Parece que estamos en racha con la literatura local: después de una feria del libro (decepcionante para unos/as, estupenda para otros/as) con su plantel de figuritas extraliterarias, por un lado, y de escritores/as de verdad, autores/as noveles y la mayoría con ínfulas, por otro, pronto llegará un festival (el enésimo) de novela negra a Las Palmas de Gran Canaria, que según dicen, se extenderá a otros municipios. También, un presentador de telediario nacional que no llegó a tiempo a la feria firmará sus libros en unos grandes almacenes, y Rafael-José Díaz se desplaza hoy (viernes, 10 de junio) también a nuestra isla para presentar su último libro de relatos, cuentos o como considere él que deben ser nominados.
Por otro lado, se falló el premio de poesía de Las Palmas GC y se lo concedieron a una señora de Venezuela, excelente poeta seguro. Internet, la globalización y el petróleo barato han provocado que las convocatorias de premios hayan abandonado su rancio y pueblerino arraigo local para convertirse en cosmopolitas brindis por la literatura, el arte, etc. Así las cosas, uno se pregunta cuál es el sentido de un premio dotado por el Ayuntamiento que puede ganar cualquier persona del mundo y cuya conexión con la localidad, en este caso con Las Palmas GC, no se requiere en absoluto. Es bastante posible que muchos/as de los participantes ni siquiera se molestaran en localizar en un mapa la ubicación de la ciudad. Entendería, aun con mi conocida reticencia a todos estos premios de juegos florales, que se crearan para dar conocimiento de poetas jóvenes, nuevos, no descubiertos/as, etc., ya fueran de la ciudad, de la isla, etc. Tal y como está planteado, la verdad es que no le veo el sentido.
En fin, vivan la poesía y la madre que nos parió, los centros irradiadores y los motores de desarrollo económico-cultural.
También, he visto publicado por ahí que Santiago Gil va publicar un libro. Pero no teman si no tienen hijos pequeños: es de temática infantil. Es posible que me equivoque, pero creo que es el único nicho de mercado en el que no se había introducido nuestro polifacético, celebérrimo y multipremiado escritor (me avisan de que no es la primera vez que escribe para tan tierno público, que conste). El talento, ya se sabe, se desparrama y se filtra por cualquier intersticio que se presente. Si no, recuerden las goteras que nos caen por culpa del vecino de arriba. Le deseamos la mejor de las suertes en su nueva empresa narrativa, que, a buen seguro, no será la última.
La novela de hoy, de corte autobiográfico, es Azulmadre, del escritor grancanario (de Guía, por más señas), Javier Estévez, cuya anterior novela, Días de paso, ya habíamos reseñado por aquel año pre-pandemia de 2018. Encima, de manera prudentemente elogiosa, lo que, lamento decir, es más bien raro. Es por lo anterior que, aunque sin ansiedad, había estado esperando su siguiente novela. Al menos, preguntándomelo cada cierto tiempo.
Azulmadre me recordó a Gilead, de Marylinne Robinson que, cómo no, también reseñé en 2018, justo después de la novela de Estévez, lo que no deja de ser curiosa coincidencia. Aquella Gilead y esta Azulmadre consisten en un padre que se dirige a su hijo, vástago que se convierte en excusa para que el narrador rememore su vida y los acontecimientos que le han conducido hasta el momento de la escritura. Es por tanto, y ya nos centramos en la novela de Estévez, un proyecto destinado a vertebrar una vida. Ya se sabe que los humanos tendemos a crear un relato coherente, como si realmente fuese una historia con etapas lógicas, por muy locas que pudieran haber sido, que desembocan en el yo actual. Así, claro, recordamos y dejamos de recordar de modo selectivo, subrayando, en parte de modo consciente, en parte, no, los hechos que consideremos hitos fundamentales o decisivos y dejando en el olvido otros menos importantes. Bien pudiera ser que fueran justo al revés, o que nuestra vida haya sido la mayor parte del tiempo una sucesión de tumbos sin rumbo ni control en que el azar ha determinado gran parte de los que nos ha ocurrido. O, por el contrario, que la libertad que creamos que hayamos tenido en nuestro discurrir vital no ha sido más que el disfraz ideológico (en esta época de individualismo a ultranza) de una trayectoria marcada por la clase, el lugar y la época. Así, la vocación "que se lleva en la sangre"; así, el tema tan de moda hoy del meritaje en sus múltiples variantes.
Si hay que criticar algo en la novela es que el lenguaje no siempre se mantiene al mismo buen nivel. Hay a lo largo de ella cierto uso superfluo de los adjetivos, como si dos fueran mejor que uno, y dos, mejor que tres. No digo que tengamos que ser avaros con la palabras como un accionista del Santander con sus dividendos, pero sí que usar, y aun menos abusar, del típico adjetivo con el típico nombre o el típico adverbio con cierto verbo ("amar perdidamente", sin ir más lejos) no solo no aporta nada, sino que empobrece. Es cierto que no es un rasgo definitorio de Azulmadre, ni esta mácula que señalo "la rebaja al nivel de su propia degradación", sí que no la deja descollar, no la deja elevarse hasta donde podría haber llegado con un poco más de cuidado, con un poco menos de prosa fácil o tal vez en este caso, prosa emocionada. También, con un corrector o correctora profesional, pero ya sabemos que en nuestras editoriales estos detalles son cosas de finolis, de gente pudiente.
Pongo aquí un ejemplo:
(...) Ella sufrió, que duda cabe, pero estoy seguro de que si Lita le encontró sentido a su vida nunca fue a través del dolor, sino tal vez del compromiso con su realidad, en la coherencia como forma de vida y en la fidelidad irrenunciable a sus principios. No era una mujer pesimista ni tampoco optimista. Durante las no pocas conversaciones que tuve con ella, jamás me habló del sufrimiento. Pero tampoco del bienestar o de la felicidad. No se lamía las heridas. Eso no iba con ella. Me gustaba su silenciosa trascendencia, que ella llamaba conversaciones con Dios. Adoraba oírla bisbisear las cuentas mientras rezaba el rosario o su concentración casi budista cuando tejía aquellas rebecas y abrigos de los que yo presumía con visible orgullo. Admiro su pragmático sacrificio y agradezco en los (sic) más profundo de mi ser la generosidad ilimitada que mostró, primero, con sus hijos y, luego, con nosotros, sus nietos. Confieso que Lita, mi abuela, a la que tanto quise, es de las personas que más admiración me han despertado en mi vida. Por su perenne humildad. Y su amor incondicional. (Págs. 50-51)
En todo caso, Azulmadre es una novela notable, de intensidad in crescendo, que emociona en ciertos momentos. Una novela, al fin y al cabo, de saga familiar, de linaje que se entremezcla, aunque esa no sea su intención ni lo subraya, con las distintas Españas y Canarias a lo largo del tiempo. No deja de ser también, una historia de superación personal en cada uno de los niveles genealógicos, en especial de las mujeres de la familia. Asimismo, es la crónica de la relación con la madre, admirada y amada; y, finalmente, una suerte de bildungsroman. Algo digno de aprecio es que logra ser sensible sin ser sensiblero.
En aquella isla que era la vieja casa, levantada en las estribaciones de un barranco amplio y profundo y rodeada de un platanar prodigioso, la vida transcurría envuelta en una especie de felicidad simple, de alegría, de satisfacción física y, en cierto modo, espiritual. Sólo nos teníamos a nosotros, así que no había más posibilidad que la vida en familia. Compartíamos cama para dormir, comíamos siempre juntos, íbamos y regresábamos juntos de la playa, jugábamos juntos en la única mesa que había en el comedor. Todo era colectivo. Plural. Y muy primario porque allí lo que más abundaba era el tiempo. Había tiempo de sobra para todo. Quizá eso explique ese recuerdo de libertad y felicidad que tengo de aquel confín, de aquel apéndice de la isla donde nunca ocurría nada. (Pág. 82)
La música era ella. Las horas de estudio, el tic tac del metrónomo, de aquel dedo de acero implacable, obsesivo. Ella me hacía parar, repetir fragmentos, volver a ellos con paciencia, con humildad, primero, con las manos separadas, me recordaba la técnica de la tecla hundida, lentitud. Me hacía repetirlo una y otra vez. Ella, siempre presente, sentada en el sofá, en la cocina. Escuchaba con atención y celebraba sin reparos mis progresos. Qué alegría sentía cuando me pedía que tocara una pieza, un fragmento, porque le gustaba. Y yo, tocaba, por supuesto. Para ella, cuantas veces hiciera falta. (Pág. 99)
Todo está bien contado e interesa, que no es poco, y, como digo, está salpicada la historia de momentos particularmente vibrantes. Eso sí, no esperen experimentalismo literario ni literatura posmoderna. En este sentido, Javier Estévez es un escritor realista, y me da la impresión de que nunca se ha planteado no serlo ni escribir de otra manera.
EN DEFINITIVA: una novela que merece el tiempo empleado en su lectura, y Javier Estévez, un autor digno de tener en cuenta.
POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA
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