Sinceramente, le deseamos lo mejor, aunque, a nuestro parecer, no cumple con las expectativas. Es lo que ocurre con las promociones literarias, que no pueden ser sino desmedidas, pues su función no es la ofrecer una valoración crítica de la novela, sino conseguir que se haga conocida entre el gran público para que se venda. Conclusión: no hagan nunca ni puto caso.
En fin, volviendo a lo que nos ocupa, es bastante probable que incurramos en una exageración si calificamos al autor de Gracias por el tiempo como un escritor optimista. Llegamos a esa conclusión sin habernos leído otra novela que la presente y por los títulos de algunas de sus anteriores obras: Los años baldíos, Por si amanece y no me encuentras, Un hombre solo y sin sombra, Las derrotas cotidianas, Yo debería estar muerto o, el peor de todos, Cómo ganarse la vida con la literatura. Provocan escalofríos. Incluso sin conocimientos previos, parece que no son las lecturas adecuadas para personas aquejadas de depresión, de tristeza perenne o de dudas existenciales graves.
Con Gracias por el tiempo, Santiago Gil no hace una excepción.
Dos personajes, padre e hijo, nos narran su vida de forma introspectiva. Es una historia de esas que se suele decir con cierto tonillo melancólico de importación que son de perdedores. Sin embargo, uno pierde algo cuando antes lo tenía. En cambio, en Gracias por el tiempo, nos asalta la sensación de que estos personajes ya nacieron con un estigma funesto y el transcurso de la vida no ha hecho sino empeorar su desgracia. Quizá no seamos justos del todo: tuvieron breves destellos de felicidad, al menos el padre, que conoció el amor aunque de manera breve.
En la novela, dejémoslo claro desde el principio, se vierten muchas lágrimas. Los protagonistas nos cuentan que se han pasado la vida llorando y no tienen la menor intención de dejar de hacerlo. Llora que te llora. Y cuando acaban, hala, vuelta a llorar:
Lo vi llorar cuando abrió la puerta de la casa cueva. (pág. 26)
Mi padre nunca me ha contado lo que sueña. Algunas noches llora mientras duerme, pero nunca le digo nada cuando despierta. (pág. 28)
Jamás hemos hablado de las ausencias. Realmente nunca hemos hablado de casi nada. Cuando murió mi madre seguro que tuvo que llorar mucho. Yo no hubiera parado de llorar si hubiera estado en su lugar. (pág. 31)
Aquí no lloro. Durante casi toda mi vida me levanté llorando por la mañana. Maldecía mi soledad. Ni siquiera la presencia de mi hijo ahuyentaba aquellas lágrimas. Creo que él no me vio llorar, aunque a lo mejor me escuchaba sin que yo me diera cuenta. Echaba de menos a mi esposa. Todos los argumentos de mi vida futura estaban unidos a ella.(...) A lo mejor él también lloraba cuando yo no lo veía. (pág. 47)
Y hay más, pero para qué aburrirlos.
Aparte de llorar, los personajes principales, el padre y el hijo o viceversa, se pasan el día recordando y lamentándose. Cuando no lo hacen, ya saben, lloran; y cuando lo hacen, pues... también lloran. ¿Y el lector? No sé si llorarán Vds., pero no este que les escribe. Ese esfuerzo por lograr patetismo, que roza lo sensiblero, no consigue, al menos en mi caso, conmoverme. Tanto lo intenta el autor que corre el riesgo de saturar al lector con tanta tristeza y derrotismo sin solución, de tanto sentimiento de soledad sin esperanza. No es que la suerte de los protagonistas nos sea indiferente del todo, pero hay una distancia que no logra cerrarse.
La novela, corta como suele ser costumbre por estos pagos (99 páginas), está contada alternativamente por el hijo y por el padre. Aunque estos dos puntos de vista bien podrían ser uno porque se caracterizan ambos por la nostalgia, la soledad, la tristeza y, claro, el llanto por la madre/esposa muerta y su ausencia. El lenguaje es sencillo, a base de frases cortas, y, la mayor parte del tiempo, en un registro coloquial, que no vulgar. Aunque no abunde en ellas, hay frases hechas, expresiones algo manidas y pensamiento corriente que no contribuyen a dar lustre a la prosa, tales como "pensión casi ridícula" (pág. 9), "mi ex mujer se había quedado con todo" (pág. 10), "no tengo ni idea de ordenadores", pág. 21), "fueron cayendo casi todos en la droga" (pág. 27), "una escritora de la que me hubiera enamorado perdidamente si hubiera tenido veinte años" (pág. 35), "se agarraban a un clavo ardiendo" (pág. 43), "Estaba perdidamente enamorado de la profesora del taller de escritura" (pág. 45), etc.
A veces, sin embargo, el autor no puede reprimir el poner en boca (o mente) de sus personajes cierto lirismo que pretende, suponemos, llegar a una sima más honda en las reflexiones. Padre e hijo reflexionan. Todo el tiempo. No hay una sola línea de diálogo: todo es rememoración, con algún momento de narración en presente. Sin embargo, dichas frases tienen algo de sentencioso, de conclusión definitiva que no satisface, más cercanas a aforismos no pedidos: "Casi todos terminamos buscando a nuestros ausentes en estrellas lejanas" (pág. 50), "Toda luz lejana es motivo de esperanza" (pág. 51), "Casi todos miramos al cielo buscando a nuestros muertos" (pág. 59), "Todos terminamos siendo imágenes al fondo de alguna pantalla", "Todos los que se suicidan se siguen cayendo eternamente al vacío" (pág. 69), "Tuve una caída tonta. Todas las caídas son tontas. También las del alma" (pág. 97) o "Casi siempre huimos de un desamor que luego el tiempo va disfrazando de literatura" (pág. 99). Afirmaciones discutibles, sin duda. Pero no solo eso; están en boca de personajes que carecen de autoridad alguna para dar rienda suelta a esas certezas.
En todo caso, el estilo sencillo, que no plantea grandes exigencias de concentración ni de vocabulario al lector, es adecuado a la historia. Los pensamientos de los personajes se develan en melancólica y angustiada simplicidad. Cierta uniformidad en la expresión en ambos podría haber provocado confusión, pero el uso de la cursiva en las partes correspondientes al padre lo conjura: un acierto que es a la vez síntoma de un defecto.
Respecto a la lectura moral, uno se pregunta cuál es la enseñanza, si es que hay alguna, o a qué conclusión pretende llegar el autor tras narrarnos las desgraciadas vidas de los personajes. El abuso, el desprecio, la pobreza y la muerte pululan a su alrededor cuando no los golpean o asfixian directamente. Son seres castigados y, lo peor, sometidos. Sólo la escritura logra, si no redimirlos, al menos ejercer de momentáneo paliativo a su desdicha. Sin embargo, como crítica social no logra cuajar, pues los mismos personajes acaban culpándose a sí mismos aun cuando el entorno haya sido cruel e implacable con ellos. Impregna su vida y sus acciones un fatalismo vital que es el reverso del conformismo. Son dos seres tan maltratados que su recorrido y aprendizaje vitales no logran dar lumbre a la rebeldía y al desafío social o político. Parecen predestinados a no dejar más huella que el rastro húmedo de un gusano sobre una hoja. Uno llega a preguntarse si Santiago Gil disfruta al machacar a sus personajes, si cierto sadismo no se esconde tras tanta melancolía y tanta lágrima. Si tras las peripecias de los personajes y sus andanzas, tras sus mudanzas y reflexiones no oculta un oscuro deseo de aniquilarlos. Puede ser que, en realidad, los deteste, y como un dios vengativo los obligue a peregrinar por un desierto infinito, sin posibilidad de redención. Puede que, dicho de otro modo, para Santiago Gil la vida no sea más que un valle de lágrimas, y solo eso.
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