Mostrando entradas con la etiqueta Terry Eagleton. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Terry Eagleton. Mostrar todas las entradas

lunes, 21 de enero de 2019

'Un hombre: Klaus Klump', de Gonçalo M. Tavares

Cuando se habla de literatura, es habitual hablar de buena literatura o de mala literatura. También, quizá algo menos frecuente, de alta (sic) literatura y de baja (sic) literatura, quizá como reflejo de la dicotomía conceptual entre alta (sic) cultura y baja (sic) cultura, o de manera más cursi como "arte con mayúsculas"y arte, se supone, con minúsculas. En estos casos, cualquier tipo de ficción que responda a unos mínimos se incluye bajo el epígrafe de Literatura, y es dentro de ella cuando se realizan las distinciones correspondientes.

Algo más extrema es la opinión, quizá de elitistas de la literatura (y del arte, en general), de que hay productos de ficción (aunque ficción es también un concepto problemático), la mayoría, que pueden ser bestsellers; otras, meros entretenimientos, etc., pero que no corresponden, no entran dentro, de lo literario. Para ellos, la literatura, como conjunción de forma, método de investigación y reflexión moral y logro estético, solo abarca unas pocas obras a las que se ha considerado de calidad suficiente. En el primer caso, encontraríamos a Terry Eagleton (El acontecimiento de la literatura), por ejemplo, y en el segundo, a Eduardo Lago (Walt Whitman ya no vive aquí).

Yo soy partidario del primer punto de vista (aunque simpatice con el segundo) porque a pesar de que uno pueda detestar profundamente muchas novelas como las que he reseñado en este blog, no puedo negarles la categoría de literatura. Creo más bien que la opción por la exclusión de Eduardo Lago constituye el afán por acotar un espacio en el que solo lo verdaderamente artístico pueda entrar: una zona vip para obras selectas aunque siempre pueda uno cuestionar cualquier canon y al tribunal que dicta las inclusiones en aquél. 

Trayéndonos esta dicotomía al ámbito local, resulta evidente que a tenor lo que se publica cada año, no hay peligro de escasez de producción literaria canaria (o española). Si yo fuera Eduardo Lago, supongo que, por el contrario, solo vislumbraría un desierto literario pues rara es la novela (excepciones hay) que me haya impresionado de tal modo que pudiera calificarla de Literatura (con mayúscula). No obstante, siempre comienzo a leer con la esperanza de la epifanía.

Valgan estas reflexiones, no exhaustivas, para presentar la reseña de la siguiente novela:





Esta novela, escrita por el autor portugués Gonçalo M. Tavares, autor del que me atrevería a decir que no es tan conocido como, por ejemplo, el casi omnipresente y casi canario de adopción José Saramago, se publicó en 2003 y fue traducida al español en 2006. Así pues, no se trata de una novela reciente, y, como de otros autores/as que de los que he escrito en el Polillas, es posible que su estilo y sus preocupaciones hayan cambiado. No obstante, siempre me enfrento a una novela no como si fuera la primera o la última, sino como si fuera única. Considero que su valor artístico-literario no debe depender de otros contextos extraliterarios que el de mi reflexión, pues yo ya estoy situado en el tiempo y en el espacio y a mí me corresponde, en todo caso, llevar a cabo la labor hermenéutica que considere procedente.

Un hombre: Klaus Klump es una novela que desde el comienzo ya tiene una virtud: un estilo propio, construido en gran medida a base de frases cortas, con abundante uso de metáforas y símiles que a veces se acerca a la poesía y en otras al aforismo (últimamente tan de moda, al menos en las Islas):


La bandera de un país es un helicóptero: hace falta gasolina para mantenerla en el aire. La bandera no es de tela sino de metal: se agita menos al viento, ante la naturaleza.
Avanzamos sobre la geografía, estamos aún en el lugar de antes de la geografía, en la pregeografía. Después de la Historia no hay geografía. 
El país está inacabado como una escultura. Fíjate en la geografía de un país: le falta terreno, escultura inacabada. Invade al país vecino para terminar la escultura. Guerrero escultor. (Pág. 11)

La novela, a través de unos cuantos personajes: Klaus, Johana, Hertha, Xalak o Leo Vasta, entre otros, narra la situación de un país que ha sido invadido. Así, la suerte de los ciudadanos, la resistencia guerrillera, la brutalidad de los conquistadores y, sobre todo, la lucha por la supervivencia conforman ejes a partir de los cuales se desarrolla la trama, mediante las historias entrecruzadas de aquellos.

Destaco, sobre todo, que el tono que Tavares consigue imprimir, mediante ese estilo propio, que se sustancia en escenas de gran condensación narrativa, y por tanto potentes y evocadoras. Consigue imágenes inéditas de una resonancia perdurable, lo que ya es mucho decir. 



Nadie ama a un cobarde, lo que significa que mientras se ama no se logra ver la cobardía en el otro. 
Un día, Johana volvía de la tienda de comestibles con tres manzanas carísimas y oyó una orquesta que, en medio de la calle interrumpida y casi vacía, tocaba músicas que ella no conocía. No había palabras, pero la música no era de su país. Esta música no es de aquí, pensó Johana, y empezó a correr muy deprisa, en dirección a casa, y mientras corría lloró. 
La música es una señal de la humillación. Si quien ha llegado impone su música es porque el mundo ha cambiado, y mañana serás un extranjero en el lugar que antes era tu casa. Ocupan tu casa cuando ponen otra música. (Pág. 27)


Una mariposa asquea hasta cierto punto. Una belleza en avión minúsculo, demasiado colorido. A Klaus le gusta coger mariposas con la mano derecha y apretar con fuerza hasta que entre los dedos le saliera una sustancia de colores. Es el único animal que incluso aplastado resulta estético. (Pág. 31)


Klaus tenía los labios negros, como si hablara otra lengua. Había perdido la patria, y con ella cada palabra antigua se había vuelto escandalosa. Eran palabras negras. Le quemaban los labios. 
Klaus, de joven, había sido famoso por sus labios prominentes, labios indecentes, al decir de alguna chica. 
Klaus estaba en la cárcel junto a Xalak, el hombre que salivaba demasiado, el hombre que le había babeado la nuca, el hombre que era el dueño de la celda. Se habían hecho amigos. Xalak era el mayor, era el jefe. Hace siete años que comparten la misma celda. Hablaban. Pág. 67)


El problema consiste en que este estilo fragmentario, de frases cortas y párrafos menudos, requiere una tensión constante para que el tono no decaiga, lo que no siempre se consigue en esta obra. Así, a menudo tiene uno la impresión de cierta banalidad en la información, y se producen repeticiones que empobrecen el texto, aunque el resultado, en general, sea más que convincente.

Aparte del estilo, las historias, aunque relacionados por los vínculos que tienen entre sí los personajes, no acaban de formar un todo literariamente sobresaliente. Por esto quiero decir que hay personajes que no logran encarnarse del todo: algunos aparecen difuminados mientras otros, como es el de Klaus o Hertha acumulan protagonismo, sin que las razones parezcan claras salvo en que sus avatares desembocan, quizá, como metáfora de la misma humanidad en distintas formas de llegar al mismo conformismo, ya sea por la rebelión, ya sea por la adaptación. En el plano moral, tal vez sea realista, pero también decepcionante. En estas ocasiones, me planteo el porqué de las historias, una vez que ya hace tiempo que no nos hacemos ilusiones sobre la supuesta inevitable marcha hacia el progreso de los seres humanos.

Al mismo tiempo, a pesar del entrecruzamiento de las historias, no puedo dejar de percibir la atomización  de los personajes, por cuanto parecen mónadas aisladas que, de cuando en cuando, chocan con otras, pero sin que eso suponga una transformación de alcance general. Las mismas historias dan la impresión de parábolas sin conclusión o sin enseñanza. Como si el artefacto metodológico hubiera sido la creación de minirrelatos independientes pensados para conectarse en un punto B o en uno C y confiar en que cualquier impresión que hubiesen logrado suscitar en nosotros fuera suficiente. Quizá tanto la contención estilística como lo ajustado del diseño narrativo suponen un cinturón de pocos agujeros para que la novela dé de sí todo lo que contiene en potencia.

Bien puede ser que todo lo que estoy diciendo como un defecto sea una virtud para otros, si la intención final no fuera otra que transmitir la impotencia y la soledad de los personajes en un mundo áspero, hostil y violento. En tal caso, solo habría que culpar a mi insuficiente inteligencia y a mi embotada sensibilidad. Sea como fuere, esta obra es literatura con aspiraciones y no de entretenimiento fugaz. 





















miércoles, 26 de julio de 2017

'Rey de Picas', de Joyce Carol Oates

A este paso, público lector, acabaré reconociendo que las reseñas que me producen mayor satisfacción son aquellas en las que más me extiendo sobre mis gustos y manías particulares, en vez de la novela en sí. Otro asunto es que ustedes, lectores, coincidan conmigo. Pero eso ya lo decidirán, si es posible, en público y con aspavientos que no dejen lugar a la duda. Así, por ejemplo, leer a Val McDermid, anteriormente a Jim Thompson y ahora a Joyce Carol Oates, produce sensaciones e impresiones bien distintas aunque, aparentemente, todos sean escritores, al menos a tiempo parcial y con contrato en diferido, de novela negra. Aquí entraríamos de nuevo en el espinoso asunto de los géneros, su definición y delimitación. Ni siquiera en todas las novelas hay cadáveres, como en Hijo de la ira (bien es cierto que se muere un bebé, aunque accidentalmente). ¿Es novela negra Hijo de la ira? ¿Sí? ¿No? ¿Nunca lo fue y soy un ignorante? ¿Nos importa un comino, a fin de cuentas? 

En todo caso, en Literatura, lo que importa no es el género de la novela, precisamente, sino otras cosas, como el placer que nos produce la lectura, la sensación de encontrarnos con algo singular, extraordinario, que parece hablarnos a nosotros personalmente, también la fuerza y la belleza del estilo de la escritura en sus casi infinitas manifestaciones o la inteligencia, el ingenio y la sensibilidad en el desarrollo del argumento de la novela y en el despliegue de la trama. Esas obras que, al mirar atrás, siguen brillando en la bruma equívoca de los recuerdos. Esas novelas que exploran regiones antes desconocidas para nosotros, que ponen palabras a intuiciones apenas formadas, a sentimientos turbios, a veces enigmáticos, que estaban aún por descifrar, esos acontecimientos humanos que parece que ya no se pueden nombrar de otra manera, esos personajes en los que cuaja, valga la paradoja, la realidad, pese a no ser reales. Ese mundo ficticio autocontenido, autorreferencial que, sin embargo, y es otra paradoja, se crea a base de referencias a la realidad, como bien señala Eagleton.

Y, bueno, sirva lo anterior para presentar la reseña de Rey de Picas, de Joyce Carol Oates. 






Rey de Picas es, a mi entender, y creo que soy original en este punto, una sátira de la novela negra y del escritor de misterio norteamericano, a más señas y en la tipología sociológica anglosajona, hombre y blanco (y protestante, vamos, lo que suele resumirse por WASP). Además, toma como modelo las novelas de Stephen King, no tanto en su elementos fantasmagóricos y sobrenaturales como en su tendencia a presentar como protagonista de sus novelas a un trasunto de él mismo y en ciertos rasgos estilísticos, como ese recurso a la cursiva un tanto desmedido. No soy un admirador incondicional de King, pero me vienen a la memoria, por ejemplo, Un saco de huesos o, claro, El resplandor. Que no sea fan de King no significa que lo desprecie o algo parecido. Me parece un escritor extraordinario. Sencillamente, nunca tuve ánimo para seguir el paso casi vertiginoso de su producción. Su Mientras escribo me parece, por cierto, muy interesante. La reflexión que allí hace sobre la génesis y proceso de su escritura me resulta más reveladora y sugerente que, por ejemplo, el De qué hablo cuando hablo de escribir, de Murakami, por hablar de otro autor famoso-superventas.

Joyce Carol Oates es mujer, lo que en este caso no es baladí: aprovecha la novela para cargar contra los clichés, no solo literarios, de la novela negra en su país. Así, el personaje principal y narrador de la historia, Andrew J. Rush, es el escritor norteamericano de éxito (aunque no tanto como Stephen King), satisfecho de sí mismo y de lo que ha conseguido, con su vida aplacible y su familia al uso. Su némesis está representada por una mujer entrada en años, C. W. Haider, al parecer bastante desquiciada, que se dedica a demandar a todos los escritores famosos como al mismo Stephen King, o a John Updike y otros, por haber plagiado, cuando no robado directamente, colándose en casa, su propia obra. Por lo que se cuenta, esta mujer intentó desarrollar una carrera literaria propia, pero, aunque sigue escribiendo, jamás alcanzó éxito alguno. Es evidente que la vieja está chalada, pero a medida que el protagonista comienza a indagar en la vida de esta mujer, las cosas comienzan a no estar tan claras.

Por otro lado, Andrew lleva una doble vida, literariamente hablando. Con un pseudónimo (sí, Rey de Picas), escribe otras novelas, que se alejan mucho de las que publica con su verdadero nombre: estas son prístinas e inteligentes novelas policíacas en las que siempre se cumple el ideal de justicia poética. Las de Rey de Picas son, por lo que se deduce, más aviesas, más siniestras, más gore, con una perversidad que llega a producir repugnancia. Sin embargo, aunque alejadas de las cifras de ventas de de Andrew J. Rush, Rey de Picas no deja de ganar lectores. 


A todos esos esnobs, intelectuales de la literatura, que se burlan de las restricciones de nuestro género (incluida mi querida hija Julia, a quien adoro), les resultaría muy difícil escribir una novela de misterio que tuviera éxito: una novela en la que se persiguiera al mal hasta echarle el guante y acabar con él; y en la que se alcanzara una conclusión clara y sin ambigüedades.Los finales de las novelas de Rey de Picas eran más crueles que los de Andrew J. Rush, al ser al mismo tiempo más primitivos. había demasiada maldad derramándose sobre todas las cosas como para que fuese posible limpiarla sin dejar rastro, y en la mayoría de los casos moría todo el mundo o, más bien, se mataba a todo el mundo.


A mi entender, Oates no ha pretendido escribir una novela negra como tal, sino, en principio, algo más interesante: escarnecer las convenciones sociales y literarias del mundillo literario y editorial y señalar la discriminación a la que se ha sometido a las mujeres que pretendían progresar como artistas. No es suficiente con una habitación propia, al parecer. Esta discriminación la sufre no solo C.W. Haider, sino también la mujer de Rush, Irina, de talento superior al de su marido, pero cuya producción fue desdeñada por las editoriales y tuvo que resignarse a ser la revisora de la obra de Andrew. En cierto momento, tras años de frustración le llega a acusar de haberle robado las ideas


La señora Haider estaba cada vez más fuera de sí. La boina se le había caído y su aire de superioridad se desvanecía. El juez Carson, cuya actitud cortés la demandante no había agradecido, dándola por sentada, no se mostraba ya tan indulgente y la interrumpía utilizando el mazo y retirándole repetidamente la palabra, insistiendo en que permitiera hablar a Grossman. La señora Haider, sin embargo, parecía incapaz de dejar argumentar al abogado, como si estuviera poseída por un demonio:
-¡No! ¡No, no! ¡Se trata de mis escritos, señor mío! También yo soy escritora... ¡escritora en prosa y en verso! ¡Ese hombre es culpable de allanamiento de morada... durante años! Se trata de mis memorias más preciadas, su señoría, porque todo eso me ha sucedido a mí. El plagiario me arrebata los recuerdos más preciados, cosas que me han sucedido a mí y a mi familia, y las tergiversa convirtiéndolas en ficción, pero no han sucedido en absoluto de esa manera, sino que son una infame MENTIRA.


Sentí un estremecimiento de amor por mi esposa de tantos años. mi querida Irina, la que se había enamorado de "Andy Rush", tan inferior a ella, ¿cómo no se había dado cuenta? 
Durante todos aquellos años había conseguido engañarla. 
Mi carrera, no la suya. ¿Por qué Irina Kacinzk no había luchado con más convicción, por qué se había sometido a mí?


Justo con las mismas palabras con las que le acusa también, demanda judicial mediante, C. W. Haider. Dos mujeres escritoras, dos mujeres de carrera literaria frustrada, sepultadas por el trato de favor que se dispensa a los hombres. Andrew, escritor de éxito, de talento mediano, aparentemente tolerante y bienhumorado, esconde, en realidad, a un hombre cínico, jactancioso, racista, clasista y machista que teme descubrirse a cada paso que da. Es posible que todos tengamos un cabronazo dentro que pugna por abrirse paso en la vida por encima de quien sea. Rey de Picas, este otro yo del protagonista y narrador, le susurra, por decirlo así, ideas de lo más retorcidas, que se agudizarán, a raíz de la demanda presentada por Haider contra él. El protagonista experimenta algo parecido a una obsesión respecto a esta mujer, lo que desencadenará una serie de acontecimientos que no develaré para no fastidiarles.

A esta lectura podemos añadir otra más: Oates escenifica una reflexión sobre la materia prima del escritor que no solo utiliza sus recuerdos personales, sino que, como un ladrón en la noche, asalta las mentes en las que están guardados los recuerdos y secretos ajenos, sin parar en mientes ni albergar escrúpulos, incluidos (y sobre todo) los de su propia familia y amigos, para construir sus ficciones. Una tarea que para el/la escritor/escritora puede ser gratificante (y beneficiosa), pero que para quienes se ven reconocidos/as en sus obras puede no verse como un halago o un reconocimiento, sino más bien como un robo y un insulto.

No obstante, a pesar de la riqueza de las posibles lecturas que pueden hacerse de esta novela, tengo la impresión de que la escritora ha ido demasiado rápido para armar de un modo narrativamente eficiente los mensajes anteriores. En mi opinión, todo se sucede demasiado deprisa, lo que no contribuye a la verosimilitud. El comportamiento del protagonista muta con demasiada velocidad. Los acontecimientos se precipitan cuando es posible que un desarrollo algo más pausado, más matizado habría dotado a la novela de mayor equilibro, incluso habría contribuido a aposentar los distintos argumentos críticos. Por esa misma rapidez, los personajes familiares aparecen demasiado borrosos, especialmente el de su hija, filóloga, con la que podría haber profundizado en la sátira del mundillo literario y del género; e incluso su mujer, que, también en su papel de artista reprimida, podría haber tenido mayor trascendencia, apenas adquiere consistencia. El mismo protagonista, a ratos, Jekyll; a ratos, Hyde, muestra también un lado raskolnikoviano que podría haber dado más de sí. Igual de precipitado es el desenlace. Y decepcionante también, añado. Que digo yo que si alguien se ha tomado la molestia de escribir una novela bien podría preocuparse de darle un cierre digno, no cualquier cosa. 

Que se lo digan también a Ray Loriga, por favor.