martes, 11 de diciembre de 2018

'Mientras agonizo', de William Faulkner

Diciembre: mes sonoro, como avalancha desde montañas inhabitadas. También es el mes de las novedades literarias de toda ralea y condición. Ya sean ricos o pobres, famosos o desconocidos, mediocres o más aún, autores y editores de lo más variopinto unen sus fuerzas para lanzar en estas fechas su última mercadería. Quién viera a esos autores de tercera fila, enfundados en su pulóver de cuello redondo, apresurar su ritmo de escritura, quizá hasta convertirse en febril, para acabar a tiempo. ¡Ay, las galeradas!: Diciembre, diciembre, qué pronto me llegas. Me los imagino mirando desde la ventana a un horizonte de azoteas, cuando no al edificio de enfrente, con ensoñación, digamos, entre melancólica y esperanzada, momento sublime interrumpido solo por el barboteo de las tripas. 

No logro visualizarlos, sin embargo, conscientes de su mediocridad irremediable, de su vanidad de adosado; tampoco, que de repente, aunque solo fuera por una vez, experimentando una lucidez resplandeciente que rasgara ese velo respecto de una escritura que jamás podrá "devanarse a sí misma en loco empeño" y que solo será capaz de reptar lenta, pesada y babeantemente hacia el olvido, quizá encarnado en la trituradora de papel.

Pero así es diciembre, el mes de la ilusión: un amigo sincero es lo único que les haría falta a muchos para advertirles de que su verdadera vocación es la maqueta y la sinecura, y que la escritura representa solo una excusa para encaramarse a otra altura desde la que lanzarse a honores y reconocimientos institucionales, porque la estima popular jamás la alcanzarán. Todo su esfuerzo se centra en llegar a ser, como diría Luis León Barreto, "cortesanos".

También puede diciembre ser el mes del descubrimiento, pero eso está reservado solo a aquellos que están preparados para el aprendizaje, equipados con bagaje crítico y siempre con la disposición necesaria para experimentar sorpresas estéticas, cognitivas y morales. ¿Una minoría? Todos formamos parte de alguna.






Así pues, esta reseña va dedicada a una novedad de 1930 de la mano de un autor ya experimentado, comprometido con la experimentación literaria y con la indagación del alma humana: William Faulkner.

 Faulkner es de esos autores más conocidos que leídos, tal es mi impresión, entre los lectores. Esto es así porque no es un autor complaciente con el público, no proporciona narraciones cautivadoras a priori ni el estilo es el más indicado para el lector distraído o para un Premio Planeta. Faulkner no quiere seducir, es decir, no pretende amoldarse al gusto ya constituido de lectores conformistas, aunque sea la generalidad. Más bien, pretende mostrar lo que no se quiere ver, y por eso es un novelista de primera categoría: ilumina la oscuridad en la que se gestan los motivos de las acciones perpetradas por los seres humanos, a menudo tan viles, a veces tan heroicos.

Así pues, Mientras agonizo es de esas novelas que hay que descubrir, redescubrir, revisitar (como dicen los cursis, pero que conste que yo también he usado ese palabro, lo reconozco) y volver a recordar. Personajes tallados a martillo y cincel, pero expresados con la finura de un dibujante. Diálogos secos, duros, sin una palabra de más. Pareciera que no hay escritor detrás de la historia (marido e hijos de una recién muerta, Addie Brunden, quieren cumplir con su deseo de enterrarla en el pueblo donde yacen los familiares de esta, a 60 km de distancia), sino que la historia cobra vida por sí misma, como si además no hubiera otro modo de contarla, como si no hubiera otras posibilidades salvo la plasmada en el papel: una acotación en bisel sin fisuras de la que emerge una realidad paralela tan convincente como la misma vida.



Me sigue, muge. Luego el aire caliente, muerto, pálido me vuelve a soplar en la cara. Si él quisiera, podría arreglarlo todo. Y ni siquiera lo sabe. Podría hacerlo todo por mí si lo supiera. La vaca resopla en mis caderas y espalda su aliento caliente, dulce, jadeante, quejumbroso. El cielo se ha posado en la ladera, sobre los secretos brotes. Más allá del cerro relámpagos tiñen la parte de arriba y se desvanecen. Aire muerto envuelve a la tierra muerta en la oscuridad muerta, y fuera de la vista envuelve a la tierra muerta. El aire muerto y caliente pesa sobre mí, y me alcanza por debajo de la ropa. Yo dije: No sabes lo que es estar preocupado. Yo no sé lo que es. No sé si me preocupo o no. Si puedo o no. No sé si puedo llorar o no. No sé si lo he intentado o no. Me siento como una semilla silvestre húmeda encima de la tierra caliente y ciega. (Pág. 59)

Se pone a llover. Las primeras gotas, dispersas, repentinas, recorren rápidamente las hojas y caen al suelo con un largo suspiro, como liberadas de una incertidumbre insoportable. Son como grandes perdigones, calientes igual que si las hubiera disparado una escopeta; se deslizan por el farol con un siseo maligno. Padre levanta la cara, boquiabierto, el cerco negro y húmedo del rapé emplastado a lo largo de la base de sus encías; desde detrás de su boca abierta por el asombro suelta palabras entrecortadas, como si llegaran desde más allá del tiempo, acerca de esta afrenta definitiva. Cash mira al cielo, luego al farol. La sierra no ha callado, el resplandor móvil de sus dientes no se ha interrumpido. (Pág. 68)


Luego habíamos cruzado y nos quedamos allí quietos, mirando a Cash que hacía dar la vuelta a la carreta. Les vimos cómo retrocedían camino abajo hasta donde el sendero se desviaba hacia el cauce. Al cabo de un rato la carreta se había perdido de vista. 
-Será mejor que bajemos al vado y estemos preparados para ayudarles -dije yo. 
-Le di mi palabra -dijo Anse-. Para mí eso es algo sagrado. Sé que usted no lo valora, pero ella le bendecirá desde el cielo. 
-Bueno, creo que tendrán que terminar de rodear la tierra antes de que se arriesguen a meterse en el agua -dije yo-. Vamos. 
-Es el retroceder -dije yo-. No da buena suerte retroceder. 
Estaba allí de pie, encorvado, mohíno, mirando el desierto camino de más allá del puente que se balanceaba y estremecía. Y esa chica, también, con la cesta del almuerzo colgada del brazo y el paquete debajo del otro. Como si fuera a la ciudad. Decididos a ello. Se enfrentarían al fuego y a la tierra y al agua y a lo que sea con tal de comer una bolsa de plátanos. 
-Deberían esperar un día -dije yo-. La riada disminuirá algo por la mañana. Puede que esta noche no llueva. Ya no puede crecer más. 
-Se lo prometí -dice él-. Ella confía en mi palabra. (Pág. 118)


Por la tarde cuando terminaba la escuela y se había marchado el último niño sorbiéndose los mocos, en vez de irme a casa iba colina abajo hasta el manantial donde podía odiarles con tranquilidad. Entonces allí se estaba en silencio y el agua brotaba y se marchaba tranquilamente y el sol se colaba oblicuo tranquilamente por entre los árboles y olía tranquilamente a hojas húmedas y medio podridas y a tierra nueva; en especial a principios de primavera, que era cuando era peor.(...) Siempre andaba buscando ocasión de encontrarles en falta para así pegarles. Cuando la vara caía, la sentía en mi carne; cuando les levantaba verdugones y cardenales en la piel, era mi sangre la que corría, y a cada palo pensaba: ¡Ahora sabéis quién soy yo! Ahora soy algo en vuestras vidas secretas y egoístas, yo que he señalado vuestra sangre con la mía para siempre. (Pág. 144)



Por tanto, no es una novela fácil, como ya hemos apuntado, pero quién dijo que lo fácil es sinónimo de bueno. A veces, gusta más lo que se consigue con esfuerzo, la recompensa que se obtiene, mejor, que se va obteniendo, a medida que se progresa en la lectura, cuando en esta narración narrada desde diversos puntos de vista, desde distintas voces, con esas digresiones temporales y cambios de lugar tan faulknerianos, la sequedad y el barroquismo, la sencillez y el lirismo se funden en la mente. Esta sí que es una novela en la que el lector "ensambla" partes (puntos de vista) para llegar a una unidad superior. Un proceso en que es sencillo sumirse, un rato al menos, en la confusión si no se lee con la atención que merece. 

 No obstante, tampoco quiero dar a entender que se necesita un doctorado en Filología para leerla (o estudiarla) con placer. Sólo que no esperen una novela lineal de aventuras o de novela negra con héroes y villanos claramente delineados o de estilo sencillo con frases sujeto+verbo+predicado y vuelta a empezar. También es aceptable que a uno no le deleite el estilo de este escritor, siempre que, como en todo, uno sea capaz de explicar el por qué y no se quede en la excusa del mero gusto, por perezoso. 

En este pueblo, en definitiva, estimamos mucho a Faulkner.



P.D. El traductor es Mariano Antolín Rato, que debe haber trabajado lo que no está escrito para traducir a Faulkner.


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