martes, 22 de junio de 2021

'Paraguas rotos', de Luis Alberto Henríquez Hernández

No sé si es buena noticia, pero el ritmo de las publicaciones y presentaciones literarias está adquiriendo vigor pre-pandemia. Hace unos meses, nuestro añorado Emilio González Déniz publicó una novela que ya han elevado a los altares y más arriba, y unos días atrás, nuestra estrella local, Alexis Ravelo, sacó la número tropecientas de su personaje favorito (también le han hecho la oportuna entrevista jabonosa, a cargo de un hombre experto en esos menesteres espumosos). Las/os seguidores/as de ambos estarán contentos, consumirán sus novelas y harán loas a su maestría, a su bonhomía, a su pedagogía y a cualquier cosa que termine en -ía, etc. Hasta aquel buen hombre cuyas dotes de reseñador hagiográfico dimos cumplida cuenta como Jesús Ibrahim Chamali ha roto aguas con un libro de relatos. A buen seguro, por otro lado, que Santiago Gil estará preparando alguna cosa lírico-existencial de las suyas en la intimidad de su gabinete, indignado porque todo el mundo publica y él ya hace más de un mes que no. 

Como dicen algunos amantes de la Cultura con mayúsculas, que se publique mucho es positivo porque se crea patrimonio. Así, todo lo que tenga que ver con la Cultura es bueno porque es bueno si es Cultura, y viva la tautología; además, se ponen en valor la creatividad, la diversidad, la intertextualidad y demás conceptos fetiche. Ya saben que, para muchos, la Cultura, entendida como el disfrute de lo que les guste, nos hace mejores (en sentido moral e intelectual) y nos diferencia, por ejemplo, del plancton. 

Si a uno le gusta el teatro, pues entonces el teatro es la quintaesencia de la humanidad y el escenario es un espejo de las pasiones, crítica de la sociedad y venga con la catarsis; si a uno le gusta la ópera, pues nada a repantingarse en la butaca disfrutando de formar parte de una minoría selecta y exquisita, amante de los gorgoritos y de ponerse en pie a aplaudir, como si no hubiera mañana, a quienes se les acuse de abusar de mujeres; si a uno, en fin, gusta de leer versos o, peor aún, de escribirlos, no solo se regocijará al punto de la excitación por integrar la minoría de las minorías (lo cual proporciona el summum de la distinción) sino proclamará a los cuatro vientos la necesidad de la poesía para el feliz desenvolvimiento y progreso de la especie humana a pesar de estar formada de madera tan retorcida. Lo mismo puede aducirse para el ballet, los cuartetos de cuerda, la pintura, las instalaciones, los vídeos por ordenador, los grafiti o cualquier cosa que quepa imaginarse que se le etiquete como arte, y, mejor, si ha logrado ser aceptada en un museo o alguna institución de prestigio que la legitime. La que sea.

En realidad, resulta habitual proclamar como lo mejor o lo necesario a lo que uno se dedique o aquello por lo que uno sienta pasión o vicio. Cuando leemos, o lo intentamos, a Dulce Xerach, nos resulta meridiano que Xerach hipostasia la arquitectura: todo tiene que ver con la arquitectura, a los/las arquitectos/as no se le escucha bastante y la sociedad debería comprender su importancia, so pena de hundirse en la abyección. Cuando leemos la entrevista (casi a diario) en cualquier periódico local a un/a empresario/a o dirigente patronal, diríase que la humanidad carecería de sentido sin el liderazgo y la clarividencia de las personas empeñadas en sacarle partido a su capital y la plusvalía a sus trabajadores/as. Si uno/a es periodista, pues qué sería de la democracia, de la sociedad, y de la capa de ozono sin el periodismo, ya sea de investigación, ya de corta y pega. Y así con todo.

Lo señalo porque es un sesgo este que deberíamos tener en cuenta a la hora de blandir juicios y exhibir dogmatismos, a lo que somos tan dados los seres humanos y, dado el espacio del que nos ocupamos aquí, los aficionados y malvividores en distinto grado de la Literatura, del Arte y de todas esas cosas por las cuales hasta los más acendrados defensores del libre mercado piden hasta el hartazgo subvenciones a los poderes públicos.

Dicho lo cual, pasamos a una colección de cuentos publicada y presentada hará escasamente un mes o así: 


Ediciones Garoé, que conste.

Paraguas rotos es un conjunto de relatos de Luis Alberto Henríquez Hernández cuyo leitmotiv es la idea de aniquilación, pero, por encima de todo, de la aniquilación propia. La mayoría de los relatos acaba con el protagonista, narrador en primera persona, enterrado o encerrado. Todo muy mal. Esto en sí no es ni positivo ni negativo: el autor tiene una concepción pesimista de la existencia que lo lleva a concluir sus historias de modo funesto. Lo que es negativo a mi entender es el tremendismo verbal que le lleva a decir en cinco frases lo que se puede en decir en una, sobre todo si tiene que ver con la corrupción o el desmembramiento. En cierto sentido (muy tangencial), me recuerda a Thomas Bernhard, aunque sólo en el concepto. Si uno lee al escritor austriaco, la misma palabra "aniquilación" está presente en casi todas las novelas, y, en muchas, escrita con profusión. Esa idea de acabamiento, de castigo de uno mismo, de llevarse al límite me parece que también está en los relatos de Luis Alberto Henríquez Hernández, aunque en este caso, más como un acto de contrición de consecuencias físicas. Las similitudes acaban ahí, claro.

La estructura de los relatos es lineal: algo mueve al protagonista a iniciar un viaje (más corto o más largo), se envuelto envuelto en la bruma, la confusión y las alucinaciones fantasmagóricas y, finalmente acaba, por lo general de modo bastante abrupto, por no decir precipitado, de la peor manera. En este sentido, el lector a partir del segundo relato comienza a esperar que algo fatídico va a ocurrir de forma inevitable, pero ese sentimiento no logra generar más que cierta impaciencia, fomentada, además, por la tendencia del autor, como hemos dicho, al relleno verbal de naturaleza redundante. 

Por otro lado, en numerosas ocasiones, los símiles que emplea el autor si no son tópicos, se me antojan impertinentes, en los que semejanza entre los objetos comparados es tan lejana o arbitraria que la lectura se ve sacudida por la extrañeza, en el mejor de los casos, y por el rechazo, en el peor.

Pero esa noche el descanso me fue negado. Los remordimientos y el horror se lanzaron sobre mis sueños como una jauría de lobos negros sobre un cordero abandonado, sumiéndome en una vorágine de oscuras alucinaciones de las que no fui capaz de despertar. Asistí con pavor al proceso de descomposición del cuerpo de mi padre. Le vi hincharse como un sapo en celo. La expresión de su cara se deformó hasta el límite de sus tejidos y, a continuación, se abrió en canal y soltó una marabunta de gusanos y la larvas de insectos variados que se retorcieron unos sobre otros mientras luchaban por un pedazo de carne muerta de mi padre. La arcada ascendió hasta mi garganta sin náusea previa, una contracción espasmódica del estómago producida por aquella nauseabunda visión. Notaba cómo el azufre se combinaba con el hidrógeno y saturaba mi centro olfativo de un olor putrefacto y vomitivo. Acto seguido, el viejo fue licuándose. Tomó un aspecto húmedo, ambarino, absolutamente repulsivo. Sus labios aparecían inflados y retraídos, mostraban una sonrisa siniestra a través de la cual asomaban lombrices blancas y voraces (...). (Págs. 16-17, relato Los muertos también lloran)

 También, algún error causado por la homofonía como "desecha en lágrimas" (en vez de deshecha) (Pág. 49, del relato Que Dios me perdone), que un/a corrector/a atento debería haber corregido (en el caso de que esta novela haya contado con un profesional así). Seguimos:

Divagaba, conversando conmigo mismo, cuando me di cuenta de que a mi alrededor solo había árboles. Los troncos se cerraban unos al lado de los otros, como si fueran una legión de dacios a las órdenes de un emperador cruel. Mantuve la calma. Agucé el oído intentando localizar los sonidos humanos del pueblo para así poder orientarme en el bosque. 

Nada. 

Una brisa ligera movía las ramas y las hojas, y arriba, entre las copas de los árboles, los cuervos graznaban a la montaña avisando de la presencia de un extraño. No me atreví a dar un paso más. Tuve la sensación de que el bosque se estrechaba en torno a mí y me susurraba palabras que no comprendía. La niebla, escasa hasta hacía un rato, comenzó a arremolinarse a mi alrededor. Densa. Una violencia pasiva que me puso alerta. (Págs 53-54, relato Que Dios me perdone)

 

La ciudad me había recibido sin ninguna emoción particular y dándome una cachetada helada en la cara. Corría el mes de noviembre y en esa latitud del planeta, la metrópoli se comportaba conmigo tal y como haría una amante despechada que se viera traicionada por la presencia de una segunda amante. Aun así, sus encantos eran evidentes y destacaban incluso bajo el manto oscuro de la noche de mi llegada. Antes de irme a dormir, una vez alojado en el hotel, había repasado mis escasas notas preliminares y puesto en orden la secuencia de trasbordos que realizar en el transporte público subterráneo para llegar, a primera hora de la mañana siguiente, a la cita con Jacques. (Pág. 61, relato Sofocado)

 

En este mismo relato, el autor compara en apenas una páginas a los vagones del metro como "un pulmón de metal herrumbroso y agotado, insuficiente y disneico (pág. 66), "El tren me recordaba a un buceador" (misma página), "En lo que el tren se llenaba de nuevo y arrancaba, la mayoría de la corriente humana de la que formaba parte se había salido del apeadero. Como si hubieran vaciado la cisterna de un baño público" (misma página). Asimismo, los seres humanos que se desplazan por el subterráneo son "magma humano" (pág. 66), otras como "una familia de hámsteres" (pág. 67), o "una masa informe de individuos" (Pág. 68), "Hormigas atareadas" (misma página) o "cucarachas guiadas por antenas invisibles" (pág. 70). También, más adelante: "Atravesé la marabunta de gente que había en el mercadillo. Gusanos atareados que se acumulaban en torno a un cadáver en descomposición" (pág. 214, en el relato Reflejos macabros). Aparte del exceso de símiles y metáforas, la impresión que obtiene el lector (o lectora) de la visión de los seres humanos del autor es desconsoladora, y también un poco antigua, es decir, esa visión de la masa descerebrada, de reacciones animales, tan en boga en las primeras décadas del siglo XX en autores, entre otros, como Le Bon y Ortega y Gasset, y que, de cuando en cuando, asoma entre aristócratas del gusto, poetas laureados y políticos mezquinos por la que se niega humanidad a la humanidad.

Asimismo, aun a riesgo de ofrecer una interpretación también un tanto extrema, ese protagonista narrador en primera persona de los relatos, que apenas se relaciona con los demás, como una mónada encerrada en sí misma y la mayor parte del tiempo hostil con otras mónadas que aparecen en su discurrir, podría considerarse una metáfora del ser humano de nuestro tiempo, arrastrándose penosamente bajo el peso de un capitalismo de última hornada que sigue presionando con fuerza para destruir todo lo comunitario con el fin de apropiárselo y convertirlo en objeto de compraventa. También, para transformar a la sociedad en una constelación de individuos que solo se relacionen con los demás a través del mercado. Individuos aislados, fácilmente mensurables y etiquetados, en un entorno social degradado y en un contexto laboral cada vez más precarizado. Frente a ello, una consecuencia posible es la angustia de ese ser humano solitario y desamparado y, como dijimos, las fantasías de aniquilación propias y de los demás, algo que en el plano político suele venir entroncado con la aparición de movimientos de extrema derecha que se nutren del resentimiento, sobre todo, de lo que antes se llamaba pequeña burguesía y hoy, clase media.

En en estos relatos, la angustia está travestida con el ropaje de lo fantasmal y con el de la psicopatía y la locura. Sigamos con las citas:

Creo que me estoy volviendo loco. No es algo progresivo que hubiera estado gestándose como una enfermedad bacteriana. Ni poco a poco, como dice la canción o como ocurre cuando se tiene una erección por cortesía. No. Ha sido de repente. De sopetón he sabido, tan lúcida y cristalinamente como se refleja el sol en las pupilas dilatadas tras una noche de excesos, que mi cerebro no es como lo recordaba. (Pág. 79, del relato Rompecabezas, comecocos y otros juegos de la mente)

Como si mi cerebro estuviera hecho de piezas, miles de pequeñas piezas que encajan delicadamente para formar un complejo rompecabezas en tres dimensiones. (Pág. 84, del mismo relato)

 

Podríamos seguir con esos símiles fallidos: "como un panal fabricado por abejas obreras asalariadas por la parca" (pág.109, en Luto), o "le hice un aspaviento con la mano libre, como quien espanta las moscas que se alimentan de un trozo de carne podrida" o "la oscuridad se adueñó poco a poco del entorno, como el metal que se estrecha en torno al cuello de un condenado a morir a garrote vil" (pág. 174, en Copilul bisericii negre) o tópicos como "radiante como la luz al final del túnel" (pág. 109, Luto) o "Plana como la línea de un encefalograma plano en una sala de autopsias" (pág. 143, en Conciencia expandida). Dejémoslo ya.

En fin, estos relatos no pueden leerse como si su intención fuera causar miedo. No son cuentos de terror, propiamente dichos. La sangre a borbotones y los desmembramientos, así como los escalofríos y la lividez y el sudor frío no bastan. Recordemos, a este respecto, aquella novela de Leandro Pinto, Abismo, que adolecía del mismo defecto. El miedo que puede causar la lectura de Drácula, de Bram Stoker (objeto, por cierto, de una aguda lectura sociológica por Juan Carlos Rodríguez en La norma literaria) o en algunas de las mejores novelas de Stephen King no está al alcance de cualquiera, me temo. Más bien, repito, me parecen el trasunto de una necesidad de expiación o, al menos, de válvula de escape de las inquietudes del autor, cualesquiera que sean éstas.

EN DEFINITIVA, la impresión general de este volumen es la de un desahogo verbal, con algún relato que apunta maneras, a pesar de sus evidentes defectos, como, sobre todo, Sofocado, con su particular versión del flâneur, o también Luto y Reflejos macabros. Hay algo de literatura envejecida, de temática resobada, incluso fosilizada, no solo en los temas sino también en el estilo que hacen desdeñable este conjunto de narraciones. 

Resulta evidente que el autor ha querido escribir, y lo ha hecho con pasión, pero es dudoso que lo escrito es algo que él mismo hubiese deseado leer. Más bien, resulta una especie de terapia que si no hubiese tomado la forma literaria, habría sido darle puñetazos a un saco de boxeo o tirarle piedras a una galería de cristales para provocar el mayor estrépito posible. No dudo que Luis Alberto Henríquez se haya quedado a gusto. El problema es que el público lector, quizá, no. 

No obstante, y llámenme soñador si les apetece, creo que Luis Alberto Henríquez tiene algo, que limado, pulido y trabajado, podría transmutarse en historias dignas de atención. En principio, le aconsejaría abandonar la truculencia, quizá el género del horror; contenerse en el flujo verbal, estructurar mejor sus narraciones sin dejarse dominar por la impaciencia, y no cejar en el refinamiento del estilo. 

Ahí queda eso.



P.D. Otra reseña, más elogiosa que la mía, pero, eso sí, un tanto desganada, aquí.










jueves, 17 de junio de 2021

'Doramas', de Armando Ravelo

Me gustaría saber si Vds. perciben lo mismo que yo respecto de las normas de etiqueta en el mundillo de la cultura en Canarias: no solo que no hay libro, cuadro, exposición o conferencia mala o simplemente regular, sino que no se nombra nunca al que le lleva la contraria al pope de turno, ya sea este escritor, periodista o jefe de Cultura del medio de comunicación que sea. Al disidente (o a la disidente) ni agua, entendiendo por "agua" su nombre. 

Es una manera, más o menos sutil, de mantener en la invisibilidad los discursos que atenten contra la forma establecida de hacer las cosas y, sobre todo, contra los detentadores de posiciones de relevancia (ya sea por prestigio, ya sea por ubicuidad, ya sea por nodo en la red de contactos). Así, los que están al tanto de lo que ocurre, los situados dentro del campo cultural conocen el significado y los/as destinatarios de las alusiones. Los que están fuera, es decir, el público lector se queda despistado.

Por ejemplo, en su blog El Escobillón, Eduardo García Rojas escribe, en tangencial relación con unas obras de Lázaro Santana:


 En unos tiempos en los que ya aburre el lamento de que Canarias carece de críticos pero no de artistas, artistas que según estas voces necesitarían de al menos la recomendación de esos críticos que no existen, encontrarse con Reembolsos quizá obligue a más de uno y una a que cambie esta cantinela o mantra que aparece y desaparece como el Guadiana y contribuya, bien al contrario, a ayudarlo a razonar que más bien en este archipiélago abandonado de la mano de los dioses si carece precisamente de críticos quizá sea porque la mayoría lo que quiere es escribir literatura y no leer lo que escriben otros. 

 De hecho y hasta que no se tenga muy claro que es eso de ejercer la crítica, me parece a mi que los intentos de practicar cierto comentario de demolición o de reivindicación con o sin argumentos será una constante entre los que se autodenominan críticos sin que se les caigan los anillos.

 

A ver: ni puta idea de qué escribe. Si Vds. están la misma situación que yo, es decir, periférica respecto de los mentideros de la Cultura, tampoco. Estoy un poco viejo para este tipo de sutilezas, la verdad. Como ya adelanté en otro lugar, dudo que que este comentario vaya dirigido a mí, dada mi irrelevancia intelectual, crítica, lectora, humana y mineral, por lo que me gustaría saber de qué está escribiendo este señor. Qué no le gusta de quién y por qué. Si García Rojas atendiera menos a las normas de etiqueta cultural, podría surgir, incluso, un intercambio de opiniones, y por soñar, que éstas fueran de cierto nivel. Si seguimos así, habrá que pedir que nos impartan un curso de iniciación a esta secta mistérica. 

En esta línea, aunque se trata de una polémica que me resulta muy ajena, los recados en forma de artículos que se han ido sucediendo en la prensa a cuenta de la última novela de García-Ramos, El delator, me han parecido saludables. Ojalá cundiera más el ejemplo porque de lo contrario, no hay manera de enterarse de qué ocurre y a quién le ocurre. No olvidemos que casi cualquier ámbito se beneficia, y, en especial, en el cultural, del debate libre e informado.


                                                                

Hay relatos épicos, y no tienen que ser la Ilíada ni el Cantar del Mío Cid. En un periodo más moderno, las novelas pueden, o aspiran a tener rasgos épicos, ya sea tipo Guerra y Paz o la seminal en la literatura de fantasía El Señor de los Anillos. O cualquier novela o relato de Jack London, sin ir más lejos. Seguro que Vds. tendrán sus propios ejemplos. Doramas, de Armando Ravelo (cineasta, aparte de escritor), aspira a ello, pero se queda en un esforzado trabajo que, a diferencia de los anteriores títulos, no perdurará en la memoria colectiva.

Esto es así porque Doramas no logra cuajar del todo. El personaje principal, Doramas, es rebelde, valiente, se alza contra la injusticia, ejerce de gran guerrero, etc., pero da la impresión de ser personaje de teatro escolar, de esos a los que el actor o actriz infantil interpreta alzando mucho la voz y haciendo aspavientos con las manos. Carece de transformación durante el desarrollo de los acontecimientos, casi como si su personalidad fuera evidente por sí misma y, por tanto, resultase innecesario mostrar gradación alguna. Bien es cierto que Doramas no solo guerrea, sino que parlamenta e incluso se enamora, pero a mí al menos me produce la impresión de cierto monolitismo moral que no le favorece.

Puede aducirse a favor que la novela se lee con facilidad, y que Ravelo no comete los errores propios de otros engolados escritores locales que aspiran a ser cultos, qué digo, cultísimos, y como no suelen serlo tanto, se empeñan demasiado en parecerlo. Eso sí, hay unas cuantas erratas, por no llamarlos errores, como no acentuar algunas verbos en su conjugación monosilábica en los que sí debería haberse empleado la tilde y un uso errático de las comas.

Ejemplo:


-Si vive puede que le de muerte yo. (Pág. 71)

 

Además, las descripciones tienden a ser un poco tópicas, recurriendo a ese arsenal archisabido de expresiones como "ojos color miel", " ojos enigmáticos", etc., que tan poco dicen, por mucho que se crea lo contrario. "Ojos color miel", así como "pechos turgentes", "caderas cimbreantes", "culo respingón" o "hígado graso" son descripciones que deberían evitarse a toda costa. Quizá fuera necesaria, con efectos preventivos y ejemplarizantes, alguna medida disciplinaria: tal vez, cortar un dedo al autor, obligarle a leer entero un artículo de Antonio Morales o soportar a un taxista de derechas. Cosas, en fin, que dejen huella.

En cambio, los diálogos son aceptablemente ágiles y vivaces, y gracias a ellos trabamos conocimiento convincente de los manejos, usos y costumbres de la nobleza gobernante en la Gran Canaria de la época de la conquista castellana. Ahí Ravelo se maneja bien. Yo habría cambiado 3/4 de las descripciones (cuanto más líricas, peor) por más diálogo, y la novela habría salido ganando. Eso sí, echo también en falta una recreación o escenificación más desarrollada de las costumbres de ese pueblo humilde, dominado por la élite gobernante, desde y por el que se alza Doramas, el forajido.

Por otro lado, quizá es que me haya vuelto demasiado quisquilloso, no puedo dejar de reparar en que el autor emplea expresiones y palabras que no se adecuan bien ni a la época ni a la cultura de los indígenas. Ejemplos: "pueblo", "calles", "bizarro", "melancolía", "carismático", "oasis", "institución", "alcalde" o el mismo adjetivo "canario". Tampoco "tío" o "sobrino" son necesariamente conceptos nativos. Podría pensarse que como el relato está narrado en tercera persona, salvo en el capítulo XXIX, en el que se pasa a la primera persona, no es una voz del siglo XV las que nos habla, sino una moderna. Aun así, la extrañeza se produce igual. Es posible que el problema no consista en el mero descuido o la inadvertida negligencia, sino en la falta de finura lingüística y de reflexión histórica. También es cierto que si nos ponemos demasiado exquisitos, etnográficamente hablando, el texto podría volverse mucho más difícil y habría que explicar demasiadas cosas. Ahí está el reto.


Pero a Doramas había algo que le seducía más que el debate de estos nobles. Sahar, ojos de miel derramada, pelo de cielo nocturno, piel de brillante cerámica. Esa sonrisa. Desde su llegada a aquel lugar ella fue un oasis agradable ante tanto hombre altivo. La mirada de Doramas se distrajo aventurera observando a la joven hermana de Maninidra. Ella respondió con miradas furtivas y esquivas. ¿Qué escondían esos ojos-enigma? (Pág. 79)


Pocos días después el faycán de la zona anunció una visita al poblado. Que ellos recordaran, jamás alguien tan importante había visitado el lugar. En alguna ocasión recibían visita de ayudantes de una u otra institución. A modo de alcalde tenían una especie de jefe del poblado que a veces bajaba a Telde a reunirse con el guanarteme. La visita de aquel faycán fue una noticia impactante. Hacía muy poco que ejercía como tal, pero se había ganado el respeto y la admiración de todos por su vuelta a los orígenes, dando especial importancia a las tradiciones. Según decían, aquel hombre poseía un amplio conocimiento del mundo visible e invisible. Su nombre era Faya. (Pág. 126)


Comienza a llover sobre las cabezas de los teldenses. Es un buen augurio. Doramas cincela en su memoria cada rincón, cada elemento, cada gesto merecedor de ser recordado. De pronto comienza a suceder. Al principio es apenas un murmullo, pero al poco, se oye con nitidez. ¡Doramas el liberado!, esa es la frase que las gentes de Telde vociferan para el trasquilado de pelo largo que observa con sorpresa y emoción aquella súbita muestra de aliento por parte del pueblo de Telde. Los más humildes están con el alzado y sus hombres. La piel se eriza, las pupilas se dilatan dentro del ojo húmedo, pleno de humanidad. La frase es grito y las voces agitan las almas de los rebeldes. Doramas se gira un instante para alcanzar con la vista a Nenedán, que mira a un lado y a otro de reojo, visiblemente contrariado. (Pág. 139)


Me atrevo a señalar la posibilidad de que Armando Ravelo estuviese menos preocupado por las sutilezas del lenguaje y del argumento que por dar a conocer el funcionamiento de la sociedad indígena de la isla y por construir un relato que engrandeciera la lucha de los indígenas contra los invasores. En este sentido, Doramas se presta de manera magnífica a encarnar la figura del líder, del caudillo, aquejado también por la hibris, depositario de la voluntad de resistencia contra aquellos. Voluntad que, a su vez, queda engrandecida de manera trágica por su futura derrota, conocimiento de lo cual, es evidente, tiene todo el público lector.

 Asimismo, y esto es algo digno de elogio, Ravelo no cae en el error de glorificar la sociedad indígena in toto, es decir, como si fuese una especie de Arcadia, Jardín de las Hespérides, etc., que vivía en una Edad de Oro, etc. Más bien, resalta los rasgos más mezquinos y opresores de una nobleza empeñada en mantener sus privilegios de clase/estamento a costa de un pueblo empobrecido y sufriente. A este respecto, es más completa que Datana, que se reseñó en este blog hace un tiempo. Como aún me queda memoria, me permito traer a colación aquella infame ópera titulada La Hija del Cielo, de Guillermo García-Alcalde, pagada con el dinero de los contribuyentes, cuya falsificación del relato histórico entre los castellanos y los indígenas se saldaba con un canto a la colaboración entre culturas o algo parecido igual de vomitivo. Por cierto, un presidente nacionalista del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, acudió sin falta al estreno en el Teatro Pérez Galdós.

CONCLUSIÓN: Doramas es una novela un tanto simple, a pesar de los saltos temporales y de cambios de perspectiva, cuyo personaje central posee características del héroe trágico, pero sin la hondura ni la expresividad de, por ejemplo, un Edipo. Sería mucho pedir, claro. Puede pensarse, en esta línea, que este Doramas es más bien un personaje trágico de la Modernidad, un hombre común que, por cierta fuerza de carácter y tal vez la casualidad de vivir en aquella época terrible, se yergue sobre lo que parecía ser una vida y un destino comunes, pero solo para encontrar el fracaso y la muerte, inevitables frente a la fuerza de un Estado en auge, imperio en ciernes. Fracaso enaltecedor e inspirador, sin duda. Aún está por escribirse la novela que le haga justicia.




sábado, 5 de junio de 2021

'Un amor', de Sara Mesa

 A mí no deja de fascinarme ese amor de ciertos seres humanos por los conceptos. Así, mucha gente ama la nación, o la religión, o el comunismo o la libertad con toda fuerza y con toda sinceridad. Hasta tal punto que, por ejemplo, muchos nacionalistas aman tanto España, o Cataluña, o Canarias que no dudan en aniquilar a quien se le ponga por delante, ya sean españoles, catalanes o canarios, respectivamente. Asimismo, hay gente tan religiosa, tan empeñada en seguir el ejemplo de Cristo, digamos, que no dudan en condenar a todo cristiano, o persona, en general, que disienta de su visión. No hace falta recordar a los estalinistas y a sus seguidores de cualquier latitud y época, dispuestos a apuntar con la pistola a todos los que se negaban a seguir el curso de la historia, tal y como lo entendían aquellos. O esa gente tan liberal que, en nombre de la libertad, deja que se mueran los ancianos en las residencias y te desmantela la sanidad o la escuela pública para que se conviertan en meros guetos para los más pobres, o te cierran albergues, etc. O esas personas tan progres, tan ocupadas en aparentar su compromiso con los valores éticos más elevados que no les queda tiempo para ejercerlos en el día a día.

Capítulo aparte son los que hipostasian la Cultura hasta el punto que no les importa sacrificar a la gente de carne y hueso para que aquella nazca, germine, crezca, se desarrolle y alcance algún tipo de plenitud fantaseada, mientras recibe alguna comisión en el proceso, monetaria o de prestigio.

En fin, estamos rodeados de gentuza en una época en la que ni siquiera hace falta la hipocresía. La mala voluntad se exhibe a pecho descubierto, con gallardía, como si la nacionalidad, la clase social, la ideología o la cultura sirvieran de excusa para perpetrar todo tipo de crímenes, tanto el orden legal como en el moral. Además, nuestro mundo es digital, y todo tipo de mensajes nos asaetean desde lugares inimaginables hasta solo hace una generación. En el momento de peor crisis de su historia, los medios de comunicación son más influyentes que nunca, y a la cabeza se me viene esta frase de Bourdieu, que dice algo así: "Muchas personas creen que hablan, pero en realidad, les hablan". Es decir, sostenemos con firmeza, incluso con fiereza, opiniones y puntos de vista que creemos nuestros, hasta el tuétano, cuando, en realidad, distan mucho de serlo. Conforman la ideología dominante de una sociedad, de una época, el sentido común que todo lo impregna y en todo nos impregna.




A ver, para comenzar con el argumento: es la historia de una mujer, Natalia (Nat) que se va al campo porque resulta que ha robado en su trabajo (no se dice qué, igual un cenicero, igual un Picasso, qué más da) y quiere comenzar una nueva etapa en su vida. Para eso, como se ha convertido en una nómada digital (se dedica a traducir ahora) no se le ocurre nada mejor que marcharse al campo, donde la vida es más barata, alquilar una casa a un señor sumamente antipático y machista y comenzar a establecer relaciones neuróticas con sus vecinos y vecinas. También, para añadirle complejidad a la cosa, se folla a un tipo para que le arregle las tejas y dejen de caer goteras. Esto le causa un gran dilema moral al principio, lo del folleteo, pero pronto le comienza a gustar (quizá no es gustar, sino otra cosa) y sigue follando con ese señor que no tiene de atractivo, al menos, al principio, ni una miajita.

Va bien esta novela porque, para quien no lo sepa, estamos en medio de una polémica muy agria, en Madrid y alrededores (y lo que pasa allí es un debate que por lo visto nos afecta a todos/as), a cuenta de la famosa España vacía. Claro que aquí, en Canarias, todo está lleno de gente, y si alguien mencionara algún lugar vacío iríamos todos de cabeza (porque la mayoría somos bastante snobs, por no decir noveleros) para que dejara de estarlo. Pero al menos podríamos contar una historia de cuando fuimos a un sitio vacío de verdad, sin casas ni gente. Vamos, ciencia-ficción; al menos, en Canarias. Como digo, parece que grandes zonas de la Península se despueblan y todo el mundo se marcha a las capitales, y de entre todas las capitales, a Barcelona y, sobre todo, a Madrid. Eso entronca, en un debate más o menos alambicado, acerca del enésimo análisis y diagnóstico de la izquierda sobre sus derrotas electorales y su relación con los valores comunitarios/comunitaristas e identitarios. 

En todo caso, Un amor, si reivindica algo a este respecto es la huida a toda prisa y sin mirar atrás de la España rural. O de la España de los pueblos, que no es exactamente la misma. 

Creo que es un debate al que Sara Mesa no prestaba atención, al menos en el momento de la gestación de la novela. Cada cual elige sus temas, y por lo que se lee, la autora estaba más pendiente de la supervivencia de una mujer en medio de un entorno hostil y denso, por lo pequeño y apretado, como el de un pueblo, rodeado de hombres, de los cuales sospecha sin descanso.

En algunos casos, no es la actitud o las acciones de los hombres en sí mismas lo sospechoso, sino que nos induce a ello las sensaciones de la protagonista, que intuye que algo no cuadra. En este sentido, es significativo que la protagonista acabe teniendo relaciones íntimas con el hombre con menor característica marcada de género, entendiendo por esto las actitudes sociales que más o menos se esperan de un espécimen humano varón, especialmente a la hora del acercamiento sexual.

 Además, no me parece descabellado que pueda leerse a la protagonista como encarnación de una clase media que se ve abocada a la precarización o a la proletarización, lo que entra en conflicto con su cosmovisión, que era la del progreso, la de la marcha ininterrumpida en la propia vida y en las generaciones hacia lo mejor, y que ante el inesperado y decepcionante estado de cosas, entra en crisis.

En cuanto a la prosa, he leído todo tipo de encomios imaginables (en plan Santana Sanjurjo), empalagosos hasta el vómito. En la faja misma, citando a un reseñador del suplemento El Cultural, se dice que su prosa "es de una limpieza desconcertante". Es "limpia", de acuerdo, pero lo que sí me desconcierta es lo de "desconcertante". Dicen que fue "mejor libro del año 2020", etc. En fin, la verdad es que no creo que sea para tanto, ni de lejos. Abunda la frase corta, sí, y el vocabulario no es que sea de un barroquismo inaguantable, sino todo lo contrario, tendiendo a lo sencillo. Pero lo que se dice desconcertar, no desconcierta nada.

Un amor se cuenta en primera persona, y en presente, con esa consecuencia de acercamiento a la acción, que la distingue, por ejemplo, de un tipo de narración más clásico, como la que se ejecuta en pretérito perfecto simple ("comí", "hablé", "me dijo", "se columpió"). Y bueno, uno se pregunta si no habrá algo de minuciosidad de más en la transcripción de ese mundo interior que siendo pródigo en sensaciones me resulta sobreestimulado si atendemos a lo que le ocurre. La narración está a punto de caer en la trivialidad, pero se sostiene a duras penas. Quizá es esa proximidad a la nimiedad que se pasa por contrabando como novela por lo que se me hizo antipática la lectura, como antipática me resulta la protagonista que se cuestiona cada paso dado o no dado con febrilidad adolescente.

Porque, al fin y al cabo, saber que un pueblo chico puede, en determinadas circunstancias, convertirse en un infierno grande es harto sabido, y que denunciar, una vez más, la indefensión o la dependencia de una mujer por haber asumido ciertos roles, o su cosificación, está muy bien, pero solo por sí mismo no le añade valor a la literatura. Tampoco, constatar una vez más lo mucho que se sufre en las rupturas sentimentales.


¿Cuál es el sentido de presentarse en su casa sin avisar? ¿Con qué derecho aparece? En los pueblos lo hace todo el mundo, sí, pero ¡qué costumbre tan maleducada! Ella estaba tranquila -o tratando de tranquilizarse-, no quería ver a nadie, y mucho menos verlo a él. Pero de pronto apareció y ella -con el pelo sin lavar, la cara sin lavar, en pijama-, ella debía comportarse como si todo fuera de lo más normal, venciendo su orgullo, simulando una convivencia vecinal de lo más amigable tras haber realizado el truque básico -¿sexo a cambio de que le arreglaran el tejado?, ¿qué disparate es ese?-. El acuerdo, la tolerancia, qué tal todo, cómo ha ido con la lluvia, si hay algún problema me avisas. Ni siquiera es consciente de mi enfado, piensa Nat. Ni siquiera eso. La metió en su dormitorio hace dos días y ahora la ha mirado con completa frialdad, como miraría a una cabra o a un perro. Puede que hasta él se arrepienta de lo que le hizo, al verla ahora, a la luz del día. Tanto tiempo sin una mujer para llegar a ella, a esa bazofia. (Pág. 89)


Así, llegados más o menos los 2/3, me asaltó un deseo incontenible por leer en diagonal que no venía suscitado por la curiosidad o el afán por conocer el desenlace, sino por comprobar que el resto era igual de mustio. Esa fue la impresión que recibí y así se los transmito. En definitiva: Un amor no es una novela despreciable, pero sí prescindible. O viceversa.



P.D. Otras reseñas, aquí, aquíaquí o aquí