miércoles, 8 de marzo de 2023

'Leche condensada', de Aida González Rossi

Un montón de cosas han ocurrido, alineado, conspirado y coaligado para mantenerme lejos de este blog (más de un mes), sin ir más lejos, la mudanza a una nueva vivienda. Como saben, este fenómeno migratorio (en este caso, intraterritorial) comporta un significativo aumento de la morosidad e inesperados picos de estrés. Por otro lado, tanto la preparación del programa de radio de periodicidad semanal como su abrupto cese de emisión no contribuyeron a apaciguar la mente de este que les escribe para una tarea como la lectura crítica de una novela, que, al fin y al cabo, exige concentración.

En otro orden de asuntos, digamos del mundillo, es digna de resaltar la entrevista-masaje que le dedicó el periodista cultural Victoriano Suárez en el Canarias7 al viceconsejero de Cultura del Gobierno de Canarias, Juan Márquez. El titular ponía de relieve que Márquez pensaba reintegrarse al trabajo que tenía antes de su nombramiento político. Como ven, una noticia de dimensiones planetarias que da cuenta de un rigorismo moral que hubiera perturbado al mismo Kant. La entrevista, para quien le pudiera interesar (que cosas más locas ocurren), consistía en que el viceconsejero subrayara que la ciudadanía había sido, es y será el centro de las políticas culturales y que la ley que el parlamento canario había aprobado sin oposición a iniciativa suya era un gran avance, etc.

Estarán conmigo en que una ley aprobada así debe de ser muy laxa, flexible y poco afilada para que grupos de variadas y encontradas ideologías políticas y cosmovisiones se hubiesen puesto de acuerdo en aprobarla. Porque si el triunfo consiste en que el presupuesto en Cultura se "blinda", el truco será determinar el contenido de esas políticas culturales, por no hablar del significado mismo de "cultura" para el próximo partido que se encargue de esa consejería. Se deduce de lo anterior que, para Márquez, y por extensión para Podemos, el significado de cultura no es problemático y que lo que él y su partido entienden (y creen que los demás, también) que es cultura se impone como valioso por sí mismo, sin precisar por qué y en qué medida.

Que digo yo, además, que puestos a blindar presupuestos, podríamos blindar otros que asegurasen el acceso a la vivienda, a reducir las listas de espera en Sanidad o a una educación de calidad para todos, con independencia de la riqueza familiar, o a condiciones dignas de trabajo, etc. Pero qué sabré yo de cultura o de gestión de los asuntos públicos, que no soy músico, ni político ni, mucho menos, periodista cultural.

En fin, la ignorancia de siempre en odres nuevos (que de modo vertiginoso se han vuelto viejos). 




Ya me gustaría sentir el entusiasmo de la editora Sabina Urraca por sus escritoras protegidas, notar en mí la mirada enfebrecida como la que Nora Navarro dirige a Andrea Abreu, vibrar con el adjetivo "salvaje" cuando pienso en Panza de burro o ser sacudido por las oleadas de placer que algunas/os reseñadoras/os parecen haber experimentado tras leer Leche condensada, de Aida González Rossi. Ya me gustaría.

Sin embargo, nada de eso me ocurre: hemos hablado ya en otras ocasiones de Panza de burro y, por desgracia, en alguna más de Nora Navarro. De ellas no hablaremos hoy, sino de la mentada Leche condensada y el fracaso en la literatura moderna (es decir, de hace ya unos siglos) que es la repetición por la repetición, cuando uno de los valores supremos sigue siendo el de la originalidad. Otro asunto es el de la fórmula, pero cuya dimensión es, por encima de todo, el beneficio empresarial, el éxito de ventas, como los best-sellers

¿Y qué repite Leche condensada?: el concepto utilizado con cierto éxito por Andrea Abreu (y Sabina Urraca) consistente en utilizar conscientemente un lenguaje infantil-costumbrista, es decir, la variante dialectal canaria en su uso popular/coloquial. Entendamos, claro, que no pretende ser una transcripción fiel o fidedigna de cómo los hablantes canarios hablan en realidad, sino que construye un lenguaje con características propias literarias. Sin embargo, lo que en la obra de Abreu sorprende y constituye un vehículo apropiado para la narración en primera persona de las escenas de la protagonista (por momentos, conmovedoras), en la de González Rossi el lenguaje empleado en la narración en tercera persona muy pegada a la protagonista (estilo indirecto libre), en otras ocasiones en segunda persona, salpicado de flujo de conciencia aquí y allá, resulta cargante y acaba provocando una sensación crecientemente desagradable que podemos denominar sin temor como tedio.

Además, me atrevo a decir que en Leche condensada se nota más la carga poética de su autora (que en el caso de Abreu), que se empeña en ametrallarnos a metáforas como si tuviera algo que demostrar, algunas de las cuales, concedamos, son certeras, pero cuya sucesión despiadada (por ejemplo, alrededor de cinco páginas, de la 52 a la 56) nos induce a buscar la escalera de incendios más próxima. Ese lenguaje demasiado saturado, tal vez demasiado autotélico, se emplea para narrar el mundo interior de la protagonista, Aída, y de sus traumatizantes vivencias, que parecen no tener fin, entremezcladas con alusiones al videojuego Pokémon, algo que se ha subrayado como un alarde de originalidad y descaro, vayan Vds. a saber por qué.


Si algo ha aprendido Aída estas semanas, es su poder: cerrar los ojos y no existir, cerrar los ojos e imaginarse un programa de monólogos de Paramount Comedy en el que es ella quien habla, ella quien cuenta cualquier cosa que se le ocurra, ruidos, chispas llenándole la cabeza y saliéndole, las patas largas y brillantes y latiendo, por la boca. Historias, burrada tras burrada, ella aplaudida por un montón de público que no se para a mirarle unos agujeros que en ese caso le darían exactamente igual. Aída, sí, sí, Aída, la mejor, Aída, la que sabe cuánto falta para llegar a La Cruz de Tea solo viendo qué riscos hay para arriba, Aída, la salvajita, un día se atreverá a tocar la uña podrida de la abuela, un día a hacer parkour en el skatepark aunque haya una barbaridad de gente y hasta adolescentes bebiendo y dándose besos de tornillo, aunque se caiga y se enjedionde y eso la haga estar feliz, completa, aunque no lo entienda nadie y se crean que ella también está mala y la lleven otra vez al ambulatorio, aunque se haya encontrado unos boquetes que la hacen sentir que ya no solo cambia todo: también su cuerpo. Su poder es cerrar los ojos y, existiendo tanto dentro, no existir. 
Hasta que el labio se le rompe contra una piedra y lo siente hinchado y caliente y salado y los gemelos se asustan. 
Hasta que se recuperan, después de charlar unos minutos, y le llenan los pelos de tierra y le pica la cabeza.

Hasta que le escupen en los ojos. 
Hasta que la llaman bombona de butano, camping gas, Snorlax y la más fea del cumpleaños, ¿por qué nadie más se estaba riendo de ti, gorda? (Págs 20-21)

No son iguales. 
Aída es el huevo del arroz a la cubana: una sorpresa entre todo lo conocido, la saliva saliendo a chorros porque hay una textura nueva, tocarla es necesario y urgente, es como revolcarse en el cuadrado de sol de la huerta que siempre está a punto de arder. 
Moco es el plátano frito: manchándolo todo, volviéndolo todo pegajoso, dejando en todo la marca de su cuerpo que suda, se baba, estornuda, una vez se rompió un hueso y, cuando la gente de alrededor pensó que iba a empezar a hiperventilar, se tocó lo que salía. Y dijo parece un diente. Mordiéndome para escaparse. 
Aída es una mata de hinojo. 
Moco es un árbol que, cuanto más crece, más taponazos dan sus ramas en una ventana. 
Aída es un perro precioso. 
Moco es un gato preciosísimo. 
Aída es la gota de pis, se partió tanto el culo que sintió que se derretía, se le fue tanto la pinza que acabó botada en el suelo y no pudo parar, y se mordió los dedos y los labios y la lengua y aun así no hubo forma, gritó como un cochino y tuvo que irse corriendo y se bajó las bragas y vio ese lago absorbido por la tela y susurró ay mi madre y en el fondo, donde solo verse y tocarse ella, encontró una gota de satisfacción: fue tanto que me cambió. 
Moco es la caspa de la herida, se la arranca y se la traga cuando se queda solo, el mando de la play vibrándole en los dedos y él escarbándose y sacando una escama y ablandándola con la lengua. (Págs. 30-31)

Es ahora, la vida, la magia-jedionda-mágica. Es el lol, juas, jajaja, jaja, lolol, es fingir que se desmayan y botarse de espaldas sobre la arena del merendero del Médano y sentirse, ahí con los ojos todos engurruñados por el sol, como si estuvieran delante del ordenador: el merendero es un sitio, pero no es un sitio. Y nunca hay nadie. Piso de mochilas y chaquetas y desperdiguera de paquetes de papas vacíos y ciscos de esas mismas papas y gotas de flax rojos y azules y uñas mordidas y las pelusas que traen siempre dentro de los calcetines y hojas de libretas sujetas con piedras para que no vuelen y botellas que, sin líquido dentro, lo comprueban cada vez que se terminan una, no tintinean igual. Sol jartándoles los antebrazos de pecas y no están en ningún lugar, los ojos cerrados, el chorro de ron que Marta reparte dando vueltas sobre sí misma en medio del círculo formado por las bocas abiertas de las otras tres haciéndolas regañarse, en el merendero se sienten como cuando enciendes el ordenador y empiezas a escribirte burradas con alguien y ya no estás, de repente, donde se supone que estás, tú ya no eres tú, tú eres una tú que teclea lol y juas y no siente picores. Ansiedad. Es Chaxi gritando lol, jajaja, juas y Aída explicándoles su teoría y las amigas, serias durante un segundo que parece durar toda la tarde, asintiendo. (Págs. 59-60)

 

Sábado, 16.05: Saliendo de casa de la abuela para ir a casa de Yaiza, Aída se encuentra con la tía que vuelve a buscar a Moco. Le dice oh, ¿tú comiste al final aquí con tu primo, no te vino tu madre a recoger cuando acabamos de comprar las cosas para mañana o qué? Sí, es que quedé con una amiga. Y no me daba tiempo de bajar al Médano y subir. E íbamos a jugar a la game boy hasta que fuera la hora.
Sábado, 16.13: Toca los picos de las pencas como cuando era pequeña.

Sábado, 21.25: Yaiza y Aída se pasan las oreos masticadas de una boca a otra en la parada de la guagua. Están tan borrachas que quieren fundirse. Se clavan las uñas en los antebrazos. Se chupan mechones de pelo. Se estiran la ropa hasta casi romperla. Hoy descubren que solo solas, antes de que las otras lleguen y cuando las otras se van, pueden hacer estas cosas sin tener que explicar lo que les pasa.

Sábado, 15.30: Te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te quiero.

Sábado, 21.30: Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te odio. (Pág. 77)


La consecuencia del aburrimiento, claro está, es que terminan por importarnos un pito los problemas y sufrimientos de los personajes, por no decir su mera existencia y las relaciones entre ellos. No por mucho utilizar canarismos como "jediondo", "jincar", "jalar", "jocico", "fisco" o coloquialismos como "partirse el culo" se logra que el discurso resulte más auténtico o sincero, ni impele a sentir algún tipo de empatía étnica, en el caso del público canario. Como ya he escrito en otras ocasiones, en la literatura no importa cuán importante, altruista, o ético sea el mensaje de fondo si la forma de expresarlo no termina de cuajar.

Me parece, en esta línea, que Aida González ha escrito una obra muy sentida, muy personal, sin que esto signifique necesariamente autobiográfica, con mucha energía, muy pegada a lo corporal, sin duda, pero que se ve lastrada tanto, repito, por un estilo atosigante como por una historia que no termina de interesar ni, por tanto, de conmover. Como suelo decir, uno le alaba el esfuerzo a la escritora, pero no el resultado.

Podríamos pensar que algo ha fallado en el taller de Urraca Sabina, o simplemente que su ojo comercial se ha vuelto birollo. Tal vez, lo de Panza de burro fue un churro. Churro exitoso, pero churro, al fin y al cabo, que no podía dejar tras de sí herederas. No obstante, solo falta una tercera escritora que se apunte a este carro para que alguien las califique de generación. ¿Quién se apunta?

Por mi parte, ya advertí en su momento que aquel estilo podía convertirse en un callejón sin salida: Leche condensada es su exacerbación.

Como dijo Robert Frost en su célebre poema:

Two roads diverged in a wood, and I
I took the less travelled by,
and that has made all the difference

Si Urraca y Abreu escogieron bien al internarse por el sendero menos transitado, ahora no sucede lo mismo con Aida González Rossi, porque ese sendero ya ha sido pisoteado hace relativamente poco. Es más, diría que todavía están húmedas las huellas del lenguaje de Abreu, cuyo estilo volvió loquísimo a parte del público peninsular español. Público que creyó descubrir literatura exótica en su propio país: ¿quizá reflejo de conciencia de metrópolis?

Es posible que me equivoque, pero creo que ese cartucho literario-comercial ya está quemado.

En definitiva, si quieren hacerme caso, no pierdan el tiempo con el realismo glandular-costumbrista de esta novela (yo mismo abandoné el intento allá por la página 80) y dense la oportunidad de leer buena literatura en cualquier otra parte. También puedo andar totalmente equivocado: elogiar no requiere explicaciones.
 


P.D. Otras reseñas, a cual más ditirámbica: 1, 2, 3. Una entrevista, entre otras, aquí. En RNE, aquí.
P.D. (2). Aquí, la de García Rojas (leída el 17/3/23).


6 comentarios:

  1. Si no recuerdo mal, Eduardo García Rojas hizo una crítica en El Perseguidor. Lamento que ya no siga el programa de radio, me había aficionado a oírlo.

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    1. No la he leído la reseña de García Rojas. A ver si la sube a su blog. En cuanto al programa, gracias.

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  2. Dios me libre de cruzarme un día contigo en un bar, comadrejas

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  3. Es poco probable: no soy hombre de bar.

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  4. Coincido, me pareció aburrido, repetitivo, modorra pura... El tema de los pokemon me queda lejos. La apuesta por este tipo de costumbrismo canarista de nuevo sello no aporta nada que no dijesen ya los grandes.. Saludos

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  5. Intentaron repetir, pero no les salió. Espero que no reincidan.

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