miércoles, 18 de septiembre de 2019

'El último barco', de Domingo Villar

Siempre digo que esta será la última vez, pero heme aquí otra vez escribiendo una recensión de una novela policiaca-negra-thriller-noir-scandinavian/mediterranean/atlantic black o lo que más gusto les dé. Es posible que, dado el gusto mayoritario por novelas en las que la tranquilizadora justicia poética deje satisfechos a los lectores y no perturbe su timorata visión del mundo, el marketing editorial se centre en obras de este tipo, que responden a una estructura y a unos personajes tan estereotipados. Debe de haber algún estudio categorizador de la literatura de este tipo, a la manera en que Vladimir Propp analizó los cuentos populares europeos, pero aquí confieso mi ignorancia.

A este respecto, la crítica debo dirigírmela a mí mismo. A pesar de que en este espacio he reseñado de lo más variopinto, creo que ha sido mi natural pereza y mi propensión a la autoindulgencia lo que me ha hecho decantarme a veces por títulos privilegiadamente publicitados. Al fin y al cabo, a algún lado he de mirar para buscar, y lo que siempre se tiene a mano son los medios de comunicación: el sesgo editorial respecto de la novela negra ha tenido como consecuencia indeseada mi propio sesgo respecto de mis reseñas. Les aseguro, no obstante, que me he resistido a leer títulos demasiado populares. Quizá eso me ha impedido ganar lectores/as, pero ya son legión las reseñadoras/es que le hacen el juego a las grandes (o no tan grandes) editoriales. Algunos/as, me parece, se ofrecen demasiado barato.

En otro orden de cosas, decía el otro día en Facebook nuestro querido Emilio González Déniz, respecto de la denuncia que algunos hemos lanzado sobre el patente conturbernio reseñador en los medios de comunicación e Internet, que nada de malo había en "saludar" las nuevas obras de los "amigos". Obviaba decir, y no me refiero de forma específica a sus saludos, que muchos de estos mensajeros de la buena nueva no se limitan a saludar con desparpajo, sino que se atrincheran en el ditirambo. A veces, hasta extremos empalagosos. Asimismo, salvo que se tenga una visión muy acomplejada de las capacidades creativas en Canarias, no habría que tener miedo de criticar esa producción artístico-cultural. El mejor favor que le podemos hacer a los/las artistas, sobre todo a los locales, es señalarles lo que, en opinión del crítico/a, son los defectos y puntos ciegos, y, en su caso, reconocerles el mérito de lo valioso. En Canarias, me temo, ha predominado el "saludo" alborozado, un tanto jocundo y, al mismo tiempo, hipócrita, y se ha arrinconado, como consecuencia, la crítica, que sigue padeciendo descrédito. Así no se protege el arte, la cultura o la creatividad. Más bien, se enaltece la mediocridad.

En ese sentido, es curioso cómo González Déniz y otros señalan de forma repetida, casi como una jeremiada, que "no hay crítica" en Canarias, o que, si existe alguna, es de mala calidad. Esa crítica (buena, mala o regular), en todo caso, los ha reprimido de prodigar nuevos saludos, por lo que, al parecer, están bastante disgustados. Supongo, por tanto, que González Déniz y compañía están deseando incorporarse a la creación de ese repertorio crítico literario que tanto echan en falta aunque, la verdad sea dicha, dudo que su llegada sea inminente.

Tras este preámbulo un tanto oscuro, la novela de hoy es:




El último barco es, como para decir otra cosa, una novela policiaca. Hasta aquí y durante un rato, la sorpresa resulta escasa. El argumento consiste en la investigación a cargo de la policía de la desaparición de una mujer joven. El protagonista es un inspector (el cerebro), acompañado del habitual agente (el músculo), del habitual forense  y del habitual comisario. También está su padre, el padre de la desaparecida y algunos personajes secundarios más también bastante comunes. Más visto que una camisa a rayas.

La originalidad es, ya lo ven, nula. Sin embargo, Domingo Villar crea un elenco de personajes que no por más vistos resultan menos creíbles. Es curioso que, a partir de una materia prima tan tópica, el autor sea capaz de crear unos personajes con vitalidad, algunos incluso entrañables. Además, los diálogos están bien construidos, son ágiles y vivaces. Gran parte de la trama descansa sobre ellos. Así, con estos mimbres, la novela discurre de forma más que aceptable, sin que la enturbie demasiado algún adjetivo o frase fútil aquí y allá. 

Aun siendo minucioso, a veces en exceso, en las descripciones, la novela no llega a aburrir. También es cierto que se puede abandonar en un momento determinado y retomarla al cabo de tres meses (como ha sido mi caso) sin olvidarse uno de nada ni sentir nostalgia. Eso habla bien y mal. Bien, porque los componentes de la novela están bien delineados. Cada personaje tiene una función precisa y el desarrollo del argumento es nítido. Vamos, que no nos perdemos en tramas secundarios, callejones sin salida o meditaciones pascalianas. Mal, porque nos da una pista del nivel de complejidad: un bajío filosófico/existencial.



La calle le recibió con frío y las farolas encendidas. El inspector bajó caminando con las manos en los bolsillos hasta el paseo de Alfonso XIII y, a la altura de la estatua de la ninfa y el dragón, se apoyó en la barandilla para contemplar el mar sobre el antiguo barrio de los pescadores. Un trasatlántico iluminado en mitad de la ría avanzaba hacia el puerto con su cargamento de turistas. Sin embargo, Caldas miraba más allá, a la orilla de enfrente, al litoral de Tirán, cuyo perfil comenzaba a insinuarse al amanecer. 
Al llegar a la comisaría fue a servirse un café a la sala contigua. Le agradaba el olor del café recién hecho, pero lo que más le gustaba era ver cómo el hilo del café iba formando al caer una capa de espuma en la superficie. Regresó a su despacho y buscó un hueco entre los papeles. Después se sentó con la intención de aprovechar la calma de la primera hora para poner en orden sus ideas y fue enumerando mentalmente los pasos que se proponía dar para localizar a la chica. (Pág. 204)

Caldas llegó al vestíbulo y miró hacia arriba, a la cámara que enfocaba a la entrada, antes de dirigirse a la secretaría. El hombre y la mujer que trabajaban allí volvían a estar concentrados en sus ordenadores. Separada de ellos por una mampara de cristal estaba una de las ordenanzas de la escuela. 
El inspector se identificó y ella se brindó a ayudarle en todo lo que estuviese en su mano. Sabía que estaban buscando a Mónica Andrade. 
-¿Seguro que la cámara de la puerta no graba? -quiso saber Caldas. 
-Completamente -le respondió la ordenanza. Se llamaba María, era una mujer alta, con el pelo largo y rojizo, un fular alrededor del cuello y una sonrisa franca que le atravesaba el rostro de lado a lado. (Pág. 314)

-Lleváis mucho tiempo aquí? 
-Poco -dijo Caldas. 
Rafael Estévez seguía dentro del coche. 
-Así que eres Estévez -dijo el padre cuando Caldas se lo presentó, al tenderle la mano a través de la ventanilla-. Leo me ha hablado de ti. ¿Os quedáis a cenar? 
Estévez miro al inspector. No quería desairar al padre, pero habían quedado en regresar cuanto antes. 
-No -respondió Caldas-, solo venía a comprobar que estabas bien. 
-¿Por qué no iba a estar bien? 
-Te he llamado por teléfono veinte veces. 
-Estaba fuera, Leo. No podía contestar. 
-¿Y el móvil? 
-En casa -dijo, con naturalidad. 
-¿Por qué no te lo llevas contigo? 
-Si salgo a coger setas es para estar tranquilo -dijo el padre levantando la cesta. 
-¿Ha ido a por setas? -se interesó Estévez, estirando el cuello. 
-Sí. 
-¿Hay muchas? 
-Depende del día -dijo el padre. 
-¿Dónde las coge? -quiso saber el aragonés. 
El padre de Caldas no era de los que revelaban sus secretos. 
-En el monte. 
-Estévez no se dio por vencido y señaló a la oscuridad. 
-¿Por ahí? 
-O por otro lado -respondió. 
-¿Y ha cogido muchas? 
El Padre de Caldas meneó la cabeza para indicar que no había sido la mejor cosecha. (Págs. 351 y 352)

Eso sí, a pesar, digamos, de la eficacia narrativa de Domingo Villar, tampoco esperen una prosa exuberante, barroca, neo-gótica o expresionismo abstracto. Tampoco, ínfulas metaliterarias posmodernas. Todo lo contrario. A pesar de la extensión de la novela, el autor se esfuerza en ser preciso, casi minucioso, pero no sin intención alguna de hacernos difícil la lectura, mucho menos farragosa: podemos definir su estilo como perteneciente a ese naturalismo estándar del siglo XXI. Algo que ha contribuido, sin duda, al éxito (al parecer) del que ha disfrutado El último barco.

En penúltimo lugar, a diferencia de otros autores, que pretenden, o proclaman, que la novela negra en general, y las suyas en particular, constituyen el epítome de la denuncia social en clave artística, Domingo Villar desdeña tales aspiraciones. Lo suyo es la presentación, nudo y desenlace limpios de un suceso policial. Eso sí, se evidencia un notable esfuerzo por imprimir algo de color local a la novela, lo que se agradece, no obstante.

EN DEFINITIVA, querido público, El último barco se lee bien, entretiene y no aburre, da lo que pide al que compra novela policiaca y, además, abulta mucho, por lo que pueden presumir de ser lectores avezados ante deudos y allegados. Es tópica, como he dicho, en su estructura y contenido, pero la prosa está bastante depurada y no suscita ese tipo de sonrojo que encuentro tan a menudo en este tipo de literatura. Si, en cambio, buscan otro tipo de complejidades que no sean las detectivescas, en esta novela no la van a encontrar.





lunes, 9 de septiembre de 2019

'Los cinco y yo', de Antonio Orejudo

Muchos años han pasado desde que se publicara Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo. Solo unos meses desde que este reseñador la leyera, por lo que la lectura de Los cinco y yo no experimenta el lapso de tiempo natural ni se han metabolizado las obras entre medias. Puede ser engañosa la experiencia de leer en un tiempo condensado lo que tardó años en gestarse. Igual que si leemos en un trimestre las obras completas de cualquier autor o autora. Por otro lado, es posible que esa misma compresión temporal nos permita reconocer mejor las diferencias, la evolución o la regresión de aquellos/as.

Por lo que he leído por ahí, y no solo en los comentarios perpetrados por fajilleros o entusiastas a sueldo, la novela ha gustado mucho a las personas +40. No me extraña: Orejudo mezcla con habilidad la experiencia iniciática lectora de la generación de los 60 (y de los 70, diría yo) plasmada en la extensa obra de Enid Blyton, con Los cinco como portaestandarte, con un fresco un tanto costumbrista y bastante nostálgico de aquella época.





Así, es posible que cuarentones/as y cincuentones/as o, en otras palabras, esas personas que estamos pasando por el mejor momento de nuestras vidas, que también se sitúan en un tramo consumidor conspicuo y persistente de añoranzas manufacturadas, disfruten una enormidad de esta novela-biografía de ficción-autobiografía. Sin embargo, Orejudo no es tan complaciente como podría presumirse. Aquí y allá, eso sí, sin llegar a ser acerbo, critica y lamenta la mansedumbre y apocamiento de su generación ante la anterior que ocupó el poder tras la Transición. 

Además, Orejudo, mediante el recurso a un autor dentro de la novela, inventa una nueva historia para aquellos cinco (mejor, cuatro porque el perro no tiene demasiado recorrido), ya adultos. O envejecidos. Con una visión desencantadora, los cinco (cuatro) se encuentran (y con ellos, nosotros mismos), ante lo que Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria (citando a Günter Anders) denominan "desnivel prometeico"(1). Es decir, no importa cuánto empeño pongamos en ser justos, solidarios y ecologistas que todo lo que hagamos para conseguirlo no hace más que contribuir a la injusticia, insolidaridad y desastre ecológico planetario. No hay manera de evitarlo.

Esa es, al fin y al cabo, la lectura política y moral más importante, que no es poca, que puedo hacer de ese desencantamiento del mundo blytoniano, aparte de su clasismo, racismo, etc. que ya se señala en la obra.

Por otro lado, Los cinco y yo, entretiene a ratos. Y también a ratos tiene esa gracia y ese ingenio que en Ventajas de viajar en tren constituían sus características definitorias. Sin embargo, rara vez sorprende, y bien se puede abandonar en cualquier momento sin que la echemos de menos. Como si Orejudo se encontrara cómodo, pero se dejara llevar por esa comodidad; como si conociera bien eso que se llama el oficio, pero que esa misma seguridad mellara la capacidad de innovación y de riesgo. Hay una promesa en la novela que no llega a encarnarse, por muchos recursos narrativos y metaliterarios que emplee. Falta, metafóricamente hablando, un puñetazo final en la mandíbula, y no me refiero a un final extravagante o dramático, sino, siguiendo con las metáforas, a otra vuelta de tuerca.


En España, por el contrario, Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares. En la Transición éramos demasiado jóvenes para andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes sí lo hicieron, nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No somos como ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. (Pág. 23)

Que todavía no hubiéramos escrito una línea de esa obra que marcaría un antes y un después en la literatura occidental era solo una cuestión de tiempo, un detalle sin importancia que pronto quedaría corregido. Porque en realidad la novela que renovaría el panorama literario español -y quizás incluso el universal- ya la teníamos en la cabeza. Es cierto que no sabíamos de qué iba, que desconocíamos el argumento y la identidad de los personajes, pero todo eso eran detalles sin importancia que se irían corrigiendo también de un modo natural, como el crecimiento de un feto. La potencia de nuestro genio, que cada uno de nosotros sentía en su interior y entreveía en el del otro, explotaría en el momento oportuno sin que nosotros tuviéramos que mover un dedo, y haría añicos el statu quo de la literatura española, y quizás también de la universal. (...) La escritura de esa obra sería una secreción natural de nuestro talento, considerado una glándula que entraría en funcionamiento cuando llegara el momento, como la hipófisis. (Págs. 121-122)


-Siempre hay que pensar en el público -decía-; y desconfío de los escritores que no lo hacen porque es mentira. Y si mienten en eso, pueden mentir en todo lo demás. ¡Claro que escriben pensando en los lectores! Si no lo hicieran, inventarían un idioma secreto que sólo comprendieran ellos. Usar una lengua implica un reconocimiento del otro y un deseo de ser entendido por él. 
Según Reig, a partir de este reconocimiento había diferentes niveles de cesión. Desde no concederle al lector nada que fuera más allá del idioma común hasta transigir con todos sus deseos y escribir una literatura sintácticamente simple y destinada únicamente a su entretenimiento. Algunas veces esta concepción intrascendente de la literatura se disfrazaba bajo un marbete genérico de prestigio -novela policiaca o novela negra-, que blanqueaba una intención vergonzante de entretener sin más. Era la coartada ideológica de la novela negra. Así la llamaba él: la coartada ideológica. Había pasado de considerar que toda buena novela debía ser una novela policiaca, como solíamos decir en los tiempos de la universidad, a considerar que se trataba de un género tan idealizado como las novelas pastoriles. (Pág. 165)


Puede decirse, sin volverse uno demasiado trascendente, que en ocasiones, como las buenas novelas, esta incita a la reflexión. Pero no mucho. Eso es lo malo. Es por esto por lo que he escrito que me parece una promesa incumplida: un retrato con crítica incorporada de la generación cincuentona (y cuarentona) que ha asistido atónita y también impávida a todo cuanto acontece a su alrededor; generaciones (incluyo a las dos) que han asistido al cambio de paradigmas económicos y políticos sin decir ni mu, cuando no se han refugiado en ese mundo idealizado de la niñez y adolescencia (que podemos ampliar casi hasta la edad de los 30), que coincidió con los años 80. Así, todo ese reguero de grupos y conciertos musicales y remakes de películas en memoria de o en tributo a no deja de ser un síntoma de estancamiento emocional y de impotencia política que hasta el 15—M y el advenimiento de una nueva generación más activista habían sido, grosso modo, los rasgos fundamentales de nuestro país.





(1) Cf. ALBA RICO, S. y FERNÁNDEZ LIRIA, C. El naufragio del hombre. Hondarribia: Editorial Hiru, 2010.