jueves, 24 de febrero de 2022

'Pánico al amanecer', de Kenneth Cook

Coincide aproximadamente la lectura de la novela objeto de la reseña con una de esas conmemoraciones artístico-pastoriles tan del gusto de nuestra clase política. A la sazón, se llama Día de las Letras Canarias y, en esta ocasión, no sé si con grupos de presión mediante o meramente amigos interesados, se celebró en honor a la, sobre todo, periodista y también prolífica escritora, Dolores Campos-Herrero.

Parece evidente que homenajes, conmemoraciones, tributos y potlatchs varios rendidos en honor a un autor o autora en nada añaden valor a la literatura, en general, ni a la calidad (siempre algo discutible) del/la homenajeado/a, en particular. Dudoso es también su efecto de irradiación a la ciudadanía. El asunto más bien radica, a mi entender, en la supuesta necesidad de esa visualización pública, como si se siguiera creyendo que un escritor/a necesita de la canonización gubernamental para su definitiva ascensión al Parnaso o a la inmortalidad literaria. Hay algo de burocratización ubicua, de dependencia permanente de la sociedad civil de las instancias administrativas de poder de la que España, y más aún Canarias, no puede desprenderse:rae una ósmosis viscosa e implacable. Por lo que parece, hay que seguir besando el anillo del príncipe para que algo sea considerado algo. Tampoco terminamos de entender que el poder de que se trate, el que concede tal honor, lo que busca, ante todo, es la promoción de sí mismo. 

Desde otro punto de vista, digamos, estético-moral, leer las consideraciones que le dedican el presidente de Canarias (*) o su viceconsejero de Cultura, famosos ambos por sus amplias lecturas y sesudos análisis literarios (con los que atormentan a sus compañeros/as de gabinete), a la homenajeada de este año suscitan esa impresión de vacuidad y pasteleo, tan propia de juegos florales similares. También me he enterado de que ya hay una especialista en su obra. Imagino que, a partir de ahora, dedicará todos sus esfuerzos intelectuales, hasta el último hálito, en demostrar a quien quiera oírla la valía superlativa de Campos-Herrero y en que se traduzca su obra a otros idiomas, como al rumano. 

Quizá Vds. piensen de otro modo, convencidos como pueden estarlo de la categoría literaria de esta mujer (lo que es legítimo), pero afirmar, al menos a estas alturas, que Dolores Campos-Herrero, como autora, es "imprescindible", "necesaria" o que ha ejercido una influencia decisiva en la literatura canaria me parece descabellado. O sólo una tontería. Quizá no sea más que esa manera de hablar tan nuestra, la de la hipérbole, que eleva lo que sea y a quien sea a categoría universal para olvidarlos inmediatamente después. No me extrañaría que lo mismo volviera a ocurrir en este caso.

 

En otro orden de cosas, y de calidades, esta semana les participo de mis pensamientos respecto de la novela Pánico al amanecer, del australiano Kenneth Cook, traducida por Pedro Donoso. Es una primera novela, pero, dado lo que acostumbro a leer con demasiada frecuencia, muy bien tramada y narrada, desde el punto de vista de un narrador en tercera persona, muy pegado al personaje principal, Grant. 

Desde tal punto de vista, limitado por sus pensamientos y sensaciones, se nos cuenta el accidentado periplo de este maestro rural tras el periodo escolar, en su intento de dejar atrás cuanto antes Tiboonda, pueblo donde ejerce, y de cuyos habitantes abomina, y volver a Sidney, que, en comparación, le parece el paraíso. Diálogos cortos e intensos y un dibujo de escenas agrestes, polvorientas y crueles crean una atmósfera singular que, en algunos momentos, me recuerda vivamente a esas novelas de narraciones fronterizas tan norteamericanas. 

El mar, a dos mil kilómetros en dirección Este, con sus mareas subiendo y bajando, un día tras otro, y él todo un año sin verlo. Durante doce meses había sido el director de esa escuela en Tiboonda en la que él era el único profesor; doce meses en los que solo había tenido el dinero de la paga vacacional para costearse los días de descanso de mitad de curso. Así que no le quedó otra que pasarlas en Bundanyabba, la ciudad minera de sesenta mil almas que concentraba buena parte de la vida en el territorio cercano a la frontera. Para el profesor, ese pueblo no era más que una versión a gran escala de Tiboonda. Y Tiboonda no era otra cosa que una versión del infierno (Pág. 23)

Echó una mirada a su dinero, depositado ante él, un puñado de billetes verdes y arrugados, y se inclinó para recogerlo. Pero en el instante en que alargaba el brazo para hacerse con él, lo invadió la tercera sensación extraña de aquella noche: el misticismo de los jugadores. Sabía que las monedas volverían a caer en cruz. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que estaba vivo. Lo único que tenía que hacer era dejarse llevar por esa convicción; a la cual no puso ninguna resistencia. 
Volvió, pues, a tomar asiento con la espalda recta y, sin tocar su capital, vociferó: 
-Cien libras a la cruz. 
Tres jugadores se unieron para cubrir el monto de Grant. Él permaneció sentado en su sitio y se limitó a echar un vistazo alrededor mientras se completaban el resto de apuestas. No pensaba en nada: estaba poseído por cierta intuición. Y mientras ese extraño demonio le hablase, Grant ni siquiera dudaría de sus propias acciones. 
-¡Cruz otra vez! 
La reacción golpeó a Grant en el estómago con dureza. Por un momento tuvo la sensación de que iba a caer desmayado sobre sus propias ganancias. Pero acto seguido se agachó y comenzó a meterse los billetes en los bolsillos. (Pag. 57)

Curioso rasgo de la gente de por aquí, pensó Grant: puedes dormir con sus mujeres, aprovecharte de sus hijas, gorronearles, estafarlos, hacer casi cualquier cosa que en una sociedad normal te llevaría, cuando menos, a sufrir el ostracismo. Aquí, en cambio, casi ni se dan por enterados. Ahora, basta con que te niegues a beber con ellos para que pases de inmediato a convertirte en su enemigo mortal. ¿Cómo demonios era posible? Pero no tenía ganas de seguir pensando en la región ni en las peculiaridades de su gente. Que hicieran lo que quisieran. Una vez que estuviese en Sydney, quién sabe, tal vez nunca regresaría a esa parte del mundo. (Págs. 162-163)


Como ya pueden intuir, todo tipo de contratiempos dificultan su viaje. Diversas circunstancias y acciones como una repentina fiebre de ludopatía que le dejará sin un chavo una noche aciaga y su caída, casi a empujones, en borracheras permanentes solo espaciadas por breves y dolorosos lapsos de resaca, se lo impedirán de un modo casi fatídico. Además, para darle una nota sangrienta, se verá arrastrado a una injustificada e innecesaria cacería nocturna de canguros (y de lo que se pusiera por delante) en el desierto. La acción transcurre fácil, de manera casi vertiginosa, con la que pronto dejamos de preguntarnos, como le ocurre al protagonista, el porqué de lo que acontece y sus propias reacciones. 

Por lo anterior, podría imaginarse uno que esta novela se narra, si no el descenso a los infiernos o un etílico viaje iniciático, sí la transformación de un maestro de clase media anhelante de la gran ciudad en un individuo profundamente cambiado en su interior, no a mejor, y que se ha mimetizado casi por completo con aquellos a los que detestaba. Un proceso de asilvestramiento, por qué no, de embrutecimiento físico y mental, de entumecimiento espiritual. Una manera de recordarnos que bajo la educación y el título universitario (en su caso), en el ser humano siempre late, con diapasón ancestral, una violencia que no encuentra parangón en la naturaleza. 

El desarraigo, la irracionalidad y la pulsión de destrucción y de muerte están solo a una capa de distancia de la civilización, por lo que con un pequeño pinchazo puede revelársenos enseguida lo que la cultura tarda tanto tiempo y esfuerzo en ocultar. Saberlo quizá nos nos haga mejores, pero sí más avisados/as. Pánico al amanecer es de esas novelas que se lo hacen pasar a uno tan bien haciéndolo pasar tan mal.


(*) Me informan de que el presidente ha sido profesor de Lengua en institutos (licenciado en Filología) y que en su momento montó talleres de lectura. Que conste.





jueves, 17 de febrero de 2022

'Mira que eres', de Luis Rodríguez

Estoy muy a favor de la crítica a la crítica. Con esto debería bastar para zanjar el asunto. 

Venga, va, desarrollo el tema:

Deberían Vds. saber, y sobre todo aquellos/as que detestan el blog, que me conformo con que haya debate. Ignoro si lo hay ahora. Ignoro si lo hubo antes, quizá en tiempos remotos. Sé que hasta que comenzó el blog, no lo había, al menos en la esfera pública. Siempre me podrán hablar de alguna tertulia recóndita de estetas masones, de alguna reunión de prohombres sita en Vegueta, o en La Laguna, de algún club de lectura al que se accedía solo por invitación, etc. Pero en el espacio público, entendiendo por él los medios de comunicación en sus diversas modalidades o en foros públicos más o menos accesibles, discúlpenme si me he olvidado de alguno, no.

Así que, les aseguro que soy sincero, me resulta indiferente que duden de la calidad del blog, de los argumentos que empleo, de mis intenciones o de mi catadura moral. Incluso, de mi misma existencia. El que haya suscitado esa interacción, quejas amargas incluidas, pero que haya motivado a muchos/as a leer acerca de la literatura que se escribe en Canarias (también en España y parte del extranjero) y a expresar en público y en privado su opiniones, resulta para mí reconfortante: con ello cumplo uno de los objetivos que me indujeron a crear Polillas al anochecer.

Algunos, como Miguel Aguerralde, dirán que en Canarias "nunca se ha hecho más y mejor literatura que ahora". Quizá, pero no deja de ser un contrafáctico. En todo caso, si estuviéramos de acuerdo, no creo que constituyera, en definitiva, un gran elogio para la literatura en/de Canarias. Creo que no es bueno levitar encantados, atragantándonos con la crema del elogio a nosotros mismos. Mejor es, en mi opinión, que se geste un movimiento de voces encontradas y divergentes, que contribuyan, a elevar el nivel del debate, de la crítica y de la literatura. Así, podremos ahorrarnos de una vez las jeremiadas por la falta de apoyo de las instituciones públicas y por la falta de verdadera crítica literaria.

Por lo primero, no sé si el Estado en cualquiera de sus manifestaciones ayuda poco o mucho; ni siquiera, si hay que ayudar o por qué. De lo segundo, mantengo que hay que ser un poco filisteo para quejarse de la falta de crítica en Canarias y, al mismo, teniendo posibilidad de contribuir a que exista, limitarse a "saludar" las novedades sin implicarse en el juicio.

Como logré demostrar de manera convincente en la reseña correspondiente, la novela anterior de José Luis Rodríguez, 8.38, me pareció extraordinaria. La siguiente, esta cuya portada aparece más arriba, se titula Mira que eres, y sigue la senda pedregosa, con riscos a ambos lados, de la metaliteratura, los juegos del lenguaje y la superposición de personajes, que tienden a desvanecerse en cuanto creemos que los tenemos calados. Es una novela, como la anterior, que carece de argumento convencional. Podemos imaginar intenciones y objetivos, aunque no logremos discernirlos con claridad. 

Mucho de lo que escribí entonces puede aplicarse ahora. Podría añadir que lecturas como estas acarreen el peligro de la imitación. Al ser un estilo, una forma de dirigirse al lector, tan singular y me atrevería decir que fascinante (aunque este adjetivo, de tanto usarlo, posea ya poca carga semántica), los/as aspirantes a escritor podrían caer en la tentación de escribir del mismo modo. "Maten a Borges", dicen que dijo Gombrowicz. No sé si hay que matar a Luis Rodríguez, pero al menos hay que traérselas tiesas con él.

Mira que eres apunta, si tal cosa existiera y pudiera definírsela sin ambigüedades, a la esencia de la literariedad: una autorreferencialidad creadora y juguetona en la que sin pudor se intercalan citas y referencias literarias. Personajes que se cuestionan a sí mismos y que cuestionan la misma literatura. La literatura como búsqueda de conocimiento por ese continuo indagar sobre sí misma, que es el indagar también, claro, respecto de la naturaleza humana. Un palimpsesto que a veces parece un espejo.

Además, un rasgo que a estas alturas de posmodernidad me atrae es que la novela no es visual. Es decir: la palabra lo domina todo, y no la imagen. Esto podría parecer obvio, al tratarse de literatura, pero no lo es tanto cuando pensamos en tanta novela que parece hecha ex profeso para su fácil conversión a una serie o película: novelas pensadas para el ojo, y no para la mente. En este sentido, a uno le cuesta imaginarse en la obra los personajes o los ambientes en los que estos dialogan y, sobre todo, piensan. En Mira que eres, no se describen ambientes ni acciones; se piensa. Si la literatura son frases, esta novela está llena de ellas. Una prosa que no parece exigir en principio demasiado del lector pero cuyo desenvolvimiento en las minitramas sí requieren de atención extrema, cuando no de relectura.


Ves en la pared una mancha con forma de rostro. A medida que te vas fijando, que concentras la mirada, descubres detalles que confirman esa impresión: es un rostro nítido. A mí me pasa lo contrario. Observo a alguien, cuanto más me fijo en él más se me desdibuja. Lo he juzgado mal, me digo, no es esto ni lo otro. Me alejo del juicio inicial, regreso, lo rozo, vuelvo a distanciarme, y termino casi siempre amarrado al primer pálpito. Me pasa con las personas lo que a un amigo con la escritura. Dice que escribe una frase, la corrige, la suprime, vuelve a escribirla y a corregirla, muchas veces. Al final la frase es, palabra por palabra, idéntica a la primera que escribió. Pero ya no es solo la primera frase: es una frase con mundo. Así deben ser mis opiniones de todo, parecen espontáneas, pero han viajado. Tienen mundo. (Pág. 19)

 

 Hay una pregunta previa a cómo se debe escribir: ¿para quién se escribe, para uno mismo, o para los demás? 

Bertrand Russell era consciente de que él podía emplear un inglés sencillo porque todo el mundo sabía que, si lo prefiriese, podría utilizar la lógica matemática. Se le permitía escribir: Algunas personas se casan con las hermanas de sus mujeres muertas, porque podía expresarlo en forma que únicamente llegara a ser inteligible después de años de estudio. 

Mi escritura lidia con el humo de su frase; la claridad, la elección de una palabra u otra, suposición dentro de la oración, la misma oración, los puntos, párrafos, el latido, nos cuentan con el lector. Tienen más que ver con el efecto del humo en mis ojos. (Págs. 68-69)


 Esto no es una novela, es la contemplación de un rescoldo. (Pág. 82)


Que la literatura suscite perplejidad, que plantee dificultades al lector, y que al mismo tiempo resulte estéticamente apreciable constituye gran parte de su atractivo. El desciframiento del símbolo encapsulado en las palabras sigue, a pesar de sus rivales narrativos como el cine o, incluso, los videojuegos, manteniendo su pegada. Es posible que narrar historias a la manera tradicional, es decir, lo que vendríamos a llamar novela realista, a la manera, por ejemplo, de Jonathan Franzen (recordemos, al respecto, la oposición que señalaba Eduardo Lago en Walt Whitman ya no vive aquí en la literatura de EEUU entre el polo realista encarnado por Franzen y la experimentalista de, por ejemplo, de Foster Wallace) o aquí, digamos, Vázquez-Figueroa o Pérez-Reverte, juegue en desventaja contra otros medios artísticos y lúdicos como los ya citados, mucho más espectaculares y que sumergen de manera más efectiva al público en la trama. Es decir, el mero contar de cosas que pasan y de personas que hacen esto y lo otro no es suficiente, al menos para mí.

EN DEFINITIVA, si está cansado/a del leer por leer porque, total, se escribe por escribir. Si están Vds. harto de que los/las quieran entretener, verbo sagrado en nuestra civilización, acérquense a Mira que eres, porque la literatura todavía importa.





P.D. Otro análisis, por supuesto que más atinado que el mío, de Vicente Luis Mora, aquí.


POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA





sábado, 12 de febrero de 2022

'Traficante de historias', de Juan R. Tramunt

Supongo que no les importará demasiado que me salte el orden de lecturas y que anteponga la novela Traficante de historias, de Juan R. Tramunt a Nevada, de Claire Vaye Watkins. Las diversas ocupaciones de la vida y la indolencia que asalta a veces como una lluvia inesperada me han llevado a posponer la publicación de los artículos del blog. También, es cierto, la oralidad que supone la radio y la obligación de producir un programa cada semana han influido. Lo primero, porque de algún modo tiendo a pensar que el trabajo ya está hecho al comentar la obra en el programa; lo segundo, porque el ritmo, aunque pudiera no parecerlo, no admite apenas interrupciones o dilaciones. Si estas surgen, retomar la actividad siempre se hace con demora y lentitud.

Además, y volviendo a la decisión inicial de priorizar la reseña de Traficante de historias, la historia que cuenta Juan R. Tramunt tiene que ver con nosotros de una manera más directa y cotidiana, mientras que los relatos de Claire Vaya Watkins son, pese al título, de naturaleza más general. Relatos notables, les adelanto, y que bien merecerán su atención.




Esta novela cuenta una historia de inmigración, una de tantas miles que se gestan cada año, cada mes. Lo singular, si se puede denominar así, es que es vivida y narrada, fundamentalmente, a través de un personaje canario, de clase media, profesor de instituto, por más señas: Tobías Arencibia..

A raíz de la muerte de su novia, Tobías experimenta una suerte de crisis vital por la que decide que sus conocimientos serían mejor aprovechados si abandonara su plaza en el instituto y comenzar a dar clases de español en un centro de internamiento de inmigrantes. Es entonces cuando comienza esta aventura, que le llevará de Canarias a diversos países de África, motivado por su amistad con uno de los integrantes del centro, Seydú Mahamane Keita. Seydú le había ayudado de modo inestimable en la puesta en escena de una obra de teatro que pretendía retratar el momento en que unos inmigrantes intentaban cruzar la frontera para entrar en territorio español.

A partir de la representación, se forja aquella amistad entre Tobías y Seydú. El segundo le relata al primero su odisea personal, las motivaciones que le llevaron, como a Tobías, a abandonar una vida más o menos cómoda y embarcarse por su país con una furgoneta llena de libros. Pretendía que la gente los leyera y, si no eran capaces, él se ofrecía a contar las historias que contenían, si no a contar otras nuevas. Un cruce entre propagandista cultural moderno y rapsoda antiguo. 

Tiempo después del retorno de Seydú a su país, a Tobías le llega una larga carta de éste que le pone al tanto de su situación. Una dolencia cardiaca le impide seguir con sus viajes y le ha obligado a dejar su furgoneta en un lugar remoto. Tobías decide visitar a su amigo y traerle de vuelta el vehículo con sus libros.

Ya el resto lo leen Vds. de primera mano.

Vayamos al desmenuzamiento. Para comenzar, la obra es más que digna. En este país, en este archipiélago canario, decir que algo "es bueno" o "está bien" significa, a efectos prácticos, que algo es malo. Peripecias de la lengua y de su sentido. Si realmente algo está bien, uno tiene que usar el superlativo. No hay espacio para apreciaciones intermedias. Lo explico en la siguiente tabla:


                                Ámbito íntimo          Ámbito público

Valoración                 Muy deficiente    Subvencionable/Autor, joven promesa

                                     Malo                 Elogiable/Autor de primera línea

                                     Regular             Notable/Autor es un maestro                                                                                     traducido al rumano y al albanés

                                     Bueno                    Sobresaliente/Autor genial

                                 Muy bueno          Obra maestra/Autor universal-¡Premio                                                                        Canarias ya! Casa Museo, efigies. 


Abundando en esto, a la inversa, si uno en el ámbito público utiliza un adjetivo queriendo expresar su significado recto, se traducirá así por los receptores del mensaje:

"Buena"---se traducirá, se entenderá como mediocre.

"Notable"----se traducirá por un quiero y no puedo

"Sobresaliente"---se traducirá por buena

"Obra Maestra---se traducirá por habrá que leerla.

Así, si digo que Traficante de historias es una buena novela, lo más probable es que entiendan Vds. que me ha parecido regular. Es lo que tiene la inflación de adjetivos, la hiperbolización del elogio, la sacralización de lo mediano. Se ve de manera visual y auditiva en el teatro, por ejemplo: si al público le ha gustado la obra, no hay que quedarse en silencio. Admitamos que hay que aplaudir para que los actores, aparte de cobrar por la entrada, sientan el gustirrinín del reconocimiento público; pero en España no basta con aplaudir cinco segundos de manera discreta, no. Hay que partirse las manos hasta que sangren y se quiebren las falanges, y hacer salir a los actores siete veces; mejor si se les jalea con gritos de "¡Bravo, bravo!". Y eso para una obra normalita. No les digo nada de la ópera: si sale Plácido Domingo, hay que, además, quedarse en pie un cuarto de hora y abjurar a voces del feminismo castrador.

Lo que quiero decir es que esta obra, con sus defectos, está bien, que merece ser leída. Es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de las novelas que por aquí he analizado, y que en muchísimas ocasiones han sido ensalzadas hasta el empalago más denigrante..

Ya que estamos, vayamos con los defectos:

La editorial se jacta/enorgullece de tener un equipo de "cuatro profesoras de Literatura" en cuyas manos está aceptar los manuscritos. También cuenta con "dos correctores distintos". Ya vimos en La ternura del caníbal, del ínclito Víctor Álamo de la Rosa, que ese orgullo carecía de fundamento, al menos en ese caso (espero que no vuelvan a pedirme el curriculum vitae para que puedan "valorar mi formación y experiencia").

 En Traficante de historias, lo que se echa de menos, en varias ocasiones, es la presencia, siempre necesaria, de la correctora (aunque figure en la segunda página del interior del libro). He apreciado, al menos una vez, una coma entre el sujeto de la oración y el verbo, construcciones en las que una oración subordinada aparece como complento del nobmre cuando lo correcto era el relativo "cuyo". Además, hay ciertas repeticiones, algunas elecciones de adjetivos, varios sintagmas prescindibles o esa práctica tan periodística de eliminar los adjetivos ordinales a partir del décimo. El mismo estilo de estas primeras decenas de páginas se corresponde más bien con uno alicaído y rutinario, propio de los periódicos. Fenómenos y prácticas que no deberían haber escapado a la atención de una correctora profesional. O, al menos, atenta.

Además, sobre todo en las primeras veinte páginas, el estilo de la novela vuela bajo, como el grajo y el frío del carajo. Como si al autor le costara calentar la muñeca, pero, en frío, tuviera ganas de llegar al meollo de la historia. Un editor atento tendría que habérselo hecho notar. ¿Para qué conformarnos?, me pregunto.

Lista de ejemplos:

Cuando su novia, Silvia, con sus padres y su hermano, de regreso de su útimo viaje de soltera en familia, embarcó en aquel fatídico vuelo de Madrid a Gran Canaria, de un plumazo la vida que Tobías veía enfilada cambió, y el esperado auncio de boca concidiendo con su treinta cumpleaños se trastocó en pedir la excedencia como funcionario y aceptar el puesto de docente en un centro de emigrantes, lejos de compañeros y alumnos condescendientes. (Pág. 18)

Lo que aquellos pergaminos contuvieran, podría ser tan importante o más que cualquiera de los libros que se apilaban en la biblioteca ambulante (...) (Pág. 48)

Además, a excepción de Seydú, aquella gente era bastante joven, y una vez más Tobías tenía que hacerse el reproche personal de no conocer la realidad de buena parte de la juventud africana. (Pág. 53)

Esa isla es un hermoso lugar del que conviene no olvidar nunca lo que significó. (Pág. 109)

Como suele ocurrir, sus clases dirigentes, peleles de lo que se decida en el Palacio del Elíseo, disfrutan de grandes privilegios que el pueblo llano ni siquiera puede pensar en ellos. (Pág. 113)

 Siento algo vergüenza de haber nacido en unas islas africanas (...) (Pág. 128)

A medida que avanzaba el día, perdía la esperanza de que apareciera alguien. Se intentaba sobreponer buscándole alguna lógica a su situación, a la de las otras personas que, supuestamente, paraban por allí. A medida que avanzaba el día podría aparecer alguien, pero esa posibilidad desaparecería totalmente al oscurecer porque nadie -suponía- se aventuraría a circular en aquel terreno carente de toda señalización, y con el riesgo de meter el vehículo en una zanja o algo peor. (Pág. 141)

Nadie mencionó los secuestros, y Tobías no quiso añadir más "condecoraciones" a aquel personaje del que volvía a precisar sus servicios. (Pág. 167)

Supuso que se turnaban en vigilar las pocas pertenecías con que viajaban. (Pág. 168)

Le venían sensaciones parecidas a las vividas en su primera juventud, donde más de una vez pernoctó en solitario en el pinar de Tamadaba y otros lugares de la isla. (Pág. 186)

Solamente, Silvia había mostrada interés por esas experiencias y quiso compartir las sensaciones que un Tobías algo escéptico le contaba cuando la conoció. (Págs. 186-187)


Quizá sea pedir demasiado, pero hay conceptos que hace tiempo que ya no se utilizan, al menos en las ciencias, como el de "raza" referido a los seres humanos. Que haya variadades fenotípicas motivadas por la relativa separación entre grupos humanos a lo largo del tiempo junto con su aclimatación a las distintas zonas geográficas del planeta no califica para establecer una separación genética que vendría dada por aquellas características físicas externas. También, decir "hombre blanco" o "negro" aclara poco, salvo, tal vez, para los supremacistas anglosajones. Por otro lado, se prefiere utilizar etnias para distinguir comunidades culturales o sociedades. Al igual que hablar de África, en general, como si las realidades de todo tipo de, digamos Argelia, pudieran corresponderse con las de Egipto, Chad, Congo, Mali, Etiopía, o Lesoto. Diría que utilizar estos términos de alguna manera contradice la intención de Tramunt, que, me atrevo a suponer, pretende quitar el velo que cubre la visión simplista, cuando no directamente xenófoba, de muchos/as canarios/as (y españoles/as, en general) sobre la arribada de inmigrantes a nuestras costas.

Quiero añadir que me resulta débil el intento de explicar la inmigración con ese repetido "no hay trabajo", que soslaya la integración relativamente reciente de numerosas comunidades al sistema capitalista, cuando no la explotación colonial y su esquilmante herencia. Asimismo, una vez integrados en la economía mundial, muchos de estos países africanos desempeñan un papel subordinado, limitado a permitir la extracción de materias primas destinados a los países del denominado primer mundo. En ocasiones, incluso, se elabora toda una estrategia destinada a socavar la instauración efectiva de estados fuertes y consolidados, porque es más sencillo y más barato lidiar con los denominados estados fallidos o con cualquiera de las facciones que se disputan el poder en esas regiones. Como digo, un asunto que dispone de una bibliografía enorme, y que no se puede solventar literariamente con trazo tan grueso.

Aunque hay numerosas obras en la denominada literatura poscolonial en las que se aborda la migración desde el punto de vista del/la viajero/a, con autores/as distinguidos/as ya por el reconocimiento occidental, no deja de tener interés esta novela, vista desde el punto de vista de un occidental, aun su periférica situación. Juan R. Tramunt, a pesar de los titubeos iniciales y quizá falto de una justificación psicológica más convincente para las motivaciones de Tobías, elabora una aventura que a cada página que pasa se vuelve más emocionante, trágica e, incluso, bella. Las andanzas de Tobías narradas en tercera persona no omnisciente, centrada en él, despliega un buen número de relaciones que se complejizan, ya desde su primer encuentro con Seydú. A estas alturas, el lenguaje ya ha adquirido vigor. El autor se mueve con firmeza y confianza adentrándonos con él en la historia.

Además, el mismo Tobías cambia, lo que convierte a esta aventura en una especie de novela de formación. Algo, que si no me equivoco, ocurría también con las andanzas del protagonista principal de Anturios en el salón. Su creciente comprensión del sufrimiento de las personas que se ven obligadas a emigrar en circunstancias arriesgadas y en condiciones penosas es también la nuestra. Esos padecimientos, que acaba sintiendo en primera persona, amplían su visión de este fenómeno de un modo singular, de un modo que jamás podría haber alcanzado antes. Algo de esa comprensión, vendría bien a muchos cuando ante el lamentable espectáculo hace unos meses del puerto de Arguineguín, hablan de "invasión", de "inseguridad", etc. En este sentido, la novela de Tramunt me parece eficaz, aparte de bien estructurada y bien narrada.


Anotó en su cuaderno de viaje: "Siento algo (de) vergüenza de haber nacido en unas islas africanas, disponer de ciertas condiciones que me permitieron en el pasado viajar a países lejanos, y, sin embargo, desconocer estas tierras maravillosas que se extienden a pocos kilómetros de nuestro hogar, saber tan poco de sus gentes, afanadas en sobrevivir. he vivido toda la vida de espaldas a su realidad y la estoy descubriendo casi por puro azar, a la vez que hago firme mi compromiso de conocerla mejor". (Pág. 128)

 

También hay que resaltar que, a pesar de su insistencia en el concepto hombre blanco, no establece una división maniquea entre blancos y negros o entre europeos (incluyendo a los canarios) y africanos. Hay una gama de grises que resulta verosímil y convincente en la caracterización en los personajes. Los diálogos, así mismo, no son abundantes pero cumplen bien su función de resaltar las acciones y la moralidad de quienes hablan. 

Por último, quizá el autor podría haberse detenido más en la descripción física del paisaje y de los entornos urbanos que atraviesa el protagonista. Salvo la vívida escena del ferrocarril, los parajes que describe son un tanto evanescentes, opacios. Sin suponer un menoscabo a la novela, creo que podría haberse detenido un poco en el ambiente para resaltar la inmersión de Tobías en su aventura, para perfilar aún más esas vidas llevadas al límite.

Conclusíón: A veces, hay que detenerse en los defectos de una novela para apreciar mejor su alcance y, sobre todo, sus posibilidades. Repito que, con algunas correciones, Traficante de historias podría haber sido todavía mejor. Aun así, destaca en el panorama literario, repleto de obras tan autocomplacientes como carentes de interés alguno. Como en su novela anterior o en los relatos de Nunca más la noche, Tramunt nos proporciona buenos motivos para leer y para pensar. Recomendable.


POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA