jueves, 1 de junio de 2023

'La isla de los muchachos hermosos', de Pedro Flores

Para algunos, un mundo ideal sería aquel en el que cada cual recibiría según sus necesidades y daría según sus capacidades. Quizá no tan ideal para muchos, que prefieren creer que cada uno de nosotros ya recibe lo que se merece y da lo que le da la gana. Normalmente, esto último lo piensan aquellos/as a quienes les va bien, y en gran parte les va bien porque han heredado una posición en la que es más fácil que vaya bien. Qué triste resulta cuando esa visión del mundo la hace suya un paria que no tiene dónde caerse muerto.

En fin, debe de ser que tengo el ánimo un poco sombrío, a la par que reivindicativo, por el resultado de las elecciones. Me pregunto claro, cómo imaginar una sociedad futura donde la democracia tuviera un valor sustantivo y no meramente procedimental. En el caso de nuestra democracia representativa, el voto condensa muchas aspiraciones y deseos, prejuicios y resentimientos, a veces no pensados, si no irracionales. Cuando la participación de la ciudadanía se reduce normalmente sólo al acto de votar, puede ocurrir de todo, claro. Por eso, tal vez no sea del todo justo reprochar a los más pobres y marginados entre nosotros que hayan votado a un partido de derechas, conservadores del statu quo. O por qué aquellos y también la clase media se identifica antes con las cuitas o iniciativas de Juan Roig o de Amancio Ortega que con los problemas de sus conciudadanos/as. 

Claro está que la izquierda a la izquierda del PSOE se ha esforzado al máximo por destruirse a sí misma, de derrota en derrota hasta la derrota final. Hablo de los/las dirigentes y de su séquito, porque supongo que al electorado potencial poco lo importaba que Alberto Rodríguez fuera primero o segundo en la lista, o las rencillas que Noemí Santana mantuviera con los denominados pitistas (seguidores de Mery Pita, la anterior jefa del partido en Canarias, que posteriormente abandonó, pero sin renunciar a su escaño en el Congreso), etc.

Hace tiempo, además, que el declive de Podemos era visible, electoralmente hablando. La desintegración de los cuadros, por no hablar de los círculos, es anterior, y, al final, hasta parte de los dirigentes de mano de hierro (o de genuflexión férrea) se han ido marchando o les han ido largando. Los que tenemos memoria recordamos, por ejemplo, la dimisión de casi todos los miembros de la lista de Podemos al parlamento canario hace cuatro años, veinticuatro horas antes del cierre de candidaturas. Por otro lado, es posible, como factor añadido, que a Podemos sólo se le haya oído en los últimos meses por sus reivindicaciones feministas. No se confundan, estoy de acuerdo con esas políticas, pero a parte del electorado de izquierdas o de esos indecisos del nebuloso centro político le podría haber parecido que los beneficios en tales derechos ya estaban amortizados y la insistencia en ellos, por mucho que la realidad le diera la razón al partido, suscitara más irritación que simpatía, más cansancio que entusiasmo. Esto podría haber dado la razón, aunque indirectamente a los defensores de la "trampa de la diversidad", izquierdistas (al menos, se proclaman) que piensan que la única clase verdaderamente oprimida es la obrera, y que toda actividad política debe dirigirse por y para esa clase, desdeñando otros tipos de opresión como la femenina, étnica, etc., porque sus demandas -aseguran- solo le hacen el juego al capitalismo. Es decir, que son funcionales a él. Mi opinión, parafraseando a Axel Honneth, es que la izquierda debe hacer suyas todas las luchas contra la dominación y la explotación ya sean económicas, sexuales, étnicas o cualesquiera otras que menoscaben la autonomía y la dignidad de las personas.

También es cierto, que los medios de comunicación han estado más atentos a los desacuerdos en el Gobierno que a otra cosa, mostrando a Podemos casi siempre como el aguafiestas, como el elemento díscolo, discordante, problemático y poco fiable, sin capacidad de tener altura de Estado.

Se me ocurre pensar, en momentos de máxima melancolía, que, si la mayoría del pueblo votara lo que le conviene, hace tiempo que habrían dejado de organizarse elecciones.





La novela, grosso modo, cuenta la investigación de Jesús Arévalo acerca de la vida y obra de un tal Bebo Ríos, que murió en la carretera a los dieciocho años de edad, justo tras ganar un premio de poesía. El hallazgo por casualidad del poemario de Ríos motiva a Arévalo a comenzar una indagación que espera que resulte compensatoria tras su fracaso académico (consistente en no haber sido capaz de acabar la carrera de Filología) y que le suponga el reconocimiento del mundillo de las letras.

Bien podríamos comenzar, y casi acabarla, la reseña citando a un personaje, el poeta brasileño Paulo de Souza, quien, hablando de una obra en prosa de Bebo Ríos, titulada La isla de los muchachos hermosos, en un juego de espejos o de novela dentro de novela, afirmó: "(...) nada demasiado interesante, para ser sinceros". No obstante, y aunque no me considere prolijo en detalles por lo general, considero que hay dar las explicaciones pertinentes.

La novela no es demasiado interesante comenzando por el mismo argumento, que resulta un tanto visto, no solo de escritores/as, sino de artistas en general, ya sea por la investigación y develamiento de facetas ocultas de la vida del personaje de turno, ya como, en este caso, de su temprana, prematura muerte. O, quizá más interesante: el tema de cuantos Sócrates hay criando cerdos: es decir, cuánta gente no podrá o no ha podido desplegar sus capacidades por ser pobres, por estar explotados, por haber nacido en un contexto social en el que las oportunidades apenas existen. Esto podría perdonarse, claro, si el despliegue de la novela fuera brillante en sus aspectos lingüísticos (exuberancia verbal, estilo, etc.) como en los técnicos (construcción de la obra) o por un contenido fértil en ideas y sugerencias que desbordara ese estrecho cauce y consintiera en hablarnos de asuntos que nos conmovieran y, además, nos estimularan cognitivamente. 

Asimismo, los diálogos, sobre todo los que mantiene Bebo Ríos con su maestra Isabel, que es quien detecta la chispa de artista en él, me resultan tremendamente impostados. Me atrevo a sugerir que la insistencia del autor por adjetivar con "puto" y "cabrón/a" todo lo que piense el personaje Bebo resulta un factor importante. Pedro Flores señala, de manera iluminadora, en una entrevista, que las personas en las que se inspiró para esta novela "hablaban así". Quizá habría que recordar que transcribir el habla popular tal cual es, como si estuviera recogida en una grabadora, no suele dar buenos resultados. Por lo mismo, transcribir los hechos tal cual sucedieron suele acabar por convertirse en un ejercicio plúmbeo de naderías en su mayor parte. Siempre hay un proceso de recorte, selección y, por supuesto, de artificio para que, paradójicamente (o no tanto), lo que se cuente resulte verosímil y, sobre todo, convincente. Entiendo, pues, que el habla de los personajes carece en muchas ocasiones del necesario trabajo de invención para hacerlos naturales.

Puedo añadir que hay unos cuantos pasajes en que apenas hay sustantivo sin adjetivo, lo que resulta cargante, excesivo, como si Flores hubiera dado rienda suelta a su espíritu creador, pero en mal momento. A este respecto, he anotado numerosas metáforas bastante forzadas, que suelen corresponder a la voz de Bebo Ríos. Podríamos aceptar a regañadientes que no es Flores quien escribe así, sino Bebo, pero, de todos modos, irrita y desconcentra; también, los cambios de estilo en su relato, de coloquial-vulgar a elevado. La excusa no puede aplicarse de ningún modo al narrador de las pesquisas de Arévalo. Por cierto, a veces se habla de que tal o cual expresión es un tópico, pero aun así insiste en ella. No entiendo la razón. Si se es consciente, ¿para qué escribirlo?


Cuántas veces habría repasado ya, fatigado, que diría Borges, cada texto, cada uno de los versos como un dardo lanzado al pozo sin fondo del olvido (...) (Pág. 27)

En la calle, nos descojonamos, dentro de nuestros zapatos desgastados y sucios, como ogros rencorosos que hubieran cercenado las alas de un dragón volador. (Pág. 44)

Arrastrándose como un ciempiés gangoso (Pág. 46)

 El crepúsculo llameante y las dunas de arena casi blanca, que se mueven como paquidermos líquidos con el suave viento del mar son un mundo prístino, qué lindo adjetivo este, y abundante, tan distinto al nuestro de pisos diminutos y húmedos, escaleras con olor a meados y perros sarnosos tomando la sombra, espantando con el rabo tábanos del color del carbón, grandes como helicópteros. (Págs. 47-48)

Y le vino a la cabeza a Arévalo la piel de un tigre, un brutal animal dormido en la espesura de naftalina y abandono de una anciana avariciosa, un tigre que él volvería a la vida pasando sus dedos por la dormida piel, abriendo al mundo las fauces anquilosadas de sus carniceras páginas. Se recreó el hombre en el vértigo de su excesiva metáfora, y se relamió, si no como un tigre, al menos como un gato. (Pág. 51).

 Pero la de don José fue la primera, la que lo puso sobre el rastro, como un sabueso filológico que olisquea la ropa siempre usada, el sudor reincidente de la poesía. (Pág. 52) 

Para mí pedían siempre un refresco de naranja que yo me sentaba a beber fuera, en la acera, a la hora en que las chicharras llenan el aire del verano endémicos de esos andurriales con su letanía de violín herido. (Pág. 56)

A mí me gusta ir caminando, voy pensando en la escritura, en la poesía, este paisaje me resulta, como diría la vieja, inspirador, y no porque yo escriba poemitas sobre el paisaje, el sol o los cabrones lagartos grandes como hipopótamos que toman el calor de las piedras lisas, con las garras y los buches amarillos expuestos a la canícula, como la ofrenda antediluviana para un dios abrasador (Págs. 91-92) 

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. Pero he aquí que se ha convertido ya nuestro hombre en siervo de su inercia investigadora, de su fantasía filológica, de su tendencia a la mitomanía, de sus ínfulas de free lance de la literatura. (Pág. 99) 

Ella bucea entonces por el intrincado y vibrante arrecife de su biblioteca, con sus patitas de rana, su arrugado cuello de tortuga, su talle de hipocampo, sus ojos de pejesapo. Busca por entre los libros, cuyos lomos desgastados por el uso son como los cascos oxidados de los pecios mortificados por las olas cuchilleras del bajío (...) (Pág. 129)

Yo soy una bicha lerda que repta por el fango sinuoso de su manglar recóndito y engulle un pajarraco zancudo y altanero, y el sabor de ese pájaro, trasegado sin conciencia a su insensato estómago tubular, acudirá a su lengua bífida muchos años más tarde, cuando, sin piel ya que mudar, casi no pueda arrastrarse por su pantano de mierda. (Pág. 143)

(...) y eran todavía las tres de la madrugada y la mañana era una anciana paquiderma que nunca llegaba al abrevadero del día. (Pág. 148)

 

Por otro lado, me produce perplejidad el narrador en tercera persona: no es solo que a veces hable en primera y otras en tercera del plural, porque podría entenderse que es un plural de modestia o aquel que se usa para incluir a los lectores, sino el tono. No es el neutral más corriente, con sus matices, sino que a veces toma partido, juzga. No se sabe quién es ni qué pretende, por qué nos cuenta la historia de Jesús Arévalo y de un poeta muerto hace tanto tiempo. Me pregunto, en definitiva, por qué he reparado en este narrador cuando en muchas otras novelas, haciendo lo mismo, la voz que cuenta pasa inadvertida. 

Por ejemplo:

Jesús Arévalo rememora los modestos sucesos de su búsqueda, que él pretende quijotesca, mientras que la guagua semivacía enfila la carretera paralela a la costa. (Pág. 51)

Recostado esa mañana en el cómodo asiento de la guagua, miraba, medio adormilado por el sol de octubre, aún cálido en la isla, el lomo de cocodrilo plateado y descomunal del mar, que, dicho sea de paso, a Jesús Arévalo nunca le había gustado demasiado, el mar, digo. (Pág. 85)

No hemos dado muchas noticias sobre la historia, características físicas o morales de Jesús Arévalo, ni lo haremos en demasía, pues poco importan, pero sí que dejaremos caer, cómo no, alguna anécdota, algún rasgo, que nos lleve a conocer, aunque solo sea someramente, al hombre que se ha embarcado en esta dudosa misión de rescate de un poeta furtivo y remoto. (Pág. 85)

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. (Pág. 99) 

 

Los personajes secundarios están escasamente perfilados, apenas sombras. Los amigos de Bebo son casi todos parecidos, y uno tiene que revisar quién era quién cuando Arévalo los visita al cabo de los años. También, el juvenil amor de Bebo, Julia, no puede estar descrito de manera más negligente, con esos ojos "color verde gato", etc., repetidos en un par de ocasiones, por si nos hubiéramos olvidado. La maestra, doña Isabelita, caracterizada sobre todo a través del diálogo que mantiene con Ríos, no suscita apenas simpatía: resulta difícil describirla más envarada. Quizá sea Souza, el poeta brasileño, el que más se hace carne. Hasta Arévalo, el otro personaje central no genera más que una tibia empatía, de esas que no comprometen, como la que le profesamos al vecino al que le damos los buenos días, y a otra cosa.

Por otro lado, las breves menciones de aquel al mundillo literario no aportan tampoco nada apreciable ni escandaloso, y las reflexiones sobre la creación literaria, un esperable punto fuerte por ser Pedro Flores un conocido y laureado poeta, tal vez interesen a alguien. Preséntenmelo si llegan a conocerlo.

No es descartable que el escritor de La isla de los muchachos hermosos haya pecado de indolencia, de cierta laxitud en cuanto a su propia exigencia literaria en el caso que nos ocupa. Tal vez, algo se dice en la entrevista señalada, escribirla fuera más bien una tarea pendiente, y que poder publicarla le quitaría ese enojo. Señala: "No soy un novelista ni un narrador ni un escritor, sino un tipo al que en un momento dado le interesó contar la historia de un poeta ficticio". Le creo.

En otro orden de cosas, me interesa que se novelicen las disparidades sociales, la lamentable desigualdad en los puntos de partida vitales de las personas, la literatura (como cualquier otra cosa en la que se destaque) como primer peldaño para mejorar en la vida, el contentarnos con lo anterior y primar el talento y la excelencia en vez de la justicia, la dignidad y la redistribución, cosas así, entre otras. Flores escribe un par de apuntes al respecto, como, por ejemplo, en la página 43: "Nos habla de nuevo, como siempre, de los setenta, de las suecas ávidas de sol y de hombres oscuros y rudimentarios, tan distintos a aquellos suyos civilizados y correctísimos, de un mundo donde lo escabroso y lo miserable son un río subterráneo bajo el asfalto de la abundancia, tras el barniz de la opulencia". Me habría interesado mucho más esta novela si el autor se hubiese decidido a seguir por esa senda, eso sí, tras un profundo y minucioso pulimentado del estilo. No digo que todos los escritores en todas sus obras deban abogar por la emancipación de las clases oprimidas (que hay unas cuantas), pero sí constato que soy tendente a aburrirme con historias que meramente se empeñen en cartografiar el espacio sentimental personal. Hay que preguntarse por qué las cosas son como son, y no dar las cosas por sentado. Despertar del espejismo que supone creer que el mundo está dado así, y no construido. Injustamente construido.

En fin, que me desvío. Para mí, La isla de los muchachos hermosos es una novela mejorable en tantos aspectos que me pregunto si no habría sido mejor haberla reescrito por completo.



P.D. Por cierto, habría que prohibir la palabra rompecabezas a la hora de comentar la obra de que se trate, aun en el caso de que, efectivamente, fuese un libro de rompecabezas. También, que el entrevistador parafrasee la contraportada. Es triste o algo peor. También, como ya comentamos en aquella lejana reseña dedicada a aquel bodrio de El tren delantero del sin par Emilio González Déniz, decir que la obra de uno (o la del vecino, la de tu escritora favorita, etc.) es una "caja china" o un "collage" es una invitación al desprecio, porque uno (yo, al menos) tiende a pensar de inmediato que el autor se está excusando por su vagancia o por su incapacidad de estructurar con algo de lógica, si no con inteligencia, el material de que consta la obra.


P.D. Mes y medio después, Eduardo García Rojas hace una crítica casi entusiasta. 

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