jueves, 12 de julio de 2018

'Historias de amor y crueldad', de Eduardo González Ascanio

Las lectoras y lectores habituales de este blog están acostumbrados a que, en más ocasiones de lo que un manual de reseñas aconsejaría, exponga mis puntos de vista sobre cualquier asunto y relegue el análisis sesudo o el comentario impresionista sobre la obra en cuestión a un segundo plano.

Esto es así porque creo que nunca he escondido (al menos, no demasiado) una intención política junto a la estrictamente literaria. Recuerden que lo que me motivó a crear el Polillas no era tanto compartir mis impresiones sobre tal o cual novela, de las cuales podrían prescindir sin gran merma personal, como denunciar unos usos y costumbres en el mundillo literario que se habían impuesto casi como por naturaleza.

Pero no, no era tanto la naturaleza propia de las cosas sino, en unos casos, la promoción personal a destajo y, en otros, la ubicación privilegiada en un medio de comunicación y, como consecuencia, en el espacio público. A partir de ahí, y dada la indigencia numérica del mercado, muchos de los literatos/as locales consideraron que era mejor formar un frente literario, convirtiéndose en ocasiones auténticos guardianes del campo cultural. Este frente se transmutaba en la conocida operación reseñadora por la cual todas las obras escritas por unas y otros eran prodigios artísticos, lecturas imprescindibles o representaciones excelsas de la literatura canaria, cuando no magníficas potencialidades a punto de convertirse en acto irradiador cultural que impregnaría a todos los ciudadanos, por muy ignorantes que fueran. Era un trasunto del viva lo nuestro o qué bueno es vivir aquí, como esas campañas publicitarias que vuelven a endilgarle a uno por enésima vez el Roque Nublo, el Teide, las playas, las estrellas, las piscinas, muchas sonrisas y un camarero a tu servicio, y no cuentan, claro está, las listas de espera en la menguante Sanidad pública, el deterioro de la Educación pública, la precariedad de los camareros,  el paro, la pobreza, y la marginalidad, etc., etc. Lo mismo, en un ámbito mucho menos importante, ha ocurrido con la Literatura. Mistificación y fetichismo, que diría Marx, y no se me asusten tan pronto.

Escritores/as de calidad más que discutible saltan una y otra vez a los medios de comunicación locales ensalzados como talentos descomunales, que si no han adquirido fama mundial o nacional -se nos dice- es por la posición excéntrica del archipiélago, su lejanía de los polos urbanos culturales, el complejo de inferioridad del colonizado, la envidia de los escritores de más renombre que sí han saltado a Madrid/Barcelona o la ceguera inverosímil de las editoriales más importantes, incapaces de reconocer el talento. No se puede dejar de señalar que, junto a estas medianías, otros/as autores/as han escrito una obra más seria y más estimable, pero son aún más periféricos por su resistencia o incapacidad de introducirse y medrar en esa vorágine de egolatría codiciosa, impotente y estéril. 

Claro está que todo artista, todo/a escritor/a puede albergar la legítima aspiración a profesionalizarse, es decir, a vivir de la venta de su obra, por lo que significa de concentración en su creatividad y por ser, en definitiva, más libre (aspiración no solo propia del artista, sino de la inmensa mayoría de las personas). Otra cosa es que considere que sea un derecho que la sociedad debe otorgarle, pues está por demostrar que su aportación al bien común sea más importante que la actividad de cualquier trabajador o ser humano en general. Digamos que es inconmensurable y que cualquier manifestación pública con la que pretenda elevarse por encima del común de la ciudadanía está destinada al fracaso. Donde medra esa ideología del arte como irradiación benéfica es, como puede esperarse, en las parrafadas pseudoculturales y pseudoaristocráticas, a nivel local, de García-Alcalde, o en los llamamientos resentidos a su propia elevación a los altares, de Chirino o de Dámaso, por citar algunos ejemplos. De ahí, de esa protesta y también, supongo, de demasiada lectura sobre el malditismo, las jeremiadas recurrentes respecto del desprecio de la sociedad a los artistas/literatos, de su ignorancia, de la pérdida de valores culturales, de aquello de que si la sociedad desprecia su cultura (representada por ellos) acaba por enriscarse, etc., como si antes, en esa época dorada de la que no se tiene constancia documental, se paseara a los escritores/artistas a lomos de elefantes en medio de multitudes enardecidas. 

Así pues, guerra a los suplementos culturales, a los columnistas ciclotímicos y también guerra (aunque no tenga que ver con este post) al columnista político generalmente ignorante que cuando se aburre nos cuenta su opinión sobre el fútbol.

Dicho lo cual, vamos a la reseña de:


Foto sacada por mí en situación y lugar subóptimos.

Historias de amor y crueldad es una colección de relatos que está francamente bien. Eso para empezar, aun cuando algunos rozan peligrosamente la frontera que va del relato al microrrelato, ese género tan postposmoderno que ha servido para que se propaguen ínfulas literarias de todo tipo, jaez y condición; otros, la mayoría, son literatura de verdad, no meras transcripciones yoístas, tan propias de veinteañeros y treintañeras conformistas la mayor parte del tiempo y antisistema los días de fiesta. Alba Sabina Pérez y Pablo Fajardo, por no hablar de Yolanda Delgado Batista, harían bien en leer estos cuentos y aprender, a pesar de que tengan algún relato nada desdeñable. Consejos gratis doy.

Ese singular relato que es La conversión de Múriel es uno de los destacados: la obsesión por un suceso que bien pudiera ser casual o producto de su imaginación provoca una transformación enfermiza en la protagonista. El final es lo bastante abierto como replantearnos todo lo leído desde un principio.


Se notó a sí misma odiando como nunca pensó que lo hiciera. A mitad de la noche, le tenía miedo a su odio. Y ya estaban aquí las arcadas. Intendó dormir un poco. El sueño frágil estuvo lleno de rostros, máscaras caprichosas de aqella voluntad que se escondía tras el portero automático: un curioso sereno, un compañero de trabajo, el fantasmón que hace años detenía su descapotable esperando infructuosamente a que ella aceptara subir... La colcha, las mantas, ovilladas a sus pies, cunado recuperaba el estado de vigilia, eran testigos de la excitación que la podía embargar. Al final, truculentos y curiosos, los fantas creados tan febrilmente eran ma´s soportable que aquella incógnita real, rodeada de una sórdida cercanía (...). (pág. 73)

Reconozco que otro relato, Los indiferentes, consiguió lo que mi detestado Antonio Muñoz Molina expresa tan bien en un artículo, por otro lado tan petardo, sobre Henry James: "He terminado de leer The Other House y me he quedado un rato con el libro en las manos, sin hacer nada, dejando que la novela cale en mí (...)". Eso no es fácil amigos, no tanto por mi subjetividad versátil sino porque hace falta tener talento y algo de oficio para arrancar de tan grosera materia, como lo que en principio solo parece un desorden psicólogico, conocimiento sobre la condición humana. Un relato a ratos triste, a ratos espeluznante, que lo deja a uno frente a ese abismo al que solo se accede así, con la mirada perdida y los pensamientos, ausentes.



En realidad todo esto había empezado antes, una mañana después de aplicarme la loción sobre la cara y devolver a su sitio los útiles del afeitado; en lo que me giraba para alcanzar la toalla, en uno de tantos barridos involuntarios de la vista sobre mi propia imagen, me vi inmovilizado y atraído por el fulgor en mis ojos de otra inteligencia, más poderosa y penetrante que yo, que me vigilaba y escrutaba por entero. "Te conozco, te veo y estás en mis planes", parecía decirme. (pág. 107)


Como suele decirse de los relatos de las colecciones como la que nos ocupa, "no todos rayan al mismo nivel". No estoy yo muy a favor de que me cuenten la misma historia ni espero que todas tengan el mismo alcance y profundidad. Mucho menos que la recepción sea la misma. Lo que sí valoro es la intención y la capacidad que se encarne en inconformismo: es mi particular idea de lo que hace valiosa la creación literaria, entre otras características, al menos eso. Y la ejecución, salvo alguna expresión que por las particularidades de mi propio idiolecto rechazo, es, en mi opinión, notable. 

Dicho esto, hay algo de los cuentos de González Ascanio que me molesta con frecuencia: su prosa, que dista de ser barroca y que logra comunicar con eficacia, tiene el defecto de que se emborrona con términos y expresiones que no concuerdan bien con el tono general de la narración. Puede ser ese adverbio terminado en -mente, o ese palabra como "microclima", o esa expresión como "acabar entre rejas". Cosillas que van molestando, como si tuviera en mi cabeza un sismógrafo que me alertara de esas irregularidades tectónico-estilísticas.

Además, en algunos cuentos ultracortos, me asalta la duda no solo de que no sea esa extensión lo que necesite el relato, sino de algo peor, como la pereza o la inconsistencia, o como el estímulo fulgurante que pronto se agota cuando se transcribe. Cierta incompletitud que, a veces, me resulta frustrante y, otras veces, decepcionante.

Resulta evidente que para escribir bien, hay que leer bien. Y ese leer bien comporta no solo cierto orden mental y predisposición al aprendizaje sino también saber escoger buenas lecturas. Historias de amor y  crueldad ejemplifica cómo un autor marginal (en cuanto a su popularidad) aúna la técnica y la originalidad en el enfoque, a pesar de los defectos señalados, para escribir historias que inquietan y amenazan, que empujan al lector/a fuera de la convención, de la frase hecha y de la historia habitual, incluso fuera de lo que se puede esperar de una historia corta con final sorprendente, ese típico golpe de efecto final que se supone que le tiene que impactar a uno. Como si fuera así de sencillo.

Esto vuelve a traernos al asunto ese de la promoción personal, de la presencia en la esfera pública vía relación privilegiada con los medios de comunicación y el otorgamiento de premios literarios institucionales, cuya utilidad y justificación están por demostrar. Eduardo González Ascanio merece un respeto literario por este conjunto de cuentos (que según se lee son recopilación de publicaciones en blogs, revistas y donde aquí te pillo aquí te mato). Se lo merece mucho más que otros más populares que nos atormentan día sí y día también en los medios. Lo digo incluso en contra de su opinión, en la que ensalza a escritores que no están a su altura. Ni mucho menos. 








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