jueves, 30 de agosto de 2018

'Pasenow o el romanticismo', de Hermann Broch

Agosto es un mes extraño. Aunque, bien mirado, mes es un concepto y no una cosa. Es decir, no hay ningún objeto en la naturaleza que se corresponda con él. Llamamos mes de agosto, en realidad, a un periodo determinado de rotación de nuestro planeta sobre su propio eje y de su inclinación respecto del Sol. Dicho lo cual, en ese periodo terrestre, en el hemisferio norte, también es época de cosecha. Lo que hoy en día es llamativo, porque estoy convencido de que mucha gente cree firmemente en que los alimentos parecen brotar de manera espontánea de los estantes y de los frigoríficos de los supermercados, al igual que otros muchos creen que para ser escritor basta con decirlo, pues todo el mundo sabe que las novelas se escriben solas.

Es también un mes de crisis: conyugales, artísticas, laborales... También de cambios de rumbo vitales, si uno se lo puede permitir. Tantas horas libres para pensar tienen como efecto, casi no podría de ser de otro modo, por no decir que debería ser obligatorio, un replanteamiento de nuestras actitudes y el tambaleo de algunas certezas. Por ejemplo, la de considerar necesario escribir novelas o la de publicarlas. O la de escribir columnas de opinión. Tengo una lista de opinadores en los medios a los que creo que les vendría bien que alguien les dijera, por fin: "Déjalo, no es lo tuyo. Haz otra cosa: seguro que lo haces mejor". Agosto: madura o revienta. 

Mi solipsismo pertinaz me lleva a pensar que Vds. compartirán lo que les escribo. Es por ello por lo que comencé de esa manera este artículo. Agosto es un mes extraño porque a mí me lo parece: lo urbano se vuelve deshabitado, desierto de hormigón y de metales, paisaje de silencios inconcebibles en el que funambulan ideas extravagantes. Habría que volver a ser niño para que el azul caliginoso de nuestra tierra recuperara su encanto. A esta edad, tardía para muchas cosas, ya que la felicidad es difícil, al menos la dignidad hay que blandirla. Si yo hubiera de comenzar una revolución, prendería la chispa en agosto.

Y, contra todo pronóstico, Pasenow o el romanticismo:





Como todos ustedes saben, esta obra es una de las tres que conforman la Trilogía de Los sonámbulos, de Hermann Broch, que además era coetáneo de Robert Musil. Les contaré algo personal: conocí esta obra a raíz de un ensayo de Milan Kundera. Si no me equivoco, era en El arte de la novela. En este ensayo, Kundera no ahorraba elogios para Los sonámbulos, además de someterla a un amplio e interesante análisis de la obra. Así que decidí, no demasiado impulsivamente, leerla yo mismo. Y tuvo que ser en agosto, unos veinte años después.

Por decirlo suavemente, esta novela debería avergonzar a la mayoría de los autores cuya obra he reseñado en este blog. Tampoco es que sea demasiado difícil. No es la vívida presentación de los personajes, el ritmo de la obra, la brillantez y el ingenio de la prosa, la justeza de los diálogos... No, no es solo eso, sino también la capacidad de Broch, sobre la base de todo lo anterior, de realizar una reflexión inteligente y elocuente sobre el ser humano, en este caso sobre la caducidad de los valores, la emergencia de otros nuevos y la irremediable sensación de pérdida que se experimenta por ello. Los personajes, además, no se limitan a ser arquetipos, sino que con sus propias acciones y pensamientos -esa es la maestría del autor- despliegan ante nosotros las distintas actitudes con las que se afronta el hundimiento de la autoridad tradicional y la fosilización de una cultura que se resiste a morir. El lector o lectora piensa con ellos y gracias a ellos. No tenemos la sensación, como ocurre con las novelas mediocres, de encontrarnos frente a meros nombres sobre el papel, simples excusas para la verborrea del autor/a de turno.

Resulta evidente que una novela que fue escrita entre, según leo, 1931 y 1932 (aunque la acción se sitúa en 1888), la discusión de la decadencia de los valores y de las tradiciones y su sustitución (aun a medias) era, por decirlo así, permanente: una industrialización que avanzaba a paso de gigante y un capitalismo rampante que coexistían con la agricultura terrateniente y aristocrática. Nuestra época no le queda a la zaga a la de entreguerras en cuanto al cuestionamiento de toda narrativa, incluso al cuestionamiento del cuestionamiento de toda narrativa, y en la que conviven ideologías y microculturas de lo más variado y opuesto, sin que ninguna logre asentarse en la supremacía. Salvo, quizá, la neoliberal, entendiendo por ella el individualismo neodarwinista que se basa en la competencia extrema, la asunción de la propia responsabilidad (y la ajena) en detrimento de la solidaridad y la aceptación de la desigualdad como elementos constitutivos del ser humano. Además, hoy más que nunca, surgen por doquier grupos que reivindican un tipo u otro de identidad. Es más, cualquier individuo puede adscribirse a múltiples identidades y doctrinas, ninguna completamente comprehensiva (aunque se pretenda). Hasta tal punto hemos llegado que las demandas clásicas de redistribución de la riqueza han quedado, si no anuladas del todo, si solapadas y opacadas por las del reconocimiento grupal. Es una discusión recurrente, al menos entre los intelectuales de izquierda, y que se trata de manera reiterada en uno de los últimos libros de no ficción que he leído: El gran retroceso. Asimismo, La trampa de la diversidad (obra que aún no he leído) ha agitado, digamos intelectualmente, el avispero ideológico de la izquierda patria (Alberto Garzón, entre otros, ha publicado una crítica). Ya veremos.


Por otro lado, y más allá de la moralidad de la obra, que se perfila por la contraposición de los caracteres de los personajes, la lectura es un goce por sí mismo. La narración está a cargo de un autor omnisciente que no duda, por otro lado, en mezclar sus propios juicios y opiniones con las descripciones, y que a veces se transforma en estilo indirecto libre. Y qué frases:


Y aunque el señor Von Pasenow no estaba en ese aspecto descontento de sí mismo, hay no obstante personas a las que les desagrada el aspecto de este anciano y que tampoco comprenden que haya existido una mujer que lo haya mirado con ojos anhelantes, que lo haya abrazado con deseo, y le atribuyen como mucho algunas criadas polacas de su hacienda, a las que se habrá podido acercar con esta agresividad algo histérica y sin embargo imperiosa que es a menudo propia de los hombres bajitos. Fuera esto cierto o no, era en cualquier caso la opinión de sus dos hijos, y se comprende que él no la haya compartido. La opinión de los hijos es, por otra parte, con frecuencia subjetiva, y sería fácil acusarlos de injusticia y parcialidad, pese a la sensación un poco desagradable que uno mismo experimentaba al ver al señor Von Pasenow, un raro desagrado que va todavía en aumento cuando el señor Von Pasenow ha pasado ya y uno lo sigue casualmente con la mirada. (Pág. 9)


También al atardecer piensa aún en Ruzena. Hay tardes primaverales cuyo crepúsculo se prolonga mucho más de lo que está prescrito por la astronomía. Entonces cae sobre la ciudad una humosa, delgada niebla y le da esa opacidad un tanto tensa de las tardes sin trabajo que preceden a los días festivos. Y es también como si la luz hubiera quedado prendida de tal modo en esta niebla opaca y luminosamente gris que persisten en ella hilos de claridad incluso cuando ya se ha tornado negra y aterciopelada. Y así este crepúsculo dura mucho tiempo, tanto tiempo que los dueños de los comercios se olvidan de cerrar las tiendas; se quedan charlando con las clientas ante las puertas, hasta que pasa el guardia y les recuerda sonriente que han rebasado la hora de cierre. (Pág. 29)


Elizabeth no lo sabía, pero rodeada de todos aquellos objetos bellos y muertos, que se amontonaban a su alrededor, rodeada de tantos hermosos cuadros, intuía sin embargo que los cuadros colgaban de las paredes como para reforzar los muros, y le parecía que todas las cosas muertas salvaguardaban algo muy vivo, algo que tal vez encubrían y protegían, algo a lo que ella misma estaba tan unida que a veces pensaba, al ver un cuadro nuevo, que se trataba de un hermano pequeño, de algo que buscaba protección y que los padres protegían, como si de ello dependiera su existencia en común: presentía el miedo que había detrás y que pretendía acallar lo cotidiano, el envejecer, a base de festejos, miedo que necesitaba convencerse continuamente -sorpresa siempre nueva- de que seguían vivos, de que habían nacido, de que estaban definitivamente unidos y su círculo para siempre cerrado. (Pág. 87)


La Trilogía de Los sonámbulos continúa con Esch o la anarquía y con Huguenau o el realismo, de las que daré cuenta en su momento. Bástenos por ahora con Joachim Pastenow y la divergencia entre lo que piensa y lo que hace, su apego a las costumbres, incluso al quebrantamiento de los convencionalismos (que tiene su propio convencionalismo), la necesidad de la previsibilidad del comportamiento humano y cómo intenta encajar en un esquema preestablecido lo que está bien y lo que no, lo que es y lo que debe ser. Una novela moral que, como toda buena novela, interroga con agudeza un mundo social y nos interroga a nosotros. Excelente.





2 comentarios:

  1. Me alegro de que compartamos opinión sobre Broch. Kundera debe de estar sonriendo en alguna parte. En algún sitio leí que Musil sentía envidia por la rapidez con la que Broch escribió la Trilogía sin que fuera en detrimento de su calidad.

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  2. Hola, Evelyn. Pues pasé por un resfriado muy pesado por el que leer era casi imposible, así como un par de semanas. Ahora estoy con varios libros de no ficción muy interesantes. Estos días retomaré la segunda parte de 'Los sonámbulos'. Quizá para el fin de semana la utilice para el blog y aproveche para meterme con tirios y troyanos. Para la siguiente, ya me gustaría meter a algún/a autor/a canario/a, pero no tengo nada encima de la mesa.

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