jueves, 22 de noviembre de 2018

'El Maestro del Juicio Final', de Leo Perutz

Se acercan las Navidades y los regalos concomitantes. Como es de esperar, las editoriales anuncian, con mayor urgencia aún, nuevos títulos imprescindibles y necesarios que no podemos dejar de leer si queremos ser cultos. Ya se sabe, sentido común mediante, que la Cultura es una cosa muy buena, que a nadie molesta y con la que todo el mundo está de acuerdo, aunque no se tenga ni idea de su manifestación concreta ni mucho menos sentido del ridículo. 

Es el cajón de sastre, la cultura, en donde podemos meter lo que queramos y de donde sacar el dinero que sea menester porque criticarla supone arriesgarse a que caiga sobre uno el estigma social de ser "anticultura" o, de modo más general, "noísta". A continuación, cómo no, se saca a pasear a Göring y a Millán Astray o a quien haga falta, porque si hay un consenso político es el que se refiere a la cultura, como elemento no conflictivo y cohesionador (me refiero a las manifestaciones artístico-espectaculares, no a las étnicas, que ya son otro cantar). Sin embargo, en otro contexto, y como escribió en un famoso artículo Rafael Sánchez Ferlosio , a veces dan ganas de llevarse la mano a la pistola. O a otras herramientas menos mortíferas, pero igual de simbólicas.

Cuando, con esa intención, se llevan a cabo campañas o se construyen instalaciones culturales (de Alta Cultura) y se constata que no interesan a casi nadie (salvo a los políticos y funcionarios de turno, a los gestores culturales, a los agentes e intermediarios y a los artistas, estos últimos encantados siempre de institucionalizarse), se carga entonces contra el público ausente y su falta de educación (musical, pictórica, visual, literaria, etc.) que hay urgentemente que resolver. No faltan abogados entusiastas y algo engolados a este respecto, por supuesto. Claro que no resulta contradictorio ni complicado defender aquello que te da de comer. En la mayoría de las ocasiones, la ofensiva cultural tiene pretensiones totalizadoras: el frente político, el mediático y los proveedores de contenidos culturales acríticos se conjugan y ensamblan con una armonía artística digna de encomio. Al fin y al cabo, todos salen ganando. Suele ser común el concepto de irradiación cultural (se supone que desde un centro culto hacia una periferia ignara). 

Es posible, y esta es mi opinión, que la sociedad saldría ganando con algo más sencillo que lo anterior, mediante una crítica del concepto de cultura, un análisis de la actividad de la industria cultural y el desvelamiento de la ideología subyacente que se oculta bajo el mando de la cultura. Un bonito ejercicio de esto podría aplicarse aquí, donde se afirma que las sociedades pobres lo son por falta de cultura, faltaría más.

En fin, hora de volver a lo nuestro: 




Quién me iba decir, doppelgängers aparte, que esta novela, comprada casi al azar en la librería y despreciada por mí -debo reconocerlo- durante largos años, iba a acabar en el Polillas. Después he sabido que Leo Perutz, nacido en Praga, era un escritor en lengua alemana de éxito en las primeras décadas del siglo XX, y admirado, entre otros, por Borges, lo cual tiene la importancia que uno le quiera dar (ya se sabe que el difunto escritor argentino es sagrado para casi todo el mundo). Sufrió, asimismo, el régimen nazi y las tribulaciones propias del exilio. Esta versión de la novela está a cargo de Jordi Ibáñez, al que a primera vista y a falta de explicaciones solo podría cuestionarle el ceceísmo de un personaje secundario (un taxista).

Pues bien, es una obra de tintes detectivescos, con varias muertes y una resolución. Dicho así, no tiene nada de particular. Sin embargo, y aunque la novela comienza de un modo un tanto vacilante, pronto adquiere la firmeza del hierro y no decae hasta un final un tanto sorprendente. Además, el epílogo resitúa la acción y proporciona un punto de vista diferente porque quien lo escribe es diferente del narrador-personaje principal. 

Como digo, la novela está contada en primera persona por un personaje, el barón Gottfried Adalbert von Yosch, que, sin embargo, permanece, curiosamente, subordinado a las actividades de Waldemar Solgrub, quien lleva el peso de la investigación y que, aparte de intentar descubrir al asesino, pretende exonerar al narrador. Este punto de vista, al evitar la omnisciencia, por ejemplo, del relato en tercera persona, contribuye a la atmósfera de pesadilla de la narración, en la que las muertes aparentemente inexplicables parecen el fruto sangriento de una mente atrabiliaria. Además,  dichas las muertes, en principio, representan el misterio de la habitación cerrada, presente ya, por ejemplo, en Los crímenes de la calle Morgue, de Poe, y en tantas otras obras del género.

Ya es bastante, aunque trivial, que la lectura sea amena y fácil; que los personajes, aunque no extraordinarios, sirvan bien como canalizadores de la acción, así como unos diálogos correctos, inscritos de manera óptima en la historia. El narrador es un personaje, digámoslo así, turbio, sin clara conciencia de sus acciones, envueltas la mayor parte del tiempo en una bruma psicológica que se transforma en ambivalencia moral si quisiéramos juzgarlo en ese sentido. Al contrario, por ejemplo, que Solgrub, nuestro Dupin o Holmes, o que el doctor Gorski, un Watson que tiene un escena falstaffiana brillante y sorprendente. Tengo la impresión de que el autor después de ese momento lo mantiene a raya, pues bien podría haber eclipsado a los demás personajes. Da espacio, sin embargo a Solgrub, quizá demasiado sobrio para un shakesperiano.


Mi primera reacción fue de sorpresa y de pánico. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué locura se ha apoderado de mí? Luego me invadió un sentimiento de angustia. ¿Cómo ha podido sucederme una cosa así? ¿Cómo ha podido ser posible?, me preguntaba lleno de asombro y de miedo. ¿Acaso me he visto realmente entrar aquí y susurrar palabras que nunca han salido de mis labios? ¡Yo mismo he creído por un momento en mi propia culpa! ¿Cómo es posible? Sin duda se ha tratado de una fuerte perturbación de mis sentidos, una alucinación que se ha burlado de mí, una voluntad ajena a la mía que me ha forzado a asumir algo que yo no he hecho. No, evidentemente yo no he estado aquí antes, no he hablado para nada con Eugen Bischoff y no soy ningún asesino. Un sueño, una locura que se ha escapado de los infiernos y que ahora ha vuelto a hundirse en aquel lugar de donde nunca debería haber salido. (Págs. 82-83)


Por otro lado, la lectura, más allá del desenvolvimiento de la trama, puede interpretarse, sin duda, desde diferentes puntos de vista. Yo no puedo dejar de pensar la novela como una reflexión sobre la enorme capacidad autoaniquiladora del ser humano, que necesita de periódicas dosis de heroísmo para sobrevivir. O quizá no tanto del ser humano en general como de las clases sociales acomodadas (el elenco de la novela lo forman en su mayoría aristócratas, burgueses, profesionales liberales e, incluso, los artistas, aunque sean, como diría Bourdieu, una clase subordinada dentro de la clase dominante), cuya existencia parasitaria (como diría un marxista antiguo) acaba por sumirles en un sopor vital del que solo pueden emerger recurriendo a métodos extraordinarios y mortales. 






















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