jueves, 7 de julio de 2022

'La penúltima lectora', de Elisa Rodríguez Court

Para comenzar de buen rollo, les escribo que si alguien me acusara de "dinamizar la escena cultural" de la ciudad (precisen Vds. el ámbito geográfico o administrativo-territorial que les plazca), lo más probable es que me mesara los cabellos, me rasgara las vestiduras y abandonara familia y posesiones para subirme a una columna en mitad de cualquier desierto. A mí lo que me gustaría de verdad es, ya puestos a desvariar, dinamitar la cultura para que de entre los cascotes y los fragmentos, entre el detritus y la quincalla pudiera aparecer algo que no fuera meramente institucional y desalentadoramente conformista.

Hablando de dinamizadores y también de gestores de esa cultura que se empeñan en hipostasiar, me parece que estar en todos los saraos y figurar en todas las fotos no significa más que haberse currado el don de la ubicuidad, facilitada por una agenda bien cargada de contactos. Otra cosa es que efectivamente se gestione y dinamice algo más que subvenciones públicas, que digo yo que también podrían arriesgar alguna vez parte de su propio capital. Es importante, además, que estos/as dinamizadores/as y gestores/as no olviden pagar a las personas con las que trabajan o colaboran. Lo digo porque en numerosas ocasiones, seguramente embriagados/as por los efluvios que brotan de tanta cultura, estos/as gestores/as tienden a la dispersión y al olvido de las necesidades de sus semejantes.

Ese es uno de los problemas del sector cultural, tal vez de gran parte de la economía canaria y española: la precariedad, la temporalidad y los bajos salarios (cuando se pagan), amén de la casi exclusiva dependencia de la aportación pública. Esto último provoca la aparición de especialistas en captar subvenciones y el casi inevitable clientelismo (tanto el clientelismo como la censura surgen también cuando se depende de entidades privadas, no obstante). Por no hablar de que esa dependencia en muchos casos coarta la potencialidad rompedora o subversiva de cualquier iniciativa cultural si la tuviera en origen, ¿pues quien quiere enfadar al político, al mecenas? Además, no es descabellado pensar que muchos de estos productos (llamémosles así) culturales no se idean primero (como inquietud personal o grupal, tal vez, con objeto de compartirlo luego con la sociedad) y posteriormente se busca financiación, sino que están concebidos para obtener una subvención. Vistos así, no es de extrañar que cualquier gasto (como el pago a terceros) se considere insoportable o, al menos, fastidioso. Lo malo de estas cosas es que que proyectos culturales a cargo de promotores/as honrados/as y sacrificados/as conviven con los anteriores y todo el sector queda así bajo sospecha.




Antes de empezar, quizá debería avisarles que soy muy amigo de leer mamotretos, salvo para reseñar (por la imperiosidad del calendario), y poco de libros de aforismos o, menos aún, de esa perversión llamada microrrelatos. Entenderán, entonces, que cuando descubrí que La penúltima lectora era una colección de textos breves surgidos tras lecturas literarias y entrevistas a escritores/as me sentí algo desconcertado. No obstante, lo sorprendente acecha a cada esquina.

Es probable que lo más sobresaliente de este libro (que no tiene intención de ser un conjunto de relatos, quizá ni siquiera de reflexiones, sino de un paseo, mediante la alusión y la cita, por algunos caminos literarios transitados por la autora) sea la constatación de las numerosas lecturas de esta. Es evidente que el elogio es, simultáneamente, un reproche, porque la autora consigue algo que en principio no resulta fácil: que las anécdotas y citas de escritoras y escritores fatiguen (pese a  la predisposición potencial del público lector) a pesar de la corta extensión de los textos.

Mi crítica va dirigida, sobre todo, al uso del lenguaje. Las frases tienen un aire de, si no hechas, sí sobadas. Falta, en lo que soy capaz de apreciar preocupación por el estilo, reflexión acerca del peso de las palabras. Es esa escritura fácil que reprocho tan a menudo por la que parece que algún demiurgo se ha apoderado de nuestra mente y todo lo escrito parece natural y maravilloso. Pero no. Algún pasaje escapa, aquí y allá, de este tono general mediano y previsible, lo que añade amargura a este análisis porque así se vislumbra lo que podría haber sido, tratados los textos con un poco más de cuidado. Tal vez, no se disponía de la capacidad para transmitirlo. A veces, suena a columna periodística (como R. Court alude en una entrevista a un periódico local): esa recurrencia (yo diría, más bien, caída) en el sentido y en el lenguaje común poco suele añadir al acervo del lector/a, que solo confirma sus supersticiones.


El sentido de la figura del finalista admite numerosas dudas, sobre todo en ciertos concursos donde intervienen editoriales y a los que se presentan escritores noveles. Dicha figura parece responder en diversas ocasiones a un invento con ánimo de lucro. Una maniobra dirigida a la promoción de la editorial y a la captación de escritores, sometidos luego a condiciones humillantes. También los finalistas muerden con facilidad el anzuelo. Les emociona haber arañado el premio y caen en la trampa: piden a la editorial la publicación de sus manuscritos. Quizá obtengan a cambio un descuento. (Pág. 27)


Suelo escoger obras literarias que me agarren y me remuevan, obligándome a mirar de frente. La literatura es para mí la mirada petrificante de la medusa. Necesito una buena sacudida, sentirme navegando en alta mar entre las páginas de los libros. Elijo privarme de la seguridad de un ancla enterrada en el fondo del agua. Leer ha de parecerse al instante en que entro en mi frío dormitorio y mi propio cuerpo muerto me coge del todo desprevenida. (Pág. 42)


Me horroriza la defensa de la instrumentalización ideológica del arte. Su alcance práctico incluye, en el ámbito de la literatura, el adoctrinamiento de los lectores como cometido de la ficción literaria. Una apuesta así, descabellada, me ha recordado un lamentable suceso ocurrido a Coetzee tras la publicación de su novela Hombre lento. (Pág. 50)


El arte no guarda relación alguna ni con ideologías ni con juicios morales. Sin embargo, las obras de numerosos artistas fueron y son vetadas por motivos ideológicos. Queda en el recuerdo la polémica desatada a raíz de una interpretación musical en Israel. La orquesta de Barenboim tocó un fragmento de una ópera perteneciente a Wagner, denostado por el Gobierno israelí. 

Prohibir la música de Wagner basándose en supuestas razones ideológicas del compositor mata al arte. Lo mata asimismo la expulsión de Céline del panorama literario. ¿Acaso la gente deja de ir a la peluquería o se inhibe de entrar en un establecimiento comercial porque las ideas de los propietarios difieren de las suyas? (Pág. 67)


Mi deseo de posesión, escribe Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso, se dispersa no sobre varios libros posibles, sino sobre todos los libros existentes. La adquisición de uno significa para él no un libro más, sino muchos libros menos. Les ocurre igual a lectores empedernidos. Observan asimismo el lado sombrío de sus lecturas: las que defraudan sus expectativas y las que se ignoran. En sus bibliotecas les esperan, no obstante, nuevos libros. Cualquier lector adicto suele tener a su disposición libros de sobra. (Pág. 93)


El mercado enaltece a numerosos autores iletrados. Otros son anunciados a bombo y platillo como un descubrimiento sublime. Se les considera el nuevo Marcel Proust, la renacida Virginia Woolf o el último Roberto Bolaño. Ellos, por su parte, carecen de escrúpulos y se vanaglorian de su capacidad para combinar el oficio de la escritura, fácil y rápida, con una vida social plena. (Pág. 103)


Sorprende su escritura de ritmo vertiginoso y cargada de sensualidad, la yuxtaposición de lo real, ficcional y onírico, y el rescate de lo esencial. También su inmersión en la naturaleza con cierta fragancia de Rulfo, sus conexiones con la narrativa, entre otros, de Kafka, Cortázar, Vila-Matas y de escritores japoneses como Kawabata y Kawakami. Con acertados giros inesperados, los desenlaces de los relatos cuestionan la ilusoria secuencia de los hechos. (Págs. 142-143)


Aunque no es solo el lenguaje, digamos la forma, lo que me causa este estupor siestero. Las reflexiones o conclusiones que suscitan tampoco me sorprenden ni me estimulan. Son previsibles, y más campanudas que llenas de sustancia. Hay, se nota, un interés de dotar de trascendencia a la literatura y a los/as literatos/as, pero me temo que el esfuerzo se torna baldío por la poca finura estilística de la autora, y quizá porque no dispone de la panoplia conceptual apropiada para las honduras que pretende sondar. Entusiasmo, eso sí, no le falta, pero no basta para las dimensiones de la empresa.

Así pues, aunque los pequeños textos de La penúltima lectora recogen citas y proponen reflexiones de raíz literario-filosófica es dudoso que susciten, a su vez, otras citas y otras reflexiones. Esto constituye para mí la prueba de su fracaso. Fracaso, entiéndanme bien, en el sentido que no logra prolongar las reverberaciones que aquella literatura suscitó en la autora y que tuvieron como consecuencia este libro. Esta impotencia es tanto más lamentable cuanto se percibe la cantidad de lecturas subyacentes y el esfuerzo para escribir los textos. No obstante, como alguna vez he subrayado, las energías gastadas no tienen por qué corresponderse con la calidad de la obra.

Por otro lado, este libro tiene la virtud, al menos, de ofrecer una gran cantidad de referencias literarias a los/as lectores. En algunos casos, puede suscitar la curiosidad o el interés por esta o aquella obra, por este/ o aquel/la escritor/a, lo que puede conducir a nuevas lecturas, y eso siempre está bien, por lo menos para Vds., que leen suplementos, blogs y artículos como el presente. En este sentido, Elisa R. Court puede habernos hecho un favor nada desdeñable. Muchos/as con más fama han hecho menos.

Por último: es difícil resignarse a ser solo lector/a cuando, por un sentimiento de verdadera generosidad, uno/a se ve impelido/a a compartir sus conocimientos y experiencias con los demás. Tal vez, es una posibilidad que me ronda por la cabeza, el crítico debería hacerse a un lado y dejar pasar textos como estos, semillas que flotan en un río hacia el mar. Promesas que no germinarán.



POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA





3 comentarios:

  1. Elisa Rodríguez Court7 de julio de 2022, 13:22

    Me quedo con las declaraciones de JM Guelbenzu ayer mismo: "En España los críticos literarios no saben de literatura".
    Es el problema de la actual democratización, por lo bajo, de la crítica. La verdad es que las supuestas reseñas que he leído tuyas - hace tiempo dejé de seguirte y esta vez te he leído por referirte a mi libro- me parecen un auténtico tostón.

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    1. Sin duda, tienes razón respecto de la crítica. Lo mismo podría decirse, claro está, de las/os escritoras/es.

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