domingo, 22 de julio de 2018

'Naves en el cielo', de Luis Junco

Lo normal es que uno intente leer artículos de opinión bien informados en los diarios locales y, salvo excepciones (dos, quizá tres), se espante ante ese revoltillo de opiniones sin fundamento, prejuicios y sesgos de lo más pintoresco, afirmaciones tajantes sin comprobar y recuerdos senilizados de nulo valor y menor interés. Como si los medios compitieran por publicar al peor. También es cierto que la mayoría de ellos/as no cobran por esa tarea, sino que en un ejercicio de voluntarismo y quién sabe de qué insospechadas motivaciones lo hacen gratis. Como un regalo a sus lectores/as. Es posible que la gratuidad y la calidad del trabajo vayan hermanados. Yo adelanto esa hipótesis. Si tuvieran que pagar, ya se mirarían la calidad del perpetrador/a, dado que el prestigio les importa menos.

Por mi parte, no me importaría hacer una lista de los/as susodichos/as, pero como tendría que leérmelos con asiduidad, mejor lo dejamos así, con una crítica a la generalidad. Sin embargo, si algunos de estos/as columnistas cae por casualidad en este blog y en esta entrada, que sepa que me dirijo precisamente a él/ella.

Lo mismo podría decirse para otros medios locales, como la radio. Salvo una excepción que conozca, la mayoría de las opiniones y argumentos de opinadores/as locales que he oído no valen nada. El problema, aparte del servicio gratuito que he señalado, es que muchos lo hacen a diario. Como en el caso de los columnistas de periódico, es imposible tener una opinión fundada sobre muchos asuntos, en numerosas ocasiones, dispares. Uno puede tener una matriz de pensamiento, unos principios filosóficos, unas ideas básicas con las cuales puede hacer frente a numerosas asuntos vitales: brújula heurística con los que guiarse, pero de ahí a una reflexión seria y ponderada sobre una miríada de temas como hace un todólogo profesional queda mucho trecho, aparte de generosa desvergüenza.

Una posible refutación de todo lo dicho es que los opinadores de la tele sí cobran, aunque sea poco. Y son igualmente, en su mayoría, deplorables. Ya me señalan Vds. alguna excepción, por favor.

Ah, y por ser escritor no se tiene una mejor opinión sobre nada. Y por ser periodista, mucho menos.

La reseña de hoy es de:




Esta es la segunda reseña en la que repito autor. Tras la extraordinaria Tala, de Thomas Bernhard, el dudoso honor de la repetición recae en esta ocasión en Luis Junco (recuerden, si quieren, Entrelazamientos) con su Naves en el cielo.

Antes de leerla, si yo fuera de leer contraportadas, el argumento me desanimaría siempre: la huida de un pobre pastor de una isla canaria en 1947 de la Guardia Civil por no presentarse para cumplir el servicio militar. Solo me hubiera faltado un detective y un lenguaje supuestamente coloquial para haberme tirado por un barranco. 

SIN EMBARGO, Luis Junco consigue, con su escritura, claro está, que me ponga a leer y me quede; que el lápiz se me caiga de la mano y me pase la tarde leyendo. Esta historia, de argumento en principio mísero, consigue eso que los filólogos gustan mucho de escribir: que lo local se vuelva universal. Es decir, esta historia del pastor que en su huida carga a sus espaldas a la madre ciega, y se acompaña de una cabra y de su perro se convierte en un peregrinaje a las oscuras simas del corazón humano. Más allá de la dicotomía bueno/malo, justo/injusto, los escondidos laberintos por los que discurre la existencia de unos y otros, incluyendo la de los guardias civiles que le persiguen, se despliegan ante nosotros por sus tortuosos pasadizos de un modo fascinante.

Y fue como si de improviso alguien lo hubiera atrapado bajo una campana de cristal que dejaba fuera el aire circundante, el canto de los pájaros, los habituales sonidos del mundo. Y dentro, en un silencio más vasto y extraño que el de la noche más callada, lo hubiera dejado a él, a solas con aquellos dos extraños seres también allí colocados con un claro propósito. (pág. 53)

Tres sombras risueñas y despreocupadas. Tres sombras con ese tipo de liviandad que no distingue entre la vida y la muerte. Recorrían los pagos de la zona a bordo de un Damlier negro modelo de 1935, con sus uniformes y banderoas, alardeando de una rudeza sin límites. Si durante días solo llegó el rumor de sus sombras moviéndose de acá para allá, una mañana aparecieron por el pueblo y buscaron al alcalde. (pág. 73)


De repente, nos encontramos en territorio pagano, lleno de misterio y de magia, en donde la Naturaleza es fuente de prodigios y apariciones. Con un dominio del lenguaje que es difícil encontrar por estos pagos, Luis Junco supera, a mi entender, su ya notable novela anterior. Está feo comparar a un escritor con otros, pero si digo que esa fantasmagoría me recuerda a García Márquez (aun siendo un tópico en sí mismo) y que con su prosa logra ciertos momentos de una intensidad épica a lo Cormac McCarthy, espero que se entienda el logro narrativo de este autor, con un lenguaje trufado de canarismos que se adecuan perfectamente a la historia. No solo se adecuan: no la imagino sin ellos, y ese es su éxito. 

A veces podía pasarse así más de una hora, literalmente abrazada a un ancho tronco que no abarcaba con los dos brazos. Lejos de considerarlo un desvarío, el muchacho respetaba aquella larga confidencia porque imaginaba que entre las arrugas de una y los surcos del otro se producía algo que no entendía, pero que era genuino, una cierta y emotiva comunicación. Se sentaba entonces contra el tronco de otro pino cercano y, armado de paciencia, se sumía en el silencio del bosque tan solo roto por los murmullos de su madre y el súbito canto con eco de unos pájaros que no conocía. (págs. 92-93)


Ignorante de que con su gesto repetía allí un viejo rito dedicado a dioses desconocidos y anteriores al mundo, a horcajadas del animal le alzó el hocico con la mano izquierda y con la derecha y un rápido movimiento del cuchillo le abrió la garganta. Una lenta lengua de sangre resbaló por el pecho de la víctima igualando el manchado pelaje. Tal vez entonces el muchacho sintió que era aquella una ofrenda propicia que conjuraba al menos por un tiempo al negro Tibicenas que los perseguía sin descanso. Quizás por eso y por los años de fidelidad acompañó con los brazos el pesado derrumbe del cuerpo hasta dejarlo con mimo sobre el suelo y se dejó empapar las dos manos con la sangre tibia del animal.(pág. 121)

Llegó a las proximidades de la gruta montado en la yegua, con la cogotera prendida al tricornio y el largo y ancho impermeable chorreando agua. Su silueta contra el extraño cielo amarillo era la de un sol negro o la de un enorme quiróptero hambriento y anheloso. Pero menospreció la sangre. Los cascos de la yegua eludieron el gran charco sanguinoso en el que el cuerpo de la cabra parecía estar hirviendo bajo el aguacero y él apenas torció el gesto para mirar el cadáver mientras pasaba sin detenerse. No tuvo fe y no impidió el conjuro. (pág. 137)

En el campo lunado y a unos metros a su izquierda, una de las tres mujeres estaba sentada en el suelo, enfrentada al otro gemelo, el que vestía de negro. Ambos jugaban echando los  dados. De vez en cuando miraban hacia donde él estaba y sonreían. En ese instante supo sin el menor género de dudas que el objeto de aquel juego no era otro sino  su propia vida. (pág. 157)

Pero no solo es eso: es también la historia de un poder ciego que es indiferente a las vicisitudes de las existencias particulares. Un poder que en aquella España, en aquellas Islas, se encarnaba en la figura del guardia civil y el máuser. Es también, como consecuencia, la historia de los proscritos.

Luis Junco, de cuya intensidad lingüística ya había dado esporádicas muestras en Entrelazamientos, consigue en Naves en el cielo mantenerla durante toda la novela. Lo mágico pagano y la fe católica tradicional se entremezclan contra un fondo de crueldad implacable, pero dulcificado por un sentido de la trascendencia cósmica que otorga esa perspectiva que va de lo más grande a lo más pequeño. Cada personaje es un micromundo propio, con sus grandezas y con sus miserias; incluso los apenas esbozados y recordados sorprenden por su fuerza. Además, los diálogos fluyen como nacidos del mismo río de la narración, tan adecuados como necesarios. El resultado final demuestra que en muchas ocasiones la trama es menos importante que la densidad lingüística y la imaginación que la puebla. En manos de otros/as, el resultado podría haber sido un sermón conmiserativo o una exaltación maniquea y folclórica. En cambio, aquí lo que tenemos es el retorno de la magia y del mito disfrazados como una anécdota trágica de la posguerra civil. Hemos salido ganando.
















3 comentarios:

  1. Hombre, no creo que calidad y escribir gratis en algún medio vayan de la mano. A quienes escribimos columnas no se nos puede responsabilizar de que los medios aprovechasen la tan cacareada crisis para dejar de pagarnos. Si escribimos, al menos es mi caso, es sobre todo por una necesidad interior y no por pasta.
    Bienhallada la reseña sobre la novela de Luis Junco.
    Un saludo.

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  2. Estimada Elisa: Me alegra que le haya gustado la reseña de este libro, que para mí ha sido una sorpresa. Respecto del pago a los columnistas, soy de la opinión que si el artículo/columna/reportaje añade valor al periódico, debería pagarse a quien lo escribe, como se hizo siempre. Es decir, si atrae lectores, lo que redunda en beneficio del medio de comunicación. Por otro lado, es fácil encontrar a cualquiera que, por motivos expresivistas o de reconocimiento social, escriba gratis, lo que también es respetable; más difícil es encontrar a alguien cuya columna sea valiosa en algún sentido que acepte ese trato. También es posible que el público lector residual que le queda a los periódicos locales no sepa apreciar la diferencia.

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  3. Estoy de acuerdo con lo que dices. De todos modos, también se puede escribir columnas inspiradas en la lectura y como un estímulo para seguir leyendo.
    Un saludo, Ubaldo.

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