literatura, especialmente la fantástica, no le presta la menor atención a esos cambios.

Si hay algo que podemos afirmar con total seguridad respecto a nuestra propia civilización es que, cuando los primeros emisarios de la Tierra deambulen por la superficie de otros planetas, habrá otros hijos de nuestro globo terráqueo que estarán soñando no con ese tipo de expediciones, sino con un pedazo de pan.


La historia se articula a través de la técnica del manuscrito. Las memorias de un eminente matemático respecto de su implicación en el proyecto de desciframiento del supuesto código extraterrestre. Su profundo escepticismo respecto de la capacidad humana no solo de comprenderlo, sino de asimilarlo adecuadamente para el progreso conjunto de la especie no logra ocultar del todo, al fin y al cabo, su esperanza de que, en efecto, el código sea un código, enviado por una civilización lejana a través de los abismos intergalácticos para encontrar receptores adecuados. sean humanos o cualesquiera otros. Es inevitable referirnos a la Paradoja de Fermi siempre que se escribe o se especule sobre la posibilidad de contactos de este tipo (aquí también, no se quejarán). También lo es la sensación de apesadumbramiento después de comprender sus implicaciones.



Las civilizaciones que solo se diferencia de la nuestra por una ligera desviación, pero que permanecen desunidas, sumidas en conflictos internos, y que además derrochan sus recursos en luchas fratricidas, como la nuestra, hace milenios que descifraron, y siguen aún descifrando, el código, una y otra vez. Lo hacen con la misma torpeza que nosotros, intentando convertir en arma unos ridículos fragmentos de información conseguidos a duras penas. Al igual que nosotros, están condenados al fracaso.


El desarrollo cronológico de la narración es lineal, con abundantes reflexiones e hipótesis a medida que se suceden las etapas en la investigación. Una trama sin fallos y verosímil. No hay personajes femeninos, por si el dato les interesa (la ciencia en 1968 debía de ser cosa solo de hombres). Los personajes son casi todos carismáticos, apoyos vigorosos para una trama que se desarrolla con fluidez y profundidad a la vez.

Por último, sería exagerado afirmar que la prosa pertenece a un autor con voluntad de estilo: no es preciosista ni busca el lirismo más o menos justificado. Es una prosa sobria, bien trabajada, aunque la labor de los traductores y, sobre todo, de los correctores en unas cuantas ocasiones no es todo lo ajustada que se hubiera merecido la novela. 

Para el lector amante del género, es una lectura sin duda fecunda. No diré que necesaria, porque soy incapaz de apreciar la necesidad en Literatura, sobre todo para lectores/as sin pretensiones filológicas. Para las/os recelosas/os de la ciencia ficción, lo mismo: no harían mal en hacer de lado esos prejuicios. Lo cierto es que, en mi caso, la distinción tipológica resulta útil a efectos analíticos, pero no influye en la disposición a la lectura. Las novelas fallidas no requieren la excusa del género literario para merecer el desprecio. Mucho menos, las que sí valen la pena. En estas últimas incluyo, sin duda, a La Voz del Amo.



P.D. Los que quieran seguir indagando en las complejidades de Picnic junto al camino y de la película Stalker deberían leer Zona, de Geoff Dyer. Sin embargo, ese libro es algo más.




lunes, 10 de abril de 2017

'Reloj sin manecillas', de Carson McCullers


Cuando  me encontré con esta novela en un estante de la librería, a la que había ido a recoger La industria de la felicidad, de William Davies, pensé que una (feliz) coincidencia me haría revisitar a una autora parte de cuya obra había leído hacía más de una década gracias a la recomendación de un amigo. El corazón es un cazador solitarioLa balada del café triste habían hecho mella, entonces, en mi apreciación de la Literatura. No obstante, ahora sólo recuerdo la sensación, no el contenido ni la forma. Apenas, quizá, la memoria de un estilo aparentemente sencillo, cercano, que abocaba a una lectura entrañable. En todo caso, abordé la lectura de Reloj sin manecillas sin conocimientos previos, y si había expectativas o prejuicios, sólo podían ser de naturaleza positiva.

Nunca es tarde para repetir que las expectativas casi siempre generan decepción.



Así es: la lectura de esta novela produce gran insatisfacción. No es que esté mal escrita. A este nivel, difícilmente puede serlo. Es otra cosa: la de que asistimos a una historia débil, a pesar de las dosis de racismo, enfermedad y el tratamiento de la homosexualidad; también, un estilo que apenas parece que va a alzar el vuelo cuando vuelve a rozar la tierra. Diálogos que prometen, pero que se vuelven artificiosos, con una profundidad impostada que sólo la pericia de la autora impide que lleguen a ser vergonzosos. Curiosamente, los capítulos que tengo más anotados con estos defectos son los que el prologuista, un novelista de última hornada más o menos famoso, resalta como aquellos en las que la novela "crece como artefacto literario". Aparte del rechazo que me provoca un término como "artefacto" aplicado a la novela (un asunto de índole quizá meramente estética), creo que tal afirmación es como mínimo controvertida. En mi opinión, es sobre todo a partir del capítulo cuarto cuando la novela cae en un estado letárgico del que no se recupera.

Algunos ejemplos, a mi entender, de una prosa decepcionante que, quizá en paralelo con la declinante salud de la autora, se nos revela como insuficiente:



-Perdóname -aventuró con voz temblorosa-. ¿Quién eres y qué era lo que cantabas? 
El otro joven, que tenía la misma edad que Jester, dijo con una voz que intentaba ser lúgubre: 
-Si quieres la verdad desnuda, no sé quién soy ni conozco mis antecedentes. 
-¿Quieres decir que eres huérfano? -preguntó Jester-. ¡Pero si yo también lo soy! -añadió entusiasmado-. ¿No crees que eso sea significativo? 
-No. Tú sabes quién eres. ¿Te ha mandado tu abuelo? 
Jester negó con la cabeza. 
(...) 
Otro menos sensible que Jester se hubiera dado cuenta de que el otro joven se comportaba de un modo deliberadamente rudo. Sabía que debía regresar a casa, pero parecía que los ojos azules de aquella cara oscura le hubieran hipnotizado.



Sin duda, la vida se compone de innumerables milagros cotidianos, la mayor parte de los cuales pasan inadvertidos.



-Sherman Pew, eres el mentiroso más grande que haya pisado jamás esta tierra -exclamó Jester. 
Sherman, que se había entusiasmado con la historia, no respondió. 
-¿Por qué mientes? 
-No es exactamente mentir, pero a veces me invento situaciones que podrían muy bien ser ciertas y se las cuento a tontos con cara de trasero de niño como tú. Durante buena parte de mi vida he tenido que inventar mentiras porque la vida real, verdadera, era demasiado aburrida o excesivamente dura para soportarla.



Hay personajes, sin duda, y una historia: el juez Fox Clane, supremacista blanco y nostálgico de la Confederación y de la esclavitud, su nieto Jester, embarcado en su tarea de hacerse hombre, el negro de ojos azules Sherman Pew y el farmacéutico J.T. Malone. Sin embargo, las historias de cada uno de ellos y su entrecruzamiento vital no terminan de interesar. Las pasiones sexuales y la búsqueda de la propia identidad, el resentimiento y los prejuicios raciales y las reflexiones existenciales sobre la muerte no proporcionan nada especialmente iluminador (aunque quizá sea un defecto de lector de siglo XXI), nada que nos toque la fibra.


A fin de cuentas, una prosa que no entusiasma; a veces, frases que se pretenden profundas o reveladoras y que no son ni lo uno ni lo otro; diálogos que no parecen concordar con los personajes que hablan: como dije antes, artificiosos. Tanto el que mantienen Sherman y Jester en el mencionado capítulo cuarto como el del juez Clane y Sherman en el noveno son innecesariamente largos, que consiguen volverse aburridos. Hay una pretensión de exponer los puntos de vista divergentes de los protagonistas que, sin embargo, fracasa: de ahí, quizá, su extensión. Parece que a veces, en Literatura, la minuciosidad es el síntoma del fracaso.

Como ya señalamos, y eso me parece muy bien, en la novela se habla del (contra) racismo, de la muerte y del sexo, especialmente el homosexual, asuntos  sobre los que la autora había escrito repetidas veces en su obra anterior. En los Estados Unidos de la época, escribir de ellos era asumir un compromiso real, y a veces peligroso, por los derechos civiles y por la justicia. No obstante nuestras simpatías por la igualdad de derechos y por la integración racial, étnica, etc., la novela no está a la altura, al menos respecto de sus creaciones anteriores. Con brevedad: no funciona.

No obstante, y para terminar, si comparamos el conjunto Reloj sin manecillas con alguna de las cosas que hemos reseñado en este blog parecería casi una obra maestra. Pero claro está que McCullers ha demostrado ser una novelista grande, de profunda comprensión moral y de convincente estilo, y algunos/as escritores/as de los que hemos escrito aquí no osarían soñar siquiera con poseer la mitad de la capacidad que demuestra McCullers incluso en sus textos más mediocres. Capacidades que guardan relación tanto con el talento como con el trabajo.