lunes, 10 de abril de 2023

'El epitafio de los perdedores', de Andrew Szepessy

Tras la etapa radiofónica, confieso que ando más ocioso, con más tiempo para leer y para darles vueltas a las cosas, que no solo consisten en la aniquilación de los dueños/as de perros ladradores. Por un lado, echo de menos la emoción del directo, como suele decirse, y la colaboración de los compañeros, así como la posibilidad, por fantasiosa que fuera, de que de un programa de crítica literaria y cultural de esas características como era Polillas al anochecer germinara algo más grande en el futuro, independientemente de la audiencia que tuviéramos: no solo quienes bajaban los archivos de audio, sino también quiénes lo oían en casa o en el coche... He descubierto a posteriori quiénes eran algunos/as de esos oidores/as, y ha sido sorprendente.

 En cualquier caso, supongo que mi planteamiento, un tanto polémico, que no quiere ser "escaparate del talento" ni nada parecido, sino crítico, solo puede ser viable en radios o televisiones, digamos, alternativas y que por su poca capacidad de influencia no importen a nadie lo bastante como para que llamen para pedir el cese del programa o la expulsión del responsable.

Y aún así...

Lo que sí me resulta evidente ahora es que a mayor implicación en la radio, menos tiempo y energía me quedaban para escribir reseñas en el blog. Y viceversa: ahora que no tengo la atención dividida, más tiempo y ganas dispongo para leer y escribir. Quien no se conforma es porque no quiere.

En otro orden de cosas: a raíz del último libro de poemas de Pedro Flores (no se preocupen, pronto se convertirá en el penúltimo, si no lo es ya), también, cómo no, premiado (porque el mundo comenzará a venirse abajo si Flores no recibe al menos un premio al año), salieron en prensa las habituales reseñas elogiosas en las que su objeto, como siempre, es materia inmaculada, pura, perfecta sin el menor átomo de corrupción, poemario-serafín que vuela con gracia infinita arrojando saetas de sabiduría hacia nuestras almas ansiosas de trascendencia.

Como ya conocen mi opinión sobre estas reseñas, añado nada más que considero importante éticamente que el reseñador o reseñadora, sea cual sea la valoración final, aclaren el vínculo que les une al escritor: en caso contrario, si después uno descubre que, efectivamente, disfrutan o padecen de algún tipo de relación más allá de la del reseñador/a que lee poesía, podría darnos por pensar que dicha reseña estaba sesgada desde el principio, ya sea por interés, ya por amistad o animosidad. Por ejemplo, que el escritor o la escritora cuya obra se reseña sea amigo íntimo, pareja sentimental, compañera de la misma editorial/asociación, jefa en el curro, contacto en Darknet, etc.; o bien, némesis vital, enemigo desde el colegio, persona ofendida gravemente por algo que dijera o hiciese, y lo que se les ocurra. El público tiene derecho a saberlo.

A veces, me parece, y creo que a algunos/as de Vds.  también se lo parece, que pido lo impensable. De verdad: sólo creo pedir lo justo.




El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy (y, en la versión al castellano, de Esther Cruz Santaella) consiste, grosso modo, en 21 escenas del confinamiento en prisión del protagonista. La particularidad del asunto es que el libro (¿novela?) fue escrito sobre hechos ocurridos, según se lee al principio, "a mediados de la década de los 60", en una prisión de la República Popular de Hungría. A la sazón, en aquellas fechas, Hungría ya había pasado por su propia revolución antisoviética, había sido invadida por la URSS y seguía perteneciendo al Pacto de Varsovia (esta nota va dirigida al público lector joven, digamos nacido después de 2000, sólo por si acaso y no implica prejuicio).

Aunque jamás se devela la razón por la que el cronista se encuentra en aquella prisión, una de esas instituciones totales, cómo las denomina Erving Gofman, ni se nos proporcionan datos de sus circunstancias vitales, sabemos por alusiones que vivió (si no es que nació) en Inglaterra, en "el Occidente Capitalista". Para lo que nos interesa, el narrador cuenta sus experiencias en primera persona a lo largo de estos 21 capítulos, tanto sus reflexiones sobre acerca del modo en que afrontó ese periodo como los personajes, más o menos pintorescos, más o menos entrañables o sabios, con los que compartió presidio.

Ignorante este que les escribe de las vicisitudes de cualquier tipo de cárcel o encierro, uno no puede por menos de pensar si las circunstancias del encierro del protagonista-narrador se han idealizado, a pesar de alguna alusión a la violencia física de los guardias. Lo que más se pone de relieve es la inconsistencia de la propaganda comunista en relación con la vida de las personas, en general, y de los presos, en particular, así como el absurdo en que incurre, una y otra vez, la justicia socialista húngara, que nos tienta (no cae en esa tentación el narrador) para que le apliquemos, con razón, el sobado adjetivo de kafkiano. También, y quizá sobre todo, el aburrimiento, el tedio, que induce a que cualquier novedad sea saboreada y recreada con una intensidad inusitada.

Así y todo, la novela, por llamarla así, ofrece grandes momentos de intensidad narrativa, con una prosa eficiente, con brillantes metáforas o símiles que muestran, por momentos, a un escritor más que notable. Asimismo, hay descripciones, como la escena del girasol, que son bellas en grado sumo. También, como señalé, los personajes que ofrece a la vista del público lector es variopinta, y cada uno de ellos ofrece algo valioso que nos induce a meditar sobre el sentido de la vida y de la libertad y de la capacidad de resistencia ante situaciones adversas.


Era alto, un poco más de la media, delgado, sumamente bien proporcionado y estaba hecho un pimpollo. Tenía una tez clara e impecable, con ese tono cálido del albaricoque suele ser resultado de una vida entera pasada al aire libre. Lucía unos ojos azules danzantes y una mata espléndida de pelo blanco que encajaba tan bien en la bonita forma de su cabeza que siempre le resultaba favorecedora, daba igual lo sucia, despeinada o mal cortada que estuviese. Fuera, eso debía representar un auténtico golpe bajo para más de un joven varón que quisiera impresionar a un posible ligue con sus bucles modernos. Allí dentro, a todos nos flipaba ver cómo la melena natural de Mihály superaba la astucia incluso del más diabólico de los barberos de la cárcel. 

No importaba lo salvajemente que le asaltaran el pelo: la cabeza de Mihály siempre parecía como pintada; si le hacían trasquilones aquí y allá con una brutalidad arbitraria, el viejo acababa siendo el epítome de un peluquero de vanguardia; si le cortaban la cabellera, salía pareciendo el modelo de una masculinidad rapada; si pasaban de él, se convertía en el apogeo del tupido encanto bohemio. Su inmunidad al corte de pelo institucional nos permitía a todos echarnos más de unas risas (Pág. 42)


Karesz era un muchacho de campo que había aprendido a manejar buldóceres en el Ejército y se había superado a sí mismo al regresar a la vida civil y conseguir trabajo construyendo carreteras y derribando edificios. Tenía treinta y tantos años y era fuerte y fibroso, con las manos ásperas, poderosas y callosas de quien hace un trabajo manual duro y con los pómulos anchos y pronunciados de quien lleva la sangre de muchas generaciones de campesinos magiares.

Su familia, pese a que había trabajado la tierra durante siglos, nunca había sido propietaria de ningún terreno. Un pasado así se consideraba muy próximo al ideal en la Dictadura del Proletariado. Por tanto, Karesz había vivido, sin duda, mejor bajo el Comunismo o el Imperialismo Soviético, o como quiera que al final terminara llamándose, que bajo ningún otro régimen anterior.

Pese a que su pedigrí fuese el ideal, era evidente que su personalidad dejaba bastante que desear. Por naturaleza, tendía a dejar que fueran los demás quienes se preocupasen de abstracciones como el Socialismo Internacional, la Dialéctica Marxista, el Marxismo-Leninismo, la Inevitabilidad Histórica, el Glorioso Ejemplo de la Unión Soviética y demás. El prefería ponerse a hacer el trabajo que tuviese entre manos. Eso lo convertía en un buen ejemplo de Hombre de Clase Obrera, pero también lo dejaba en el último peldaño de la escalera del Partido; posición no carente de ventajas, claro, dado que le garantizaba una vida que, aun estando repleta de trabajo, por suerte, estaba al mismo tiempo exenta de incidentes y razonablemente libre de competidores envidiosos (Pág. 86)

 

Allí, alzándose sobre el follaje y las rocas, estaba el girasol más gigante que yo hubiese visto nunca. Su poderoso tallo subía y subía hasta que la cabeza sobrepasaba incluso el alto muro exterior de la prisión que tenía detrás. Su rostro colosal y amarillo relucía sobre la dolorosa claridad del cielo más azul de la más hermosa de las hermosas mañanas de verano. 

Peter presionaba suavemente hacia abajo. Yo empujaba con terquedad hacia arriba. Incapaz de mover un solo párpado entre ambos, los dos nos quedamos mirando la espléndida inmensidad del girasol. El guarda estaba fuera de nuestra vista y de nuestra mente. Pese a todas las ventajas de su rango, aquel pobre diablo nunca habría podido entender en lo más mínimo lo que estábamos haciendo nosotros en aquel momento. Ni aunque la rueda de la fortuna girase alguna vez lo bastante para permitirle ver el mundo desde nuestro punto de vista. Y es que ¿dónde iba a estar para entonces aquel girasol, el más precioso de todos los girasoles? 

Mientras tanto, sorbimos la vista de aquella flor celestial como colibríes que extraen néctar. Qué enorme, qué amarillo. Qué alto en mitad del cielo. Qué claro con el fondo azul. El más amarillo de los amarillos bañados por el sol. Rebosante de flores botón de oro, maizales y señoritas de extremidades morenas que apilaban heno secado al sol. Repleto de albaricoques casi maduros, maíz erquido y caballos relucientes, castaños, negros y alazanes. Saludándonos con las bendiciones del verano, el terreno fértil y la tierra inocente. (Pág. 209)

 

Los diálogos, además, están bien construidos, contribuyendo a perfilar a los personajes. Normalmente, a base de frases cortas, atinadas, nunca banales, con tomas y dacas dinámicos. Un arte este el de escribir diálogos que es más complicado de lo que parece.

Así pues, a pesar de un estilo engañosamente simple, la prosa de Szepessy en El epitafio de los perdedores no carece de hondura, precisamente, y las reflexiones de los personajes-convictos están muy lejos de ser majaderías o autoafirmación de masculinidad anabolizada como solemos ver en las películas norteamericanas o en cierta literatura negra, impregnada siempre de violencia explícita. Los vínculos de la camaradería, de la comprensión del sufrimiento de los compañeros de fatigas de esa prisión húngara, de la valoración por algunos personajes del momento vital que supone, a pesar de todo, la posibilidad de poner en orden sus pensamientos y su papel en este mundo no son irrelevantes para un/a lector/a de esta época en los que los fantasmas autoritarios tienen otro signo y otras excusas.

En definitiva, un libro recomendable, con momentos de intenso lirismo o de emoción, aderezados aquí y allá por acertados toques de humor, a pesar del sombrío contexto carcelario.


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