lunes, 5 de diciembre de 2016

'Todo fluye', de Vasili Grossman

Cuando terminé de leer la colección de relatos que venían al pelo de González Déniz, me sentí preso de un humor desagradable, de una opresión en el pecho que, quizá, sólo podría explicarse por la tortura a que voluntariamente me había sometido. Así, deseoso de librarme de aquella sensación de farsa, pensé combatir el fuego con el fuego, y me abalancé sobre un libro que dormía desde hacía casi un año en la estantería de libros abandonados (que es la misma que la de recomendados): Todo fluye, de Vasili Grossman.

Magia: al poco de adentrarme en esta novela de rusos y de judíos, de judíos rusos y de rusos judíos, de confidentes, de presos en Siberia y de científicos arribistas, de Stalin y de todo ese mundo de ayer, aquella angustia desapareció. Aquí sí había personajes, y diálogos de verdad, y las miserias de la naturaleza humana, y sus virtudes. Y un escritor detrás orquestando todo esto. 


Y una traductora, claro (que aquí pocos sabemos ruso): Marta Rebón.









Nikolái Andréyevich espera a su primo, Iván Grigórievich, que lleva media vida en un campo de prisioneros en Siberia por sus opiniones políticas e intelectuales. Él, en cambio, ha medrado en su carrera como científico, sobre todo en los últimos años de Stalin, aunque no sin un precio, el respeto de sí mismo por haber participado en discursos y firmado manifiestos a favor de las deportaciones y penas de muerte. No fuera a ser que le tocara a él:



Y ahora, de repente, Nikolái Andréyevich recordó que había tenido dudas. Sólo fingía que no las tenía. De hecho, aunque hubiera estado convencido en el fondo de su alma de la inocencia de Bujarin, de todas maneras habría votado a favor de la pena de muerte. Le habría resultado más cómodo no dudar y votar, así que había fingido ante sí mismo que no tenía dudas. Y no había podido dejar de votar porque creía en los grandes objetivos del Partido  de Lenin-Stalin.

La llegada de Iván destapa toda su vergüenza reprimida, expone la verdadera dimensión de su cobardía, que, como cualquier otro rasgo humano, tiene sus propios matices de miserabilidad:



Sí, sí, había pasado la vida inclinándose, obedeciendo, con miedo al hambre, a la tortura, a los campos de prisioneros siberianos. Pero también había habido otra clase de miedo: el de recibir caviar rojo en lugar de caviar negro. y por aquel vil miedo, el miedo del caviar, fueron sacrificados los sueños de juventud de los tiempos del comunismo de guerra. Era preciso no dudar, votar sin miramientos, firmar. Sí, sí, el miedo por el propio pellejo y el miedo a perder el caviar negro habían alimentado su fuerza ideológica.

El miedo del caviar... Sería fácil hacer una traslación en clave española a cómo se han vendido tantos artistas (e intelectuales) por una sinecura (sí, los mismos que después nos dan lecciones de moralidad), pero para qué. No siempre salimos airosos de las disyuntivas morales con las que nos desafía el mundo. Quién se escaparía del látigo, si nos dieran justo lo que merecemos. Cómo si no, tantos de nosotros hemos intercambiado una dulce y mediocre vida de clase media por la ignorancia de la política. Cómo si no, hemos transigido con los desmanes de nuestros políticos profesionales durante tantos años.


Sigamos. Algo tiene la cita anterior que recuerda a La muerte de Iván Ilich: la misma hondura, la misma nostalgia no tanto por los actos como por las omisiones, el virtuosismo en la narración, donde no sobra una palabra y en donde tan fácil es incurrir en un patetismo egocéntrico. En el contexto del régimen soviético bajo el mandato de Stalin, la persecución a los judíos y a los (posibles) desafectos al régimen manda a millones de personas a los campos de Siberia o a la muerte. "Reclusión sin derecho a correspondencia" era la espeluznante manera de referirse a los condenados al pelotón de fusilamiento.


Iván se marcha de casa de su primo y viaja a Leningrado, donde vive su antiguo amor. Tras visitar los antiguos parajes familiares que quedaban reconocibles tras la guerra, se encuentra en la calle con su delator. Nada ocurre entre ellos, salvo que éste siente cierta vergüenza tras el encuentro... hasta que le sirven su almuerzo en un restaurante de lujo: su carrera prosperó tras la delación de su entonces amigo Iván y, posiblemente, de la de otros. ¡La vida sigue!


En cambio, Iván, se niega en su conciencia a condenar a los delatores, a los conniventes, a los firmantes de penas de muerte, lo que nos da una idea del contraste entre dos maneras de vivir el mundo, de elegir el mundo que querrían.


Porque, al fin y al cabo, son humanos:


Pero ¿saben qué es lo más repugnante en los confidentes y en los delatores? Lo que hay de malo en ello, pensaréis. ¡No! Lo más terrible en ellos son sus cosas buenas; lo más triste es que están llenos de cualidades y de virtudes. Son hijos, padres, maridos, amantes, cariñosos... Son gente capaz de hacer el bien, de tener éxito en el trabajo. Aman la ciencia, la gran literatura rusa, la música hermosa, algunos de ellos expresan con inteligencia y valentía su juicio sobre los más complicados fenómenos de la filosofía moderna y el arte. Entre ellos se encuentran excelentes, fieles amigos.

Y su culpa, sus acciones no provienen sólo de su mera voluntad. 



Sí, sí. Ellos no son culpables. Fuerzas de plomo, oscuras, los empujaron, millones de toneladas pesaban sobre ellos. No hay inocentes entre los vivos, todos son culpables: tú, el acusado, tú, el fiscal, y yo, que estoy pensando en el acusado, en el fiscal y en el juez.Pero ¿por qué sufrimos tanto, por qué nos avergonzamos tanto de la depravación humana? 

Vuelve a Moscú y encuentra trabajo. Se queda en una habitación, en la casa de una viuda, Masha, y su hijo. Tras un tiempo, simpatizan. Masha le revela su vida en Ucrania, como contable de un koljós en los años 30. El saber que él ha vuelto de un campo le urge a una especie de confesión. En Ucrania, El Estado, después de expulsar a los kulaks, carga contra los campesinos restantes y confisca todo el grano del campo: una condena en la práctica a los campesinos a morir de hambre. 



El pueblo gemía al ser testigo de su propia muerte. Todos gemían, no con el pensamiento, no con el alma, sino como las hojas que susurran al viento o la paja que cruje. Y entonces estallé de rabia: ¿por qué gimen tan lastimosamente? Ya no son hombres, y sin embargo emiten aquel grito lastimoso. Hay que tener el corazón de piedra para comer una ración de pan escuchando aquel aullido. A veces me voy al campo con mi ración, aguzo el oído: gimen. Me alejo un poco más, y ahí, ahí parece que no se oye nada; sigo avanzando, y de nuevo los oigo: es el pueblo vecino el que gime. Parece que toda la tierra gima junto con la gente. Pero si Dios no existe, ¿quién les escuchará?

Y, finalmente, tras el horror generalizado, la reconstrucción:

Cuando retiraron todos los cadáveres de las isbas, llevaron a las mujeres para que fregaran los suelos y encalaran las paredes. Lo hicieron todo como es debido, pero el hedor no se iba. Dieron una segunda mano de cal y rebozaron los suelos con arcilla, pero el hedor persistía. En aquellas cabañas no pudieron comer ni dormir, se volvieron a Oriol. Pero las tierras no quedaron abandonadas, naturalmente, eran tierras muy ricas.


Las delaciones, las deportaciones, las deskulakizaciones, las ejecuciones, el sufrimiento, la pérdida de dignidad, el hambre, y la muerte, todo justificado en nombre de la patria soviética, del paraíso de los trabajadores, de Stalin. La forja del hombre nuevo en el yunque de una historia inapelable.



Había comenzado entonces la construcción de un nuevo Estado sin precedentes en el mundo. Sacrificios, crueldad, privaciones: nada de eso importaba, porque todo se hacía en nombre de Rusia y de la humanidad trabajadora, en nombre de la felicidad del mundo obrero.


Podría ser esta simplemente un relato más de los horrores soviéticos y estalinistas, que también lo es, pero esa manera de contarlo, esa elección de palabras, esa construcción de frases, lo elevan a otra categoría. No estoy pensando en el arte en sí y el placer espiritual y tal, sino en la conmoción que nos produce sumergirnos en la humanidad y en el sufrimiento común a todos. Es una novela, en definitiva, sobre la libertad y sobre la esclavitud.  


Libertad, sobre todo.


Por último, y aunque me pese decirlo, el libro deviene en ensayo (aunque hecho pasar como el pensamiento del protagonista) en los últimos capítulos. Sobre Lenin y sobre la esclavitud milenaria de Rusia, que ha forjado el carácter de la nación. En su momento, imagino que escribir y leer algo así sería tremendo; la leche, vamos. Sin embargo, tras publicarse todo lo publicable sobre aquel periodo, parece difícil que hoy en día cause la misma impresión. Personalmente, hubiera preferido otro tipo de desenlace, quizá de más desarrollo vital (o decadencia) de Iván y de su primo Nikolái, de Masha... Si hubiera vivido en la época de su publicación (finales de los años 50, comienzos de los 60 del siglo pasado), probablemente lo habría preferido tal y como se escribió. En todo caso, parece evidente que el autor no me tuvo en cuenta.


No se puede contentar a todo el mundo.




(Al concluir esta entrada, recorro Internet y veo que Todo fluye tuvo reseñas elogiosas en El Cultural y en El PAÍS en 2008 y, posteriormente, en un par de blogs. ¡Cómo me gusta estar al filo de la noticia!)













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