martes, 30 de octubre de 2018

'La isla del fin del mundo', de Selena Millares

Aunque no lo parezca, el Polillas está en plena efervescencia lectora: seis libros sobre la mesa (o sobre el sofá, a veces en el suelo) que van desde una reinterpretación de El capital, pasando por una monografía sobre el poder constituyente, además de un relato de la transición de la época clásica al feudalismo, la pugna filosófica-política entre redistribución y reconocimiento, hasta acabar en la explicación histórica-sociológica-filológica de por qué Platón quería expulsar a los poetas de la polis. Y solo una novela. De aquí la tardanza en escribir esta última reseña.

Es posible que muchos piensen que para ser aspirante a crítico literario o reseñador lo único que debería leerse sería Literatura. Otros pueden añadir, quizá, la exhibición del diploma de licenciado/graduado en Filología. Yo, por el contrario, tiendo a pensar que lo menos que debe leer uno son novelas, y lo que más, todo lo que las rodea: sociología, historia, economía, filosofía y no paren de contar. Hay en esa pulsión por leer ficción un refocilamiento que creo huero, una complacencia redundante que si no se contrarresta con otro tipo de conocimiento puede llevar a caer en un esteticismo vacío que se complace a sí mismo y que fácilmente conduce a la sublimación por excelencia de este género artístico. Esto tiene como consecuencia que gran parte de la crítica literaria y de los suplementos culturales sean empalagosos hasta extremos ridículos. 

La literatura, claro está, debe ser también un placer en sí misma, pero no es la culminación de la vida ni la excusa para el ensimismamiento. La literatura, quizá, puede "agitar conciencias". Un tiempo, al menos, pero poco más. Como fresco de una sociedad, de una época, de un "espíritu" tiene pocos rivales, pero, sin duda, el lector y el escritor deben poseer esos conocimientos que le permitan reflexionar sobre el contexto y los detalles que le permiten reflejar ese Zeitgeist.

Vamos a lo nuestro:






Esta es, en principio una novela de formación, una bildungsroman, de corte clásico: un joven irlandés parte de su país, entre otras razones, por la tiranía inglesa, pero también por ver mundo, por salir del destino prefigurado por su padre y, vayan ustedes a saber por qué, por la obsesión que siente por la isla de Brandán, es decir, de San Borondón. Así pues, entre medias, asistimos a la súbita madurez del joven Andian Fitzwater que hace amigos en la mar y en la tierra, conoce, cómo no, el amor y el sexo, vive alguna aventura que otra y finalmente llega a Canarias.

La historia está narrada por el protagonista, al final de su periplo, tan solo unos meses después, tras una sucesión de momentos más o menos significativos que, esa es mi impresión, no provocan una verdadera transformación del protagonista. Por otro lado, llama la atención que, pese a vivir en un régimen de opresión en su patria, el protagonista está educado de un modo excelente, pues no solo habla cinco idiomas sino que además juega al ajedrez y toca el violín. Aunque lo demos por bueno, sorprende también su erudición en cuanto a las vicisitudes del comercio de esclavos y de la situación política internacional. Como es un tanto idealista, algunos de sus interlocutores tildan sus pensamientos de "quijotescos" y él, a su vez, los adjetiva de un modo u otro, pero sin que ninguno de los personajes adquiera consistencia. 

Resulta evidente que la autora es poseedora de un enorme vocabulario, y que siendo consciente de ello, se empeña en no ocultárnoslo, nombrando, por ejemplo, todas las partes y elementos del barco en el que navega el protagonista o llevando a cabo enumeraciones y haciendo listas de plantas, objetos o personas que van encontrando en el viaje y que le dan un sabor de literatura naturalista que, aun teniendo sus seguidores, resulta algo anticuado a estas alturas. Sobre todo porque, a veces, da la impresión de ser un libro de viajes: produce esa misma sensación de neutralidad emocional respecto de quien lo cuenta, aunque su relato pretenda suscitarnos curiosidad o, incluso, una sensación de maravilla. Una uniformidad en este caso respecto del narrador que contradice, pues, el propósito de una novela de formación.

Efectivamente, el narrador cuenta cosas que le pasaron, y aunque se empeñe en mostrarnos, y de manera prolija, todo lo que vio y con quienes charló, él no parece cambiar. Un día estoy aquí, otro allí, aquello me resultó bello, esto más aún o todo lo contrario, etc. Ocasionalmente, la autora muestra su lado más lírico, especialmente en los pasajes de amor o de descripción de paisajes, con resultados algo cursis. Y también hay que hacer mención, aunque no sean demasiadas, esas combinaciones nombre+adjetivo o verbo+adverbio que de tan vistas resultan banales: "crujían sordamente", "voz ronca, cavernosa", "ojos francos, directos, incisivos", "risa contagiosa", entre otras.


Recorrimos la crujía desde el tambucho de popa, con su pañol de luces, hasta el castillo de proa, con el rancho de marineros, la cocina y el fogón, poblado de calderos y almireces. Vimos la gambuza, el pañol del velamen, el tomo del cabrestante y el bauprés con sus foques, mientras Ewan me hablaba sobre los detalles del aparejo y las utilidades de cada una de las velas, cuadras en el palo trinquete y de cuchillo en el mayor y el de mesana. Después descendimos por el tambucho de la escala hasta el entrepuente, donde se alojaba también una parte de la marinería, con los coys de lona y las mesas del comedor colgados de los baos. Por último, alumbrados con una lámpara de aceite, descendimos hasta la bodega, donde me sorprendió el lastre de piedra y arena. Algo así de elemental era la solución perfecta para prevenir que la nave zozobrara. Allí estaban la leñera y los cables, y la mercancía, cuidadosamente arrumada, y también el depósito de víveres, con los barriles de agua, vino, cerveza y carne salada, y los pañoles con el bizcocho. Y mil cosas más: fardos, útiles de carpintería, cubas de alquitrán, toneles de grasa, cubetas de carbón... (Págs. 24-25)


Habías sembrado de pétalos y flores silvestres las sábanas y la almohada: para que no me olvides, decías, para que no olvides esta noche. Cómo iba yo a olvidar esa ni ninguna noche, con sus madrugadas. Ni las más dulces, cuando jugabas a escribir sobre tu cuerpo con melaza y me invitabas a empezar ahí el desayuno, ni las más violentas, aquellas veces que subíamos a tu cuarto un par de botellas de vino y las bebíamos lentamente, sintiendo cómo se nos iban nublando los sentidos, y de pronto todo era la noche y el rumor del mar, y nosotros ya ebrios, riendo o amándonos. Tú decidías recorrer mi piel con los dientes como en un ritual caníbal, como un animal que señala su territorio, y me sembrabas aquellas señales para que fuera solamente tuyo, y hasta llegaste a escribir con una improvisada tinta menstrual tu nombre sobre mi pecho. Tenías miedo a perderme, a que me fuera con una mujer más joven, a que te olvidara, o incluso a que me tragara el mar como ya habías visto que ocurriera a tantos marinos. Yo contigo lo aprendía todo: el significado de la palabra infinito, de la palabra muerte, de la palabra renacer, en ese jardín de pétalos rosados y rocío que tu cuerpo me ofrecía, lluvioso y ardiente. Tú eras mi mar y yo quería hundirme en ti, en tus labios, en tu olor a melaza, para siempre. A veces en cambio eras tú el barco que me navegaba, y me dominabas impúdica, quemante, con el vaivén de una tormenta violenta, hasta rendirte extenuada. (Pág. 77)


El camino, que era muy pedregoso, lo hice en mula, guiado por un mozo bastante parlanchín y risueño, que me fue contando detalles del lugar. Yo apenas lo escuchaba, aún tenía los oídos ensordecidos por el efecto del mar. Además estaba deslumbrado por aquel paisaje selvático de jara y mirto, de robles y laureles, de viñedos y frutales. En la exuberancia de aquella vegetación convivían las tabaibas y cardones con las camelias y buganvillas, en un fastuoso manto vegetal. A medida que nos adentrábamos en la isla, el aire se iba inundando de trinos de canarios y tórtolas, currucas y jilgueros. Y alrededor se alzaba la belleza violenta y volcánica de los riscos, con su cataclismo de cenizas rojas y negras, vetas de basalto y murallas imponentes frente a las olas. (pás. 150-151).

Asimismo, las desventuras que precipitan el desenlace de la novela también están contadas de manera aislada, sin que se haya trabajado de manera efectiva la urdimbre entre los sucesos y la trama general. La atmósfera de la novela casa mal con los repentinos infortunios: un Deux ex machina maligno, por lo que parece. Es el principal defecto que le veo a esta novela, que adolece de la falta de un objetivo vertebrador, a pesar de que hay una línea temporal única y un itinerario preciso. Sí, la autora nos escribe sobre la dominación y la opresión inglesas, la Inquisición española, la guerra, etc., así como de la amistad y el amor, pero no son suficientes para dotar de un armazón consistente a la novela. Su viaje, en definitiva, no resulta tan interesante, y el capítulo final resulta apresurado y caprichoso. Los destellos narrativos en torno al contrabando de libros prohibidos podrían haber dado mucho más de sí, pero la autora prefiere centrarse en las vivencias del protagonista. Una prolijidad innecesaria convive con una despreocupación por los personajes secundarios y por los diálogos, un tanto artificiosos, y esto hace que todo el foco se centre en Andian, pero este foco tan intenso lo desdibuja y no lo realza. 

Tengo la impresión de que la autora posee herramientas para haber construido mejor esta historia. La novela, aunque no termina de naufragar, embarranca y  los lectores nos vemos obligados a saltar por la borda.






















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