Por otro lado, como ya he señalado, son estas las fechas en las que eclosionan las presentaciones de novelas como huevos podridos, y los fans hardcore juran que las comprarán aun tengan que pasar hambre, dejar de pagar la hipoteca y quitar de la guardería al niño. Asimismo, los escritores expuestos a la mirada fervorosa de su grey se dejan arrobar por los elogios de los maestros de ceremonias -útiles por una tarde- y desde las alturas literarias sonríen convencidos de que esta vez sí, por fin.
A la industria literaria (ese conjunto de editoriales, distribuidoras, grandes almacenes y librerías), le interesa la continua renovación del surtido: la aparición de fenómenos literarios, de jóvenes promesas, de viejas glorias que reverdecen laureles, etc. Y mucha reedición, por si los lectores se habían despistado cinco años o una generación antes. A mí, la verdad, solo me interesan las novelas con hondura filosófica, de descubrimiento moral, que indaguen en las virtudes, miserias y misterios del ser humano, acompañadas de técnica y estética. Y que no me aburran, desde luego.
Claro está, es difícil que cada novedad editorial cumpla esos requisitos. Luego llegan las críticas elogiosas de novelas insoportables y todos se creen Galdós o Yourcenar, por citar a alguien, y van por ahí sembrando la semilla de la mediocridad a base de entrevistas en los medios de comunicación y talleres de escritura. En ocasiones, con algún premio a cuestas, lo que los hace aún más inaccesibles a la lucidez.
De este libro, como objeto, como producto final de una industria denominada cultural, como mercadería, en definitiva, lo que más me gusta es la portada. Una portada preciosa, con un ángulo submarino, a contrapicado, que ya me habría gustado que se hubiese aplicado a los relatos que integran el libro. De esto no hay que deducir, necesariamente, alguna conclusión sobre los cuentos. Podría haber ocurrido que estos hubiesen sido aún mejores. El infierno está pavimentado con cubiertas espantosas empastadas sobre grandes novelas.
Para ir al núcleo del asunto, David Galloway nos ofrece en este volumen de relatos (publicado inicialmente en 2003 y luego reeditado en 2012) una muestra más de la verborrea tan habitual por estos pagos, que conjuga a ratos un estilo indirecto libre mal asimilado con una minuciosidad inútil que acaba por desalentar al lector más entusiasta (incluso a los miembros de ese público cautivo del que todo autor parece disponer), y disquisiciones existenciales de lo más inane.
Cuesta encontrar en estos relatos una frase bella, un párrafo literario digno de ese adjetivo. El habla cotidiana en la que parece refocilarse nuestro cuentista se transcribe de la manera más real posible, es decir, del modo más insulso en que se puede hacer. Es ya un tópico mío hablar de los tópicos y las frases hechas, de las que, precisamente, está lleno este libro. Incluso cuando se pretendiera que sirven para caracterizar a los personajes mediante el lenguaje. Si es así, el resultado es el fracaso.
Hay algún argumento que con trabajo y dedicación podría haber dado más juego, buenas ideas que se marchitan con esta prosa tan banal y huera. A veces, algún final sorprende, lo que puede considerarse positivo, pero el camino está repleto de naderías. La sensación que me producen estos cuentos, al igual que con la obra de otros autores reseñados en este espacio, es la de ser el resultado de una escritura automática en la que el escritor ha alcanzado éxtasis de satisfacción al confundir fluidez con inspiración, rapidez con genialidad, espontaneidad con arte.
Al ser de dimensiones reducidas, las dos mujeres hicieron al menos cuarenta piscinas. Mientras nadaban a brazas despacio, muy despacio, a ritmo de caracol narraron a grandes rasgos anécdotas puntuales, algunas recientemente vividas, otras no tanto y otras ni muchísimo menos. A ratos banalizaron. A ratos filosofaban de aquella manera. Y a ratos lloraron, bien de risa bien de pensar, según y cómo. Sólo al descubrir lo arrugada que tenían la piel tras permanecer tanto tiempo metidas en el agua, salieron a tomar un a solearse. María, toalla en mano y secándose el pelo, acudió al bar en busca de dos copas de oporto y algo de picar, el largo baño les había abierto el apetito. (Pág. 41)
Absorto en sus recuerdos, Arturito no se dio cuenta de la presencia de Gerardo hasta que el camarero le puso sobre un hombro su mano y sobre la mesa el carajillo. Agradecido por el detalle, Arturito aceptó con un gesto de cortesía que llevaba implícito el convite a sentarse cinco minutos frente a él, y su intención de mostrarle la foto. Gerardo echó un vistazo alrededor, quedaban pocos clientes y atendidos todos; el jefe no regresaba hasta las cinco de su pertinente siestita, y entonces estimó oportuno tomarse un respiro porque sin cesar desde las siete de la mañana no había parado de servir platos de churros y tazas de chocolate y cafés y barraquitos y cervezas y menús y bocatas y cervezas y una tras otra... Ni tiempo tuve de desayunar tranquilo, y todo, de verdad se lo digo, por un sueldo que tampoco es para tirar cohetes. (Págs, 71-72)
Apetito voraz. Con su bata por única prenda cubriéndole los hombros abre la nevera y mira su interior con detenimiento, por suerte Alba era de esas personas que se sienten más seguras si el avituallamiento está controlado. Mientras decide qué le apetece comer de segundo, mete en el microondas un paquete de verduras congeladas. Descorcha una botella de vino, escancia una cantidad generosa y se deleita mientras contempla deslizarse sobre el cristal un par de lágrimas. A continuación, copa en mano y sonriente, entra en el dormitorio, abre el armario y un penetrante olor a naftalina provoca que retroceda un paso. Ante sus ojos, uno de sus uniformes de las Líneas Aéreas cuestiona ahora esa firme voluntad de hacer borrón y cuenta nueva. Se impone un momento de debilidad y, gacha la cabeza, respira profundo antes de volver a erguirla. Sabe que no debe consentirse el lujo de una recaída en el mismo desánimo del que pretende emigrar. (Págs. 135-136)
Puedo estar equivocado, claro. Sin embargo, este nivel de literatura comienza a suscitarme indignación, aparte de ese hastío tan peculiar que termina en trocarse en melancolía. Supongo que un escritor que se pasa el tiempo escribiendo estas cosas debe de estar convencido de que tiene algo que comunicar, pero no debería olvidar que debería esforzarse en demostrar al lector que vale la pena leerlo. Creo que es en este último punto donde el proyecto se tuerce, de manera irremisible. Incluso la lectura más difícil se convierte en ocasión para el regocijo y para el conocimiento con una buena historia y cierta técnica. Lo que no puede ser es que la lectura se convierta en un potro de tortura.
Es correcto aducir que el Sr. Galloway, al menos, tiene pretensiones. Hay muchos otros que simplemente se limitan a escribir esas novelas negras o de acción sin ningún otro motivo que vender o que entretener para vender. Dicho lo cual, no afirmo que todos los cuentos sean igual de soporíferos y carentes de interés. Hay alguno pasable, sin duda, pero es la atmósfera general de tedio que impregna cada pase de página la que encuentro insoportable y, sobre todo, injusta: soy lector, no sufridor.
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