Mientras tanto, y barridas del mapa las esperanzas de regeneración política, de participación ciudadana o de deliberación creíble en las instituciones, medios de comunicación y sociedad civil, el mundo sigue girando a una velocidad inaudita hacia quién sabe qué confines del universo y, a su vez, se siguen celebrando, pese a todo, Ferias del Libro con gran éxito de público y atención mediática, sobre todo aquellos que siguen las aventuras youtubianas de sus influencers favoritos. Las editoriales siguen publicando como si no hubiera un mañana, y, en este mundo de saltos tecnológicos cada vez más gigantescos y siniestros, el libro sigue siendo un producto rentable, por lo que parece.
Por razones no demasiado oscuras, el fenómeno de la presentadora de telediarios metida a escritora ha mutado al de cantautor famoso metido a poeta y, últimamente, al de influencer con miles, centenares de miles de suscriptores metido a... lo que sea mientras esté encuadernado. No culpo a las editoriales: ya tienen la promoción hecha, y lo que se ahorran lo pueden destinar los directivos a promocionar escritores más difíciles (jaja) o a invertir en propiedad inmobiliaria, ahora que suben los precios de nuevo, a bonos del Estado o a lo que les pete.
No nos quejemos demasiado, ese público comprador nunca habría leído poesía ni bajo tortura ni tampoco se habría acercado a la obra de los clásicos, sean los que sean. Dejemos que la gente haga y compre lo que quiera, y no entonemos jeremiadas por la falta de cultura irradiadora que nos hace mejores personas y todas esas tonterías. Es la que llamo la falacia de la cultura, aquella por la que se empeña en afirmar lo anterior a pesar de tener a toda la historia de la humanidad en su contra. La cultura te puede hacer más refinado, si se quiere, según los valores de la sociedad de que se trate, o puede constituir una forma de distinción, como dijo Bourdieu. Si hiciera o pretendiera hacer mejor persona, se superpondría a la disciplina de la Ética, y me temo que nunca ha habido el menor peligro de que así suceda. Basta ver los tejemanejes de la industria cultural, las críticas del personal de los suplementos de cultura, las declaraciones públicas de Sánchez Dragó o de cualquier concejala de Cultura para hacernos una idea.
Y ahora, la reseña de:
LalaZ, de Guillermo Alemán viene precedida por una crítica entusiasta de Eduardo García Rojas en su blog El escobillón. Más entusiasta de lo que el normalmente entusiasta Eduardo García Rojas suele ser. Lo que demuestra su entusiasmo, sin duda. La gente entusiasta suele estar llena de energía y vitalidad, lo que constituye un ejemplo para todos aquellos que los conocen, que no es mi caso. Así pues, dicho entusiasmo me motivó a leerla, por ver si teníamos algo extraordinario en esta nuestra comunidad no formateado por los medios de comunicación y sus grupos editoriales.
La novela, distópica por más señas, relata un futuro posnuclear en la isla de Tenerife, concretamente en lo que queda de La Laguna y de Santa Cruz. Se percibe a lo largo de la lectura, desde el título mismo, constantes referencias y alusiones irónicas y sarcásticas políticas y sociales, algunas de las cuales solo tendrán significado para los laguneros. No me quejaré de estas, por muy localistas que sean. Algunas tienen gracia, incluso. Otras poseen un tono sentencioso poco satisfactorio que a veces cansa.
Lo cierto es que el autor logra con facilidad imprimirle verosimilitud a la narración, con diversos personajes bien caracterizados, aunque no sea capaz de elaborar, al menos en una primera parte, un nuevo mundo original, dado que como solución a la incipiente reconstrucción social no imagina otra cosa que una dictadura flanqueada por una Iglesia. No digo yo que sea bastante probable que eso pudiera ocurrir tras una catástrofe civilizatoria, pero, literariamente, a estas alturas, a uno le gustaría encontrarse con alternativas diferentes a la soldadesca y al cura, del tipo que sean.
Además, hoy he venido a hablar también de los canarismos y del registro coloquial y vulgar:
Va hasta el vestidor y escoge el traje de gala, un ajado uniforme gris con correajes negros y botas lustradas de caña alta, y con un escudo en el bolsillo izquierdo de la pernera cuyo emblema combina un águila negra, un yugo y un haz de flechas, todo ello firmemente atado al inconsciente colectivo con un nudo gordiano tan complejo que ya nadie recuerda si perteneció a reyes, a falangistas o a generalísimos. Tampoco Eladio Alfonso. Él solo ve en la simbología del fascio lo mismo que tantos enajenados vieron a lo largo de la historia: emperadores romanos, trompetas de la muerte, legiones en formación y la verdadera dimensión de su cobardía, de la que trataban de escapar soñando con la grandeza de un hombre frente al resto de los mortales. Eladio Alfonso se ajusta el traje y la pistola a la bandolera, pero es al coger la fusta y golpearse en las botas cuando realmente siente todo el poder de su inseguridad. Y baja las escaleras de la torre con la perplejidad mutada en venganza. (Pág. 52)
-Ah, la corona... ¿Verdad que es bonita?
El Josema se queda alelado.
-Bonita, dice... Es la cosa más alucinante que he visto en mi vida -responde al fin, mientras se hinca un lingotazo para no aturullarse con las palabras-. ¿De dónde la sacaste?
-De la catedral, compadre... Tenías que haber visto cómo está aquello allá abajo. Yo no sé qué pasó, pero alguien la voló por los aires, pero claro, como tú estabas durmiéndola, ni te enteraste. Te pasas media vida con la juma encima y no te enteras de nada...
-¡Cállate, coño, que pareces mi vieja! -y adiós a la trascendencia y a la comprensión universal en cuanto el Fatiga le menta su adicción al alcohol.
-¡Coño, encima te mosqueas! ¿Pues sabes una cosa?, pa que te enteres, hoy terminó el ciclo de lluvia ácida, así que no sé qué coño haces con el vaso en la mano. Si piensas que voy a seguir aguantándote colocado como un gufo y haraganiando por ahí otros seis meses, estás aviado.
-Joder, ahora pareces mi mujer... Además, no ha parado de llover.
El Josema asiente, enfurruñado. (Págs 63-64)
Eladio Alfonso piensa que, desde luego, estos hablan como si tuviesen una biblia apocalíptica en la boca, y que si lo hubiese sabido antes ni báculo ni mitra, que al Perro palo, que luego se te sube a las barbas y te monta un sarao con acólitos epistemológicos que no hay quien los entienda (Pág. 80)
El Fatiga entra en la cueva estirando los huesos y con el lomo erizado. Tiene frío y está aburrido. Piensa que ya es hora de que estos hayan apalabrado y volver pa casa. Se acerca al Josema, que tiene un tufo a vino peleón que no veas, para intentar despertarlo, pero el Josema tiene una turca de campeonato y no hay quien pueda con él. Luego va hasta donde está el Pinocho, que tirado en el catre, parece que no es que no ronque, sino que no respire, inerte en medio de un charco de pota carmesí. Lo agita hasta que su piel se vuelve púrpura. Está caliente y suda. Sus tejidos van del violeta al magenta, del rojo cardenalicio al canelo-marrón, pero el Pinocho no respira jarto de humo de tetrahidrocannabinol con estramonio al diez por ciento. Al Fatiga le da igual. Tiene hambre. (Pág. 92)
Estos ejemplos muestran, de forma simultánea, lo bueno y lo malo que tiene el idiolecto del autor. Introduce, o más bien, escribe, sin problemas y sin complejos abundantes canarismos y expresiones populares (no siempre específicamente canarias o tinerfeñas) en el texto. Uno lee con naturalidad, con la familiaridad que produce (la mayor parte de las ocasiones) un habla cotidiana y con la extrañeza que suscita encontrarlas en un texto literario. En todo caso, habría que preguntarse si los canarismos son siempre índice de habla popular o coloquial o si forman parte de la lengua culta o elevada. Aquí ya nos encontramos con un problema, pues ¿quién define lo que es culto y lo que no, de lo coloquial entendido como un habla vulgar? Podríamos intentar, tentativamente, que lo culto no es lo que necesariamente hablan las clases altas o las personas con estudios, sino términos específicos de una rama del saber, cualquiera que sea, validada académicamente, o, también, conceptos que definen con precisión, en contraposición a un habla cotidiana, normalmente (en)fática y repetitiva que valora más (que no absolutamente) la emoción que la precisión informativa. También puede ser habla coloquial y no vulgar, pero en cualquier caso carecen ambas de la reflexión y del cuidado con el que se utiliza tanto científica como literariamente.
Así, Guillermo Alemán, a través del narrador omnisciente, emplea a veces un registro coloquial; otras, uno vulgar y finalmente otras, culto. El registro coloquial y vulgar no se vehiculan solo a través de los diálogos entre personajes sino en la misma narración. Podríamos pensar, entonces, que la narración en la que intervienen los personajes que hablarían en tono coloquial/vulgar se realiza en esos registros como una manera de concordarlos. El caso es que, aun aceptando esta posibilidad, no siempre ocurre así. Los registros se alternan, me parece, arbitrariamente, cuando quizá el autor se deja llevar, tal vez, por la emoción de la escritura y por la avalancha de las palabras. En ese sentido, su acierto, que es el de normalizar el uso de vocablos canarios en una narración de un canario ambientada en una isla canaria se ve empañada por aquella falta de criterio que perturba la lectura. Llega un momento en el que el registro coloquial, que no es necesariamente equivalente al uso de canarismos (cuya densidad quizá se vuelva exagerada), lo ocupa todo, y la novela se resiente por ello.
Un ejemplo: si nos cuentan que a un amigo "le dio un jamacuco", que es palabra de registro coloquial o incluso vulgar, la información que nos llega es que algo le ha pasado, puede ser que incluso se haya desmayado. Como efecto literario puede servir, claro, para caracterizar a un personaje mediante su vocabulario, como efecto de contraste de idiolectos o incluso con efecto cómico, etc. Sin embargo, tendríamos que recurrir a otro registro para saber si fue un mareo o un desmayo a consecuencia de una hipoglucemia, o si sufrió un ictus, etc. Además, la profusa utilización de ese registro hace caer al autor en frases hechas que se repiten continuamente y que cansan por hueras.
Escrito lo cual, la novela se deja leer bien, con una trama repleta de acción y de aventura, con buen sentido del ritmo narrativo, pero a la que no le hacía falta, en mi opinión, el recurso, llamémosle Z, que se introduce a partir de la página 96 y que no le suma originalidad a la historia. Ya era bastante distópico por si solo ese Tenerife posnuclear para introducir ese elemento (que no quiero revelar). Supongo, en cambio, que a los amantes del género les regocijará y disfrutarán, al igual que el autor, de la perspectiva de una civilización (o isla, o ciudad) machacada y reducida a escombros con bastante sangre por encima.
Reconozco que a mí esa transcripción del "habla popular" me incomoda, literariamente hablando, leerla. Creo que es precisamente porque es popular, porque la reconozco, aunque no tan exagerada. Y ese reconocimiento será, tal vez, lo que me incomode, no sé si la exageración. Es como cuando en el teatro no sabes si es representación o es realidad lo que está pasando allí, que empieza uno a estar incómodo, inseguro de la posición de espectador. En este tipo de textos tan coloquiales me pasa lo mismo. Cuando leo parece que apetezco ese distanciamiento del texto de mi realidad propia. Pero escribiendo esto me doy cuenta de que tengo un conflicto entre si admitir que cuando leo quiero sentirme "elevado" por la lectura y que lecturas que remedan el habla del populacho me hacen sentir incómodo y las considero,no sin cierto elitismo, chabacanas; pero al mismo tiempo tampoco es que rechace ese populerismo, soy un fan incondicional de Pepe Monagas. Concluyo que es trabajo del escritor manejar con sabiduría estos elementos, hacerlos presente pero sin exagerarlos que pueden terminar por resultar paródicos. Otro escritor que abusa, a mi juicio, de este populerismo es Victor Ramírez, pero para mi gusto, don Victor se inventa un populerismo propio, lo que lo sigue manteniendo dentro de su propio ámbito creativo, el lector no se identifica con él, simplemente así es como hablan los personajes del libro.
ResponderEliminarYa se puede hacer un pequeño listado de obras de distopía futura ambientada en canarias: la de JR. Tramunt, la de Jonathan Allen (alguna de las narraciones de un libro de cuentos suyo), una de Gerardo Pérez Sánchez, y esta. Ya solo faltan las ilustraciones de Jorge Leal (jorjadas) Por cierto, en la última de las novelas de Schmidt menciona Canarias como posible refugio de algún patrimonio cultural de la humanidad frente a posibles apocalipsis mundiales.
Al fin y al cabo, ya hace mucho tiempo que se chamuscó la idea de que las novelas debían "reflejar la realidad". La novela, cualquiera, es autorreferencial a la vez que se basa en el mundo humano (cómo no). Por eso, no creo que un autor debe empeñarse en que sus personajes hablen como habla la gente 'normal' como si fuera un objetivo en sí mismo. Todo tiene que tener una intención estética y narrativa, por supuesto. Sin embargo, me parece bien la intención de no evitar 'canarismos' por el simple hecho de serlos si el autor creyó que eran los términos que más se adecuaban a lo que quería expresar. Respecto del listado de obras distópicas, quizá podríamos añadir la indigesta 'Evanescencia' de Manuel Almeida (https://polillasalanochecer.blogspot.com/2017/12/evanescencia-de-manuel-m-almeida.html).
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