lunes, 19 de diciembre de 2016

'Vs.', de Sergio Barreto

Antes de comenzar con esta reseña, creo que es obligado hacer un reconocimiento a la gente que se dedica a escribir: el esfuerzo de darle a las teclas para formar palabras y frases durante cientos (miles) de páginas con la voluntad de crear una historia. Hasta al peor de los escritores/as debería concedérsele el mérito que supone ese desempeño, cuyo resultado carece, en muchas ocasiones, de valor artístico alguno. Digamos que esa es la base de cualquier blog de reseñas, y a partir de ahí, de ese reconocimiento, puede comenzar la crítica. 

Esta novela, Vs., ganó el premio Benito Pérez Armas (de la Fundación Cajacanarias), de rancia raigambre en Santa Cruz de Tenerife, sobre todo por el premio, que es de 12.000 euros. El jurado estaba compuesto por Juan José Delgado, Juan Cruz Ruiz, Juan-Manuel García Ramos, Nilo Palenzuela y Cecilia Domínguez. Casi nada.




Bien. Comencemos señalando que en Vs., al menos, hay una historia. Podría no haberla. Ojo, que no desdeñaría que el virtuosismo o la singularidad de la forma nos absorbiera de tal forma que la trama fuera lo de menos. No es este el caso. Alabemos al menos como una virtud que el autor tiene algo que contarnos.

Pues bien, en la novela se narra que, a la muerte de su antiguo jefe, Viejo Araña, cuatro ex-empleados, que también eran amigos entre sí, se reúnen después de siete años para meterle mano a sus pertenencias. Según se infiere, era un individuo detestable. Como prueba de ello se cuenta que mató a su caballo, Obsidiana, por capricho, en un acto de brutalidad irracional. Este grupo salvaje no encuentra nada a lo que echar mano en esa casucha ruinosa llena de basura. Eso sí, se llevan su coche y unos uniformes que encuentran en unos cajas en el cobertizo. Así se pasan 29 páginas de las 200 que tiene la novela, y buena parte de mi paciencia. Esos cuatro personajes son el propio narrador, Mediacara, Marcelo y Octavio. El narrador no tiene nombre, pero tampoco nos importa; Mediacara es un tipo con la mitad de la cara quemada (lo pillan, ¿verdad?) y en los estertores de la novela también se dirigen a él por su verdadero nombre, Aldo; Marcelo es, también, "nuestro indio" (un nativo de esa llanura muy polvorienta, desolada y tal, llamada Cicatuac de pretensiones míticas) cuando el narrador se cansa del nombre, aunque a partir de la pág. 70 les sirve Polaco o Polaquito; y luego está el líder carismático weberiano, el tal Octavio, al que el narrador, al parecer, le profesa una secreta admiración, ya que no para de denominarle como "nuestro tipo duro", "nuestro cowboy" o "nuestro vaquero". A veces, incluso, por su apellido, Vargas. Cuando digo que no para, es que no lo hace. Se ve que el simple nombre "Octavio" no caracterizaba al personaje, así que Sergio Barreto decidió transferir al narrador-participante de la historia la pesada tarea de la connotación. ¿Cargante? Pues sí.

Sigamos. Como no encuentran nada de valor, salvo el coche (un Mercedes, dato vital) al que llaman Obsidiana (como el caballo), y cuatro uniformes militares, se plantean dudas existenciales. Sin embargo, como Marcelo ha creído recordar que en un puticlub (el Cráter) el dueño invita a los soldados, pues nada, deciden marcharse a ese lugar a aliviar sus frustración de ladrones sobrevenidos. Sergio Barreto, que también (o sobre todo) es poeta, debe de ser admirador de Kavafis, pues como ese lugar está donde Jesús perdió la sandalia, la tropa siempre está en camino y les pasan cosas terribles durante el viaje, que les recuerdan cosas del pasado, les revelan dimensiones hasta ahora ocultas de su personalidad y tal. Un bildungsroman breve, un On the road cortito sin Dean Moriarty, que todo no puede ser.

La novela, sin embargo, salvo ocasionales destellos, aquí y allá, normalmente relacionados con algún estallido de violencia (uno sospecha que precisamente esa violencia se inserta para que uno no se rinda al tedio e ice la bandera blanca), va aburriendo cada vez más, cada vez más deprisa. Porque hay algo de impostado en toda ella: la llanura, de telón de fondo telúrico en plan es un personaje más, los protagonistas que pululan por ella, los diálogos y el monólogo interior del narrador... Hasta la trama misma nos parece sucedánea, como el trasunto de otras tramas ya leídas. Como la colonia vieja de la que nunca decidimos desprendernos. Así, uno parece oler un poco de Meridiano de Sangre, otro poco de Viaje al fin de la noche, otro poco más de Bailaré sobre vuestras tumbas, y ya, si nos entusiasmamos, El corazón de las tinieblas. Pero no se exciten demasiado, es un olor desleído, fermentado, que no atrae sino que repele.

Lo peor de todo, propio de las novelas quiero y no puedo, ocurre cuando el autor se pone filosófico y les hace decir a sus personajes (en este caso, el narrador) tonterías de adolescentes en camino hacia su primer coma etílico:


El bourbon formó un pequeño charco bajo la lengua que, una vez en descenso por el esófago, ardió para inundar el estómago como si fuera napalm. ¿Vale la pena morir por esto?, pensé, pensando, a su vez, en Viejo Araña y su alcoholismo irredento. Por supuesto que vale, siempre vale la pena morir por algo, aunque se trate de una gilipollez, me dije, sí, sí que vale la pena, confirmé para mí, al fin y al cabo hay gente que la diña por nada, que desaparece y se funde a lo que son, a esa niebla contra la que han luchado a lo largo de su vida.


Aunque mi forma de pensar contradiga a la todopoderosa sabiduría de los anuncios nunca me ha gustado conducir. Además soy un borracho. Ir trompa y tener el poder de varias toneladas de chatarra que circulan a toda hostia y con cuatro tíos dentro cuyas vidas dependen de la destreza de un trompa, aunque pueda transmitir, en un  primer momento, sensación de poder; luego eso, la sensación de poder, se va al garete y queda algo así como vacío y miedo y una idea de responsabilidad demasiado grande para un borracho. Uno se funde con el coche. Forma parte del cacharro y, de algún modo, pierde un poco de humanidad. Se convierte en la única pieza verdaderamente frágil.

Otra cosa que saca de quicio es que este narrador innominado expresa esos pensamientos de soledad de fin de año con un lenguaje que a veces es lírico-pastoril y otras propio de un empleado de matadero (su actual oficio). Por qué, hombre, por qué.


Se trata, el Cráter, de uno de esos locales con rótulos de neón en la fachada y enormes gorilas con cara de gilipollas en la puerta. (...) Las rameras que desfilan por el Cráter son capaces de hacer lo que sea por dinero. Desde dejarse prolapsar el recto con succionadores hasta montárselo con un equipo de fútbol. Por un puñado de billetes llevan a los clientes de la mano hasta habitaciones forradas de terciopelo rojo.

Además, dispone, porque sí, de un vocabulario y de conocimientos superiores a los de sus compañeros. Incluso, en repetidas (demasiadas) ocasiones, se disculpa por ello, no fuera a ser que lo tomáramos por un mindundi pretencioso. Sin embargo, algo no cuadra: ¿Terminó la EGB? ¿Se matriculó en la Universidad en Ingeniería de Minas? ¿Era lector autodidacta? ¿Veía Saber y Ganar? ¿O era la vida salvaje del llano que le había otorgado infinita sabiduría y las respuestas del Trivial? El llano llanea, seguro. Nada se explica, sin embargo, sólo se nos dice que fue empleado del muerto (al que odiaban mucho) y que ahora trabaja matando vacas, lo que le embrutece, y tal. 

Bueno, la novela avanza o lo que sea y tras algún episodio gore, surgen más reflexiones sobre la vida, la muerte, sigue pasando alguna cosa que otra, después algún giro inesperado, más sangre, luego el sexo, más consejos prudenciales por si los echábamos de menos, tampoco falta la crítica al capitalismo, venga el llano otra vez, etc. 

¿Que si hay cosas buenas? A veces, alguna descripción no nos hace bostezar y, en cambio, nos permite entrever ese mundo eternamente salvaje y polvoriento. También, cuando el autor (o su alter ego) se olvida de sí mismo, la narración se vuelve, incluso, interesante. Dura poco, pero son bosquejos de algo que, a pesar de no ser nada original ni profundo, podría haber sido una historia pasable con un poco más de estilo, con personajes mejor delineados, con algo más de concentración

No todo tiene que ser original ni profundo.

Conclusión: no digo yo que no haya lectores a quienes les pueda entretener (lo que no es poco), pero, a un servidor, los descansos en la lectura se le hacían cada vez más largos y urgentes. Me pregunté, lo confieso, en este temprano estadio de mi ejercicio como reseñador, qué necesidad tenía yo de leer novelas así, si no me estaba "devanando a mí mismo en loco empeño". Esa debe ser, a buen seguro, la periódica ordalía de los críticos profesionales, quienes a partir de ahora me suscitan genuinos sentimientos de compasión (solo un poco). Me planteé en serio dejar la novela a algo menos de la mitad y darla por terminada, porque, ¿qué más podría pedírseme? A pesar de todo, tozudo como un llanero de Cicatuac, decidí continuar porque creí que sería más honrado publicar esta reseña si me la leía entera.

 No tiene por qué volver a ocurrir.

El jurado del premio Benito Pérez Armas declaró en la concesión: "Ha nacido un narrador". Mi conclusión de Vs., sin embargo, es otra: una novela con evidentes fallos de estilo, cuya trama se sostiene a duras penas, con lagunas, y que, en todo caso, parece hecha por alguien que está orgulloso de los muchos libros que ha leído y de toda la música que ha escuchado, y quiere que los demás lo sepan. 

Si este es el parto de Sergio Barreto como narrador, muy prematuro nos ha salido.


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