Ha habido en este último muchas novedades editoriales en el ámbito local. Supongo que muchas de ellas serán nauseabundas, dado el nivel medio que se perpetra habitualmente por estos pagos. Ojalá haya algo que valga la pena, no obstante: el mundo no sería nada sin esperanza. En todo caso, y para regocijo de muchos de Vds., reseñaré una cualquiera solo por ver si mis prejuicios me ciegan y hay margen para la literatura. No obstante, me temo lo peor: tampoco llueve maná todos los días.
Por otro lado, desde hace unos días, tengo en mi poder, ya que estoy de anuncios, esa obra elegida por algún medio de comunicación nacional como "la mejor del año". Imagino que, a pesar de que esos anuncios siempre me parecen sospechosos, sobre todo cuando tanto dicho medio como la editorial de la novela pertenecen al mismo conglomerado empresarial, me tomaré el trabajo de leerla y escribiré la reseña correspondiente.
Y hoy:
No se podrán quejar del Polillas: dos obras literarias excelentes reseñadas en breve espacio de tiempo. Hace diez días, Mientras agonizo, de William Faulkner, y ahora, Los países, de Marie-Hélène Lafon. Así que ya lo he dicho desde el principio, es esta una novela excelente. ¿Porqué? Porque más allá de la historia sinuosa y fragmentada del proceso de maduración de una joven hija de una familia campesina, que se desplaza a París por sus estudios, se aprecia un evidente cuidado del lenguaje (que se vierte al español de la mano de Lluís María Todó) y voluntad de estilo: el lenguaje como herramienta y como ejecución, como medio y como destino. Esta voluntad de estilo transformaría casi cualquier historia en algo mirífico.
No obstante lo anterior, la historia sí tiene algo que ofrecer: no solo es ese tour de force de esa joven estudiante de raíces campesinas que lucha por sacar adelante sus estudios en París, también es el contraste entre dos mundos: el campo y la ciudad, y el paso del tiempo que no deja nada incólume.
Erguidos, pálidos y jóvenes, sólidos, reían bajo el sol de agosto que salpicaba su ropa de parisinos, el patio, las gallinas multicolores, las conejeras atestadas, los montantes verdes y amarillos del columpio; no servía de gran cosa ahora que los tres niños de la granja eran ya casi mayores, lo bastante mayores para empezar a perder, a olvidar, el sabor enajenado del columpio lanzado al aire azul bajo el arce, con el cuerpo lanzado arrancado por la fuerza de las piernas y del busto tenso, mecido el cuerpo en aquella caricia insolente del balancín. Caricia recomenzada. Que no habría debido terminar y que sin embargo terminaba porque aquellos niños, los niños de aquella granja, tres, dos chicas un chico, crecían, se escapaban, habían escapado de la infancia y de la edad en la que los columpios lanzan los cuerpos contra el aire azul bajo el arce. (Pág. 24)
Es curioso, quizá no tanto, pero debo señalarlo, que esas descripciones con algo de minuciosidad y cierta tendencia a la enumeración no fastidian, sino deleitan; no aburren, sino estimulan; no nos parecen un ejercicio de egolatría sino de gozo literario. Y no vayan a pensar que esta diferencia se debe en exclusiva a mi supuesta tendencia malinchista, sino al referido manejo del lenguaje, de la finura en la elección de las palabras, quizá también de la sensibilidad estética, del trabajo del que ama lo que hace, del talento tamizado por el esfuerzo cabal. Cuánto me alegraría poder apreciar algo semejante entre nuestros creadores locales, en general tan satisfechos de sí mismos por razones que se me escapan.
Sin embargo, había que salir, a intervalos regulares, para la temible prueba de las compras en la librería. Semejante aflujo de libros, reunidos en el mismo lugar, eventualmente en varios pisos, la privaba de cualquier discernimiento, era demasiado de todo, y todo a la vez, todo de golpe. Los libros que no había leído, los que no leería jamás, y aquellos otros, pérfidos entre todos, que ya tendría que haber leído antes, en los lejanos años de su primera vida, todos los libros estaban allí, en batallones reglamentarios, en regimientos juramentados, ofrecidos y rechazados, guardados por unas criaturas delgadas y bien vestidas que, a la entrada de cada sección, formaban un dique con sus cuerpos disciplinados y cuya carnación distinguida parecía proceder de la materia misma de las más preciosas obras. Claire, una vez cruzado el umbral fatídico, se deshacía, se licuaba, lamentable y desmontada. Balbuceaba preferencias inaudibles que la criatura encargada se dignaba escuchar, la cual criatura resultaba ser infalible, elucidaba el galimatías y sin honrar a la suplicante con una mirada, señalaba con un gesto el libro solicitado que reposaba ahí, justo ahí, ahí delante, delante de usted, delante de ella, ahí, en pilas, sobre la mesa de las obras recomendadas en el programa. (Pág. 67)
Su madre le escribía una vez cada quince días, dando noticias del tiempo, de las cosechas, de trabajo, de la gente de la casa y del pueblo y lo que proseguía, allí abajo o allá arriba, nunca sabía cómo decirlo o pensarlo. Claire respondía a su madre un domingo sí otro no por la noche, reanudando el ritual de la era precedente. Escribía lo que no causaría preocupación y tal vez haría sonreír; también hablaba del tiempo, por más que la ciudad mineral fuera relativamente poco sensible a los azares meteorológicos que en su país primigenio regían la vida de animales y personas. Tenía mucho trabajo, las notas iban bien. Entrar más adelante en las cosas aprendidas habría sido en vano y ni siquiera se le ocurría hacerlo. Podía contar qué amarillo y qué alto bajaba el Sena, a ras de los muelles a mediados de marzo, o asombrarse a principios de abril de haber visto un parterre adornado de tulipanes violeta, casi negros, en un jardín detrás del Palacio de Justicia. (Pág. 101)
Toda esta historia de desarraigo, de pérdida de costumbres, de adquisición de otras nuevas, de conquista de un territorio nuevo a costa de desprenderse, aun solo en parte, del antiguo, del de la niñez, de la madurez como un proceso de afirmación y de pérdida indisolublemente unidos, deja un poso, sin duda, de nostalgia, aun habiéndose afirmado el personaje principal, Claire, en la vida que ha querido vivir.
Por otro lado, en clave sociológica, la novela produce nostalgia por la evocación de un tiempo cercano, el del Estado del bienestar, que poco a poco, medida tras medida, se nos va deshaciendo entre las manos. Aquel lema de "¡El hijo del obrero, a la Universidad!" constituía la promesa por excelencia del progreso social por la que cualquier persona, con independencia de sus orígenes, por muy humildes que fueran, podía aspirar no solo a estudiar una carrera, sino a obtener un empleo acorde con esos estudios, en una ruta que podía planearse, sin duda a golpe de becas estatales y mucho esfuerzo, y ejecutarse, alcanzándose así el ideal de casi cualquier padre de que sus hijos vivan mejor que ellos, tal como ocurre con Claire. Hoy en día, lo que se postula a golpe de titular y de subida de tasas universitarias es que hay demasiada población "sobrecualificada" para ese creciente volumen de trabajos precarios en una economía muy diferente de la de los años 50-70. El capitalismo vuelve a disolver toda seguridad vital y todo itinerario planeable, al menos para los vástagos de las clases medias y bajas.
En fin, y volviendo a la novela: un mundo crepuscular pegado a la tierra y a los animales, una juventud que se difumina en una madurez urbana y un mundo nuevo que se interroga por ese pasado y que se proyecta al futuro solo con recuerdos prestados. Esa es la sensación con que termino Los países, una novela ejemplar.
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