viernes, 21 de diciembre de 2018

'Ordesa', de Manuel Vilas

Hay dos reseñadoras que están causando furor en nuestra literatura local: la celebérrima Premio Canarias de Literatura Cecilia Domínguez Luis y la recién novelista y free-lance Mayte Martín, a la sazón colaboradora infatigable de la revista Dragaria. Ambas practican ese arte de reseñar la novela de que se trate escurriendo el bulto. Es decir, sospecho que no les gusta lo que han leído, pero noblesse obligue. El resultado es una reseña en la que desgranan la trama y dicen lo de muy de actualidad que es y cómo vamos a quedar epatados, transfigurados y de ahí hacia arriba. La primera desperdiga sus piropos insustanciales tanto en Dragaria como en ACL, la revista de la Academia Canaria de la Lengua, al menos; la segunda, que sepa, solo en Dragaria, que nació como una promesa y no ha hecho más que agonizar desde entonces. Eso sí, seguro que logran hacer muchos amigos en su tránsito cultural hacia la nada. Algo es algo.

Mi consejo: si alguna de las dos alaba una novela, un poemario, una película o, qué sé yo, una marca de galletas, no compren, huyan. Muy rápido, sin mirar atrás. Eso que hemos ganado, aunque sean consejos a los que haya que seguir a la inversa. No conozco nada que no les haya gustado, emocionado, impresionado o encantado. Son el recambio de Ibrahim Chamali, al que echo de menos, es un decir, en la actividad del elogio indiscriminado.

Vamos a lo nuestro. La novela que toca es:






Tenía que caer, no podía pasar de largo por mi vida, la novela española más celebrada en 2018, al menos por el aparato mediático de Prisa. Aunque, por lo que sé, Alfaguara no pertenece a ese conglomerado desde 2014, cuando Prisa vendió la editorial a Penguin Random House (que anteriormente eran Penguin, por un lado, y Random House, por otro: el fenómeno de las compras y fusiones editoriales merece una monografía). En todo caso, Ordesa resultó elegida por el suplemento cultural Babelia como la mejor novela de las cincuenta mejores novelas del año. Que no sea por no poner "mejor" todo el rato. O la más mejor.

Pues bien, la novela es un aceptable despliegue de hacerse pasar por buena. Se esfuerza mucho por parecer, sin duda. En realidad, no lo es. Por el contrario, considero que no es ni más ni menos que un ejercicio pretencioso de frase corta, normalmente sentenciosa, de corte apodíctico, que me hace recordar, fíjense Vds. al deplorable Santiago Gil de Gracias por el tiempo y al no menos lamentable David Llorente y su Madrid: frontera, dos ejercicios de impostura escrituril que habíamos logrado olvidar no sin esfuerzo y algún principio de indigestión. Ese aire de familia en el naufragio literario no deja de llamar la atención, dado que es la búsqueda de la originalidad y del estilo propio el leitmotiv del arte desde al menos el Romanticismo. Sin embargo, dado que no creo que se hayan influido entre sí, es posible llegar a la conclusión de que ciertas obras malas se parecen a su manera. De la peor manera.

Ordesa es el relato de la pérdida de los padres, el dolor consiguiente, la descripción del mundo como vacío y carente de sentido, y tal. Siento hablar con esta frivolidad, pero el tema, tan socorrido, requiere de una mirada y de una técnica de otro nivel para hacerlo literariamente interesante y artísticamente apetecible. A mí, la verdad, el relato del dolor por el dolor y la flagelación por la flagelación no me atrae por sí mismo. Hace falta algo más para salir del ensimismamiento vital, del regocijo por la llaga que supura, que, en este caso, no sirve de exutorio que le proporcione sentido.

De repente, mi apartamento me ha parecido que no valía el dinero que estoy pagando por él. Imagino que esa certidumbre es la prueba de madurez más obvia de una inteligencia humana bajo el peso del capitalismo. Pero gracias al capitalismo tengo casa. 
He pensado, como siempre, en la ruina económica. La vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica. Da igual a qué se dedique, ese es el gran fracaso. Si no sabes alimentar a tus hijos, no tienes ninguna razón para existir en sociedad. (Pág. 15)


Con la muerte de mi padre comenzó el caos, porque quien sabía quién era yo y a la postre se podía responsabilizar de mi presencia y de mi existencia ya no estaba en este mundo. Tal vez esta sea una de las cosas más originales de mi vida. La única razón segura y cierta de que estés en este mundo reside en la voluntad de tu padre y en la de tu madre. Eres esa voluntad. La voluntad trasladada a la carne. 
Ese principio biológico de la voluntad no tiene carácter político. De ahí que me interese tanto, de que me emocione tanto. Si no tiene carácter político, eso significa que  ronda los caminos de la verdad. La naturaleza es una forma feroz de la verdad. La política es el orden pactado, está bien, pero no es la verdad. La verdad es tu padre y tu madre. 
Ellos te inventaron. 
Vienes del semen y del óvulo. 
Sin el semen y el óvulo no hay nada. 
Que luego tu identidad y tu existencia ocurran bajo un orden político no desbarata el principio de la voluntad, que es anterior al orden político; y es, además, un principio necesario, mientras que el orden político puede estar muy bien y todo lo que tú quieras, pero no es necesario. (Pág. 31)


Por tanto, en mi vida, como en tantas otras vidas, combatieron el platonismo y la promiscuidad. Y eso siempre daña. Pero al final un divorcio, en el capitalismo, acaba reducido a una lucha por el reparto del dinero. Porque el dinero es más poderoso que la vida y que la muerte y que el amor. 
El dinero es el lenguaje de Dios. 
El dinero es la poesía de la Historia. 
El dinero es el sentido del humor de los dioses. 
La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral. 
Se puede vivir sin la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad. (Pág. 77)


Se muere mejor si nadie sabe que estás vivo, no haces cargar con la pesadumbre de tu muerte a nadie, con papeles, llantos y funeral, con culpas y demonios. Quienes mejor mueren son quienes no sabían que estaban vivos. La vida o es social o es solo naturaleza, y en la naturaleza la muerte no existe. 
La muerte es una frivolidad de la cultura y de la civilización. (Pág. 86)


Como yo mandé quemar el cuerpo de mi padre, no tengo un sitio adonde ir para estar con él, de modo que me he creado uno: esta pantalla de ordenador. 
Quemar a los muertos es un error. No quemarlos también es un error. La pantalla del ordenador es el lugar donde está el cadáver ahora. Va envejeciendo la pantalla, pronto tendré que comprar otro ordenador. Las cosas no resisten como lo hacían antiguamente, cuando una nevera o una televisión o una plancha o un horno duraban treinta años, y este es un secreto de la materia; la gente no entierra electrodomésticos viejos, pero hay gente en este mundo que ha pasado más tiempo al lado de un televisor o una nevera que al lado de un ser humano.  
En todo hubo belleza. (Pág. 108)


Así, sin descanso, página tras página.

Además, aparte del dolor, la melancolía y todo eso, Vilas inserta aquí y allá reflexiones de corte sociológico que no aportan nada, ni siquiera en el plano cognitivo, sino que suponen una bajada de tensión estilística, sobre todo cuando uno había logrado, por fin, concentrarse en la lectura. Pero lo peor no está ahí, sino en la profundización, digamos, filosófica, que es el fundamento del libro: qué somos, por qué estamos en el mundo, por qué morimos. Es un asunto bien trillado, pero también lo bastante importante para que cualquier escritor deba interrogarse (en el cuarto de baño, bajo la cama con el peluche, desnudo en una acequia, en cualquier caso, en soledad) si está pertrechado del suficiente bagaje para emprender esa tarea, sobre todo cuando se enfoca de modo tan frontal. Mi conclusión es que Manuel Vilas no lo está. Lo que le gusta a Manuel Vilas, en realidad, son los aforismos. Otras prefieren llamarlo "hibridación genérica".

Por último, se puede resaltar que el personaje narrador, el propio autor, no consigue suscitar simpatía alguna. Su intimismo e introspección no consiguen provocar nada más que desdén. Sus reflexiones, que se pretenden cargadas en algunos casos de lirismo, en otras de ingenio y en otras últimas de sabiduría de poeta revenío solo producen irritación o aburrimiento. A veces, al mismo tiempo. Todo lo que revela, para hacerlo aún peor, es un profundo conformismo.

Me prometí, en todo caso, que llegaría al menos a la página 100: he cumplido de sobra. A partir de ahora, que esta novela la sufra otro.



P.D. Hay algunas reseñas que mantienen una opinión absolutamente contraria a la mía (aquí, aquí, aquí), y otras coincidentes (aquí o aquí) que  se muestran igual de irritadas. Es, por lo que se ve, una novela crispadora.







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